CEREBRUM
ALBERT TEICHNER
Si una sociedad ha establecido un Sistema que se basa en la telepatía y la cibernética, ¿qué ocurrirá el día en que ese Sistema se vaya haciendo menos eficiente y más autoritario? He aquí el problema de un individuo que es condenado al ostracismo por el Sistema y ha de aprender por fuerza que existen otras formas de vivir.
ilustrado por ANTONIO GARCÍA
El problema comenzó de una forma aparentemente trivial. Connor había querido hablar con Rhoda, su mujer, deseó conectarse a una línea secundaria, y esperó.
—Aquí Transportes Dallas, a su servicio para la línea de Marte y proximidades de Júpiter —dijo en su mente una voz con tono profesional y poco hogareña.
—No le llamaba a usted —pensó en respuesta a la línea, recibiendo también ahora una imagen, primero plana, y luego realmente tridimensional y en color. Era de una oficina comercial paraNormalmente lujosa.
—Soy la recepcionista de Transportes Dallas —respondió el firme pensamiento de la mujer—. Usted llamó, y yo le respondí.
—Estoy seguro de que llamé correctamente —insistió Connor.
—Y yo estoy segura de conocer mi trabajo —le rebatió Transportes Dallas—. Acostumbro a recibir hasta quinientos mensajes mentales diarios, algunos de los cuales son tremendamente detallados y técnicos, y...
—Olvídelo —cortó Connor—, digamos que me equivoqué al enfocar.
Se retiró, y veinte segundos más tarde tenía por fin a Rhoda en la línea.
—Me ha pasado una cosa muy extraña —proyectó—: acabo de hacer una conexión falsa.
—No hay nada de raro en eso —sonrió su esposa, apareciendo cálida en el interior de sus ojos—, simplemente, no te estabas concentrando.
—No vengas también con esas —gruñó—. Sé que pensé en la línea correcta a Central. ¿Acaso no vengo usando el Sistema desde hace sesenta años?
—Exactamente: puro hábito, y nada de atención.
¡Que afectadamente aplacadora estaba algunos días!
—Creo que el problema está en la Central. El cuadro de conexión no me está recibiendo correctamente.
—Últimamente yo también he sufrido un par de equivocaciones extrañas —contestó nerviosa Rhoda—. ¡Pero no puedes echarle las culpas al cuadro de conexión de Central!
—¡Oh, no quería decir eso! —en ese momento ya estaba tan nervioso como ella, y deseando acabar la charla. Las comunicaciones ordinarias no acostumbraban a ser interceptadas, pero si aquella lo fuese, ciertamente le podrían acusar de difamación.
Camino a casa en el monoraíl, Connor trató de conectarse con su oficina, y tuvo la aterradora experiencia de que su llamada fuera rechazada por Central. Luego, a su vez, rehusó una llamada que le era proyectada, pero cuando le fue añadida la clasificación Urgente, tuvo que aceptarla:
—Por su infundada difamación del funcionamiento del cuadro de conexión de Central —anunció la voz, mecánicamente sintetizada— queda desde este momento excluido por tiempo indefinido de la red telepática. A partir de ahora, le son retirados todos los privilegios paraNormales y tan solo podrá comunicarse con sus semejantes a través de la palabra o por mensajes escritos.
Anonadado, Connor miró a su alrededor, a los otros pasajeros. La mayor parte de ellos tenían los ojos cerrados y sus rostros mostraban la sonrisita que era el signo externo de una mente relajada, sintonizada a un canal musical o a cualquier otra de los centenares de líneas alcanzables a través de Central. ¡Cuántas cosas había aceptado sin pensar dos veces en ellas!
Tres hombres, más descuidadamente vestidos, estaban leyendo libros, hoscamente. Eran otros parias, suspendidos, por una u otra razón, del privilegio de los poderes paraNormales. A ellos tan sólo les eran confiados los trabajos más aburridos y peor pagados, mientras que cualquiera conectado al Sistema podía hacer que Central le leyese un libro y le transmitiese la información directamente al córtex cerebral. El más desmañado de ellos alzó la vista, y su mirada de simpatía le demostró que había comprendido en seguida la nueva situación de Connor.
Este apartó bruscamente la vista: ¡no quería la simpatía de aquel tipo de ser humano! Luego se estremeció; ¿acaso no era él ahora uno de ellos, aunque no quisiese admitirlo?
Cuando descendió a la exuberante plataforma hidropónica de la estación suburbana, los paraNormales, ordinariamente amistosos, demostraron que ellos también se habían dado cuenta de lo que había sucedido. Cada par de ojos, repentinamente gélidos, pasó sobre él como si no estuviese allí.
Caminó por el sendero de césped que llevaba a su casa, sintiéndose irremediablemente derrotado. ¿Cómo podría lograr mantener una casa allí, en medio de aquella belleza verde y frondosa? Ahora había, por un motivo u otro, más gente fuera del Sistema que nunca, y la mayor parte de esos infortunados estaban apiñados en los centros metropolitanos, que eran verdaderos infiernos para cualquiera que hubiese conocido algo mejor.
¿Cómo podía haber sido tan inconsciente por sólo un pequeño lapsus del mecanismo de Central? Ahora que le estaba vedado disfrutar de él, posiblemente para siempre, veía con toda claridad la perfección esencial del sistema que había traído el orden, tras el caos que siguió al descubrimiento de la universalidad de las propiedades paraNormales. Al principio, se habían producido interferencias sin cuento entre mentes que trataban de entrar en contacto unas con otras mientras rechazaban llamadas no deseadas. Hasta se habían dado casos de personas que habían pedido la anulación de aquella bendición convertida en maldición.
El Sistema Central Sináptico Computador de Recepción y Transmisión había terminado con esas críticas. Durante el pasado siglo y medio había regulado perfectamente las trasmisiones telepáticas con una eficiencia que hacía que las antiguas centralitas telefónicas pareciesen, por comparación, juguetes de la Edad de Piedra. Una mente podía comunicarse instantáneamente con otra mente conectada al Sistema y, sin embargo, lograr que ese mismo Sistema le aislase cuando necesitara soledad. Excepto, pensó estremeciéndose una vez más, cuando la Central le añadía la clasificación de urgente a una llamada. Ahora, tan sólo Rhoda podría conseguir un empleo que los mantuviese fuera de los barrios bajos.
Se volvió hacia el jardín y miró cómo Max, el robot, cavaba en el parterre de las petunias. En realidad, los crisantemos necesitaban más de sus cuidados, y estaba a punto de pensar en darle una orden, cuando se dio cuenta, con un nuevo respingo, de que ahora todas sus órdenes tendrían que ser orales. Abandonó la idea de decirle algo y se metió, hoscamente, en la casa.
Mientras colgaba su chaqueta en el armario del recibidor, oyó como Rhoda bajaba por la escalera.
—Me pasó una cosa mala hoy —dijo con forzado acento alegre—, pero ya nos las arreglaremos.
Se detuvo al aparecer Rhoda. Sus ojos se veían rojos e hinchados.
—Traté de entrar en contacto contigo —sollozó.
—¡Oh!, así que ya lo sabes. Bueno, pues ya nos las arreglaremos, cariño. Puedes trabajar un par de días por semana y...
—¡No lo comprendes! —le chilló ella— ¡Yo también estoy excluida! Traté de decirles que no había hecho nada, pero me contestaron que era culpable por asociación contigo.
Deshecho, se derrumbó en un sillón.
—¡Tú también, querida! —se había ido acostumbrando a la idea de su status reducido, pero aquello era demasiado brutal—. Di a Central que vas a abandonarme, y ya no habrá de que acusarte.
—¡Tonto, ya les dije eso, y no me lo aceptaron como defensa!
Las lágrimas se agolparon en los ojos de él. ¿Es que aquel horror no tenía fin?
—¿Tú misma les sugeriste eso?
—¿Por qué no? —gritó ella— ¡Al fin y al cabo yo no tuve culpa de nada!
Se quedó sentado, y trató de no escuchar mientras lo recorrían oleadas de odio. Entonces, sonó el timbre de la puerta y Rhoda fue a abrir.
—No he podido entrar en comunicación contigo —decía alguien en la puerta. Era Sheila Williams, que vivía en la puerta de al lado—. Últimamente, parece que las líneas van más y más sobrecargadas. Es acerca de la partida de esta noche.
Entonces Rhoda abrió la puerta y Sheila se quedó callada de repente al ver el rostro de su vieja amiga. Su expresión se hizo pétrea, y dijo:
—Quería que supieses que no habrá partida —luego se marchó.
Sin acabar de creérselo, Rhoda la vio alejarse.
—¡Después de cuarenta años de conocernos! —exclamó. Lentamente, regresó hacia su marido y se quedó mirándolo— ¡Cuarenta años de amistad «imperecedera» desaparecidos así —se le suavizaron algo los ojos—. Tal vez me equivoqué, Connor, tal vez yo misma haya dicho demasiadas cosas a través de Central. Y quizá hubiera actuado como Sheila, si hubieran sido ellos los excluidos.
El apartó sus manos de la cara.
—Yo he hecho lo mismo con otros desgraciados. No nos va a quedar más remedio que acostumbrarnos. De todas maneras, tengo los bastantes créditos sociales como para pasar un año.
—Acostumbrarnos —repitió ella huecamente. Esta vez no le acusó, pero huyó escaleras arriba, para estar sola.
Se dirigió hacia la gran ventana panorámica y, tratando de no pensar en nada, contempló cómo Max rellenaba el hueco que antes había cavado en el parterre de las petunias. Realmente, debería salir y decirle al robot que se detuviese, pues de lo contrario seguiría haciendo el mismo trabajo una y otra vez. Pero se lo quedó contemplando durante la siguiente hora, mientras volvía al otro extremo del parterre y trabajaba hasta llegar a la ventana, siguiendo cada movimiento de su accesorio-pala.
Rhoda bajó y dijo:
—Son las seis treinta. Es la primera vez, desde que se fueron, que los niños no nos llaman a las seis.
El pensó en Ted en Marte y Phil en Venus y suspiró.
—En este momento —prosiguió ella—, ya deben de saber lo que ha ocurrido. Normalmente, los muchachos de las colonias rehúsan seguir relacionándose con unos padres como nosotros. Y tienen razón... deben pensar en su propio futuro.
—Nos escribirán —comenzó a animarla, pero ella ya había salido fuera a dar instrucciones a Max para preparar la cena. No importaba... ya se enteraría pronto de lo que pasaba. Sin duda, se consideraría a los chicos culpables por asociación, también, y no perderían nada por mantener contacto.
No obstante, durante la cena, se sintió menos compasivo hacia ella, y le gritó unas cuantas veces. Entonces le tocó a Rhoda ser comprensiva para tratar de solucionar las cosas. En una ocasión miró a través del ventanal a la perfecta barda sintética de la gran casa rústica de los Williams, que sobresalía por encima de la elevación del terreno, cubierta de malvas, del final del jardín.
—¿Y bien? —inquirió él—, ¿y bien?
—No pasa nada, Connor.
—Has suspirado, y quiero saber qué demonios...
—Ya que insistes, te lo contaré... Estaba pensando en lo afortunada que es siempre Sheila Williams. Hace diez años el Gobierno la autorizó a tener mellizos mientras que yo no he tenido un hijo en treinta años, y ahora nuestro desastre le sirve de aviso. Nunca la atrapan descuidada en una línea paraNormal.
Él chasqueó los dedos y Max llevó el flan en un cuenco de plata resplandeciente. Sobre él flotaba un halo azulado de coñac ardiendo.
—Quizá no, pero he oído hablar de gente que era excluida del Sistema sin ninguna razón concreta —saboreó lentamente la primera cucharadita, como si fuera a ser la última que probase jamás. De ahora en adelante, cada placer privilegiado tendría ese valor especial—. Otro año más de estas delicias.
—Si podemos soportar el ostracismo.
—Podremos —repentinamente, se sintió repleto de airada determinación—. Me equivoqué hoy, admitido, pero lo que dije era realmente cierto. ¡Me concentré correctamente, y, a pesar de eso, me pasaron números incorrectos!
—A mí también me ha sucedido, pero sigo creyendo que fue por culpa mía.
—Lo cierto es que a medida que el Sistema se vuelve más autoritario, se va haciendo menos eficiente.
—Bueno, y, ¿por qué el Gobierno no hace nada, pone las cosas otra vez en orden?
La sonrisa de él no indicaba placer.
—¿Conoces a alguien que pueda reparar un Computador Central Primario?
—No personalmente, pero debe de haber...
—¡Nada de eso! La gente se ha apoltronado por serles las cosas tan fáciles, y ya no piensan tanto como antes. ¿Para qué preocuparse si uno puede pedirle a Central cualquier información? ¡Casi cualquier información!
—¡Cómo acabará todo esto?
—Nadie lo sabe, y a nadie le importa —estaba airado otra vez—. Aún funcionará bastante bien algunos siglos más, y en lo que respecta a nosotros, nos ha dejado fuera. Sólo tengo noventa años, y puedo vivir otros sesenta, y tú, tú te vas a pasar tus buenos setenta y cinco años de privaciones.
Max estaba de pie frente a la mesa, con sus trampillas oculares cerradas mientras esperaba instrucciones. Rhoda lo estudió distraídamente, y luego clavó en él su atención:
—Nada más, Max, ve a la cocina y desconéctate hasta que vuelvas a oírnos.
—Sí —contestó él en aquel tono programado que indicaba una gratitud sin límites por el privilegio de ser un semiindividuo.
—Con esto termina mi día triste —suspiró Connor—. Voy a tomar una pastilla de somnífero y no pienso recobrar el sentido hasta dentro de catorce horas.
A la mañana siguiente viajó a la ciudad en el mismo vehículo que lo había transportado el día anterior. Ninguno de los pasajeros habituales se dignó siquiera mirar en su dirección. Hoy, había otro, cambio: sólo otros dos compañeros Excluidos estaban allí leyendo sus libros, a pesar de que en los pasados meses siempre habían sido tres. Eso significaba que el otro ya había acabado sus reservas monetarias y se veía obligado a trasladarse a los barrios bajos, en el centro de la ciudad.
En la oficina, ninguno de los compañeros de Connor lo saludó. Ni siquiera tuvieron que contrastar la nueva tensión que había en su rostro con la indolente y afranelada satisfacción de los demás. Indudablemente, alguien había tratado de ponerse en contacto con él o Rhoda y se había encontrado con la Nota de Exclusión en sus líneas mentales cortadas.
Como también era de esperar, había una carta sobre su escritorio, comunicándole que ya no eran necesarios sus servicios como ejecutivo.
Recogió rápidamente sus efectos personales, y descendió, pasando por las oficinas generales. La Señorita Wilson, su secretaria Excluida, se le acercó. Parecía dolorida y, no obstante, al mismo tiempo triunfante.
—Nos enteramos de la mala noticia esta mañana —dijo, sin apartar de él sus ojos azules—. Querríamos que supiera cuanto lo sentimos, ya que al no estar acostumbrado...
—Nunca me acostumbraré —le contestó él con amargura.
—No, Señor Newman, no debe pensar así. Los seres humanos se acostumbran a todo lo que les es necesario para sobrevivir.
—¿Necesario? ¡No para mí!
—Algún día pensará de otra manera. Yo nací en una familia de Excluidos, y nos las apañamos. El estar fuera tiene sus compensaciones.
—¿Cuáles?
—Bueno... —vaciló ella—. Realmente no lo sé. Pero debe confiar en que así será.
Sacó una tarjeta del interior de su chaqueta.
—Quizá desee usar esto algún día.
El miró a la tarjeta, en la que se leía: John Newbridge, Doctor de la Mente. Edificio Harker, 96avo Nivel. Sólo se conciertan citas por carta. No había código de línea mental.
—No me cabe duda —murmuró, pero ella parecía apenada por su tono, por lo que guardó cuidadosamente la tarjeta en su cartera.
—Es de una gran ayuda —comentó ella—. Quiero decir que sirve mucho a la gente que tiene problemas de ajuste.
—Es usted una buena chica —dijo él con voz ronca—. Le diré a mi mujer que le llame... que le escriba, para que nos haga una visita antes de que tengamos que trasladarnos al centro de la ciudad.
—Eso sería maravilloso, Señor Newman —dijo ella alegremente—. Nunca he estado en una casa como ésa.
Luego, embarazada por la emoción, se volvió, alejándose.
Cuando regresó a casa y le contó a Rhoda lo que había sucedido, su mujer no se conmovió ni un ápice:
—Nunca dejaré que esa chica venga a mi casa —dijo entre labios semicerrados—. ¡Una nulidad sin clave! Voy a conservar mi orgullo tanto tiempo como pueda.
Su punto de vista no estaba totalmente errado, pero no le satisfacía lo bastante como para permanecer callado:
—Tenemos que ajustamos a ello, querida; no podemos seguir pensando lo que ya no somos.
—¿Por qué no? —estalló ella—. ¡Ni siquiera pude ordenar la comida hoy; Max tuvo que ir al AutoMercado a recogerla!
—¿Qué estás tratando de insinuar?
—¡Que tú tienes la culpa de lo que pasa!
Escuchó durante un tiempo, sin responder, pero finalmente la vituperación se hizo demasiado odiosa y respondió con vigor. Hasta que, llorando, ella volvió a escapar escaleras arriba.
Aquélla fue la primera de muchas peleas. Cualquier cosa podía iniciarlas: unas instrucciones a Max que ella consideraba erróneas, una frase mordaz de él asegurando que se estaba volviendo poco atractiva físicamente. Rhoda se fue acostumbrando a ir a la ciudad cada vez con mayor frecuencia, mientras él pasaba su tiempo haciendo torpes y tentativos ajustes a Max. A veces se preguntaba qué demonios debía de estar haciendo en la ciudad, pero la mayor parte del tiempo no se preocupaba por ello; había encontrado un consuelo propio.
Al principio, le había resultado imposible realizar aun los más mínimos cambios en Max, ni siquiera aquéllos que permitían que el robot permaneciese consciente y le ayudase con sus consejos. Una y otra vez, su mente se esforzaba en entrar en contacto con Central, hasta que la gélida verdad penetraba en su cerebro: no tenía línea.
No obstante, por puro aburrimiento, siguió adelante. Se dirigió a la biblioteca del pueblo, ignorando las despreciativas miradas de los vecinos, y sacó polvorientos micrófonos de robótica. Eventualmente, llegó a adquirir una cierta habilidad en contemplar lo que, esencialmente, seguía siendo un misterio para su fácilmente cansable mente. No le resultaba totalmente satisfactoria, pero le bastaría para obtener un trabajo algo cualificado, ahora que, finalmente, había aceptado su nueva condición.
Y, tras larga espera, llegó una carta de Ted, desde Marte. Decía:
¡Culpable por asociación, eso es lo que soy!
Cuando sucedió, estaba furioso con vosotros dos, pero la resignación tiene sus propios consuelos y ya he dejado de maldecir. Naturalmente, perdí mi empleo, y el nuevo que tengo me mantendrá alejado de la Tierra más tiempo, pero la verdadera pérdida es el ya no poder pensar en Central Tierra una vez al día. Pero, como ya sabéis, aquí hay una sociedad un tanto rara. Aún no tenemos una Central telepática, pero se permite a todos los Comunicadores Activos pensar hacia la Central Tierra una vez por día... ¡exceptuando a los caciques locales, que hasta se permiten el invitarse a fiestas telepáticamente a través de la Tierra! Son un grupo de privilegiados, pero bastante aburridos.
¡Ah, sí! Hay otra excepción a la norma general: los Excluidos como yo. Una cosa curiosa en eso es que cada vez hay más Excluidos del Sistema Tierra. Aunque quizá solo sean imaginaciones mías.
Tan cariñosamente como siempre (No, más que nunca), vuestro hijo Ted.
Rhoda se derritió al leer la carta y, cosa rara, poco después cesaron las recriminaciones. Comenzó a ir cada día a la ciudad, y parecía algo más calmada a cada visita.
Finalmente, Connor no pudo seguir en la ignorancia. Pero, por aquel entonces, todas sus conversaciones debían iniciarse dando un rodeo, así que comenzó diciendo que había decidido buscar un trabajo de rango inferior, en la ciudad.
Rhoda no se mostró sorprendida:
—Lo sabía. Es una buena idea, pero creo que deberías esperar un poco más, y hacer otra cosa antes.
Eso le hizo mostrarse suspicaz.
—¿Que lo sabías? ¿Acaso estás desarrollando un nuevo tipo de PES, inbloqueable?
—No —rió ella—. Algún día quizá lo tengamos, y la gente lo use mejor que ahora; pero, por el momento, tengo que contentarme con lo que veo. Has estado estudiando a Max, y sabía que llegaría un momento en que te sentirías inquieto —pareció pensativa—. En realidad, lo que quieres saber es lo que hago en la ciudad. Pues bien, al principio hacía muy poco; acababa siempre en los espectáculos a los que pueden ir los Excluidos. Esto me consolaba un tanto. Pero, desde la carta de Ted, todo es diferente: me dio el valor necesario para decidirme a ir a ver al Doctor Newbridge.
—¡Newbridge!
—Connor, es un gran hombre. Tú también deberías visitarlo.
—Puede que mi mente tenga menos campo fuera del Sistema, pero lo que me resta sigue en buen estado.
Autoirritándose hasta tener un espasmo de orgullosa rabia, salió al jardín y trató de convencerse a sí mismo de que estaba estudiando calmosamente el crecimiento del rosal. Pero Sheila y Tony Williams aparecieron por el sendero que rodeaba el jardín, y, mientras sus ojos pasaban altaneramente por encima de él, su ira cambió de recipiente. Regresó a la casa y se quedó en hosco silencio.
Rhoda prosiguió como si no hubiera habido una interrupción.
—Sigo creyendo que el Doctor Newbridge es un gran hombre. ¡Se apartó del Sistema por su propia voluntad, y para eso se necesita verdadero valor!
—¿Abandonó voluntariamente sus ventajas y privilegios?
—Sí. Y me ha explicado el porqué. Creía que el Sistema estaba destruyendo la capacidad de pensar de los Conectados, y que no podía durar. Algún día nos encontraremos sin nada que piense por nosotros, y él quería estar preparado para ese momento.
Connor se sentó, y miró pensativo por la ventana. Max acababa de aparecer en el jardín y, tras desatornillarse una mano para sustituirla por una pala, estaba comenzando a seguir su programa de la tarde para remover la tierra en la base de las plantas. Se dirigía metódicamente a un parterre, y luego al siguiente, hasta acabar con todos, y entonces empezaba de nuevo, a menos que se le ordenase detenerse.
—¿Acabaremos todos así? —se estremeció Connor. Luego, se palmeó una rodilla—. De acuerdo, iré contigo mañana. Quiero ver cómo es... ese hombre que voluntariamente ha renunciado el noventa por ciento de sus poderes.
A la mañana siguiente fueron juntos a la ciudad, y se dirigieron al Edificio Harker. Estaba en un área densamente poblada por los no telépatas, cada uno de los cuales mostraba el ceño fruncido revelador de su condición, pero dedicándose eficientemente a sus tareas, como si su ansiedad estuviese ya a un nivel soportable. Newbridge tenía la misma expresión, pero sin embargo había una facilidad consoladora en la forma en que los recibió. Era alto y de cabello canoso, y su rostro asumía a menudo un aire abstraído, como si su mente estuviese viajando muy lejos de allí.
—Ha venido aquí —dijo—, por dos razones. La primera es un descontento hacia su vida. O, más exactamente, hacia su actitud frente a la vida; pero no se atreve a admitirlo, aún no. La segunda, porque desea saber el motivo por el que alguien ha abandonado voluntariamente el Sistema.
Connor se recostó en su silla.
—No está mal, para empezar.
—De acuerdo. Bueno, no existen muchas anomalías como yo, pero se dan casos. La mayor parte de la gente que está fuera del Sistema es porque han sido Excluidos por supuestas infracciones, o expulsados por asociación, o por haber nacido en una familia que ya se encontraba en esa condición. A mi no me pasó nada de eso. Desde mi más tierna infancia fui entrenado por mis padres y maestros para disciplinar el potencial proyector de mi mente dentro de los confines del Sistema. Como cualquier otro paraNormal, recibí mi educación conectando con Central para que me pusiese en contacto con los centros de información, y con otras mentes. Pero tuve suerte —sus ojos azul oscuro brillaron—. Las unidades biológicas no están nunca tan estandarizadas que pueden ser abarcadas todas bajo cualquier sistema que se invente. Ciertamente, yo funcionaba en este Sistema, pero podía imaginar a mi mente existiendo fuera, podía contemplar mi funcionamiento desde el exterior. Esto es muy poco común... la mayor parte de la gente está limitada a las funciones que le sustentan. No experiencian nada más, excepto cuando las circunstancias les obligan a ello. Yo, no obstante, podía ver que el Sistema no era todopoderoso.
—¿Que no es todopoderoso? —estalló Connor—. Me dejó de lado con una facilidad pasmosa.
Su esposa trató de calmarle:
—Escucha, cariño, y luego decide.
—Usted está sobreviviendo como un paria, ¿no, Señor Newman? Su esposa me ha dicho que hasta ha comenzado a estudiar los controles de su robot, lo que es un conocimiento valioso para el futuro, y personalmente satisfactorio ahora. Millones de personas sobreviven fuera, tal cual lo hacen los colonizadores planetarios, que tan sólo disponen de un acceso limitado a la telepatía social. El Sistema se ha autoconstruido defensas contra los Conectados que no confían en él... de no hacerlo, sufriría un colapso. Pero la gente que está dentro del Sistema no viene obligada a permanecer allí. Pueden salir en cualquier momento, con sólo desearlo, con tan sólo cerrarle sus mentes, como yo hice. Pero no quieren salir, tal como ustedes quisieron, y su confortable inercia hace que las cosas sigan inalteradas. Creo que tienen que conocer algo de su historia, una historia que nunca les hubiera interesado, de seguir confortablemente dentro del Sistema.
Poco a poco, les trazó a grandes rasgos el desarrollo que había tenido el Sistema. Primero, aquellos inciertos pasos hacia un total conocimiento de los poderes, universalmente latentes, de la telepatía, y luego el creciente caos mientras cada individuo se pasaba la mayor parte de su tiempo apartando los mensajes indeseados. Tras un período de desesperadas molestias, unas pocas grandes mentes, convertidas en superhumanas por su habilidad de intercambiar totalmente sus conocimientos, habían diseñado el mecanismo del Sistema Central. Los mensajes mentales tan sólo podían ser recibidos por entes vivos, delicadamente equilibrados entre un rígido orden y un puro caos; pero los biólogos moleculares habían resuelto el problema con unos axones sintéticos autoreplicantes, tremendamente alargados y astutamente interconectados por miles de millones. Respondían a cada onda mental propiamente modulada que los atravesaba, y efectuaban la misma cuidadosa selección que una célula humana al absorber materiales del exterior. Luego, para asegurarse de que esa mente central nunca se convertiría en un caos, se le programó el rechazo automático de los escepticismos.
—Ese fue el momento álgido de nuestra raza —suspiró Newbridge—. Habíamos doblegado complejidades infinitas a nuestros intereses, pero el éxito fue demasiado absoluto. Desde entonces, la Humanidad se ha ido haciendo más y más dependiente de lo que esencialmente debería haber sido un instrumento y nada más. Cada generación se fue haciendo más indolente, y ya no hay nadie en vida que pueda mantener ese Sistema Central en perfecto estado de funcionamiento.
Se inclinó hacia adelante para subrayar el significado de sus palabras:
—¿Entienden?, se está derrumbando lentamente. Se produce un gradual incremento de las mutaciones ineficaces en los axones y a esto se debe que cada vez se produzcan más casos de conexión equivocada... como les sucedió a ustedes.
Connor estaba anonadado.
—¿Qué es lo que resultará de todo esto? Me refiero a: ¿cómo va a acabar el Sistema?
Newbridge alzó las manos en signo de impotencia.
—No lo sé... probablemente, aún falte mucho tiempo para ello. Creo que lo más probable es que se vayan produciendo más errores y mucha gente sea Excluida tan sólo porque Central está teniendo arrebatos irracionales. Tal vez la masa social crítica para que se produzca un cambio llegue sólo cuando haya más gente fuera del Sistema que dentro. Sospecho que, cuando suceda esto, seremos capaces de volver a un contacto telepático directo. Tal como están las cosas, nuestras tentativas de proyección son siempre bloqueadas.
De una cajita negra colocada sobre el escritorio del doctor surgió un sonido zumbante, sobresaltando a Connor que, en sus días de ejecutivo, sólo había recibido aquel tipo de señales en el interior de su mente.
—Bueno, tengo a otro paciente esperando, así que tendremos que dar por terminada nuestra charla.
Connor y su esposa intercambiaron miradas significativas.
—Me gustaría volver —dijo él—. Probablemente me darán una semana de trabajo de veinte horas, así que dispondré de algunos días libres en la ciudad.
—Será más que bienvenido —sonrió Newbridge—. Tan sólo tiene que concertar una cita a través de la Señorita Richards, mi enfermera.
Cuando estuvieron en la calle, Rhoda le preguntó:
—¿Y bien, qué piensas ahora?
—Todavía no sé lo que pensar... pero me siento mejor. Rhoda, ¿te molestaría regresar sola a casa? Me parece que voy a buscarme ese empleo ahora mismo.
—¿Molestarme? —rió ella—. ¡Es una noticia maravillosa!
Tras dejarla, vagó un rato por la ciudad. En sus días paraNormales nunca se había fijado en la cantidad de Excluidos que había, pero ciertamente eran muchos. Estudió a algunos de ellos mientras se cruzaban, tratando de imaginar sus caracteres por la forma en que se movían y por sus expresiones; pero, al contrario de los paraNormales, no había dos iguales, y era imposible ver en su interior.
Y entonces, al doblar una esquina, se encontró frente a su nuevo enemigo. Un amplio parque llano se extendía frente a él, y en su centro una torre de cien pisos de liso material sin orificios, el hogar del cerebro del Sistema Central. Había otras torres más pequeñas en diversos puntos del mundo, pero esta era la más importante, capaz de recibir, en sus axones de kilómetro y medio de largo, antenas del alma misma, cada pensamiento proyectado hacia ella desde cualquier punto del sistema solar. El edificio brillaba cegadoramente a la luz del sol del mediodía, tan perfecta como el día en que había sido construida. Aquella superficie estaba diseñada para repeler cualquiera de las radiaciones que pudieran ocasionar cambios en el cerebro del interior. El derrumbamiento, pensó amargamente, tardaría aún muchos siglos en hacerse notar.
Se volvió y se dirigió hacia una Oficina de Empleos. El hombre tras el mostrador resultó ser también un Excluido, y se mostró amistosamente comprensivo tan pronto como hubo leído el impreso de petición de empleo.
—ParaNormal hasta hace pocos meses —murmuró—. Supongo que le habrá costado habituarse.
Connor consiguió sonreír ligeramente.
—Quizá algún día me sienta dichoso de que pasase esto.
—Ese no es un enfoque muy común, que digamos —miró de nuevo el impreso—. Siempre se puede conseguir algún tipo de empleo, aunque cada vez parecen haber más Excluidos. Reparación de robots... ¡eso está bien! Siempre hay demandas en ese campo.
Así que Connor fue a trabajar a un gran edificio de la ciudad junto con muchos otros cientos de hombres, cuya principal tarea era supervisar la reparación de robots por otros robots, y rectificar los pequeños errores que persistían. Le complació el darse cuenta de que, si bien algunos de sus compañeros sabían mucho más sobre aquel trabajo de lo que él sabía, también había muchos que sabían mucho menos. Pero lo que más le complacía era la forma en que cooperaban unos con otros. No podían conectarse entre sí las mentes, pero esa misma imposibilidad les daba una sensación de tener algo en común.
Visitaba a Newbridge una vez por semana, y eso también resultó ser de una creciente ayuda. A medida que pasaba el tiempo, se dio cuenta de que le importaba menos lo que había perdido. Mas, ocasionalmente, un paraNormal pasaba por el taller, atravesando con sus ojos a los Excluidos como si no existiesen, y el viejo resentimiento regresaba con toda su amargura. Y, cuando él no se sentía así, podía notar cómo sus compañeros sí se molestaban.
—Es una cosa perfectamente natural —dijo Rhoda—, aunque no sirve para nada.
—Lo que realmente me molesta —trató de explicar—, es la falta de reacción de los paraNormales. Ni siquiera se molestan en darse cuenta de nuestro odio, porque, comparados con ellos, tenemos la fuerza de insectos. Ellos pueden hacer uso de las mentes de los demás, y eso totaliza mucho más de lo que nosotros podemos enfrentarles, aunque individualmente valgan mucho menos. Es una forma de seguridad perfecta.
Pero un día, por un momento, la seguridad pareció desplomarse. Sobre el área de trabajo de la factoría de Connor había una galería con pequeñas pero lujosas oficinas, en las que «trabajaba» el equipo de ejecutivos paraNormales. Ninguno de ellos venía más de dos veces por semana, pero se turnaban, así que todas las oficinas estaban siempre ocupadas, y los obreros que subían al almacén de piezas podían ver a los paraNormales en distintos estados de relajamiento. Usualmente, un paraNormal apoyaba sus pies sobre el escritorio y, con los ojos cerrados, contemplaba diversión emitida. En raras ocasiones, se los veía inclinados sobre un documento, recibiendo la decisión adecuada de la Central.
Aquella mañana en especial, Connor se sentía particularmente envidioso cuando subía a las oficinas. Ya había contemplado siete rostros satisfechos similares, cuando pasó junto a la Oficina Ocho. Repentinamente, el rostro del ocupante de la misma se contorsionó agónicamente, luego el hombre se puso en pie y paseó arriba y abajo, como si estuviese en una jaula. Decidiendo que ya había visto más de lo que era bueno para su salud, Connor se apresuró a seguir. Pero el hombre de Nueve estaba actuando de igual manera. Rápidamente, volvió sobre sus pasos, cruzando junto a una escena de consternación tras otra, y regresó al área de trabajo, preguntándose que significaría aquello.
Pronto todo el mundo supo que pasaba algo extraordinario cuando los paraNormales salieron ruidosamente a la pasarela que dominaba el taller. Estaban gritándose sonidos inarticulados, corriendo de un lado a otro. Luego, con similar repentineidad, regresó la calma, y volvieron a sus oficinas con los rostros relajados.
Aquella tarde, Connor oyó la misma historia por cualquier parte: durante diez minutos, los paraNormales habían enloquecido. En el monorail se dio cuenta de que, aunque todavía parecían más relajados que sus indeseados compañeros, ya no emanaban aquella molesta aura de total seguridad. No cabía duda: durante algunos minutos, algo había ido mal, completamente mal, en el Sistema Central.
—No me gusta —dijo Rhoda—. Vayamos a ver al Doctor Newbridge mañana.
—Apuesto algo a que es un buen signo.
Newbridge, no obstante, estaba preocupado cuando pasaron a verle.
—Están perdiendo algo de su confianza —dijo—, y esto significa que van a comenzar a fijarse en nosotros. Imagíneselo, Newman, cerca de un tercio de la población mundial, nadie puede obtener la cifra exacta, está fuera del Sistema. Si ocurren nuevos incidentes, los paraNormales querrán reducir nuestro número. Pronto tendré que ocultarme.
—Pero, ¿por qué usted? —protestó Connor.
—Porque yo, y otros pocos millares como yo, representamos no sólo una forma de vida alternativa, todos los Excluidos lo hacen, sino también poseemos más conocimientos que nadie sobre la rehabilitación de la sociedad tras el colapso de la Central. Y este quizá llegue mucho antes de lo que hemos estado esperando. Cuando tenga lugar, nos vamos a encontrar con tremendas hordas de paraNormales vagando, esperando impotentes que alguien piense de nuevo por ellos. Bueno, cuando lleguemos al estado telépata, la próxima vez, tendremos que planear mejor las cosas —sacó un sobre—. Si me sucede algo, aquí están los nombres de algunas personas con las que han de ponerse en contacto.
—¿Por qué no se viene a nuestra casa? —le preguntó Rhoda—. Aún podremos mantenerla algunos meses.
—Todavía no puedo irme, quedan demasiadas cosas por resolver. Quizá más tarde —se alzó y les tendió la mano—. De todas maneras, es un ofrecimiento muy agradable, y demuestra valor por su parte.
—Todo esto me suena a melodrama —comentó Connor cuando estuvieron fuera—. ¿Quién iba a querer hacerle daño a un psiquiatra que no tiene más conocimientos que los que hay en su mente y su biblioteca personal?
Pero dejó de hablar así cuando llegaron a la estación del monoraíl. Tres Excluidos, obviamente de mejor educación que lo normal, estaban siendo llevados entre un gran grupo de paraNormales. Estos tenían su habitual expresión satisfecha, pero había un extraño brillo de determinación en sus ojos.
—Algunas veces, la vida misma parece muy melodramática —dijo Rhoda con nerviosismo.
El posible destino de esos hombres apresados les persiguió durante todo el camino de vuelta a casa, así como las miradas hostiles de los viajeros del monoraíl. Sin embargo, en su hogar les esperaba el momentáneo consuelo de un par de cartas de los chicos. Había poca información en ellas, pero al menos transmitían en cada línea su amor por ellos.
Aunque ni ese consuelo duró mucho. ¿Por qué, se dijo a sí mismo Connor, tenían que esperar cartas cuando un sistema telefónico y de radio podría haber hecho su soledad mucho menos agobiante? ¡Porque los paraNormales no necesitaban de tal sistema, y sus necesidades eran las únicas que contaban! Sus dedos ardían en deseos de realizar algo más que su trabajo actual, que ahora era ya una rutina infantil, del taller. De su simple estudio de Max, sabía que podría diseñar un sistema de comunicación que funcionase. Pero todo aquello sólo era soñar despierto... no lo podría realizar en lo que le quedaba de vida.
A la mañana siguiente, Rhoda insistió en que volviesen a la ciudad para tratar de convencer a Newbridge que se viniese con ellos. Cuando llegaron al Edificio Harker, parecía extrañamente silencioso. Las escasas personas que estaban por allí evitaban mirarse a las caras y se encontraron solos en el ascensor al piso 96. La señorita Richards, la secretaria-enfermera del doctor, estaba en el corredor cuando ellos bajaron del mismo. Estaba temblorosa y le costaba trabajo hablar.
—No... no entren —tartamudeó—. Ya no pueden hacer más.
El la apartó y entró, dio una mirada a la chamuscada sala de espera, en la que aún quedaban algunos requemados fragmentos de hueso, y salió al punto, llevándose a las dos mujeres hacia el ascensor. Al principio, la Señorita Richards no quería irse, pero la obligó a acompañarles:
—Tiene que salir de aquí... ahora ya no puede ayudarle.
Ella jadeó desesperadamente, parpadeó para librarse de las lágrimas, y asintió con un gesto.
—Hubo otros diez minutos de caos esta mañana. Un montón de paraNormales se aterrorizaron y un grupo armado vino a quemar al doctor con lanzallamas. Dijeron que yo le seguiría si las cosas se ponían peor.
Connor se apretó la frente para apartar su propia angustia.
—El doctor Newbridge se temía una cosa así. Me dio una lista de nombres.
—Lo sé. Señor Newman, la conozco de memoria.
—¿No deberíamos tratar de entrar en contacto con alguno de ellos?
Cuando salieron a la calle, ella se detuvo un momento, para pensar.
—Crane será el más fácil de encontrar. Es un psiquiatra sin título, y uno de los líderes alternos de la resistencia.
—¿Resistencia?
—¡Oh!, trataron de prepararse para cualquier situación eventual...
—¡Es imposible! —interrumpió Rhoda, que había estado mirando arriba y abajo de la gran avenida mientras ellos hablaban—. ¡No hay ni una sola persona en la calle, ni una!
Un robotaxi abandonado estaba aparcado en la esquina y él le abrió la puerta.
—¡Vamos, adentro! Algo grande está sucediendo. Señorita Richards, prográmelo para que nos lleve a la dirección de ese Crane.
El taxi aceleró ciudad arriba, girando por otro paseo vacío. Mientras contorneaba el gran Parque, Connor señaló hacia la Torre Central. Parecía verse una pequeña fisura en la lisa superficie, hacia la mitad de su altura; pero, cuando una débil neblina la envolvió, pareció intacta de nuevo. Luego se disipó la niebla y volvió a aparecer la fisura, ahora más grande que antes.
Connor se inclinó hacia adelante, y conectó el taxi a máxima velocidad mientras entraban en otra calle. Ocasionalmente, podían entrever rostros asustados, apiñados en los vestíbulos de los edificios, y en una ocasión dos cuerpos cayeron de una ventana por delante de ellos.
—Están matando a los nuestros por todas partes —gimió la enfermera.
Al acercarse a las formas aplastadas, Connor disminuyó un poco la velocidad.
—Están demasiado bien vestidos... ¡Son paraNormales!
Un minuto más tarde, se hallaban en el gran edificio de viviendas en el que vivía Crane. Entraron en el edificio atravesando un vestíbulo lleno de gente silenciosa. Todos ellos eran Excluidos.
Al principio, Crane no quería dejarles entrar; pero, cuando reconoció a la enfermera de Newbridge, abrió la bien protegida puerta. Era un hombre muy robusto con ojos oscuros profundamente hundidos bajo unas prominentes cejas, que no parpadearon mientras la señorita Richards le contaba lo que había sucedido.
—Lo echaremos a faltar —dijo, luego se volvió abruptamente hacia Connor—. ¿Sabe hacer algo?
—Robótica —le contestó este.
La enorme cabeza asintió mientras le contaba su experiencia en el trabajo y con Max.
—Bien, vamos a necesitar gente como usted para la reconstrucción —sacó un radioemisor y receptor de un armario y, se colocó un auricular, sin dejar de asentir con la cabeza. Luego lo ocultó de nuevo—. Sé lo que me va a decir: ilegal, además no funcionará y todo eso. Bueno, pues algunos de nosotros habíamos estado esperando la posibilidad de construirnos nuestra propia red de comunicaciones, y ahora podemos hacerlo.
—Sólo quiero saber por qué insiste en hablar de reconstrucción. Lo más probable es que, tal como están las cosas ahora, ninguno de nosotros sobreviva.
—¿Nosotros? —lo llevó a la ventana y señaló hacia el puerto, en donde centenares de puntos negros estaban cayendo al agua— ¡Son ellos los que se están matando a sí mismos! Algunos lo hacen saltando desde los edificios, pero la mayoría tirándose al mar, en una especie de necesidad universal de huir de algo que sea infinitamente más grande que sus sí mismos, de sumergirse en algo más que huecas personalidades individuales. Antes eran como robots satisfechos, ahora son lemingos suicidas porque no pueden existir sin ese cerebro común al que han dado tan poco y del que han recibido tanto.
Connor se irguió.
—Eso facilitará nuestro trabajo. El Doctor Newbridge, y supongo que usted también, ya previó esto.
—No del todo —suspiró Crane—. Supusimos que cuando llegase su fin definitivo, el Sistema se abriría, expulsando a todos los Conectados y dejándolos incomunicados unos con otros, y esperando nuestra ayuda. ¡Pero ha sucedido todo lo contrario!
—¿Quiere decir que el Sistema sigue conectado mientras se destruye, como un teléfono que tuviese todas las líneas conectadas y las llamadas llegasen a todos los teléfonos a la vez?
—Exactamente —respondió Crane.
—No comprendo esos tecnicismos —dijo Rhoda, mientras contemplaba horrorizada como la masa de puntos seguía lanzándose al mar.
—Se podría decir —explicó Crane—, que su única esperanza era la de lograr desarrollar el deseo de abandonar el Sistema mientras este moría. Pero permanecen dentro de él. ¿Comprende, señora Newman?: cada pensamiento de toda mente paraNormal, cada noción, cada imagen, sin importar lo estúpida o trivial que sea, está fluyendo ahora a toda mente paraNormal. ¡Están supracomunicándose hasta tal punto que no les queda nada más que comunicarse que la misma muerte!
Título original:
CEREBRUM
© Copyright 1963 by Ziff — Davis Publishing Company, published by arrangement with Ultimate Publishing Company
Traducción de Z. Álvarez