EL ETERNO TRIÁNGULO
FEREYDOUN HOVEYDA
Durante varios años, Fereydoun Hoveyda tuvo a su cargo la sección cinematográfica (consagrada a la SF, naturalmente) de la revista Fiction, bajo el nombre de F. Hoda. A principios de 1966 tuvo que abandonar París, donde era diplomático en la UNESCO, para ocupar el cargo de Viceministro de Asuntos Exteriores en Teherán, y desde entonces su labor dentro de la SF francesa se ha limitado a publicar espaciada aunque regularmente algunos relatos, sin que, como suele pasar con gran número de autores franceses del género, haya llegado a publicar aún ninguna novela, al menos, según nuestras referencias.
ilustrado por FRANCISCO GISBERT
I
La oscuridad que le rodeaba no molestaba en absoluto a Sedok. Imperturbable, continuaba con su tarea, inclinado sobre la caja torácica de Bendor. La operación se había revelado más delicada de lo que había pensado. Sólo el ruido de los instrumentos en contacto con el cuerpo, tendido sobre la mesa de operaciones, turbaba el silencio que hacía más pesadas las tinieblas. Gracias a las ondas que emitían sus ojos, Sedok podía ver en la oscuridad. En cuanto al silencio, ya se había habituado a él en el curso de los siglos. Absorbido por su trabajo, no se daba cuenta del trascurso de las horas.
De pronto, la potente lámpara del techo se encendió y rodeó a Sedok y a Bendor con su deslumbrador haz. Sedok parpadeó y ajustó sus iris. ¿Quién había podido poner en funcionamiento el sistema de iluminación? Estaba solo en el hospital y no esperaba a nadie. Dejó las pinzas en el borde de la mesa y esbozó un movimiento hacia la puerta, pero en el mismo instante le llegó desde el corredor un ruido metálico de pasos. Sedok permaneció en su sitio. Sin duda un enfermo que acudía a consultarle. Su reloj incorporado señaló las veintidós horas. Sin embargo, todo el mundo sabía que el hospital cerraba a las veinte horas. Una urgencia tal vez. Ante aquel pensamiento, se sintió contrariado. Recordó entonces su cita con Xenos en los laboratorios de investigación, a las veintiuna horas. ¿Cómo había podido olvidarlo? ¡Y esta persona cuyos pasos se aproximaban inexorablemente! ¿Cómo desembarazarse del inoportuno? Apretó los puños, pero su irritación se disipó pronto: telefonearía a Xenos para excusarse por su retraso. El visitante acababa de detenerse ante la puerta de la sala de operaciones. Transcurrieron algunos segundos antes de que llamara.
—¡Entre! —gritó Sedok.
La manija de la puerta giró lentamente. Sedok reconoció inmediatamente la disforme silueta de Xenos.
—He imaginado que algo lo habría retenido en el hospital. Como no tenía nada que hacer, he venido... La repentina aparición de la luz debe haberle sorprendido. Desgraciadamente, yo no puedo orientarme en la oscuridad como usted. Le pido perdón...
—Oh, no, soy yo quien debe excusarse por mi retraso. Bendor me ha dado más trabajo del que creía. He olvidado la hora. Iba precisamente a llamarle... Concédame algunos segundos para terminar con Bendor...
—Podría continuar mañana.
—No me gusta dejar inacabada una operación. Siéntese, por favor. Habré terminado en un instante.
Xenos se instaló en un taburete y se puso a observar a Sedok, que se inclinó de nuevo sobre la caja torácica de su enfermo. Mientras trabajaba, iba hablando.
—Estos mecanismos de los Últimos Tiempos son mucho más delicados de lo que se supone. Me dan mucho trabajo. Y además, la mayor parte de los pacientes se abren ellos mismos, a la menor molestia, el vientre o el pecho, y hurgan por los centros de distribución. Se creen hábiles, pero no hacen más que agravar sus perturbaciones... Pero no crea que me quejo por ello. ¿Qué haría yo si no?
Xenos inclinó en silencio la cabeza.
—Sí, realmente —prosiguió Sedok—, ¿qué haría yo sin este hospital?... ¿Quiere usted un poco de aceite? ¿No?... ¡Ya está! Ya he terminado.
Volvió a cerrar la caja torácica de Bendor.
—Se les tendría que poner cerraduras y cerrar con llave sus vientres y sus pechos.
Los párpados de Bendor se elevaron.
—Doctor, ¿ha terminado?
—Sí, amigo mío.
—¿Puedo irme ahora?
—Sí, puede irse.
Bendor se levantó lentamente, giró sobre sí mismo y dejó deslizar sus piernas fuera de la mesa. La capa de caucho que recubría la planta de sus pies amortiguó el ruido. Divisó a Xenos y lo saludó ceremonialmente.
—Gracias, doctor.
—De nada. Otra vez no intente hurgarse usted mismo. Hasta otra.
Mientras Bendor abandonaba la sala de operaciones, Sedok alineó cuidadosamente sus instrumentos. Tomó un frasco del armario, tragó unos sorbos y lo volvió a dejar en su lugar.
—¿De verdad que no quiere una gota de aceite?
—No, gracias.
—Es un aceite excelente...
Cuando hubo terminado de dejarlo todo en orden, Xenos lo interrogó:
—¿Vamos?
—Sí, todo está listo.
—¿Intentamos la experiencia esta noche?
—Sí. ¿Quiere que tomemos mi coche para ir a los laboratorios?
—No. Creo que prefiero andar un poco.
—Yo también. Por otro lado, tenemos todo el tiempo que queramos.
La calle estaba oscura pese a las luces que cada diez metros recortaban sus óvalos amarillentos sobre las aceras. Sedok cerró con llave la puerta exterior.
—Tomo mis precauciones. En estos tiempos de neurosis colectiva, es mejor no dejar nada al azar. ¿Recuerda usted el último saqueo del hospital?
—Sí, pero si obtenemos éxito... De hecho, ¿sigue aún enojado?
—Sí. Imposible sacarle una palabra.
—¿Está seguro de que los centros que gobiernan la palabra están en buen estado?
—Perfectos. Los exámenes son concluyentes.
Caminaron en silencio entre los bloques de inmuebles de acero y cemento, de ventanas oscuras.
Una media hora más tarde, llegaron a la vista del edificio de los laboratorios. En la semioscuridad, se adivinaban las siluetas de numerosos guardias. Uno de ellos dirigió hacia los recién llegados su linterna-metralleta. Al reconocerlos, bajó rápidamente su arma.
—Buenas noches, señores.
Pasaron la puerta, para encontrarse en un vestíbulo de donde partían varios corredores. Dos individuos con blusas blancas aparecieron a la entrada de uno de los corredores.
—¿Y? —preguntó Xenos.
—Todo igual —dijo una de las dos personas.
—Rehúsa alimentarse —añadió el otro—. Según la Máquina, tiene como máximo para una semana.
—¡Si al menos hablara! —declaró Sedok—. No solamente hace huelga de hambre, sino también de silencio. ¡Es preciso adivinar sus deseos! Pero no perdamos tiempo. Hoover, prepare la corriente. En cuanto a usted, Conor, vaya a hacerle compañía.
Sedok y Xenos se metieron, tras Hoover, en el corredor de la derecha, al fondo del cual una puerta abierta dejaba escapar un chorro de luz que contrastaba con la que difundían débilmente las lámparas del corredor. Penetraron en una vasta habitación que recordaba la sala de operaciones del hospital. Máquinas complicadas y extrañas llenaban la pieza. En medio, sobre una mesa basculante, se adivinaba una forma tendida bajo un lienzo blanco. Algunos hilos surgían de los dos extremos de la mesa, uniéndola con un panel mural lleno de numerosos instrumentos de medida. Hoover se dirigió hacia el panel, mientras Sedok y Xenos se acercaban a la mesa.
—Afortunadamente, esta vez hemos guardado el secreto —dijo Xenos.
—En efecto —asintió Sedok—. Una nueva decepción hubiera traído consigo graves problemas. Pero pongámonos rápidamente al trabajo. Si los cálculos de la Máquina son exactos, todo debe ocurrir en algunos segundos. Hoover, dé la corriente.
Hoover bajó una palanca. Las agujas de los aparatos de medida empezaron a bailar. Entonces, por segunda vez, se produjo el milagro. La forma bajo el lienzo empezó a temblar, primero frenéticamente, después con una cierta regularidad. A un signo de Sedok, Hoover cortó la corriente.
—Lo hemos conseguido —exclamó alegremente Sedok.
Xenos levantó lentamente un extremo del lienzo, descubriendo un rostro femenino de una armoniosa belleza.
II
Un mes más tarde, Sedok caminaba arriba y abajo en su despacho del hospital, mientras esperaba a Xenos. Debían acudir a ver a Architopor para darle cuenta de los resultados negativos de su experiencia. Sedok experimentaba una cierta amargura. Por dos veces, había conseguido crear dos seres vivos, pero sin lograr pese a ello resolver el problema. Pensó en su primera visita a Architopor, siglos después de la Gran Guerra atómica de 2170. ¡La guerra! Ciudades enteras pulverizadas en un instante, la desaparición del género humano bajo los efectos de la polución de la atmósfera. Solo habían sobrevivido algunos centenares de robots, fabricados anteriormente por el hombre, y entre los cuales se hallaban Xenos y Architopor, que pertenecían a la Primera Generación, que había visto la luz a finales del siglo XX. Sedok, por su parte, se remontaba al siglo XXII, y estaba dotado de los más recientes perfeccionamientos. Por ejemplo, podía moverse en la más completa oscuridad, al contrario de Xenos. Inmediatamente después de la catástrofe, había sido necesario pensar en la salvaguardia de los supervivientes. Siguiendo los consejos de Architopor, Sedok y Xenos se habían dedicado a construir legiones de nuevos robots para volver a poner en marcha las factorías y fabricar las piezas de recambio necesarias para sus mecanismos internos. Así, los robots, animados por una especie de instinto de conservación, se habían mantenido en la Tierra. Pero, después de algunos años, una curiosa enfermedad causaba estragos entre ellos. Los robots se destruían a sí mismos. Y aquella tendencia al suicidio tomaba proporciones inimaginables. Sedok y Xenos habían decidido entonces ir a consultar a Architopor, cuya sabiduría estaba fuera de toda duda.
Mientras caminaba arriba y abajo en su despacho, Sedok rememoró aquella primera entrevista.
—Los robots se aburren —había proclamado el Maestro—. Se trate de hombres o de robots, lo que mantiene la existencia es una tensión hacia un destino. No olviden que el hombre nos ha construido con el único fin de servirle. Y he aquí que ya no hay más hombres en este planeta. Los robots se sienten frustrados, inútiles. No tienen ningún aliciente.
Y Xenos y Sedok habían decidido construir un hombre, pese a las advertencias de Architopor. Querían salvar la raza de los robots de la aniquilación total. Y sí había sido creado Adán II.
Sedok recordó los primeros días de la vida del nuevo hombre. Adán II se agitaba, daba órdenes. Los robots, felices, ejecutaban todos sus deseos, se apresuraban a su alrededor. Pero muy pronto Adán II había perdido su vitalidad y había empezado a enojarse. Se encerraba en un inexplicable silencio, rehusaba alimentarse.
Architopor había dicho entonces a Sedok y Xenos:
—El hombre, demasiado mimado, se aburre, y más si está solo entre robots. Necesita una compañera.
Y así, hacía un mes, Eva II había visto la luz. Aquella vez también, las cosas habían ido bien durante algunos días. Pero, después de una semana aproximadamente, Adán II y Eva II se enojaron y guardaban un nocivo silencio hacia los robots. Rehusaban dejarse servir. Sedok y Xenos, sin llegar a ver dónde residía el error en su trabajo, habían decidido ir a consultar una vez más a Architopor.
Sedok rumiaba negros pensamientos cuando la voz de Xenos le llegó desde la puerta de su despacho:
—El coche está abajo.
—Vamos pues.
Architopor habitaba lejos de la ciudad, en una gran casa donde había reunido una enorme cantidad de libros de todas clases. Pasaba su tiempo leyendo. Aquella afición por el estudio había hecho de él el maestro del pensamiento de los robots. Nadie ponía en duda su sabiduría. Acogió a sus visitantes en el umbral de su morada.
—¿Hay algo que no marcha?
—¡Oh, Maestro! Ya no comprendemos nada.
El viejo robot los escuchó atentamente, después inclinó lentamente la cabeza. Su cuerpo emitió algunos chirridos, sin duda debidos al óxido. Sedok recordó que le había propuesto reemplazar algunos engranajes, pero Architopor rehusaba obstinadamente. Se agarraba a su cuerpo de chapa ondulada como un anciano a sus viejos huesos. Se hubiera dicho que el haber frecuentado el pensamiento de los hombres lo había dotado de sentimientos humanos.
Architopor se hundió en una profunda meditación, que Xenos y Sedok no se atrevieron a interrumpir. Se mantenían respetuosamente a una cierta distancia del Maestro. Finalmente, la chapa ondulada se agitó de nuevo y dejó oír algunos chirridos.
—Dejen morir a Adán II y Eva II —dijo lacónicamente.
—¡De ningún modo! —gritaron a coro Xenos y Sedok—. ¿Y el destino de los robots?
—Dejen también extinguirse a la raza de los robots...
—Pero, Maestro...
—¿Para qué continuar así? —continuó Architopor, como si se hablara a sí mismo—. Suponiendo que los seres humanos lleguen a multiplicarse sobre esta tierra, ¿qué resultará de todo ello? El planeta se repoblará. Y nosotros, los robots, enseñaremos a los humanos la ciencia de sus antepasados. Pero muy pronto empezarán a disputar, a fabricar instrumentos de destrucción y a matarse entre ellos. ¿Y para qué?...
—Sean cuales sean los riesgos, es preciso correrlos. Y no olvide, Maestro, que podemos condicionarlos... Si Adán I y Eva I hubieran tenido a su disposición unos robots, no hubiera existido ninguna catástrofe atómica...
Suplicaron tanto al Maestro que este terminó por ceder a sus instancias:
—Acabo de leer una serie de novelas y de obras de teatro que han agitado en mí viejos recuerdos de la época en la que existían los humanos,.. El hombre, de hecho, no puede sobrevivir más que en un universo triangular...
—¿Qué es lo que quiere decir?
—La literatura de los hombres que he compulsado en el transcurso de los siglos menciona siempre a tres personajes: el hombre, la mujer y el amante. He aquí sin duda el porqué Adán II y Eva II se irritan y se aburren. Les falta la tercera pieza del tablero, la que les aportará lo que les falta actualmente...
—¡Hurra! —gritaron al unísono Xenos y Sedok—. ¡Nada más simple: vamos a crear inmediatamente a Adán III!
Y abandonaron apresuradamente al Maestro, que permaneció un momento contemplándoles alejarse.
Título original:
L’ÉTERNEL TRIANGLE
© 1963, Fiction
Traducción de P. Domingo