V
Sus embotados sentidos registraban el ruido del pantanoso líquido: un ruido saturado de fragores que lo arrastraban a la muerte.
En las absurdas tinieblas que se abrían ante los ojos de Tyne, las siluetas, retorcidas como gusanos, participaban de su agonía. Imágenes de su vida pasada burbujeaban, a modo de bullente espuma, en la superficie de su cerebro. Incidentes de su historia personal acudían a su recuerdo, envolviéndole como si lo estuvieran protegiendo de las desdichas del momento presente. Luego desaparecieron.
La burbuja del pasado había hecho explosión. Su cabeza estaba de nuevo fuera del agua. Exhausto, tragando bocanadas de aire, Tyne procuró mantenerse a flote en las precipitadas aguas. Súbitas luces acompañaban la inundación que se desataba en torno a él. Se encontraba en algún lugar dentro de la inmensa planta automatizada, débilmente iluminada aquí y allá por pilotos multicolores. La fábrica estaba controlada cibernéticamente por ingenios robóticos. Nadie le salvaría si no lo hacía por sus propios medios.
Aliviado por encontrarse con la cabeza fuera del agua Tyne no advirtió al principio lo siniestro de su nueva situación. Simplemente, se sentía a salvo por flotar sobre la superficie de una marea en ascenso, tragando y expulsando aire no sin dolor. Más allá de un grueso vidrio alcanzaba a ver el interior de la planta, donde una sombría fila de depósitos, trabajando a sacudidas, hacía girar lentamente tinas de jalea; infinidad de prensas y tubos se sumergían hasta el subsuelo. También podía ver sucesivas plantas del edificio sumergido mientras el agua iba ascendiendo cada vez más.
Su mente se sintió entonces golpeada por lo que parecía una concienciación gradual. Inquisidoramente, Tyne miraba a su alrededor. Había ascendido desde el fondo de un gran tubo de vidrio con un diámetro de unos quince pies, que se elevaba hasta unos seis pisos de altura, y ahora se encontraba prisionero en su interior.
Mirando a través del vidrio con repentina agitación descubrió otros gigantescos tubos adosados paralélame te al suyo, como los intestinos de algún gran órgano dotado de válvulas. Los conductos se iban estrechando desde la base al techo de la planta, atravesando todos los pisos, y se llenaban rápidamente con el agua de mar que penetraba en ellos.
Tyne miró hacia arriba. El techo se iba aproximando.
El conducto se estaba llenando y el agua alcanzaría la cúspide.
Esto era inevitable. Supo inmediatamente dónde estaba. Los conductos de entrada recibían las tomas de agua. Cuando estuvieran llenos, grandes émbolos filtradores descenderían lentamente desde lo alto como pausados pistones, filtrando el agua de mar, comprimiendo el plancton contra el fondo del conducto; y no sólo el plancton sino también cualquier otro cuerpo sólido que allí se encontrara.
Afortunadamente, Tyne Leslie estaría ya muerto por asfixia antes de ser machacado contra el fondo.
Entre la turbulenta superficie del agua y la parte inferior del émbolo, sólo quedaban unos nueve pies, distancia que decrecía lentamente.
Tyne advirtió el movimiento del agua dentro del bolsillo de su pantalón. La pistola Rosk todavía se encontraba allí. Sacándola, Tyne la alzó por encima de la superficie del agua.
Seis pies quedaban entre su cuerpo y el émbolo.
Rogó porque el hombre que le dijera cierta vez que aquellas armas eran insensibles al agua hubiera dicho la verdad. Empuñándola firmemente, se volvió hacia lo que encaraba su espalda, y apuntó contra el vidrio que lo aprisionaba.
Cinco pies de aire sobre él.
Apretó el disparador. Como siempre ocurría con arma tan increíble, no hubo retroceso. El grueso proyectil quebró el conducto por abajo y los laterales, convirtiéndolo en un instante en una multitud de astillas de vidrio, de un pie de grosor algunas, otras como un par de pisos. Tyne fue arrastrado por el peso del agua liberada.
Transportado al interior de la fábrica, un gran golfo se extendió por un momento por entre los arcos de la inmensa planta sita bajo él. Luego, con un impulso se cogió a una viga de la que quedó colgando. Sus brazos crujieron a la altura de los hombros, pero permaneció sujeto. Siguió Colgado durante un buen rato que le pareció interminable. Mientras estaba en esta posición, se vio sobrepasado por una horrísona corriente de agua y cristales, catarata que contenía la muerte. Con gran esfuerzo, se izó sobre la viga del raíl hasta quedar a salvo; a duras penas se dio cuenta de que estaba vivo.
Otro sonido llegó hasta él, un sonido fácil de identificar: una sirena daba la alarma; había perforado directamente el gran conducto y una alarma automática se había disparado.
Ser cazado allí significaría el fin de todo. Perder el derecho a su libertad podía significar perder la última oportunidad de encontrar a Murray, incluso perder la última oportunidad de transmitir la información vital obtenida de Benda Ittai a las autoridades adecuadas. Tyne se puso en pie, chorreando, echándose hacia atrás el pelo mojado, apartándolo de los ojos. Estaba sobre una pasarela; un par de pies más allá, cajas de plancton puro, ahora en forma de lonjas, pastas y otros adminículos nutritivos, se movían rápidamente sobre una cadena de transporte. No muy lejos de allí, se escuchaban repiquetear rápidos pasos.
La oscuridad estaba traspasada por espaciadas luces, unas rojas, otras anaranjadas, otras azules. Mirando al resplandor de aquellas luces, Tyne vio una figura que, corriendo por la pasarela, se precipitaba hacia él. Una… ¡Dos figuras! Quienquiera que le hubiera perseguido en el exterior, se las había arreglado para perseguirle también en el interior. Alguien que tenía llaves para entrar.
—¡Leslie! ¡Tyne Leslie! —gritó una voz.
La voz, en virtud de la acústica del edificio, se amplió, distorsiono y se convirtió en algo metálico; Tyne no lograba reconocerla, ni siquiera hubiera podido hacerlo en circunstancias más favorables. Muerto de miedo, se convenció de que los Rosks iban tras él. Saltó sobre la cadena de transporte.
Resbaló, dándose contra una caja, que arrojó al otro lado; la cadena corría a más velocidad de lo que había pensado. Un poco alarmado, Tyne se izó sobre sus rodillas, mirando hacia atrás para ver dónde se encontraba su perseguidor. En aquel momento, su cuerpo cayó bajo una luz anaranjada. Echando pestes por haberse descubierto a sí mismo, Tyne se giró para ver hacia dónde le transportaban.
Una entrada muy baja se abría justo enfrente.
Contra su voluntad, Tyne gritó alarmado. Se echó cuerpo a tierra. Al instante, tinieblas impenetrables le tragaron. Se encontraba en un túnel. Su codo chocó contra una de las paredes laterales y lo encogió precipitadamente.
No se atrevió a levantar la cabeza. Nada podía hacer sino permanecer acurrucado entre las cajas.
La cadena emergió repentinamente en una zona de almacenamiento. Un robot cargador, bajo una brillante luz, trasladaba las cajas desde la cadena hasta unos camiones, cuyas puertas se cerraban una vez el remolque estaba lleno. Él no se iba a dejar meter allí, así que saltó de la cadena justo antes que el robot lo cogiera.
No tuvo tiempo de elegir el lugar de caída, de modo que dio dolorosamente contra el suelo, poniéndose en pie lenta y débilmente. Su reloj le indicó que eran cerca de las tres y media de la madrugada. Debería estar en la cama durmiendo. Se sentía molido.
Mientras se ponía en pie, sus dos perseguidores aparecieron en la salida del túnel. Por lo visto, sabían mejor que Tyne lo que había al otro lado del túnel; mientras eran arrojados al interior del almacén, saltaron primero uno, luego el otro, aterrizando sobre sus pies. Antes de que Tyne pudiera moverse, le tenían rodeado.
—Vamos, Leslie; te sacaremos de aquí —dijo uno de ellos, sujetándole con fuerza por el brazo.
Estaban enmascarados.
Sus rostros eran invisibles, a excepción de la frente y los ojos, que le contemplaban por encima de anudados pañuelos.
—¿Quiénes sois? —preguntó débilmente—. ¿Por qué os disfrazáis como monjas de clausura?
—Las explicaciones vendrán después —dijo uno de los hombres—. Hay que sacarte de aquí antes de que medio Padang venga a investigar el origen de la alarma.
La sirena aún estaba tronando, y los hombres condujeron a Tyne un par de pisos más abajo. Allí abrieron una puerta con una llave especial y le empujaron a través del umbral, al aire libre. Trotando torpemente, descendieron una cuesta, iluminada a intervalos por algunas luces. Aunque la lluvia persistía, su fuerza había decrecido y vacilaba; la tormenta había pasado. El agua se precipitaba trepidante a ambos lados del camino.
Había una puerta al final del pasaje. El más corpulento de los dos hombres, evidentemente el de mayor autoridad, sacó otra llave, abrió la puerta y salieron al exterior.
Fueron a dar a un aparcamiento de coches casi desierto, no muy lejos del punto por donde Tyne escalara el edificio. Corriendo, se detuvieron junto a un viejo modelo Moeweg, un coche atómico alemán. El más corpulento se puso en el asiento del conductor, mientras los otros se precipitaban en el asiento trasero. Dio al contacto y al instante comenzó a moverse el coche.
Mientras pasaban aceleradamente frente a la entrada de la planta, vieron acercarse en dirección opuesta al primer vehículo que había respondido a la alarma. Sobre el techo portaba foco; era un coche de la policía, del que, al cruzarse con el viejo Moeweg, saltó un hombre uniformado haciendo señales de alto. El corpulento aceleró.
—¡Maldita sea! Si nos toman la matrícula —dijo por encima del hombro al que estaba junto a Tyne—, tendremos problemas¡Tan cierto como que me he de morir! Voy a desviarme para no toparnos con el tráfico; no hay tiempo para andarse con aclaraciones con un puñado de polizontes locales.
Un coche de bomberos los pasó y un helicóptero zumbó sobre sus cabezas. Brillantes haces de luz por entre los árboles señalaban una corriente de tráfico que se encaminaba hacia el escenario de la alarma. El corpulento giró el volante. Dejaron la carretera y se introdujeron por un estrecho camino que se sumergía en la jungla.
El camino no permitía el paso de nada más grande que un carro de bueyes. El follaje golpeaba las ventanas mientras seguían avanzando.
¡Es absurdo!, pensó Tyne, ¡absolutamente absurdo! Tuvo tiempo de preguntarse por qué había secundado la acción de los otros. Había visto cómo la gente del ecuador, en las zonas más calurosas, daba vueltas y más vueltas cada vez más rápidamente; en cierto sentido, comprendió que era cierto. Estas personas simplemente se desplazaban en círculos. En un minuto eras cazador y al minuto siguiente cazado. Tomaban rápidamente sus decisiones, incluso aquellas que, al parecer, estaban basadas no tanto en el entendimiento racional como en el deseo de seguir esperando continuamente en un inmenso e indeterminado juego.
¡Un juego! ¡He aquí el secreto de todo! Los hombres de acción podían penetrar en un contexto que implicaba la vida y la muerte sólo porque una vez sumergidos en él, el riesgo se vuelve irreal. Era un ajedrez jugado con adrenalina en vez de intelecto. Habían sobrepasado las normales reglas de conducta.
Lo terrible era que, aunque Tyne lo veía ahora con claridad, había sido también atrapado en el juego… voluntariamente. Los sucesos del mundo se habían convertido en algo demasiado grave para ser tratado seriamente. Uno podía escapar de todas sus implicaciones introduciéndose en el maníaco submundo de la acción, donde la sangre y las mentiras marcaban la pauta. De la misma forma, vio que el péndulo que imperaba en el submundo se inclinaba a su favor. Aquellos hombres le habían atrapado a Tyne cuando menos se lo esperaba; ahora que estaba en sus manos, podía relajarse aunque sin perder la alarma; en un sentido, no le preocupaba gran cosa; ellos llevaban la peor parte. Cuando las presiones llegaran a un determinado nivel, serían ellos los que nada se esperarían… y él podría eludirlos. Era inevitable, el gran péndulo podría inclinarse hacia el otro lado…
—Ya estamos bastante lejos —dijo el corpulento, una vez se hubo internado el Moeweg unas cien yardas en la jungla. El hombre que estaba junto a Tyne no soltó prenda.
Él coche se detuvo, y con un esfuerzo, Tyne centró su atención en el presente. Su mente, trabajosamente, había estado elaborando la teoría —incluso le había dado el título medio jocoso de Principio de Leslie sobre la Acción Recíproca, o Teoría Compensatoria de la Actividad Irresponsable («Efecto de Leslie»)— con la misma atención que otrora elaborara los preliminares de los informes oficiales.
El corpulento apagó los focos, quedando sólo los pilotos de posición para iluminarles. Fuera, la lluvia había cesado, aunque el movimiento del follaje disparaba ráfagas de gotas contra el techo de la carrocería. Eran las cuatro y cuarto, una hora de la noche bastante entumecedora.
—Bien —dijo Tyne—, supongamos que ahora me dicen quiénes son ustedes, a qué se dedican y qué creen que están haciendo.
Bajando el trapo con el que se había cubierto la parte inferior del rostro, el corpulento se volvió para mirar a Tyne.
—Primero —dijo, en tono amable y educado—, debemos excusarnos por haberle tratado de esta manera, señor Leslie. El tiempo apremiaba y no teníamos otra alternativa. Quizá deba añadir (excúseme) que nada de esto hubiera sido necesario si usted nos hubiera esperado para darle explicaciones cuando intentamos detenerle en la fachada de la planta de plancton. Su salto fue espectacular pero innecesario.
—No salté —dijo Tyne irónicamente—. Resbalé.
Abruptamente, el corpulento rompió a reír. Tyne, no menos súbitamente, le hizo coro. La tensión se relajó considerablemente. El enmascarado que estaba a su lado no se movió.
—Ésta es la situación —dijo el corpulento—. A propósito, me llamo Dickens… Charles Dickens. No es el verdadero nombre, claro. Estoy trabajando con el hombre que usted conoce como Stobart, el agente del C. de las NU; su brazo derecho, como si dijéramos. Usted desapareció durante algunas horas y, la verdad, estábamos francamente preocupados. Ya ve, su papel en este asunto es ambiguo; naturalmente, nos gustaría saber de qué lado está usted.
—Naturalmente. ¿Qué les hizo buscarme en la planta de plancton? —inquirió Tyne—. ¿O no puedo preguntar?
—No le estábamos buscando —dijo Dickens—. Simplemente, estábamos investigando la planta cuando llegó. Como usted, esperábamos encontrar allí a Murray Mumford.
—¿Cómo sabe que estaba buscando a Murray?
—Usted gritó su nombre, ¿lo recuerda? Por otra parte, está Mina, la mujer de Murray, que le dijo que se dirigiera allí. Ella le contó que Murray había dicho que estaría en la planta de plancton.
Repentinamente, Tyne guardó silencio. Las palabras de Dickens le habían traído a la memoria un recuerdo vital, algo que había recordado durante aquellos terribles momentos de asfixia inminente en la planta. La memoria le proporcionó la clave del paradero de Murray; debía alejarse de Dickens y su silencioso compañero tan pronto reuniera toda la información que pudiera sacar de ellos. Volviendo al presente, preguntó:
—¿Cómo descubrieron lo de Mina, Dickens?
—Stobart lo descubrió. La interrogó después de dejarla usted. No nos hemos estado quietos.
—No me hable de Stobart. Es un tipo que debería aprender mejores modales antes de mezclarse con las personas.
—Stobart es algo así como un sicólogo —dijo Dickens—. Deliberadamente hizo lo posible para que dejara usted de buscar a Murray.
Tyne sonrió para sí. Los tíos pensaban que tenían en la mano todas las respuestas. Lo que no sabían era que él había dejado de buscar a Murray desde el momento en que los Rosks le habían raptado en el taxi. Stobart podía cerrar herméticamente su sicología con aquello.
—De modo que Stobart me quería como un espectador manipulado —dijo—. ¿Por qué?
—Usted constituyó una de sus ideas improvisadas. Los Rosks le habían arrinconado en el Roxy cuando llegó usted. Usted fue una distracción para despistarles. Hoy por hoy, usted está siendo doblemente utilizado. Después de que los Rosks le dieron un paseo en queche…
—¿Qué? —Tyne explotó. Súbitamente, se sintió henchido de furiosa ira. El hombre silencioso situado junto a él le puso una mano sobre el brazo para contenerle, pero Tyne se la apartó con su puño metálico—. ¿Quiere decir que su gente sabe lo del queche? ¿Y dejaron que ocurriera? ¿Ustedes permitieron que me torturaran… porque fui torturado? ¿Y dejaron que ese secuaz de Ap II Dowl, Budo Budda, se paseara por ahí como si tal cosa? ¿Todo el tiempo supieron lo del queche, pudiendo haberlo reventado? ¿No está infringiendo el acuerdo interplanetario sólo con estar allí?
—No se excite. No sabíamos que usted había sido conducido al barco; los Rosks le atraparon con demasiada rapidez como para que nos diéramos cuenta. Estábamos esperando importantes acontecimientos; Ap II Dowl tenía que visitar el queche al cabo de unas horas, y justo entonces teníamos que atraparlo allí. Si nos hacemos con él, muchos de los problemas de la Tierra encontrarán solución.
—Usted no sabe cuántos problemas tiene encima —dijo Tyne agriamente—. Está a punto de ser atacada por una flota invasora procedente de Alfa II. Éstas son las noticias que Murray lleva consigo.
—Lo sabemos.
—¿Qué lo saben? ¿Cómo lo saben?
—Tenemos nuestros medios, señor Leslie; dejémoslo estar así.
Mientras Dickens hablaba, se escuchó un zumbido. Un radioteléfono estaba instalado sobre el tablero de mandos del Moeweg, Dickens lo cogió y habló por él en voz baja; entre algunas palabras, Tyne captó su propio nombre.
—¿Es que no tiene nada que decir? —preguntó al hombre sentado junto a él. El otro se encogió de hombros sin responder.
Repentinamente, Dickens dejó caer el auricular y juró blasfemando. Maldijo con rabia, de la forma más obscena posible. Era sorprendentemente ostentoso por su parte.
—Leslie, lo ha jodido todo de arriba abajo —dijo, volviéndose en el asiento—. Era Stobart el que me llamó. Dijo que estuvo usted cautivo en un islote llamado Achin Itu hasta más o menos las diez de la noche… es decir, de la noche de ayer. Encontraron en la playa su mechero con sus iniciales. ¿Cierto?
—Me gustaría recuperar el mechero; me costó cincuenta fichas. Dígaselo a Stobart, ¿quiere?
—Escuche, Leslie, usted disparó contra el coronel Rosk, Budda. ¿Sabe lo que hizo? ¡Alejar a Ap II Dowl! Cuando se enteró de la muerte de Budda, se quedó en la base. Nuestros compañeros arribaron al queche una hora después, mientras usted estaba jugando al ratón y al gato en la planta de plancton, y no encontraron nada sino información inútil.
—No me culpe, Dickens. Llámela una de mis ideas improvisadas, ¿eh? Alguna vez tenían que salir mal los planes de Stobart, concédame la oportunidad. Me ha emocionado mucho oír lo que ha dicho.
—Usted va a volver conmigo a Padang, Leslie, ahora mismo. Y vamos a encerrarle hasta que aprenda a no obrar por su cuenta y riesgo.
—¡Oh, no, usted no va a hacer eso! —dijo Tyne, medio levantándose del asiento. Algo duro se apretó contra su costado. Miró hacia abajo. El compañero silencioso le estaba apuntando con un revólver, mirándole fijamente por encima del pañuelo. Dickens encendió de nuevo los faros del coche mientras Tyne se echaba atrás, desvalidamente, en su asiento.
—Eso es, relájese —dijo Dickens—. A partir de ahora, vivirá a expensas del gobierno.
—Pues tengo una corazonada para dar con Murray —dijo Tyne—. Se lo juro, Dickens, soy capaz de ir hasta él sin vacilar. Todavía lo quieren¿no?
—Lo trataremos en el edificio del CNU —dijo Dickens, poniendo en marcha el motor—. Pero las cosas son demasiado complejas para usted, compadre. No hay lugar para los aficionados. Y usted nos ha hecho ya bastante daño. Hay otra cosa que usted no sabe. ¿Se ha detenido a pensar por qué los Rosks no pueden pasar de la Luna a la Tierra, por sí mismos, un rollo de micropelícula más pequeño que su meñique? Hay una razón que explica por qué hicieron que lo transportara Murray. Fue robado a los Rosks.
—¿Quiere decir que los Rosks robaron la película a los Rosks?
—Sí, eso es lo que dije y lo que quiero decir. ¿Nunca oyó hablar de la facción pacífica de los Rosks, la FPR, dirigida por Tawdell Co Barr? Son pocos y componen una organización medio ilegal, que se alzó contra Ap II Dowl y que quiere lograr la paz con los terrícolas. En el Área 101 de la Luna no puede haber más de un puñado. Pero se las arreglaron para hacerse con la película y, claro, quisieron enviarla a la célula mayor de la FPR, en la base sumatrina. Supongo que será usada con propósitos propagandísticos, para mostrar a los Rosks cuán maníaco y sanguinario es Dowl.
»Le digo esto para que vea por qué la situación es tan compleja para usted, está compuesta de tantas capas como una cebolla.
Mientras hablaba, Dickens arrancó. Las ruedas giraron en el barro pero el coche no se movió. Mientras habían estado esperando a que decreciera la alarma en la carretera principal, el pesado vehículo se había hundido en el cieno. Tyne apenas se daba cuenta de lo que pasaba mientras mascullaba para sus adentros lo que Dickens le había dicho. Esto aclaraba la actuación de la chica Rosk, Benda Ittai, que le había salvado la vida.
—¿Ha oído hablar de Benda Ittai? —preguntó Tyne. Al pronunciar su nombre en voz alta sintió un inesperado placer.
—¡Nos estamos hundiendo, joder! —exclamó Dickens—. ¡Oh, cómo adoro Sumatra! Benda Ittai es probablemente de la FPR. Los hombres de Stobart la encontraron en el queche cuando lo arribaron. Los Rosks se la iban a cargar. En tales circunstancias, nuestros hombres creyeron que lo mejor era dejarla libre; se lo digo, Stobart es un blando: yo la habría encerrado. ¡Maldito sea este país de pantanos! Ahora entiendo cómo se encuentran voluntarios para las expediciones lunares. Sí, si hubiera estado de mi mano, la habría metido en prisión; los habría encerrado a ustedes dos… escuche, voy a salir para poner alguna cosa bajo las ruedas. Leslie, si intenta escapar, mi amigo le disparará a la pierna. Hace daño. Si quiere probar la experiencia, inténtelo y vea.
Salió del coche, dejando la puerta abierta. Sus pies aplastaron la hierba mojada, apoyándose contra el capó del Moeweg.
El corazón de Tyne zumbaba. Se preguntó si tenía alguna oportunidad de desembarazarse del tipo de al lado. Dickens era visible a través del parabrisas, bañado por la brillante luz que sólo resaltaba la sombría y acechante oscuridad del bosque. El agente había sacado un cuchillo y estaba cortando arbustos, que colocaba en las ruedas delanteras.
Pero en el exterior se estaba moviendo algo más. Vino chasqueando desde la copa de los árboles con vibrante susurro. Arbustos y pequeñas ramas se retorcieron; todo pareció volverse vivo ante su aproximación.
Dickens se enderezó y lo vio. Rápido en sus reflejos, dejó caer lo que había cortado y buscó su pistola sin perder un segundo. Mientras su mano se alzaba, disparó por dos veces contra el objeto atacante, luego se giró, penetró en el Moeweg y cerró la puerta tras sí. Furioso, hizo un nuevo intento por sacar al coche del barro. El objeto volante cargó contra ellos, brotando de las tinieblas.
—¿Qué es eso? ¿Qué mierda es? —preguntó Tyne, asustado. Comenzó a sudar. Sus oídos se embotaron con el ruido que producía el artefacto.
—Es un espía volador de los Rosks —dijo Dickens, sin volver la cabeza—. Una especie de ojo volante. Por televisión informa de todo cuanto ve a la base Rosk. He visto uno que han capturado en el cuartel general. Van desarmados pero no son del todo inofensivos. No importa que… ¡mierda!
Fueron lanzados un pie hacia delante, luego de nuevo hacia atrás, sin que las ruedas consiguieran agarrarse al suelo. El aereoespía planeó, luego descendió casi al nivel del suelo. Tyne lo vio ahora claramente. Era un disco hinchado, quizá tuviera cinco pies de diámetro y dos pies con seis pulgadas en la parte más ancha. Lentes de tamaño diverso conformaban el canto y la superficie inferior. Un foco lanzaba contra ellos un cegador chorro de luz.
Rotores, probablemente montados sobre un giroscopio, propulsaban la máquina y producían aquel zumbido que hacía que los arbustos de los alrededores se movieran con inquietud, como si intentaran escapar a la observación. Los rotores estaban instalados en el interior del disco, protegidos por una impecable malla a fin de evitar cualquier daño.
Se lanzó repentinamente hacia delante. Incluso Dickens se sobresaltó instintivamente y justo en ese momento, el aereoespía golpeó el parabrisas, reduciéndolo a pequeños fragmentos.
Dickens juró en voz alta.
—¡La base Rosk no está muy lejos de aquí! —gritó—. Apenas a unas cuantas millas a través de la jungla. Si ese objeto nos ha identificado, puede ser que nos destroce el coche, para tenernos a raya hasta que una patrulla Rosk nos atrape. Cúbrase la cara, Leslie, ¡no deje que vean quién es usted!
El aereoespía se había alejado. Planeaba por algún lugar encima del vehículo. No podían verlo pero podían oírlo: parecía la venenosa nota, pero ampliada, de una corneta. Toda la hojarasca que rodeaba el coche se agitó furiosamente, provocando su propia tormenta. Tyne se estaba poniendo un pañuelo sobre la cara cuando Dickens dio marcha atrás al coche. Con un brioso empuje, el viejo Moeweg salió del pozo que él mismo había hecho. Al instante volvió al ataque el aereoespía. Con un movimiento de costado, se lanzó contra una de las ventanas de la parte trasera. Pero no se retiró, sino que permaneció allí, empujando, empotrado a través de la ventana rota, parpadeando sus lentes con malicia. El coche retumbó, el artefacto se desasió.
El agente silencioso se revolvió en el asiento y disparó a través de la ventana. Su frente era grisácea y estaba…
—Apunta a sus rotores por entre las mallas —bramó Dickens—. Es la única forma de ponerlo fuera de combate.
—Es la única forma de ponerlo fuera de combate.
Temerariamente, se lanzaron hacia atrás por entre las sendas de la jungla. Dickens conducía mirando por encima de su hombro, el volante en una mano, la pistola en la otra.
—Ese cacharro puede aplastarte si intentas correr tras él —dijo—. Hacerte papilla contra el suelo.
—No se me había ocurrido salir —replicó Tyne. Lo único que se le había ocurrido era salir.
Mientras lo decía, el hombre silencioso abrió la puerta, quedándose con medio cuerpo fuera para lograr un mejor impacto en mitad de los órganos vitales del aereoespía. El objeto reculó inmediatamente hacia arriba, hasta las ramas que se extendían por encima de ellos… y cayó precipitadamente contra una de las ruedas traseras. El Moeweg patinó de costado por sobre los arbustos y se detuvo con el motor bramando estérilmente.
Tyne no se detuvo a pensar. Sabía que estaban atrapados y que el artefacto podía abatir el coche si se lo ordenaban.
El agente silencioso había sido arrojado contra el suelo a causa del choque. Deslizándose por la puerta abierta, Tyne saltó hasta él, recogió su pistola y reptó sobre el suelo. Se hundió entre los arbustos, temerariamente, sin hacer nada por escapar. Arrastrándose sobre manos y rodillas, empezó a avanzar, a despecho de los cortes y desgarrones que pudiera provocarse. Algunos disparos sonaron tras él: no sabía si Dickens disparaba contra él o contra el aereoespía.
Se desplazó rápidamente. Se metió en medio de una pequeña laguna cubierta de vegetación y salió al instante. Una leve claridad, quizá el primer destello del alba, le ayudaba.
Sabía lo que hacer. Se estaba dirigiendo a un macizo de árboles gruesos con ramas a baja altura. El aereoespía tendría serios impedimentos, pese a todas sus habilidades. El denso follaje lo detendría.
Tyne estaba ahora en pie, corriendo inclinado. No sabía ciertamente en qué dirección iba. El sordo rumor, tan determinable, sonaba tras él. El destello de una luz se vislumbraba entre las hojas, mientras el faro le detectaba. Las hojas se retorcieron. ¿Dónde estaban los condenados árboles?
Resoplando dificultosamente, golpeaba contra la vegetación que le alcanzaba hasta el pecho. Parecía interminable.
Luego emprendió un precipitado trote, metiéndose en medio de una hilera de árboles, arañándose entre las zarzas. Cuando llegó un minuto más tarde, difícilmente pudo levantarse. Mirando por encima de su cabeza, vio una protectora red de ramas. Las más pequeñas se balanceaban empujadas por un viento artificial.
Jadeando, Tyne permaneció allí como un animal atrapado.
Era todo cuanto podía hacer. No había imaginado que pudieran perseguirle; había creído que aquello se quedaría vigilando el coche y a los dos agentes del CNU. Aunque… si las transmisiones que el objeto había efectuado a la base Rosk habían logrado identificarle como el terrícola al que Benda Ittai se había confesado, entonces había buenas razones para aquella persecución.
Hojas y matojos se removían en torno a él. El zumbido resonante llenó sus oídos. Saltando como macho asustado, Tyne se colgó de una rama. Aupándose, subió hasta diez, quince pies por encima del nivel del suelo, abrazándose al tronco en medio de un grueso brote de ramas horizontales.
Ahora estaba mejor situado. Miró por entre los árboles. En la dirección contraria a la pendiente que había dejado se abría un rápido río. Al otro lado del río le pareció divisar una vía férrea.
El aereoespía le había visto. Planeó bajo, en vuelo rasante, buscando con sus luces. No podía elevarse hasta él a causa de las ramas, que le protegían tal como había esperado. Entonces la máquina se arrimó a la base del árbol. Por vez primera, al mirar abajo, Tyne vio sus grandes ventiladores que giraban tras un protector enrejado. Disparó contra ellos con la pistola del agente. Su brazo sufrió una sacudida, el tiro había sido impetuoso.
La máquina se alejó y cargó contra el árbol. Luego lo rodeó, buscando otra forma de atraparlo. Casi al mismo tiempo, Tyne vio correr a Dickens pendiente abajo. Guiándose por el ruido del aereoespía, el agente había seguido a Tyne.
Las ramas se agitaron. El aereoespía estaba ascendiendo a través de pequeñas ramas, rompiéndolas y forzándolas, buscando la altura de Tyne. Tyne rodeó el árbol, poniéndose en la otra parte del tronco. Si podía resistir hasta que despuntara el día, el objeto no podría volver a la base a no ser que aceptara el riesgo de ser detectado. Escudriñó en dirección a Dickens, pero éste había desaparecido.
De nuevo cambió de posición, para mantener el grueso del árbol entre él y la máquina. Esto significaba descender hasta una rama más baja. Debía procurar descender inadvertidamente. En tierra estaría indefenso. El objeto gruñía airadamente, como un inmenso trompo girante, empujando persistentemente contra una masa de ramas. Se desplazó a un lado; de nuevo Tyne cambió de posición.
Repentinamente resonó un gritó, y el sonido de zapatos golpeando metal.
Tyne miró en torno al árbol.
Dickens había saltado o caído sobre el aeroespía. El agente había trepado por un árbol próximo y se había lanzado o deslizado hacia delante. Ahora estaba encaramado sobre la cúspide del disco, luchando por asirse a él.
—¡Dickens! —gritó Tyne.
El agente resbalaba sobre la pulida superficie del aereoespía. Sus piernas se agitaban, coceando en el aire. Luego atrapo un saliente en la malla central de la máquina y se izó hasta una posición más segura. Mientras el aereoespía se batía entre las ramas, el agente sacó su pistola, apuntando a las aspas de los rotores.
Todo esto habría cogido a los Rosks (que obviamente controlaban el gran disco) completamente por sorpresa. Primero se quedó inmóvil, luego se movió. Su peculiar zumbido se aceleró y el aparato se lanzó precipitadamente.
Dickens fue golpeado por una rama. Parcialmente aturdido, resbaló una vez más sobre el costado; su pistola había caído, golpeando esta o aquella rama, resonando metálicamente hasta llegar al suelo.
—¡Salta, Dickens, por el amor de Dios! —gritó Tyne.
Era difícil asegurar si el agente oía algo. Estaba siendo llevado por entre la espesura, sostenido arduamente, la cabeza medio protegida por los brazos. Las últimas hojas lo rozaron y el aereoespía salió al aire libre, ascendiendo lentamente.
Sin importarle nada, Tyne saltó del árbol para caer sobre una rama poblada de flores. Sujetándose, salió de entre los árboles, y echó a correr bajo el aereoespía gritando incoherentemente. No se atrevió a disparar por miedo a dar a Dickens.
En la tenue claridad de la mañana el disco era claramente visible a unos treinta pies de altura. El artefacto puso rumbo hacia la base sumatrina, donde los Rosks, conjeturó Tyne, aguardarían. Dickens, con toda probabilidad, tenía el mismo pensamiento. Gateó hasta la parte central del disco, golpeando las pantallas de la superficie superior. En un momento había destrozado un fragmento de pantalla, pedazo que dejó al descubierto los rotores.
Se quitó el zapato y lo arrojó en medio de los rotores.
Al instante, el dinámico zumbido se convirtió en un violento golpeteo. Luego, se escuchó el chirrido de metales rotos. Con un último quejido de sonidos en staccato, el aereoespía comenzó a descender, ladeándose peligrosamente.
Tyne advirtió, mientras seguía corriendo, que el artefacto caía en medio del río, arrastrando consigo a su pasajero. Desaparecieron en las aguas y no emergieron de nuevo.