COMO UN PÁJARO HERIDO
GILBERT MICHEL
Gilbert Michel es uno de los recién llegados al panorama de la SF francesa: éste es su primer cuento publicado (posteriormente ha publicado otros) y apareció en la revista Fiction en enero de 1970. Gilbert Michel es profesor de dibujo en Casablanca, decorador de teatro, animador cultural, autor de obras pedagógicas y de films de animación. Actualmente prepara una serle de relatos (del cual éste es el primero) que irán concatenados, así como una novela y un ensayo sobre la SF. Entre sus actividades más destacadas se cuenta la de animador de clubs de SF, de los que espera poder crear un buen número en Africa del Norte.
Se le vio caer durante un tiempo infinito. El cuerpo, empenachado de velos diáfanos, parecía un pájaro herido regresando a su nido. Algunos pretendieron que, al nivel de los baños de lujuria, o tal vez un poco más abajo, había gritado. Pero aquellos que lo conocían mejor no podían admitirlo.
Se llamaba Argo: un nombre predestinado para un ser que terminara con un vuelo. No gritó. Muerto como un héroe, probablemente había conservado su eterna sonrisa: una grieta sardónica en la parte inferior de un rostro apergaminado.
No se acudió a las extremas profundidades a requerir su cadáver: se temía al ombligo del universo, pululante de galerías, túneles y ramificaciones. Estaba demasiado oscuro, demasiadas existencias manifestaban allí sus extraños poderes. Aquellos que estaban dotados de un poco de imaginación recrearon la imagen de un cuerpo destrozado rebotando blandamente de plataforma en pasarela...
En su grupo, se habló poco de Argo. Había muerto como un artista, asumiendo en el curso de su caída la entera responsabilidad del pequeño sentimiento de horror suplementario que se había impuesto.
Hesion no apreciaba el gesto. Encontraba algo inacabado.
—El largo tiempo —decía—, el largo tiempo acordado por una caída demasiado prolongada, empaña la elegancia del acto. —Y añadía: —La conclusión no es limpia. Un hombre que cae desde los Altos de la Ciudad no tiene ante sí más que un tiempo demasiado largo como para romper el duro cristal de un acto perfecto... El hecho de que no hayan habido espectadores no cambia en nada el asunto: el gesto debe ser puro, precisamente porque es vivido en la soledad.
Hesion estaba reputado por su purismo.
Humo parecía de su opinión. Murmuró:
—El suicidio debe ser concebido como un poema. No se debe vacilar en recurrir a las más antiguas fórmulas de composición rítmica. Las primeras estrofas (psíquicas) de la implantación de la idea deben tener una importancia proporcional a la «masa» de la conclusión. Esta puede ser preparada armoniosamente mediante un balanceo hecho de vacilaciones, tan naturales en el estado actual de nuestra evolución, pero a condición de que un segundo plan del pensamiento permita entrever, en filigrana, el desenlace final.
Para Lago, la muerte debía ser inmediata.
—¡Como el trueno violeta de un fin de luna! —explicaba—. El choque del acto incide en la trama de la acción con una violencia que yo llamaría... estética... —En el grupo, se le consideraba un poco demasiado superficial—. La línea melódica que sostiene los pequeños acontecimientos de las últimas horas debe enrollarse sobre sí misma y distenderse en el minuto preciso en el que el artista pone fin a su vida.
—¿Esto no es una especie de equivocación con respecto a los intereses acumulados alrededor de la tentativa? —se le respondía.
—En absoluto: el acto breve de la muerte equilibra, por su densidad, los largos períodos de preparación mental y material, cuyo potencial energético, reconózcanlo, es menos elevado.
Preconizaba el arma violenta. La explosión neutrónica del cuerpo, por ejemplo, añadía a la elegancia temporal la distinción de una vaporización de la carne en elementos últimos.
Algunas veces, anunciaba:
—Por mi parte, la elección está hecha: el dispositivo se halla en su lugar, estoy en la fase preliminar. Procederé con rigor: declaración oficial de mi intención en las próximas «justas oratorias». Desencadenaré entonces el proceso poético que debe culminar con la iluminación... No lamentarán mi larga preparación.
Nadie lo dudaba.
Se esperaba su suicidio con una cierta curiosidad.
—Una sinfonía, perfectamente equilibrada, admirable en amplitud... Una cima... Un regalo...
Pasaron los días. Pocos acontecimientos notables fueron señalados. Los cometas turquesa de la gran borrasca anual iluminaron el espacio, más allá de las más altas torres.
Lago cumplió con su programa: estalló en el minuto preciso que había señalado... y su muerte hubiera podido constituir el remate de una verdadera obra maestra si hubiera sabido dosificar las proyecciones neutrónicas. Simultáneamente a su delicado cuerpo, desaparecieron en un relámpago: el grupo del Palacio de los Dioses del que era inquilino privilegiado, tres mil personas de los Altos, reunidas para asistir a la ceremonia, y dos dignatarios, designados por las Altas Esferas para rendir cuentas de las tensiones y corrientes. Algunas de estas personas habían informado de su determinación de llevar a cabo los suicidios más minuciosamente preparados, por lo que el suceso causó gran consternación: Lago les había frustrado en su último goce.
La obra de arte estaba pues mancillada por consecuencias ilegales. El veredicto del grupo fue riguroso: suficiencia, agravada por ignorancia técnica.
Dos taras que parecían odiosas en aquel principio del treintavo milenio.
Desde una célula esférica de las Cimas, el Príncipe de los Altos convocó la asamblea de los consejeros ordinarios y extraordinarios.
Decisión extremadamente rara.
No había cambiado apenas desde la reunión del siglo precedente.
Alto, delgado, encorvado (extraña manía la suya de no aceptar la tradicional sustitución de esqueleto de los cuatricentenarios), se deslizó meticulosamente en la losa circular de concentración. Una larga capa de metal lunar lo envolvía como un sudario: se adivinaba sin esfuerzo la extrema laxitud de un organismo enteramente consagrado al servicio del planeta.
Una a una, las esferas se iluminaron: el Príncipe de los Altos se encontró muy pronto rodeado de figuras vivientes que formaban un círculo perfecto. Una extraña similitud unía a los doce consejeros del Zodíaco Supremo: las mismas miradas frías, desprovistas de expresión, los mismos rasgos, apenas esbozados en unos rostros que perdían todo relieve, atestiguando un total control sobre sí mismos, la misma impresión de tranquila potencia... o de ausencia... o de eternidad mineral.
El pensamiento hecho carne.
El clic de la toma de sonido anunció el inicio de la comunicación. Se advirtió inmediatamente que el ritual sería alterado: ninguno de los Sabios manifestaría por ello la menor sorpresa: varios siglos de análisis permanente, de experimentación psíquica, de compulsión persiguiendo los cuerpos y de adaptaciones progresivas a los más diversos aspectos de la realidad humana los habían inmunizado contra toda reacción intempestiva.
Ninguna curiosidad animaba sus rasgos.
Una espera... y algunas corrientes de pensamiento franquearon la pantalla.
Los Sabios no tenían preocupaciones personales. Receptáculos de todas las agresividades, disolvían muy pronto sus propias estructuras. Si bien no lo sabían todo, lo esperaban todo. Al filo de los siglos, se les presentaba cada nueva urgencia como un problema apasionante por resolver: se dedicaban a él con obstinación. Y, aquel día, presentían lo peor. Alguna anomalía ínfima en el comportamiento del Príncipe de los Altos les había puesto en guardia.
Esperaban.
Cuando la frase se deslizó entre ellos, comprendieron que el coloquio comenzaba.
Fueron imágenes: la Ciudad, los Altos de la Ciudad, siluetas inmóviles, largas capas...
Sabían: los Estetas de las Cimas conversando, girando, en medio de sus efímeras creaciones luminosas, tendidos en protuberancias de materias sedosas... o bien agrupados en torno a cuerpos extendidos.
El problema.
Cuerpos envueltos en tejidos luminescentes, que la muerte había desarticulado, desecado o rasgado.
Innumerables cuerpos.
Los Sabios intentaban precisar sus sensaciones. El ritmo de la emisión mental cambiaba, mientras las imágenes se detenían. El mensaje se hacía discurso.
—Los Estetas, cansados de su vida demasiado superficial, de sus creaciones, de sus goces demasiado sutiles, de sus relaciones demasiado complejas, se han inventado una nueva pasión: el suicidio. Esto debió comenzar con un desafío... —los Sabios lo recordaban—: ofrecer su vida a cambio de un corto instante de verdadera emoción. El gesto es tanto más apreciado cuanto que se ha barrido desde hace tiempo toda creencia en una remisión o en una supervivencia de cualquier clase en un Olimpo mítico... Recordemos: el primero se mató arrojándose en una fuente de burbujas de ácido.
»El segundo quiso hacerlo mejor: preparar y proponer un poema vívido, la sucesión de instantes que preceden a la muerte, armoniosamente compuesto. Había definido su estilo: un ramillete de emociones... pero la insidiosa punta de locura comunicada por los pétalos de lis púrpura de Betelgeuse hizo fallar sus últimos instantes. Otros se abocaron a la brutalidad... y el suicidio se convirtió en una pasión, después en un arte.
Los Sabios sabían todo eso. En su mayor parte reprobaban esa muy antigua manía que consistía en presentar primero el tema. Hacía ya mucho tiempo que el hombre se había despojado de las estructuras lógicas de la mente. Pensaba por modulaciones, imbricando las frases y las corrientes de ideas, relacionándolas con el ritmo o con la coloración...
Y el ritmo, precisamente, cambiaba. La voz se hacía imperiosa. Se comprendía poco más o menos esto:
—Debemos intervenir. Los Estetas no son inútiles más que en apariencia. Imágenes de una cierta perfección, terminaciones sensibles de las masas de allá abajo, repercuten en los fenómenos que ocurren en todas las capas de la Ciudad. Y una buena mitad de ellos han perecido en tentativas de todas clases. En una estación.
«Es preciso actuar. Esta es la razón por la cual os he convocado: espero vuestras sugerencias.
El silencio (mental) fue roto muy rápidamente. Los pensamientos partieron como cohetes:
—No podemos prohibirles el matarse.
—Eso más bien les excitaría.
—Lo convertirían en un atractivo suplementario: somos los últimos rastros de la Autoridad.
—¿Razonarles?
—¿Qué significa razonar?
—Desarrollar el argumento de su importancia en el seno de los mundos planetarios. Su necesidad...
—Sus necesidades internas son más imperiosas.
—¿Necesidades?
—Obligación de no tener en cuenta lo real que les rodea. La evolución del hombre lo aleja del mundo.
—Esto forma parte de su ética.
—¿Por qué no lanzarlos hacia nuevas aventuras, hacia nuevas conquistas? No faltan infiernos por colonizar.
—Porque morirían igualmente en tierras lejanas.
—Separémoslos: formemos grupos antagonistas.
—Se suicidarían en combates colectivos.
—Será necesario reacondicionarlos, como a las masas.
—Imposible: la poesía los ha inmunizado.
—Encerrarlos en sus células, por ejemplo.
—¿Por qué no intentarlo?
—Es un medio arcaico... pero sin duda eficaz.
—Resumamos las ventajas.
—Creo... creo... que un período de inacción, una situación nueva, sentida como una vulgaridad... terminaría por demoler las pulsaciones. Por otra parte, su tendencia a la autodestrucción se transformaría en agresividad hacia el orden de arriba...
—¡Es decir hacia nosotros!
—Podremos soportarlo.
—¿Y después?
—¿Después? Los soltaremos. Habrá un nuevo elemento perturbador en su psiquismo. Como son frágiles...
—Tal vez descubran una nueva pasión... Menos onerosa.
Desde los primeros minutos del ciclo nocturno, tres millones de Estetas se encontraron prisioneros en sus células de regeneración.
Al despertar, aunque aturdidos aún por los habituales alucinógenos, las mentes enviaron hacia el aire ambiente oleadas de interrogación. Algunos creyeron en una broma; a veces se inventaban cosas así, bajo la forma de ceremonias desusadas o encantamientos que permitían recrear el clima de los orígenes prehistóricos. Otros temieron por su razón: el universo de sus certitudes parecía derrumbarse a su alrededor. Las esclusas jamás habían sido selladas. La Autoridad, de un solo golpe, se revelaba ante ellos a través de un acto alienante.
Hubo multitud de muertes por sofocación intelectual. Una especie de rabia poco estética. Los moribundos, en un grosero estertor, llamaban en vano a su público. Terminaban en la más completa soledad, ya que las Autoridades habían llevado su crueldad hasta suprimir toda comunicación entre las células individuales. Los más hermosos poemas estallaron en la oscuridad y el silencio... Y sin embargo, ¿no era aquélla la más fabulosa de las epopeyas que se construían en las zonas porosas de la Ciudad de los Estetas? ¡Un millón de seres refinados se ajaban hasta la muerte tras los opérculos de metal irisado! ¡Un millón de súplicas, de martilleos, de gritos... de odios finalmente reales!
Después, todo volvió a comenzar. Los pesados paneles de metal se deslizaron en sus alvéolos: los Estetas supervivientes, sombras asustadas, salieron en multitud, aventurándose tímidamente en los conductos magnéticos. Se les presentía inquietos. Más aún: avergonzados. No soportaban el encontrarse intactos después de una tal humillación. Pocos de entre ellos hablaron de lo ocurrido, como si el silencio impuesto pudiera cicatrizar la absurda llaga. Sin embargo, el pesado estadio de los hábitos fue alcanzado nuevamente, muy de prisa. Los coloquios interminables se pusieron nuevamente en marcha, formando insidiosos arabescos alrededor del tema defendido. Los ballets de togas-corolas reanudaron sus sutilidades lineales más allá de las plataformas de los altos Niveles, mientras que estallidos de risas y gritos de alegría surgían del corazón de los corteses macizos de amor. La vida se reanudó, en la armoniosa repartición de las tareas y de los destinos. Hacia los Altos: cuerpos frágiles hirviendo de pensamientos. Hacia los Niveles: cuerpos sólidos martilleando las duras materias de una labor monótona. Muy arriba, hacia las Cimas, en la luz difusa, los Sabios velando, sopesando sus posibilidades de éxito.
No esperaron largo tiempo. Desde el primer día, los computadores de exhalaciones vitales registraron una veintena de suicidios. A la mañana siguiente, hubo ciento treinta. Después trescientos, mil finalmente, al término del primer período fasto.
El Príncipe de los Altos convocó a los Sabios.
No hubo que deplorar ninguna de las precauciones habituales: el propio Príncipe abordó brutalmente el tema.
—¡Son irreductibles! ¡Consultad las cifras!
El Príncipe jamás había juzgado útil el inquietarse. El desarrollo de la vida en la Ciudad no ofrecía ninguna ocasión de transgredir las leyes del comportamiento... pero estaban entrando en una era original.
—Es preciso admitir que hemos fracasado.
—Muy pronto será catastrófico si no hacemos nada: estamos perdiendo nuestra élite.
—¿Una élite que se destruye a sí misma sigue siendo élite?
—Creo que siempre ha sido así... y hemos sobrevivido.
—¡Me planteo la cuestión! ¿Hemos sobrevivido? Quiero decir: realmente.
—¿Somos acaso fantasmas?
—Tal vez... ¿Quién puede sopesar a nuestros antepasados a fin de apreciar su consistencia?
—No nos pongamos nerviosos otra vez. Se trata aquí de una evolución normal. Los archivos contienen imágenes grandiosas. Razas enteras han desaparecido. Animales... y también hombres. Un fenómeno de este tipo se halla a punto de producirse.
—¿Los Estetas son animales... u hombres?
—Ni lo uno ni lo otro. Sobrenadan en los confines de las especies.
—Esto es hermoso, pero no resuelve nuestro problema.
Silencio. Hilachas de pensamiento se evitaban cuidadosamente en la atmósfera algodonosa de la burbuja de reflexión.
El Príncipe continuó:
—Una raza o una categoría que vive definitivamente en un ambiente cerrado está condenada a perecer. Una especie de asfixia resultante del blocaje de todos los mecanismos intelectuales, e incluso psíquicos, en sus puntos más frágiles. Una sofisticación total de los comportamientos... Nosotros hemos superado este estadio. Vueltos nuevamente naturales, limitamos nuestras tensiones y creamos...
—¿Qué creamos, Príncipe, fuera del caos actual?
—Debemos crear otro caos que aniquile al primero.
—Vuelvo sobre lo que habéis emitido: algunos Estetas crean formas admirables.
—Esto es precisamente lo que me inquieta: crean formas.
—Confirmo, y añado: ya no renuevan sus materiales de base. Moldean hasta el infinito los mismos motivos... lo cual me hace pensar que no inventarán fácilmente nuevos juegos. Podemos esperar como máximo que nos ofrezcan un recital de variaciones sobre el suicidio. Pienso que sería necesario que lográramos derivar su energía hacia...
—¿Hacia qué?
—Todos nos vemos alcanzados por el mismo mal: el planeta es un mundo cerrado, y peligrosamente lleno.
Dolorosos armónicos de las imágenes nacidas de aquella pequeña frase. Una hilera demencial de torres, de plataformas, de galerías arrojando sus miles de millones de ocupantes en un flujo continuo, en un murmullo colosal, de respiración planetaria aglutinando los seres en monstruosos enjambres.
De pronto, una idea, surgida con un frágil color, se formó en medio de las torbellineantes corrientes de la discusión psíquica. Podría enunciarse así:
—¿Y si llamáramos a ese extraño ser que se denomina filósofo, y que se encuentra tan a gusto en el ambiente de los viejos grimorios? ¡Tal vez sepa algo de las epidemias barrocas de la especie humana!
—¿El Maquiavelo?
—Exacto. Es único en su género, y hemos discutido regularmente de la eventualidad de una «disolución» perfecta.
—Inadmisible. Ese individuo subsiste sin la ayuda de los circuitos vitalizantes. Sin adherirse a nada, lo cual es el colmo, erra a la ventura de arriba a abajo, por la Ciudad planetaria. ¿Os dais cuenta? ¡De arriba a abajo!
—Razón suplementaria para consultarle: nos contará lo que ocurre abajo... donde tal vez resida nuestra solución.
El Príncipe de los Altos no intervenía. Tras la cortina de imágenes mentales de tonalidad agresiva, se adivinaba la calmada seguridad de un monolito impenetrable. Después, fue como una sonrisa apenas esbozada. Detuvieron bruscamente su ruido mental, atentos, esperando. Hablaba.
—Retengo la sugerencia. El Maquiavelo sabe probablemente más que la mayor parte de entre vosotros sobre los mecanismos secretos que rigen al ser humano. Los archivos me han transmitido regular y fielmente las codificaciones de sus registros sonoros. Incluso ha «registrado» grimorios concretos... en hojas: aquello que se llamaba antiguamente «libros». Sabe multitud de cosas disparatadas... principalmente sobre el hombre de las épocas indeterminadas. El arte de gobernar existía entonces en su estado bruto. Las estrategias eran sutiles. Se experimentaba ferozmente... Dejémosle hacer: encontrará ciertamente la solución de nuestro problema. Ya que esta solución debe hallarse en la mente misma del hombre...
Hecho curioso, se localizó inmediatamente al Maquiavelo. Giraba alrededor de las zonas últimas, acreditando una vez más la leyenda de sus poderes de presciencia... a menos que una exacta determinación de los datos del problema...
Desde el momento en que se presentó —materialmente— se comprendió que ya había imaginado una solución: tuvo la extrema elegancia de no simular ignorancia.
La práctica de las viejas obras le había comunicado sin duda una especie de tranquila sabiduría que hubiera subyugado a los Estetas: le gustaban los actos audaces... y aquél era uno: aquel sublime negarse a seguir los hilos tendidos del ritual de los Altos.
Entró directamente.
En contacto casi físico con el Príncipe de los Altos (que no consiguió ocultar un ligero movimiento de retroceso), habló.
Esto se traducía en un concierto de grotescos encogimientos en los circuitos mentales de los Sabios. Cuando consintió en seguir el juego de la «emisión controlada», se sintieron aliviados. Se traducía:
—Vuestras tentativas están encaminadas al fracaso, ya que los Estetas están dotados de un nuevo instinto, más fuerte aún que el famoso instinto de conservación: el instinto de «consideración». En el mundo cerrado en el que vosotros les condenáis a vegetar, pese a las facilidades y al lujo aparente de su vida, afrontan perpetuamente al peor enemigo del hombre: la apreciación sobreexcitada del prójimo. Les es preciso «mostrar»... o morir. Actuar o morir. Pensad: lo tienen todo, goces materiales, desahogo, seguridad. No les falta, creedme, más que la felicidad de realizarse. No creyendo ya en nada, no afrontando más que a ellos mismos a través de sus semejantes, habiendo explorado y explotado todos los rincones de sus mentes, cansados, es preciso decirlo, de medirse en combates estériles, no les queda ya más que movilizar sus talentos creadores en provecho de la única realización positiva: vosotros la conocéis ya.
»Por la muerte, se afirman.
»El derecho a la muerte: esto es todo lo que vosotros les abandonáis en este mundo demasiado perfecto.
Reinó un silencio total.
Continuó:
—Existía una solución válida: emplearlos en alguna epopeya extraplanetaria... Pero vosotros reserváis esas tareas a los combatientes profesionales, reclutados entre los Bajos Niveles.
El cambio de ritmo dejaba entender que el término del discurso estaba próximo. Marcando sus frases mentales, prosiguió:
—Debemos actuar a través de la emulación... crear una especie de contraemulación. Pese a sus sempiternas profesiones de fe, se consideran superiores al común de los planetarios. Sus repetidas declaraciones a propósito de la encantadora espontaneidad, la pureza, la simplicidad de los demás habitantes de la Ciudad, no son más que defensas penosamente erigidas contra sus tendencias naturales a creerse de otra especie.
»He reflexionado largamente: hay una cosa que ellos no soportarán jamás: que las multitudes de los Bajos Niveles se sientan poseídos de las mismas locuras que ellos.
Algunos movimientos vivos se dibujaron en la trama de los pensamientos sintonizados. Algunos podían ser identificados como interés.
—He aquí lo que propongo: utilizando los métodos que vosotros conocéis tan bien... sí, sí... debemos suscitar una epidemia de suicidios en los Bajos Niveles. Debemos descubrir otras formas: no puede ser la búsqueda de procesos estéticos. Imaginemos más bien una especie de juego salvaje, una letanía orgiástica. Hombres rudos matándose por centenares... ¿Qué pensáis que ocurrirá en las Altas Esferas? ¿Qué mutación se producirá en las sofisticadas mentes de nuestros Estetas? ¿Creéis que aceptarán venerar los mismos dioses que allá abajo? Os lo afirmo: ¡simplemente abandonarán! Para inventar casi al mismo tiempo alguna otra provocación... pero nosotros tendremos siempre el tiempo suficiente para prevenirla.
Por primera vez desde el inicio de aquel largo discurso, uno de los Sabios intervino:
—Y... ¿qué haremos de los pueblos de los Bajos Niveles?
El Maquiavelo no respondió. Emitió una imagen mental luminosa... una especie de cohete de ardientes sarcasmos que parecía contener una idea. Se podía comprender más o menos esto:
—Los pueblos de los Bajos Niveles poseen reacciones elementales: será fácil controlarlos... y descebarlos.
Un sentimiento de difuso horror planeó por sobre la asamblea.
Todo fue muy aprisa. En los Altos, se supo que los suicidios sangrientos reunían multitudes enteras en lo profundo de las galerías subterráneas. Después fueron los duelos, a un nivel más próximo. Hombres vestidos con casacas se perseguían gritando, con las armas en la mano, a todo lo largo de las trincheras de metal negro que circundaban las plataformas.
Cuando los primeros «sacrificios» fueron señalados, el desánimo se apoderó de las Cimas.
Hubo interminables conferencias en la penumbra coloreada de las corolas de reposo. Apoyándose con delicadeza en las balaustradas luminescentes, los Estetas escrutaban dolorosamente las simas sin fondo de donde provenían los rumores de orgías. Después se reunieron en las partes vivas de la Ciudad de lo alto, a fin de concertarse.
El Príncipe de los Altos hizo el pequeño gesto que abría la sesión. En sus pantallas, los Sabios parecían impasibles, pero se percibía en el espacio una especie de vibración contenida. Nadie habló, las palabras amenazaban con fragmentar y destruir la rica materia de los pensamientos sintonizados. Se sentían felices, muy ciertamente, como puede uno sentirse cuando un problema surgido de las épocas incontroladas de la humanidad se encuentra de pronto solucionado. Sus certezas se entremezclaban con una cierta complacencia, valorizándose mutuamente, justificándose. Bajo proposición del más anciano de entre ellos, comenzaron una larga velada de purificación global, hundiéndose en la atmósfera más y más densa de la armonía y de la satisfacción... Hasta el momento en que estalló en la oscuridad de su nirvana la noticia del primer asesinato ritual jamás perpetrado en el medio sofisticado de los Altos de la Ciudad.
Título original:
COMME UN OISEAU BLESSÉ
© 1970, Fiction
Traducción de P. Domingo