...ALAS, EN LA NOCHE

NATHALIE CHARLES-HENNEBERG

Colaboradora inseparable de su marido —Charles Henneberg, uno de los más conocidos escritores franceses de ciencia ficción— durante toda su vida, Nathalie Henneberg decidió, a la muerte de este, continuar con la labor que habían Iniciado juntos, adoptando entonces el nombre de Nathalie Charles-Henneberg como homenaje a la gran personalidad desaparecida, y prosiguiendo en la misma línea temática que le había dado a él la fama: una ciencia ficción barroca, con abundantes introspecciones, fuertemente impregnada de la más pura fantasía, y que a menudo roza los límites de la fantasía pura o incluso cae completamente en ella.

ilustrado por TERESA INGLÉS

—¿Conoce usted Bielobejié? —preguntó el jefe.

—Como todo el mundo —le respondí—. El bosque de los antiguos confines entre Polonia y Rusia. Un parque estatal. Pildusky cazó uros en él, Goering también.

—No le pregunto sobre esto. ¿No era polaca su madre? ¿Conoce el castillo de Norwid?

—En el siglo diez y nueve Ciprien Norwid escribió cómo Promethidion, y...

—No hablo del contemporáneo de Mickiewicz, sino de una vieja mansión en pleno bosque. Lea esto, y lo comprenderá.

Me tendió un documento oficial. El jefe (representábamos en Varsovia al Servicio de Daños de Guerra y Recuperaciones) se expresa principalmente mediante gruñidos. Es comprensible: los bienes franceses son difíciles de recuperar a lo largo de la cortina de hierro... dos ejércitos han pasado por allí. Todo ha sido más o menos roto, incendiado, destruido. Por ello, aún era más sorprendente la carta adjunta al documento de la embajada.

Un tal Adam Krasek, pariente y heredero de los condes de Norwid, confesaba que el último de aquellos nobles señores había sido lo que se llama un criminal de guerra. Había formado parte de la Wehrmacht durante la ocupación de Francia, luego en Italia. Coleccionista, su botín había sido considerable. De Francia, Krasek mencionaba unos Renoir, Cézanne, un Matisse, y algunas telas del siglo dieciocho. Krasek se ponía a disposición de las Comisiones Aliadas para restituir estas obras maestras.

—Un bello gesto, ¿no? —preguntó el patrón.

—Me pregunto en qué consiste el interés del señor Adam...

—¿No cree usted en los gestos nobles y bellos, en el desinterés?

—No se me paga para que crea en tonterías.

—¡Juventud pervertida!

—Me pregunto a menudo qué es lo que sabe y lo que ignora el patrón de mí. Por otra parte, no hay nada en mi pasado que le importe: soy un excelente maniquí administrativo y una secretaria pasable—. Se me ha sugerido —añadió—, al margen de esta correspondencia, que Krasek no tiene derecho a ninguna posibilidad de recuperar estos bienes, puestos bajo secuestro por el Estado. Nosotros podríamos reclamar La Mujer de Azul y El Jardín Bajo la Lluvia. Y, en este caso, el heredero del pirata no vería con malos ojos una gratificación...

—Astuto. Pero, ¿en qué me concierne a mí todo eso?

El patrón me contempló como si esperase enviarme dentro de una maleta sanguinolenta con destino a Berlín. Luego dijo:

—Siempre me asombra que una chica inteligente, y usted lo es, desagradable pero inteligente, pueda no comprender que dos más dos hacen cuatro. Usted habla polaco y, según me han dicho, ha estado en Bellas Artes. Además, es usted el único miembro de mi misión disponible en este momento. Por consiguiente, irá al castillo de Norwid a hacer el inventario de los bienes restituibles. La acompañará un experto italiano, y Krasek les recibirá al llegar.

Claro está que podía haber replicado que aquel fin del verano me parecía agotador, el bosque de Bielobejié siniestro, y que el viaje no me decía nada. Pero se me paga por hacer este trabajo, y además tengo una debilidad por La Mujer de Azul. Y, por otra parte, ¿qué hacer en una Varsovia a la que se le han arrancado sus encantos, cuando, a los veintisiete años, alta, con el rostro en forma de corazón y trenzas de color ceniza, no se espera nada de la vida, cuando todo ha sido ensuciado, estropeado y además se ha abandonado, tras una pelea salvaje, a alguien en París que tiene derecho a despreciaros?

Me fui a hacer las maletas.

No hay nada que decir del viaje en tren hasta una estación oscura a la orilla del bosque, salvo que llovió. Una lluvia de tempestad; un cielo bajo, violáceo, y el horizonte cerrado por un bosque casi negro. Sobre los andenes del pueblo llamado Norwid, un gracioso hombrecillo de tez olivácea paseaba nervioso: reconocí a Felice Ferrari, experto y apasionado del barroco italiano. Intercambiamos condolencias.

—¡Esto está en el fin del mundo! —gritó mi compañero de viaje—. Cenagales, pozos ciegos... a esto se llama las tcharoussa, ¿sabe?

—Lo sé. Y la «señora de los pantanos», una especie de Lorelei que hubiera emocionado a Apollinaire (si hubiera conocido mejor su propio país), no se muestra, resplandeciente en su blancura, más que hasta medio cuerpo, estando el resto constituido por un pie de champiñón negro, enorme. Mi nodriza me contó cosas de este estilo.

—Tendría que matarse a todas las nodrizas. ¡Y lo que tarda ese Adam Krasek en llegar con su carricoche!

—¿Un carricoche, para qué?

Ferrari me contempló de pies a cabeza, con sorna.

—Mi querida niña, ¿ha creído, con su ligereza acostumbrada, que el castillo y el pueblo eran una misma cosa? Profundo error. La residencia está a veinte kilómetros de aquí. O a veinte verstas. Entre los dos, no hay más que niebla y cenagales.

Era cierto: un vaho turquesa flotaba por entre los abedules. Pude ver claramente la estela de los mosquitos. La hora era entre la del perro y la del lobo, más cercana a este último. Tuve unos deseos irresistibles de volver a tomar el tren y partir sin haber visto La Mujer de Azul... pero los trenes son poco frecuentes en Norwid. Pasó un indígena, sin prestarnos atención, chapoteando en los charcos. Una mujer dio prueba de la misma impasibilidad y se difuminó entre la niebla. Ferrari se sentó tranquilamente sobre su maleta.

—En fin —dije—, ¡esto es inadmisible! ¡Es preciso hacer alguna cosa! ¡No podemos pasar la noche aquí! Vamos a buscar al jefe de esta inmunda estación.

—Trate de hacerlo, querida amiga. Yo no hablo polaco.

Encontramos al jefe de estación reparando su gallinero. El hombre era grisáceo y tan nervioso como una ameba: hablaba en un dialecto bieloruso. Cuando le dije que íbamos invitados al castillo de Norwid, se creyó que le estábamos gastando una broma.

—Todo el mundo está muerto allí. Y el castillo ardió.

—Pero, ¿y Krasek?

El nombre pareció decirle algo.

—Ah, el señorito Adam. Habita por allí o por allá... —un gesto vago señaló al bosque, a las tcharoussa, pero me sentí aliviada; durante un momento, en aquel crepúsculo incierto, entre las sombras, había tenido la impresión de que nada existía: ni el castillo, ni Krasek, ni quizá siquiera el Servicio de Recuperaciones.

En aquel instante se oyó un relincho breve, ahogado —una parodia de relincho—, y me di la vuelta bruscamente. Una cosa enorme había surgido de la neblina. En aquella luz crepuscular que difuminaba los contornos y exageraba las estaturas, un caballo blanco que parecía inmenso arrastraba un antiguo compromiso entre un ómnibus y un carricoche. Sobre el asiento delantero, un espectro agitaba un látigo. El caballejo descarnado, el vehículo inusitado y el hombre cadavérico, macilento, de cabellos desgreñados, parecían nacer, pálidos y descoloridos, del doble abismo de los cenagales y de la noche.

El jefe de estación se quedó en su sitio, rascándose la nuca con un aire de suprema indiferencia. Tal vez los hubiera visto, tal vez no. El hombre saltó al andén y se partió en dos: era Krasek. Era peor de lo que me había imaginado, ataviado con una hopalanda mugrienta, con botas de fieltro como las de un campesino; pero con el rostro de huesos delicados que se dibujaba sarcástico y triste. Un rostro similar al de esos cráneos (en Katyn y en otros mataderos) que parecía burlarse de su irremediable derrota. Se excusaba por habernos hecho esperar, cargaba nuestras valijas, bastantes ligeras, en su vehículo, y durante todo el tiempo yo sentía la impresión de que iba a romperse, a caer... El jefe de la estación se acercó a nosotros, sin dejar de rascarse la nuca.

—Si quieren ir al pueblo... —comenzó a decir.

—Vamos al castillo —le repliqué, nerviosa.

Se alzó de hombros.

—La panienka quiere bromear. En cualquier caso, el pueblo está a la izquierda, siguiendo el sendero... yo hago todo lo que puedo, ¿no?... —Se alejó, no había hablado con Krasek, que se prodigaba en obsequiosidades. Todo esto parecía insólito: ordinariamente, los polacos llaman a la menor casa un poco grande castillo. Aquí, negaban su existencia.

De cualquier forma, subimos al carricoche.

—¿No hay castillo? —me preguntó Ferrari cuando le traduje mi coloquio con el funcionario—. Pero entonces, ¿qué ocurre con sus Renoir y mis Guardi? —Le hice señal para que se callase. El «señorito» Adam podría entendernos, pues en Polonia se habla corrientemente el francés. Nuestro lamentable vehículo se hundió en un espesor opalino, entre los grandes abetos, los estanques reflectantes y los pálidos abedules, y tuve de nuevo la impresión de que todo aquello no existía, que nos encontrábamos en el límite entre dos mundos, en un espacio fluctuante, tembloroso... Se ha oído hablar del río Lethe, de la máquina para viajar en el tiempo, pero la idea de penetrar en un universo interdimensional con un carricoche era mucho más loca. En otro orden de cosas, el jefe de la estación tenía razón, dejábamos a nuestra izquierda un pueblecito de izbas bajas, de pâlis, de chadoufs. No se veía ninguna luz en las ventanas, el lugar parecía deshabitado y se desprendía de él una tristeza irónica, opresiva. Nuestro guía nos señaló el kostel: iglesia transformada en club de las Juventudes Rojas, y luego un lugar ennegrecido, calcinado, que señalaba, según dijo, «el emplazamiento de la Granja de los Rabiosos».

—¿Y qué quiere decir eso? —le pregunté. Trataba desesperadamente de interesarme en las cosas, en no importa qué... todo antes que caer en la mustia indiferencia que parecía ligada al mismo aire del lugar.

—¡Oh! —dijo Adam—, esa historia no es para ser contada a señoritas.

—¡Venga!

—Pues aquí, sabe, había un gran número de perros rabiosos, y hasta de lobos. Mordían a la gente, especialmente a los pastores. Nadie sabía curarlos. Era... —se inclinó—, mucho antes de su ilustre Pasteur. De todas maneras, hasta hoy en día, ¿qué es lo que son nuestros campesinos? ¡Ignorancia y tinieblas! Pues bien, una vez era afectada una persona, la echaban dentro de esa granja, con las puertas y las ventanas clavadas, y la dejaban allí... hasta el fin. No se la podía curar, ¿no? Algunos vivían dos y más semanas. Las paredes estaban cubiertas de baba...

Noté las manos heladas, y ya no hice más preguntas.

En un momento determinado, no sé si fue antes del episodio de la granja o después, en tal manera se confundieron las cosas, el camino se hizo más ancho y contorneó un muro alto y largo. Unas cimas de pinos lo rebasaban. Adam nos dijo que era el cementerio personal de los condes de Norwid; la dinastía debía ser antigua, pues el camposanto parecía singularmente extenso y poblado. La noche cayó bruscamente, y entramos en lo que creía era el bosque. Unos inmensos árboles entrelazaban sus ramas formando una bóveda negra. Las espesas ramas de los abetos avanzaban hasta rozarnos, como unas patas peludas o alas de enormes murciélagos. Durante un instante estuve contenta de tener a mi lado al pequeño Ferrari, que sin duda iba armado.

Habíamos entrado en un mundo ambiguo, en el que todo lo que en otras partes es ruido se convertía en silencio. Le comuniqué a Felice mi impresión:

—¿No es raro?

—No es tan raro —dijo con una mueca—. ¿Se acuerda de Dante, cuando sube en la barca «que se inclina bajo su verdadero peso humano»? Siempre me he preguntado lo que se tendría que hacer para penetrar en esos universos particulares: ¿cielos o infiernos?...

—Alighieri era un gran pecador —le dije.

—Sí. Pero déjeme que me asegure: yo no he cometido más que algunas traiciones menudas; y usted, ¿no es una jovencita inocente?

—Seguro que sí.

Seguíamos bromeando cuando se apartaron los árboles. Por entre sus ramas vi un cielo extraño: líquido y brillante, marcado por una creciente de plata azulada. Ponía una mitra de escarcha a tres torres puntiagudas, que coronaban un edificio singularmente largo y bajo. No era lo que en Francia llamamos un verdadero castillo, sino más bien una amplia casa de campo, con una majestuosa escalinata.

Se veían luces en las ventanas.

—He aquí la mansión de los condes de Norwid —dijo Adam Krasek echando pie a tierra. Siguiendo la antigua y galante costumbre polaca, me ofreció el brazo, que acepté no sin repulsión.

Fue en ese instante, en aquella escalinata, plataforma hecha con bloques de mármol rosado y sostenida por leones de piedra, que me di cuenta de una cosa extraña. Ni Ferrari, ni Krasek, ni yo proyectábamos sombra alguna bajo la luna.

Nuestro guía abrió la puerta y, atravesado el dintel, nos hallamos en una sala de nobles proporciones. Aquella habitación estaba adornada con muebles de un gótico recargado y con retratos. No eran, ciertamente, las telas que teníamos que inventariar. Pero ante cada una, fijadas sobre cuernos de uros y astas de antes, en vasijas de gres barnizadas y en candelabros de bronce, brillaban innumerables velas de cera.

—La región no está todavía electrificada —se excusó repentinamente Krasek, en francés—. Hay aquí una vieja criada. —Luego llamó—: ¡Rachel! ¡Rachel!

Y no sé lo que era más extraño: el hecho de que Krasek emplease nuestro idioma, o la iluminación de festejo medieval, o...

Una criatura inhumana salió de las sombras. ¿Vieja? No era posible decirlo. Una piel amarronada tendida sobre un cráneo, un esqueleto en un chal con franjas negras. Se parecía a... más tarde supe a qué: si alguna vez se levantasen los muertos de Büchenwald...

—¿Está dispuesta la cena? —preguntó altanero Krasek.

Decididamente, era un actor de categoría: la silueta indistinta en los andenes de la estación, el guardián de los tesoros ocultos, cedían paso al dueño de la mansión. El ser horrible se inclinó trémulo. Era... insostenible. Para darme ánimos, me volví hacia el retrato más cercano. Caí bien...

Allí los señores empolvados, los ulanos con chapska color frambuesa, estaban junto a las damas centelleantes y frágiles, y los prelados púrpura y violeta. Todos ellos tenían un aire de familia, y comprendí que la tela que estaba frente a mí representaba al último conde de Norwid. Muy alto, muy bello. El fin de una raza refinada hasta el extremo. Ciertos rostros del Greco —impregnados de una «crueldad sufriente»— pueden dar idea de esos rasgos cincelados. Los ojos grises eran gélidos como un cielo vacío; la gracia polaca luchaba en vano contra la desesperación de un país más duro. Sobre un uniforme oxidado, extraño, una pelliza de oscuras cibelinas lanzaba una sombra de alas.

—Stéphane de Norwid —dijo Krasek, como si nos presentase a un ser vivo—. Su madre era báltica...

—Creo que se suicidó, ¿no es cierto? —preguntó Ferrari.

Krasek pareció dudar, después contestó:

—Eso es lo que se ha dicho. Formó parte del complot de von Strauffnenberg contra Hitler. Lo arrestaron, y entonces...

—Luego, ¿no están seguros de su muerte? —le pregunté bruscamente.

Krasek se puso rígido:

—¡Tengo los documentos oficiales!

Desde el fondo del marco de espesos dorados, Stéphane de Norwid nos contemplaba. Vivo... ¡más que vivo!

La comida fue somera. Estábamos cansados, agotados, las velas se apagaban en los candelabros.

Finalmente, decidimos dejar el inventario para el día siguiente e irnos a dormir. Unas habitaciones de huéspedes, nos dijo Krasek, estaban preparadas en el piso alto.

Subí, precedida de Rachel, armada con una palmatoria y arrastrando los velos de no se sabe qué duelo horrible. Ferrari nos acompañó hasta el primer descansillo.

« —Si tiene necesidad de cualquier cosa, no dude en llamarme —me dijo. Tuve deseos de preguntarle: «¿está usted armado?», pero no osé. Todo aquel ambiente, como hubiera dicho mi nodriza, nos sacaba de quicio...

Una vez hubo partido y Rachel entró en mi habitación, cuya puerta se volvió a cerrar, me encontré de repente en una oscuridad total. Naturalmente, me equivoqué de entrada: aquella cuya manecilla giré no se abrió. Había una aterradora quietud en el castillo: un silencio de cripta. Encontré otra manecilla y la sacudí en vano. Una idea insoportable, barroca, me invadió: todas las puertas estaban cerradas. Estaba sola. Una pálida luz llegaba de la planta baja, acompañada por una risa ligera, gélida. No era hostil, sino irónica. Y, sobre todo, inhumana. En cualquier caso, los vivos no se ríen así.

Iba a gritar, pero Rachel apareció a mi lado como por milagro. Tiraba de mí, me empujaba, trataba de alejarme de aquellas puertas cerradas.

—Aquí no —murmuró—, esta puerta da a la escalera de la torre. Desde arriba se puede ver la pared del cementerio. La otra, la de la cámara redonda, está tapiada...

—Tapiada... ¿Por qué?

Mil leyendas locas nacían en aquella sombra de otro mundo: estábamos en la Edad Media, un fantasma burlón encantaba la torre. Un castellano cruel y bello había enmurado en la cámara sin ángulos a su esposa adúltera... Pero, tomando mi mano en un apretón blando, Rachel me llevaba hacia la habitación de huéspedes. Acogedora, aquella tenía los muros cubiertos por tapices persas de color rosado, una cítara colocada sobre una consola de mármol, un gran espejo veneciano cuya luna glauca brillaba en un marco de plata vieja. También había una cama con baldaquino cubierta de hidras y aguiluchos... Los aguiluchos, ustedes ya lo saben, son esas pequeñas águilas heráldicas, de garras y pico ocultos y de vuelo bajo. Siempre he pensado que un aguilucho, al abrir sus alas, debía de ser más terrible, por ser más secreto, que esos inmensos carroñeros coronados. El blasón de los Norwid los tenía sobre un campo de sable cuartelado de oro...

—¡Señor! —dije—, ¿por qué está tapiada la cámara redonda?... ¿Por qué no hay que subir a la torre?

—¡Oh!, eso... —Rachel parecía surgir de un reino de sueños más espesos y más negros que los míos. Se atareaba, colocaba sobre el tocador mis cepillos de pelo, abría la cama—. No es nada, es una vieja historia. Un niño de los Norwid... el hermano menor del otro... —Indicó vagamente hacia el piso bajo, como si el que designase estuviese todavía realmente allí— jugaba arriba. Era un muchacho frágil, la condesa había prohibido que se le contasen historias, que se le hiciese miedo. Pero miró al muro del cementerio y vio...

¿Qué?

—¡Rachel! —gritó desde abajo la voz de Krasek—. ¿La molesta? ¡Rachel, ven aquí inmediatamente!

—¿Se porta Krasek mal con usted? —le pregunté espontáneamente.

Ella puso su dedo sobre sus horribles labios agrietados.

—No... no. Ese no es más que un... bastardo. Ni aquí ni allí.

—¿Quiere decir que está loco? —le pregunté, inmersa bruscamente en esta idea. (Después de todo, era posible: no existían los cuadros, y solo se trataba de un loco sociable que había buscado compañía.)

—No —repitió Rachel—. No es como los demás, sino que está entre los dos...

  

Dormí mal. Las sábanas estaban acartonadas, algo húmedas. Cien veces, sentándome sobre mi largo camisón de noche de lino que Rachel había colocado sobre mi cama (para indicarme que aquí los pijamas de nylon no eran bien vistos), me dije que a la mañana siguiente, al alba, abandonaría aquella mansión, haría enjaezar el carricoche, iría a la estación... mis resoluciones se detenían allí. En la luna del espejo, al frente, veía a una joven, más cándida que yo y ciertamente desdichada. Una joven polaca que ni había amado ni traicionado. Al alba, me dormí con un sueño pesado, penoso. Me encontré de repente ante la ventana de la que no debía (¿era un consejo de Rachel?) correr las cortinas. Naturalmente, lo hice. Sobre un cielo negro, líquido, el creciente azul brillaba a la derecha: presagio de desgracia. Abajo, lo que yo había tomado por un sendero forestal se revelaba ser un paseo de olmos reales. En alguna parte, a lo lejos (situé esto a la entrada del pueblo, a la altura de la Granja de los Rabiosos), una nube roja ensangrentaba el horizonte.

De repente, en la noche, sobre el vidrio, hubo un batir de alas, un rechinar de garras que se rompían. Sentí, golpeada de pleno, la angustia de un ser maldito, altivo y perseguido, que se debate y no se resigna. Después fue un insoportable dolor, una quemadura lancinante y las tinieblas... me hundí en el verdadero sueño.

Cuando me desperté, golpeaban violentamente la puerta.

Vi en el umbral a Ferrari, literalmente azul, revestido con una bata pompeyana. Nos miramos demasiado anonadados para hallar cualquier cosa razonable que decirnos.

Felice se excusó:

—Su llave estaba en la cerradura. He sentido miedo, he creído que le había pasado alguna cosa.

—¿Por qué? —pregunté estúpidamente.

—¡Señor, no lo sé! He tenido un sueño agitado. Alguien rondaba por el jardín. Tuve la impresión de que un gran pájaro se estrellaba contra mis cristales. Un niño lloraba... ¿o acaso era una mujer?

—Esto no era razón bastante —dije, haciendo una cola de caballo con mi cabellera—, para entrar en mi habitación violentamente. ¿Qué dirá Krasek?

—¡Oh! —dijo—, ¡ese! Lo he buscado por todas partes. Es totalmente necesario que mande nuestros telegramas a Varsovia. Ya lo verá por usted misma. He dado una mirada.

—Déjeme ponerme algo más sobre mi camisón.

—Es inútil. Está usted preciosa... muy primaveral. Venga.

Envuelta con el cubrecama rosa, seguí al hombrecillo.

—¿Dónde me lleva?

—Al granero, querida. Ya lo sabe: la dicha se encuentra en el granero.

Un día denso y como acuático se filtraba por las lucernas de pequeños cuadrados empolvados. Jamás mi niñez soñó con un granero más suntuoso: había todo lo que podría haber deseado una niña indomable, recelosa, capaz de llegar (aunque no necesariamente) al suicidio o al crimen pasional. Montones de baúles se apilaban con sus cerraduras brillando débilmente; montañas de maletas guardaban trajes de castellana, aquí y allá emergía un maniquí de crinolina, un mueble de madera rosácea, un arpa en ala de serafín, todo ello tapizado por una espesa capa de polvo. Y, sobre todo, estaban las telas en sus marcos... ¡Oh, las telas!

—Siéntese —me dijo Felice, acercándome una banqueta—. Si no, corre el riesgo de caerse de espaldas. Sí, la cosa es así de enorme. Nos hemos preguntado si existían esos cuadros... ¿Acaso no soy un experto?

—Sí, lo es.

—Pues bien: mire esto, y dígame lo que es.

Alzó un cuadro tan grande como él. Y, súbitamente, en aquel castillo polaco en medio de las brumas y de los estanques, en pleno siglo XX, vi un centelleo irisado, una concha azul y rosa, una silueta nacarada entre las olas glaucas y unos ojos estrechos, tristes, sobre una sonrisa indecisa: Venus, la Venus naciente de Sandro Botticelli...

Tragué penosamente saliva para decir:

—Una falsificación... que denota un gran talento.

—Querida, es usted un zoquete.

—Entonces eso sería...

—El maestro divino, sí. Es inútil indicar los detalles que no mienten. ¡Oh!, seguro, haré analizar la tela y los colores... pero eso no es todo. ¿Conoce usted bien el siglo XVIII francés? ¿Qué es esto?

—Eh... ¡un Fragonard!

—Y he aquí un interior de Chardin: una armonía de azules y de malvas argénteos. Y después... ¡un Picasso de la época rosa! ¡El que ha amasado aquí estos tesoros no era, ciertamente, un vándalo ordinario!

—No.

Bajo mis pies, notaba como la ola que se lleva a un navío. Hallar en aquel castillo perdido una obra maestra extraviada, sí... ¡pero diez o cien! Ferrari me mostraba incansable los verdes veronese metálicos, los marrones ahumados de los holandeses, una sonrisa encantadora de virgen de Fra Angélico, un amarillo de sol de Van Gogh... se sentó sobre un baúl para recobrar el aliento. Grité de repente:

—¡Ferrari, es una alucinación! Un maleficio. O no sé qué...

—Explíquese.

—¡Estos cuadros no figuran en ningún catálogo de museo!

—No obstante, la Venus de Botticelli...

—Sí, pintó innumerables Venus. Pero esta es inédita.

—Se lo parece a usted, nada más.

Aparté la objeción como si fuera una mosca.

—Hay otra cosa más. Los troncos plateados del fondo del cuadro, y esa extraña flora que tapiza las marismas, no habrían pasado desapercibidas. ¿Conoce una Venus de los Abedules... o de las Algas?

—No —aceptó a regañadientes.

—Y yo no conozco en Fragonard ese violeta de obispo, suntuoso, ni ese rostro de zorro amable en las amas de casa de Chardin, no... ¡pero escuche!

Un paso pesado (se habría dicho que de Comandante) subía por la escalera del granero. No era más que Krasek, vestido y con botas para ir a cazar.

—¡Ah! —dijo contento— ¡Han encontrado las telas! ¿Qué? ¿Les había mentido? Yo no sé nada de eso, pero si Stéphane las había recogido, es que valían la pena.

—Sí, sí...

—Claro que todo está lleno de polvo.

Y de telas de arañas. Pero ya verán más tarde...

Sin ceremonias, nos empujaba hacia la puerta. Luego, en el descansillo, dijo:

—Espero que la panienka habrá dormido bien.

—No —contesté abruptamente—. Ni el pan. Han arañado los cristales. Además, hay todas esas puertas con las que uno se da de bruces. Y seguro que ha habido un incendio en el pueblo, esta noche...

Un terror abyecto invadió el rostro cerulento.

—¿Un incendio? Voy a informarme. Y las puertas...

Penetramos en la sala de la planta baja, entre el claroscuro de los vitrales. El atrio señorial se adornaba con aguiluchos. Adam Krasek agitó en nuestra dirección una pareja de cercetas cazadas por la mañana y una avutarda.

—Es un gran recurso —nos dijo—. Cazo, aunque no sea la estación. En lo que se refiere a las puertas... la mitad del castillo está cerrado, con los muebles enfundados. El cuidar de una casa tan grande es imposible. Prosze, pane. Aquí tiene unos bizcochos, miel y un café que huele a café. Pruébelos, panienka, son del país.

No me dejé tranquilizar. Le pregunté:

—Esa historia del niño en la torre... cuéntenosla.

—¡Bah!, cuentos de viejas: el hermano pequeño de Stéphane de Norwid era un niño delicado al que se le rodeaba de cuidados. Su madre no le dejó jamás jugar con los chicos del pueblo ni escuchar historias de aparecidos. Entonces pasó... jugaba solo, el chiquitín, en aquella habitación de la torre del Este, la más luminosa de toda la mansión, y sus padres estaban aquí, donde nos encontramos nosotros. Recibían invitados. Es preciso que les cuente también que, hace años, un antepasado de los Norwid había vuelto de servir a Kosciuszko con una pierna herida, gangrenada. Se había arrastrado por entre los matorrales, por la estepa. Bien, le cortaron la pierna y la enterraron... y, a la mañana siguiente, el hombre había muerto. Lo enterraron también. Esto ocurrió mucho antes del nacimiento del pequeño Gaetan, y nadie le había hablado de aquel antepasado ni de su pierna azul y podrida, enterrada aparte. Excúseme, panienka, pero debo decir que los Norwid son una raza maldita...

No sé por qué se dirigía a mí, no sé nada de los Norwid ni de esas sombrías historias polacas; nací en París, rue Vivienne. Rachel había entrado muy silenciosamente y permanecía allí, alucinada, con la mirada clavada en la mesa, mirándonos comer aquella mantequilla y bizcochos y beber aquel café. ¡Pero si esta mujer pasa hambre!, gritó una voz en mi interior. Se muere de hambre... No obstante, inexplicablemente, no osé interrumpir a nuestro comensal.

—... Imaginen la escena: los invitados están sentados para el festín —prosiguió—. Son todos condes y barones; se escancian vinos del Rhin en copas de cristal azul y se sirve una calderada de anguilas; luego, con el Bourgogne, se pasa a la jabalina con sus jabatos, cubierta por una crema de nabos. Todo el mundo habla de caza, de bailes en la corte, de proezas galantes y hazañas de montería. De repente, un alarido agudo, verdaderamente inhumano, traspasa las bóvedas y... tú puedes seguir ahora, Rachel. ¿No estuviste presente?

—Sí —dijo ella; y sus ojos, lo único bello en aquel rostro apergaminado, brillaron como una brasa—, estaba presente... me habían tomado del pueblo cuando era muy pequeña. Y, cuando llegaron arriba, ya no gritaba; el señorito estaba en estertores. Tirado por el suelo, y arañándolo con las uñas... La ventana estaba abierta de par en par, era pleno día, y se veía a lo lejos el muro del cementerio; ese en el que solo se enterraba a los Norwid. Porque su orgullo subsistía y, aún convertidos en polvo, no querían mezclarse con los plebeyos, con los trabajadores y los judíos del pueblo.

«Alzaron al niño; se ahogaba, estaba cubierto de moretones. Todo lo que pudo decir es que estaba jugando, que había mirado por la ventana, así, como al azar, y que había visto aquella cosa horrible, azul, saltar el muro del cementerio y, dando saltos de tres metros, avanzar hacia él. No podía gritar; corrió, y después cayó por tierra. Y la cosa llegó hasta el pasamanos de la ventana: era una pierna cortada a ras de la ingle... y podrida. Saltó sobre el niño, lo pisoteó, le aplastó la garganta. Al fin logró gritar, y se desvaneció. Los otros subieron, y eso es todo.

—Sí, todo. El niño cayó enfermo. Una tuberculosis ósea. Se le tuvo que cortar la pierna. Pero murió, al día siguiente de la amputación. El miembro y el resto del cadáver fueron enterrados... separadamente. Eso es todo.

En suma, una historia bastante repugnante. Evidentemente, era un cuento forjado tras lo sucedido: el enfermo, el niño con la pierna amputada... La imaginación del pueblo se había ejercido, sin duda, sobre la similitud de los accidentes.

Tras el desayuno, Ferrari y yo compusimos nuestros telegramas, con los nombres de las telas principales. El resto era idéntico: reclamábamos refuerzos, expertos, medios de transporte modernos. En las embajadas vacías por el fin de las vacaciones, estos mensajes producirían el efecto de una bomba. Adam Krasek se encargó de llevarlos a la estación.

—Antes de que caiga la niebla —precisó—, pues en ese caso los pantanos serían infranqueables. Aquí, la niebla... —No terminó la frase, y partió. Efectivamente, un manto blanco y turquesa envolvió rápidamente la mansión; no podíamos ni salir ni gozar del paisaje. Si es que existe paisaje, pensé. Di una ojeada a los espesos cristales: tras ellos, los árboles del parque no eran más que sombras que se disolvían en la blancura líquida, y ya no se veían los lugares comunes, ni el pueblo ni el cementerio. Un extraño entorpecimiento me invadía, subrayando nuestro aislamiento.

—Estoy seguro —dijo Ferrari de repente— de que alguien ha golpeado esta noche en mi ventana. Ese crujido de alas, esas uñas que arañaban...

—Sí, sí, un aguilucho —disimulé un bostezo—. Esta noche, tómese un somnífero.

—Lo probaré.

Al atravesar el vestíbulo, vi a Rachel que roía pan seco en su rincón. Repugnada, le ofrecí miel y bizcochos. Ella negó con la cabeza.

—No puedo. No son para mí. —Se alejó. Ferrari me gritó:

—Pregúntele sobre la otra historia, la de la sala circular. Tengo una impresión muy nítida de que todos esos Norwid están un poco locos. Esta mañana, antes de que la despertara, he tenido la idea de alinear los cuadros es esta habitación... vacía, parece. Pues bien, Rachel ha rehusado abrir la puerta; ella debe de tener también miedo. Pretende que es allí donde la que fue condesa de Norwid encontró la misma muerte de sus hermanos.

¿Locos? Seguro. Era una explicación fácil.

Al subir la escalera, tuve la impresión desagradable de alguien que reía, en silencio, detrás de nosotros.

—Esta era su habitación —dijo Rachel, de pie ante la entrada de mi habitación, donde me había precedido con un paso inconcebiblemente rápido—. Sí, cuando Stéphane de Norwid venía de permiso dormía allí. Las cortinas de persa rosa no existían entonces, pero los muebles son los mismos.

No cabía duda respecto a eso: al inclinarme sobre los cajones del secreter, ligero, tallado (se hubiera dicho que era la joya de una mujer hermosa y no el baúl de un combatiente), había creído sentir esa mañana, mientras arreglaba mis peines, un olor de fino cuero de Rusia y de tabaco rubio.

—Era joven, ¿no es verdad? —pregunté—. Quiero decir... ¿cuándo partió?

—Hay seres que no tienen edad... —respondió Rachel—. Sí, según los calendarios, tenía veintitrés años, luego veintiséis... Uno ya no es joven cuando está muerto y podrido. Muerto y podrido. Y él lo estaba.

—Era cruel, ¿no es verdad?

No sabía qué demonio me impulsaba a discutir con esta sirvienta. El aburrimiento debido a la ociosidad, sin duda...

—Si con eso se refiere a que si arrancaba las alas a las moscas cuando era pequeño, o si mojaba a los gatos con gasolina, la respuesta es que no. Pero hay cosas peores. En realidad, era muchacho rubio, afectuoso. Parecía que él mismo sufría cuando hacía daño a alguien.

—¿Y lo hacía?

—Sí. Pero la mayor parte de la gente... lo querían.

Malo, muy malo. Una amiga con la que había roto relaciones me había dicho: «Los seres crueles y acariciantes como los gatos —tú, por ejemplo—, los ama todo el mundo...» Y cuando Claude-Louis fue muerto, en la casi isla de Collo, experimenté una lancinante quemadura durante varias tardes, al escuchar aquel disco que le gustaba tanto. Claude-Louis, al que yo había rechazado porque quería casarse conmigo en forma prosaica. ¿Era malvada? No... ¡no!

Claude-Louis, lo que necesitas no es una chica joven, sino una clueca. O una puta. Yo valgo más.

Él había palidecido un poco. Se fue rápidamente, y ya no volvió jamás.

Yo creía sinceramente que yo valía más. Pensaba que yo tenía algo más que talento: una inteligencia aguda, concreta. Yo decía, como los otros: «Para nosotros, ¡París!» Y he aquí que me encontraba en un bosque de Polonia. Las cartas habían sido cambiadas.

Yo no había causado la muerte de Claude-Louis. Y sin embargo me lo habían dicho y... Contemplando en mi interior, sentía un gran vacío.

Me reincorporé al presente. Dije:

—Rachel, ¿qué es esa historia de haber encontrado la misma muerte en la sala circular? ¿Por qué no se puede entrar?

—¡Oh! —dijo ella, con una súbita humildad—. Usted sí puede hacerlo.

No me atreví a preguntar por qué. Una extraña inquietud se había apoderado de mí. La sirviente me condujo hasta la puerta prohibida, eligió una llave de entre las que llevaba en un manojo en la cintera y abrió. Pues bien, no era más que una habitación sin esquinas y casi vacía. Los muros estaban tapizados con un tejido negro, con ramas brillantes sobre un fondo mate, lo mismo que la banqueta situada en medio de la estancia. Era de una fantasía un poco fúnebre. Y no había ninguna ventana. Pero todo se explicaba en forma muy simple:

—Madame de Norwid tenía unas migrañas terribles —dijo Rachel—. No podía soportar la luz. Entonces, venía a tenderse aquí, sobre esta banqueta, porque un resplandor, aunque se filtrara entre las cortinas, le ocasionaba un dolor atroz. Se quedaba aquí dos o tres días, sin tocar la comida que se le dejaba delante de la puerta. Cuando el dolor terminaba, salía. Tenía el aspecto de un ahogado que surgiera de entre olas negras...

Simplemente, era una razón satisfactoria: una exigencia de mujer enferma. Yo sabía lo que eran las migrañas. En ese mismo instante, sentía un martillazo en las sienes y un dolor en la espalda. Encerrarme en la sala circular me hubiera ido bien. Pero yo no era una condesa casi medieval; yo era, en el siglo XX, una empleada puntual de Recuperaciones, y debía redactar un informe sucinto al gran patrón, con una lista de los Fragonard, de los Chardin y de todo el resto. Con tal que el Servicio no me tomara por una loca, eso era todo lo que me pedía. Bajo el dintel, me detuve:

—Y esa muerte de sus hermanos que ella también encontró aquí, ¿qué es eso?

Rachel alzó los hombros. Ahora era más familiar, más cercana. (También se llamaban «familiares» a las criaturas que acompañaban a los demonios...)

—La muerte... —dijo ella—. Bien, no es lo que se cree, ¿no es verdad? Los vivos lo ignoran. Es una puerta, como esta, que da a otro universo. Se entra, todo se cierra, y el universo exterior deja de existir. A veces uno trata de retornar, de atravesar la barrera y, eso es terrible, nadie te ve, nadie te oye. En fin, uno también se puede equivocar de puerta...

—¿Como yo el otro día?

—Como usted. La condesa de Norwid procedía de los países bálticos. Casada muy joven, huérfana, ella tenía —¡oh, durante la otra guerra!— a sus tres hermanos mayores en el frente ruso. Supongo que ella los quería muchísimo. Durante tres noches seguidas se la oyó gritar. No estaba aquí, sino en su habitación, al fondo del corredor, sola; el conde también se hallaba en el frente. Parece que había soñado: había sido arrastrada hasta la estancia circular por manos invisibles. Sin atar: libre. Miró a su alrededor, con sus ojos habituándose a la oscuridad, viendo que la estancia no solo no tenía ventanas sino que tampoco tenía salida... la puerta había desaparecido. Y, sobre la banqueta, se hallaban sentadas tres mujeres vestidas de duelo, con velos y guantes negros. Inmóviles. Con una inmovilidad horrible. Ella les habló, pero las otras no le respondieron. Entonces pensó: «Son figuras de cera».

«Pero una de entre ellas se levantó y se acercó a la condesa, lentamente, y trató de estrangularla con sus manos enguantadas de negro. Luego la segunda. Después la tercera. Jadeante, medio muerta, la muchacha quería asegurarse: «Es una pesadilla», se decía. «Estas mujeres hacen todo lo que pueden para asustarme, pero no son tan terribles como parecen. Quieren hacerme creer que son negras bajo sus velos. Pero yo sé que sus manos están enguantadas.

»Y entonces —eso fue lo más horrible (en ese instante creyó morir de espanto y gritó)— la que tenía las manos alrededor de su cuello las aflojó y las retiró lentamente, y madame de Norwid supo que sonreía bajo su velo. Y empezó a quitarse los guantes, lentamente, con calma. Y la piel apareció. Era negra.

—¿Una negra? —pregunté estúpidamente. Sentí vergüenza cuando Rachel añadió, en un tono despreocupado:

—Al día siguiente la condesa recibió tres telegramas, provenientes de tres puntos distintos del frente: sus hermanos estaban muertos. Al más joven le había arrancado las manos una granada.

  

Fue al volver a la habitación de huéspedes cuando encontré las cartas. Estaban al fondo de un cajón más o menos secreto que abrí buscando una aspirina o algo similar, ya que mi sien y mi espalda me dolían. Estas cartas no estaban atadas con ninguna cinta rosa o verde, y apenas eran amarillentas. Databan de hacía quince o veinte años.

Comprendí fácilmente que hubieran pasado desapercibidas. Se habían deslizado por una ranura del cajón, en la parte trasera, probablemente una a una, a cada sacudida, cuando se abría el secreter. Tres en total. La primera era la más extensa. La desplegué con un sentimiento de culpabilidad. Pero el hombre que la había escrito estaba ciertamente muerto. La leí de un tirón.

«Bien amada, no os conozco. No sé por qué dirijo esta carta a una mujer. Sin duda porque ella podría comprender mejor, o porque de hecho, a mis veintiséis años, no he amado a nadie verdaderamente. Por eso estáis para mí siempre en ese umbral, siempre esperada, aguardada; sois mi porvenir. Me he quitado, para escribiros, este atavío que odio y que me es pesado. Entonces, me diréis, ¿por qué os lo habéis puesto otra vez? En efecto, os debo explicaciones.

»Estas serían fáciles y novelescas, si admitiera de una vez por todas el destino y la maldición de los Norwid. ¡No ha habido una generación sin muertes violentas, locos o suicidas! ¿Qué es lo que haría ese antepasado, primero Cruzado y luego Templario en Tierra Santa, para hacernos pagar así a través de los siglos? En verdad, no era sin duda ni peor ni mejor que los otros, pero ese era un siglo de fe y él traicionó a la suya, con el Gran Maestre Térence o Therric, cuando los dos fueron hechos prisioneros al terminar la batalla de Tiberíades. El nombre del Gran Maestre del Temple en 1186 ha sido borrado de todos los sitios y no estoy seguro. Por lo que deduzco de los viejos mapas que contienen su secreto y su condenación, él y el «Caballero de los Aguiluchos», para salvar su vida, bajo ese cielo ardiente, juraron que “jamás combatirían por una causa justa”. Y así fue. Numerosos Norwid infringieron el terrible juramento, y fueron castigados. Otros sirvieron en causas injustas y su castigo aún fue peor. También yo.

»Creo que me parezco a mi antepasado el Cruzado.

»No tengo miedo de escribirlo: no me gusta la guerra. Siempre la he detestado, instintivamente. Pero, en una Polonia desgarrada, tenía que elegir entre dos grandes bestias de presa: la URSS y Alemania. He escogido mal, naturalmente. No trato de justificarme. Esa es toda la tragedia. Probablemente me arrastraba hacia el bando equivocado la sangre de mi madre, pesada y fría. Me han tratado muy bien aquí: los Norwid son unos excelentes vikingos.

»Pero no puedo olvidar, borrar nuestros poblados que arden, los ahorcados balanceándose blandamente sobre las colinas, los blindados rusos estallando, proyectando los cuerpos carbonizados, y las viñas doradas, las ciudades museo, las ciudades joyero y las joyas de una Francia pisoteada y traicionada. De hecho, este es uno de mis más grandes remordimientos. Cada vez que las divisiones feldgrau penetran en las ciudades francesas, tengo deseos de ocultar, de robar, de llevarme lejos los tesoros de sus palacios y de sus catedrales.

»Como no soy el dueño, me lleno los ojos. Vago, silenciosamente, por las salas despobladas, entre las exclamaciones de los estudiosos y los comentarios timoratos de los burgueses. Le digo buenos días a la Santa Ana de Vinci, me llevo dentro de los ojos a una madona transparente. Me he creado así un museo imaginario, en el que varío según mis deseos los detalles.

(Aquí, una larga tachadura. Luego proseguía la carta)

»Querida, es más duro de lo que imaginé el ser un traidor. He vuelto con permiso a Norwid. Los rostros eran grises y cerrados. Hasta los mismos perros se apartaban de mi camino. Tan solo Krasek —ambiguo bastardo de uno de mis tíos— me recibió en el castillo. Krasek, al que llamaban en el pueblo «el diablo de los baños» por alguna razón oscura (¿el diablo gorrón de Dostoiewsky?). Durante mi ausencia, cumple las funciones de intendente. ¡Qué acogida! Me pregunta si he visto el ghetto de Varsovia. Si conozco los fosos de Treblinka. Si, en Katyn... ¡Sí, lo sé, lo he visto! Es sin duda a causa de esto por lo que pertenezco hoy al grupo secreto de personas que creen que ya es bastante. No obstante, tanto von S. como yo tenemos pocas esperanzas. No estando destinada esta carta más que a vos, mi bien amada, puedo revelar aquí el fondo de mi pensamiento: aquel a quien se trata de suprimir está poseído por un demonio. Y, un demonio, es difícil de matar.

»Me pregunto como seréis... mi bien amada. ¿Y cuándo?

»Mi gusto personal os exige esbelta, dura y clara, de un rubio quizá color ceniza. Vuestros ojos serán variables como el cielo polaco, vuestro caminar danzarín. Sé que habréis vivido y sufrido. O quizá habréis hecho sufrir; después de todo eso se confunde. Mi madre dijo una vez: «Lo peor que podría ocurrirle a Stéphane sería amar a una muchacha pura. No tendría ningún poder sobre ella.» ¡Pero la pureza es una noción tal mal definida! Solo el Mal es puro.

»Conversación con von S.: me ha dicho que, al ritmo que va esto, estamos en camino de transformarnos en demonios, como los Poseídos de Dostoiewsky. Que no tenemos nada sagrado, nada que nos retenga en este mundo. Que solo un sacrificio definitivo podría arrancarnos de este universo terrible que nos hemos creado, este universo similar a los pozos helados de Dante, con sus paredes resbaladizas donde uno se despelleja las manos y sus bordes dentados.

»Me acuerdo del día en que penetré en ellos. Fue durante un ataque de tanques, en algún lugar de Ucrania. Un día ordinario al olor, el resplandor de la miel y los girasoles. La ola de asalto avanzaba, nos tiramos todos al suelo. En un seismo, entre los estallidos y el ardiente aliento del infierno, el muro de hierro y de fuego pasó sobre nosotros. El cuerpo se quedaba vacío, no existía más que este pavor: no ser más que una miserable carne humana pasada por el laminador. He visto camaradas que habían caído bajo los tanques: unas cosas chatas, reducidas al espesor de una hoja de papel, las visceras y el tórax reventados. Y estoy vivo.

»Y no morí tampoco cuando mi avión capotó en pleno campo de nieve sobre el lugar de un antiguo combate, una extensión inmensa, enteramente deformada por montículos que eran los muertos helados. Nuestros camaradas, esos otros nosotros...

Allí estaban, en las actitudes en que habían sido sorprendidos; algunos tenían aún en la mano su pequeño apósito individual y, bajo el hielo, sus caras eran a veces reconocibles, azules o negras. Los ojos desorbitados de algunos parecían haber salido bajo la presión de un dolor que un ser viviente no sabría imaginar, las bocas estaban abiertas por un grito de horror. Yo estaba herido; mi aparato, al caer ardiendo, había hecho fundir la nieve a su alrededor, y yo me arrastré durante horas entre esos muertos que aparecían, indignados por haber sido sacados brutalmente de ese vacío profundo y en calma: la nada.

»Ellos eran yo y yo era ellos. He comprendido...

»Ya es tarde, mi bien amada, mis ojos se cierran. La decisión —quiero decir, el atentado o el exorcismo— será mañana. Me siento acompañado por todos los muertos de Ucrania...»

Las dos cartas siguientes eran cortas, como notas sobre una agenda:

«Todo ha terminado, arruinado por un azar... ¿diría «demoníaco»? Von S. y los otros, arrestados. Parece que se hayan liberado a la crueldad sádica: los han colgado de ganchos de carnicero, ahorcados con alambre espinoso...

»En cuanto a mí...

La segunda hoja:

»He descubierto el verdadero significado de Norwid: país de monstruos lúcidos, encrucijada de los mundos. He regresado como no lo había hecho nunca antes. Esta vez más que ninguna, los campesinos han evitado mirarme y los perros se han apartado a mi paso, pero eso no es más que una ostentación. Llevo, profundamente anclada en mi carne, la hinchazón azul de la cicatriz, allí donde los verdugos han hundido el garfio...

»Pero he vuelto a Norwid. Krasek, bastante asustado, me ha dicho que el castillo ha sido incendiado. Me aconseja alojarme en la Granja de los Rabiosos, la única propiedad que me queda. Pero se trata de un error, sin duda voluntario. Esta noche he recorrido las salas sombrías de la morada, tocado las puertas, inspeccionado mis tesoros. Nadie me ha visto, excepto la criada que yo saqué en otro tiempo del campo de concentración y que, probablemente...

(Aquí una tachadura).

»Me he contemplado en el espejo de mi habitación: mis uñas han crecido, y también mis cabellos (dicen que a los muertos les crecen muy aprisa). Siento en el emplazamiento de la cicatriz, en lo alto de la espalda, como un nudo duro que intenta perforar. Una leyenda absurda me atormenta: los muertos malditos de Norwid se transforman, al parecer, en monstruos heráldicos...

»He vuelto a la Granja. Maldito sea Krasek. Desde medianoche, un populacho desenfrenado la rodea y me cerca. Me toman por un vampiro o por no sé qué. Gritan y me amenazan con clavarme como una lechuza en el dintel de la Granja. Pero es solamente la primera vez que es difícil morir, y puesto que existe un mundo que perdura... mi bien amada, os esperaré en el castillo de Norwid. Me falta tiempo para terminar, están agitando las horcas y las estacas. Han prendido fuego a las vigas.»

Y, al final de la página, esta palabra aún, que subía y se elevaba como un grito:

«¡Los aguiluchos!»

La noche había caído sin que Krasek hubiera vuelto. Descendí al vestíbulo, «con un aspecto de ahogada», dijo Ferrari. Trabajamos intensamente para establecer un inventario sumario: esfuerzo malgastado, continuábamos descubriendo nuevos tesoros. Y, esta vez, eran los espantos y las delicias de Jerome Bosch y de Brueghel del Infierno: delgados cuerpos de torturados, tendidos sobre arpas, introducidos en mandoras y en ostras perlíferas, todo un universo dantesco, apasionante e inédito. Cansados, nos sentamos sobre los arcones, en medio de ese Jardín de los Horrores, y Felice dijo:

—¿Sabe usted lo que pienso? ¡Es increíble que nadie se haya dado nunca cuenta de estos robos! ¡Este hombre ha pirateado todos los museos de Europa!

—Puede que tan solo lo haya soñado...

Me contempló con una expresión extraña, „preguntándose sin duda si yo no estaba loca:

—¡Pero las telas están ahí!

—Aparentemente.

—Bien, veo que está usted fatigada. Debería mirarse en un espejo: ¡tiene usted un aspecto!... Con esos cabellos desparramados y esas franjas negras sobre la frente la nariz.

—¿Qué aspecto cree que presenta usted?

—Está bien. Vaya a descansar. Pondré las pinturas en dos montones, aproximadamente: antiguos y modernos. ¡Que los expertos se las entiendan!

—¡Si es que vienen alguna vez!

—Vendrán. Esto sobrepasa la modesta suma de varios miles de millones. Evaluar semejante cantidad es algo que está casi al límite de nuestros jefes de servicio.

Fui a peinarme y a lavarme. Sentía en todo momento esa presencia detrás mío, y yo no quería que nadie se burlara de mi aspecto. Ese espejo empañado, en mi habitación... ¿era allí donde se había reflejado su imagen? Inconscientemente, miré si mis cabellos y mis uñas habían crecido, y sentí vergüenza. Debería haber traído más barniz.

Abajo:

—¿Ha vuelto Krasek?

—Nada de Krasek. Ha tenido miedo de la niebla cuando se ha detenido en la taberna del pueblo. Empiezo a tener hambre. ¿Y si nos sentáramos a la mesa sin él? Rachel dice que las cercetas son suculentas.

De hecho, ¿era la comida o la cena? El tiempo parecía haberse detenido, no había ni día ni noche, y la ausencia de nuestras sombras ya no me inquietaba. Hemos comido, sobre una mesa de madera pulida, en una vajilla desparejada de cristal espléndido, la caza que Rachel la hambrienta no quería mirar, y bebido, en cubiletes ahumados, un Bourgogne honesto.

Y durante todo este tiempo no ha vuelto Krasek.

—Iría yo mismo al pueblo —decía Felice, que calentaba en el hueco de su mano y saboreaba su vaso de vino—. Pero, aparte de que no hablo polaco e ignoro el camino, ese diablo de hombre se ha llevado el único carricoche y el único caballo de la cuadra... sí, ese que se parece al caballo de Metzergenstein; ya se había dado cuenta, ¿no?

—Esperemos un poco. La ausencia del factótum debe poder explicarse fácilmente. Y, de todas maneras, no se puede viajar a través de esos pantanos bajo la lluvia.

Puesto que, para colmo, llovía. Las velas humeaban en sus vasijas de cerámica. Rachel me trajo un calientapiés y una taza de leche caliente.

—Se preocupa en atenderla a usted —señaló Felice.

—Nadie podría decir que estamos en el mes de agosto —dije, como para excusarme ante mi camarada que tiritaba. Y empujé hacia él el recipiente lleno de brasas.

—No, gracias —dijo él—. Además, todo este asunto es absurdo. Mire, va usted a decir que es una falta de corrección pero, mientras usted estaba allí arriba, he tenido una idea estúpida: he pensado que Krasek tal vez hubiera vuelto sin que nosotros lo supiéramos. Entonces he ido a su oficina, esa pequeña habitación de la izquierda, con los cristales esmerilados. Sí, tiene una oficina de intendente; siempre la ha ocupado, por otra parte.

—¡Es un pariente de los Norwid!

—Eso dice. Por la mano izquierda. En fin, durante la guerra, durante las ausencias de Stéphane, él regentaba la propiedad. No creo que lo hiciera concienzudamente: la mesa desaparece bajo una masa de papeles. He leído uno o dos.

—Felice, ¡usted me decepciona!

—No es el momento de seguir el manual del perfecto hombre educado, querida. El primer documento que he encontrado era una lista de nombres procedente del campo de Treblinka, en 1945. Todos los judíos del pueblo pasaron por los hornos crematorios, según parece.

—¡Es una pena!

—Pero a usted no le importa, ¿verdad? No he visto nunca que usted se mostrara muy sentimental. En fin, un hecho oficial: toda la familia de Rachel Skorzcyk (este nombre impronunciable es el de nuestra criada) pasó por los Gazenwagons.

—Salvo Rachel.

—Sí. Solo que el documento menciona que ella había muerto de hambre. Antes. Y que es ella quien denunció a la mitad del pueblo...

Eso sobrepasaba las fronteras del horror. Continué erguida en la señorial silla de alto respaldo. Apretaba los brazos de la silla con fuerza suficiente como para romperme las uñas. Repetí:

—¡Pobre mujer! ¡Pobre mujer! De modo que así fue como sobrevivió...

—¿Cree usted verdaderamente que ella está viva? —preguntó Ferrari, con esa curiosidad que uno ha de tener para examinar un insecto—. ¿Realmente? Yo la aprecio a usted, querida. ¡Tiene usted un ambiente femenino tan reconfortante! Entonces, han puesto a Rachel en las listas de los muertos porque ella había traicionado. Está bien eso.

—¿Qué cree usted, pues?

—Nada. Había un segundo documento. Concerniente a esto.

Se volvió y contempló el retrato de Stéphane de Norwid con una desenvoltura casi chocante. Mucho más que eso ya que, en el resplandor vacilante de las velas, el personaje se parecía más y más a un ángel maligno.

—¿Sabe usted que Krasek nos ha mentido? No se suicidó. No fue torturado en las cuevas de Berlín.

—¡Ah! ¿No?

—Aparentemente, volvió aquí. Parecía haber sufrido, de todas maneras. Pero eso es posterior a los acontecimientos. No atreviéndose a penetrar en el castillo, se escondió en la Granja de los Rabiosos. Mal, sin duda: no veo a ese hombre escondiéndose, ¡verdaderamente no! En ese pueblo ensangrentado por los criminales de su casta y de su partido, en ese pueblo que lloraba sus muertos... Un proceso verbal dice que los campesinos cercaron la granja. ¿Lo clavarían contra las vigas, como dicen algunos testigos, o es solo un detalle apócrifo debido a los aguiluchos de su blasón cuartelado?... De todas maneras, lo quemaron todo. Ya vio usted el emplazamiento de la granja: un área carbonizada.

Un silencio. Luego pregunté:

—¿Hallaron sus restos?

—¡Oh! —dijo el italiano— ¡No pregunte usted demasiado! Sí, el proceso verbal menciona unas osamentas calcinadas. No, eran las de un perro. ¿Quién lo sabe? Han pasado quince años.

¡Quince años! Yo corría en esa época por el Paseo Montesquieu. Llevaba unas plantillas compensadas en los zapatos, una falda con flores, y soñaba con «ropa interior de nylon negro, ¡sí, mi querida!» No habiendo ni sufrido ni amado, no me sentía predestinada a desgracias particulares.

—En fin —resumí, aferrándome a la realidad—. Rachel es una superviviente de los campos de concentración, eso se ve, y Stéphane de Norwid fue quemado como un perro rabioso. Todo eso es atroz. Pero, ¿en qué nos concierne todo esto?

—¿Quiere que la diga una cosa? —preguntó Felice, mirando muy por encima de mí—. Esta noche... (mire bien ese retrato, es inolvidable, ¿verdad?), pues bien, he visto la cara de Stéphane pegada a mis cristales.

Es aquí cuando sobrepasamos los límites de lo posible, de lo tolerable, y que formamos —verdaderamente— parte de un universo particular. Me levanté bruscamente, para reaccionar:

—Solo desea asustarme, Felice. Pero yo no nací ayer. Incluso si alguna extraña maquinación —para mí absolutamente oscura— le empujara a apartarme de... esa cosecha de miles de millones, ¡no conseguirá hacerme creer que un combatiente de 1944 se pasea bajo nuestras ventanas y trata de impedirnos el efectuar un inventario de las telas robadas! Sobre todo si son falsificaciones de telas de maestros... Lo repito, ignoro que fin está persiguiendo, pero mañana iré, a pie si hace falta, a la estación, y telegrafiaré al patrón.

—Muy bien —dijo Ferrari—, aunque un tanto insultante para mí. Yo comencé por allí; sin duda, como italiano, soy más impresionable. No persigo en forma alguna el apartarla de esta misión, sépalo. Tengo simplemente una impresión bastante horrible...

—¿Cuál, si me hace el favor?

—Que hemos atravesado un límite. Que hemos penetrado en un mundo... ignoro el término, pero existe en la física.

Y llegó la noche, No sé por qué, cuando en las diferentes habitaciones del castillo los carrillones, sordos o cristalinos, anunciaron la medianoche, tuvimos la certidumbre de que el llamado Adam, bajo su forma terrestre y material, no regresaría jamás. Había salido del universo de los vivos, con su holapanda, sus calduchos favoritos y su obsequiosidad. Ferrari decidió inspeccionar el cierre de las puertas y las contraventanas, y Rachel le siguió, armada de su palmatoria.

Subí sola hasta mi piso. El corredor estaba silencioso y oscuro, la gran voz del viento se rompía contra las murallas. Los pasos de Felice y Rachel se apagaron en el silencio y, por un instante, pude creerme sola. Como en un navío abandonado.

Súbitamente, del fondo del corredor, me llegó un largo trino melodioso... como si alguien hubiese puestos las manos sobre un teclado mágico. Era un canto, una llamada. ¿Qué me importaban los espectros y los presagios? Me introduje en el corredor como una sonámbula. Al fondo había una puerta abierta. Y era medianoche.

Había una sala blanca con dorados, un decorado amable y falso. Ristras de velas iluminaban un gran piano de color marfil. Y las notas decían, sobre una música lancinante de Liszt:

¡Hete aquí, mi bien amada! Os he reconocido. Sabía que vendríais a mi universo. ¡Os he esperado... os he aguardado tanto! No estáis dispuesta aún, sois joven, amais o habéis creído amar a la vida. Pero vendréis. A la negra calma, al estremecimiento de alas en las tinieblas, al tranquilo sueño en la misma tumba. Soy paciente, esperaré aún.

Me adelanté, segura de verlo inclinado sobre el teclado, con su pelliza dándole una sombra de alas negras. Sabía que lo vería volverse lentamente hacia mí, al perfil inmóvil y perfecto del conde Stéphane de Norwid, suicidado o ejecutado en Berlín, quemado en una granja de este bosque, y cuyos largos dedos hacían nacer aquella Primera Rapsodia Húngara para nuestro placer.

Pero no había nadie en aquel piano cuyas teclas temblaban todavía.

Grité y me desvanecí. También me torcí el tobillo al caer.

Volví en mí sobre la cama en la que Rachel y Felice me habían arrastrado más que llevado. Él, vestido con su capote de aviador italiano y calzado con botas, como para ir de caza. Ella, despavorida y pálida. Mi tobillo me hacía un daño atroz.

—¿Qué le ha pasado? —me preguntó Felice con bastante rudeza—. ¿Es que ahora se desvanece frente a su puerta?

—Pero —dije—, si estaba en la sala blanca...

—¿Dónde?

—Al fondo del corredor...

—¡No hay ninguna sala al fondo del corredor!

Era insensato. Rachel intervino, con vaguedad:

—Había una, en otro tiempo. La sala de música de los niños... cuando el conde Stéphane tenía quince años y su hermano vivía aún. Luego se la dividió con tabiques, para hacer habitaciones de huéspedes.

Debía de tener una cara horrible, porque Felice ordenó a la sirviente:

—Traiga coñac, o slivovitza, o alguna otra cosa fuerte.

Obedeció y se alejó.

—Escuche —dijo Felice, inclinándose sobre la cabecera de mi cama—: sobre todo, nada de asustarse. Acabo de hacer la ronda del recinto. El carricoche sigue allí, pero le faltan dos ruedas... y me parece que desde hace mucho tiempo; todo está gastado, dislocado, oxidado. El caballo blanco duerme en su establo. Adam Krasek no ha partido jamás... y no tengo ni idea de dónde pueda hallarse. Más aún, he sido atacado por unos pájaros monstruosos: una mezcla de águila y pterodáctilo. No soy supersticioso, pero uno de esos horrores me ha observado... con una mirada humana. Si permanecemos mucho tiempo en esta «tierra de nadie», en este «universo de nadie», nos volveremos locos; eso es absolutamente cierto. A menos que no nos esté reservado un destino más horrible. ¿Es usted valiente?

—No.

—Gracias, por lo menos es usted lúcida. Claro está que no puede caminar con ese tobillo hinchado. La niebla parece disiparse, Rachel me ha indicado un atajo que lleva a la estación. Voy a partir. Volveré... o enviaré a alguien a buscarla al alba.

—¿Y las telas?

—¿Existen realmente? Son como su sala blanca destruida desde hace años. Ya le digo que la locura nos acecha. Es preciso acabar con esto. Lo más rápidamente posible...

—¿No pensará atravesar el bosque a pie? ¡Hay bestias salvajes!

—Sí, lobos... o uros, o cualquier otra cosa, según la secuencia de tiempo en la que caiga; Rachel me lo ha explicado... estoy armado. Lo que me inquieta es dejarla sola.

—Le podría contestar que está Rachel.

Se rascó la punta de la nariz.

—Sí. No se fíe mucho de ella. Escuche, le dejo mi revólver; hay una carabina en la oficina de Krasek. ¿Sabe disparar?

—¿Sobre fantasmas?

—No es seguro que se trate de fantasmas.

—Entonces, es una banda de gángsters internacionales que quieren impedir que nos llevemos los cuadros...

Trataba de mostrarme a la altura de la situación. Se alzó de hombros.

—También podría ser eso. En fin, aquí está el arma. Enciérrese y no deje entrar a nadie antes de que yo regrese. Si tiene hambre, Rachel le dejará una bandeja ante la puerta. Hasta la vista.

Habría tenido que retener a aquel hombrecillo vivo, amable, algo fanfarrón. Debería haber gritado que tenía miedo, que iba a volverme loca al quedarme sola. Pero una voluntad fría y opresiva me dominaba, y excluía a Ferrari del castillo, del mundo, de la vida...

Se envolvió en su capote y me apretó la mano.

—¡Ay! —se quejó— ¡Qué uñas! Debe de haberse olvidado de la sesión de manicura, ¿no?

Partió, y consideré con un terror frío mis largas uñas de mandarín...

  

Ahora... ¿era de noche, era el alba? Mi reloj se había detenido y no osaba alzarme, caminar hasta la ventana, correr las cortinas. Rachel había traído la bandeja, creo que varias veces. Sobre una de ellas había un caneco de aguardiente; lo probé, y me anonadé con su dulce calor.

Pero luego tuve miedo del aguardiente y de la pesadilla que originaba. Tenía miedo de que volviese...

Porque había venido. No a mi habitación, claro está, sino al corredor. Escuché unos pasos a la vez rígidos y ligeros, acompañados por un crujido de sedas. Como si unas alas de ángel flotasen tras él. No llamó a la puerta. Tan solo dijo:

—Soy Stéphane de Norwid. —Y después—: ¿No tenéis necesidad de nada?

Un acento tranquilo, ordinario. El dueño de la casa había regresado... ¡de tan lejos!, y se informaba del estado de sus huéspedes. Sabía que era imposible, estaba muerto y su cuerpo había ardido, pero estaba tras aquella puerta.

Al mismo tiempo, toda una vida misteriosamente habitual se instalaba en el castillo: yo escuchaba pasos, susurros, puertas que se abrían y muebles que se desplazaban. Estaba convencida de que abajo estaban encendiendo candelabros. Un timbre zumbó a lo lejos: alguien llegaba del bosque...

—Me voy —dijo la voz tras el paño de la puerta—, pero no os abandono. Esta noche tenemos una gran recepción en el castillo: mis tíos han vuelto de la guerra y mi madre los espera en la sala circular.

Habría deseado gritar:

—¡Y vuestro hermano menor juega, sin duda, en la torre del Este! ¡Y Rachel y los suyos sirven a los invitados...! —Pero no me atreví.

La voz dulce añadió:

—Reposad, amiga mía. Sabemos que aún no estáis dispuesta.

—Pero eso llegará, ¿no es así?

—Sí, sí. Tenéis las cualidades necesarias para ello.

Quizá grité:

—¿Sois un demonio o un monstruo heráldico, Stéphane? ¿Son cadáveres todos vuestros invitados? Conozco a algunos: vuestros tíos de los que jamás fueron hallados los cuerpos en los pantanos de la Galicia, el niño que se enterró un día después que lo hicieran con su pierna azul y podrida, vuestra madre loca que hubo que encerrar en la cámara circular... y los niños judíos del pueblo, y los que encerraban en la Granja de los Rabiosos hasta que les llegase la muerte... ¡Todos, todos!

—Calmaos, mi bien amada. Yo no os hablo de vuestros muertos.

—¿Quizá esperáis a los ajusticiados en las cavernas berlinesas... y a Krasek y a Ferrari, perdidos en el bosque?

Una risa ligera, fría; y después:

—Y a Claude-Louis, muerto en Collo. Y al que no fue a la estación del Este cuando partíais... Penséis lo que penséis, nos asemejamos, mi bien amada...

Los pasos se alejaban... y me desperté bruscamente. Me senté sobre el lecho, ardiente y gélida sucesivamente, doliéndome la espalda. Había un profundo silencio en el castillo vacío, un silencio que precedía a otra medianoche. No era mi tobillo el que me hacía daño ahora, sino todo mi cuerpo... especialmente los omoplatos. Me pasé la mano sobre la clavícula izquierda y sentí el nudo, duro y doloroso, que se formaba.

Entonces, me deslicé fuera del lecho y, arrastrando la pierna, corrí hacia el espejo de luna verde. Entre dos olas de oro glauco (¡como se habían alargado mis cabellos!) mi rostro brillaba como el creciente lunar. Ya no tenía nada de la muchacha realista, algo alegre, algo dura, de París; me parecía a una abuela polaca, a una loca sentimental encerrada en su castillo de fantasmas. No obstante, encantadora. Un miedo insensato se apoderó de mí: estaba cambiando, me estaba convirtiendo... ¡en lo que él quería!

Alguien arañó la puerta.

—Soy yo, Rachel —dijo una voz apagada. Entró, sin preocuparse por el candado. Más sombría que nunca, empequeñecida. Lo comprendió todo.

—¡Ah! —dijo—, ¡ahora sabe lo que la espera! Mientras no sea demasiado tarde... Vístase.

Abrió un baúl que no contenía ni mi impermeable ni mis jerseys. Flotó un olor de lirios y de lavanda, el hálito de un pasado muerto. Aparecieron unos brocados pesados y suntuosos, unas pieles lisas empolvadas de claro de luna.

—¿Ha regresado Ferrari? ¿Y Krasek?

—¿Fer... quién? —No parecía conocer aquellos nombres. Me echó sobre las espaldas un vestido de brocatel irisado, trenzó violentamente sobre mi nuca mis pesados cabellos y encerró mis sienes en una red de perlas. Una guirnalda de capullos de rosas colgaba de ella, y la sujetó a mi corpiño.— Rápido, rápido —susurraba—, su única posibilidad resta en pasar desapercibida. Hay un subterráneo, la llevaré allí. Es posible, dan una recepción, y el castillo está lleno de extraños. El único peligro es que lo encontremos a él, al Satán, ¡a Stéphane de Norwid!

—¡Cómo lo detesta!

—¿Qué haría usted en mi lugar? —Rachel se echó hacia atrás—. ¡Pobre imbécil! ¡Todos los Norwid han sabido embobar a los idiotas, pero este es un abismo de perversidad! ¡Sí, he vendido a los míos, y también me he perdido, pero no tenía elección y lo amaba! No me mire así. Era joven y bella, es a él a quien debo mis remordimientos y mi rostro de muerta. Todo lo ha destruido, todo lo ha manchado en mí... ¡También él ha traicionado a los suyos!

—¿Acaso no ha sufrido y expiado su culpa?

No era mi voz la que decía esto. Ya no era yo misma. Contemplaba a Rachel, transformada en una belleza salvaje... y deseé poderla matar.

—¡Expiado! —gritó—. ¡Una sola muerte a cambio de todas esas! ¡Fue él quien trajo aquí a los alemanes y a sus verdugos! Sí, ya sé lo que me va a decir, que no solo vive un final, sino millones... ¡Y será así hasta la consumación de los siglos! Y arrastrará a otros con él...

—¿A su infierno?

—¡A lo que lo reemplaza! —con una risa seca y un odio increíble, escupió—: ¡Porque también ha engañado a Aquel que está en lo alto! ¿Cree acaso que el castillo de Norwid existe verdaderamente en esta tierra? ¿Cree que existe un lugar natural en el que se reúnen, víctimas y verdugos, los muertos perdidos y condenados? Hubo en otro tiempo un sabio que vendió su alma al diablo y que, engañando al diablo mismo, logró aferrarse a un hilo de tela de araña, a una gracia... ¡Y se quedará allí, hasta el fin de los siglos, suspendido entre el abismo y el cielo!

»El castillo de Norwid es algo mejor que una tela de araña. Es un nudo del espacio-tiempo en el que los vivos se convierten en monstruos y en donde sobreviven los condenados. Aún tiene una posibilidad de escapar viva. Venga.

—No la creo —le dije—. Está loca. Se aprovecha de mi fiebre. Stéphane de Norwid huyó de los calabozos hitlerianos, buscó refugio aquí... y fue asesinado por los campesinos. Ferrari y Krasek han ido a la estación, pero volverán. Todo es simple. Y no la seguiré a ese subterráneo.

—¿No? —dijo amenazadora—. En efecto, todo es simple. ¡Tiene miedo de bajar a esas cámaras ocultas en las que la sangre llenaba los regueros, en donde los muros tienen el ignominioso color del miedo humano, en esas cavernas donde se amontonan los esqueletos de niños!

—¡Cállese! —grité— ¡Miente!

—¡Porque no es solo una vez, para morir, que ha venido aquí, a lo largo de los siglos, su bello Stéphane! Sí, los campesinos se han vengado al fin: lo han crucificado en la granja y lo han quemado... ¡Como se quema a la rabia y a la peste!

—¡Cállese!

—Pero esto no ha servido de nada, porque ya estaba muerto cuando vino aquí. ¿Me oye? ¡Tan solo ha venido a recuperar fuerzas a su tierra natal! ¡Y, muerto, se ha llevado consigo a un pliegue del espacio-tiempo el castillo, el pueblo y a todos los suyos! Y también se la ha llevado a usted: porque es usted cruel y dura, y se le asemeja. Se ha reconocido en él como en un espejo, ¿no es así? ¡Pues bien, perezcan juntos!

—Ya basta, Rachel. —Pronunció una voz detrás nuestro. Y después, con una ternura infinita—: ¡Cuán bella sois, mi bien amada!

Estaba en el umbral. Se adelantó. Tras su gran sombra alada, el castillo prohibido se despertaba, palpitaba, encendía sus luces. Se preparaba una fiesta. Unos lacayos, vestidos a la francesa y con pelucas empolvadas, llevaban candelabros por los corredores. Abajo, unos músicos afinaban los violines de una orquesta invisible. Krasek pasó, vestido con un traje ajustado, de color oscuro, el cabello bien alisado; volteó la cabeza para no verme... y desde luego era el «diablo gorrón» de Dostoiewsky, el más familiar de todos los diablos. Sin duda, entre la multitud, estaba en algún sitio Ferrari, agitado, un tanto verdoso, goteando por la lluvia.

Stéphane de Norwid tomó mi rostro entre sus manos, como un fruto, y lo encaró al suyo. Me contemplaba. No con una mirada de ser vivo, ni de muerto condenado. En sus iris grisáceos había una extraña y temblorosa luz.

—Rachel os ha contado muchas cosas —dijo lentamente—. Más de las que eran precisas, en verdad. O menos. Las cavernas y todo eso, nada es verdad. Pero sí el juramento de las Tiberíades, los monstruos alados, los aguiluchos... este mundo que me pertenece y en el que reúno seres vivos y fantasmas... estas imágenes que yo creo, y mi desesperación. Hay innumerables universos y una monstruosa fuerza que da acceso a ellos.

«Ahora, aún no es demasiado tarde: aún podéis partir, mi bien amada. El mundo real os espera. Yo no tengo más que este...

Me contempló como si bebiese de una fuente cristalina. Allá abajo se rompió una cuerda de violín, nació una risa de jovencita y luego se apagó. Stéphane inclinó hacia mí su alta figura y sus manos se posaron sobre mis hombros.

—¿No partiréis?

—No.

—¿Porque creéis que estamos condenados?... ¿Sí?

Estábamos allá los dos: la sombra y su reflejo. Como esos abedules de Bielobejie cuyas ramas se tocan, reflejadas en el estanque. Rachel y el mundo entero habían desaparecido. Le contesté:

—No. Porque siento como me crecen las alas...

Título original:

DES AILES, DANS LA NUIT...

© 1962, Fiction

Traducción de J. Gabin