LA PUERTA CERRADA
DIMITRI BILENKIN
La SF de los países del Este se caracteriza por su ingenuismo narrativo, su orientación generalmente didáctica y un cierto «misticismo científico». En este cuento que puede considerarse representativo de la SF al estilo soviético, el lector podrá hallar las características anteriormente citadas.
ilustrado por O. RODÉS
Metal negro, fundido, pulverizado. Fragmentos de hierro, caos, olor a quemado. Salpicones verdosos de células cristalinas dispersos alrededor. Solo eso poco se había salvado del choque y de la explosión.
—Vamos —dijo Ognev—, todo está claro.
Antes de irse se volvió por última vez. Hasta las rocas estaban quemadas. La huella de la catástrofe había quedado impresa sobre el granito. Y, en un punto del caos, ahora parte inseparable del suelo marciano, un minúsculo detalle elaborado erróneamente en la Tierra. Una nimiedad casi insignificante. Y el cohete había desaparecido, y con él habían sido destruidas centenares de toneladas de la tan esperada carga.
El silencioso compañero de Ognev se alzó de hombros.
—Lo esencial es que no había hombres a bordo.
¡Cierto, eso es lo esencial!, hubiera querido exclamar Ognev. Pero el hombre había estado a bordo: aquel que había trabajado irresponsablemente allá en la Tierra y había provocado todo aquello. Un hombre en el que ya no se debería depositar ninguna confianza, al que se tendría que dejar de lado...
Pero esto tan solo lo pensó. ¿De qué hubiera servido decirlo?
Estaban bajando por una pendiente. El paisaje les parecía más desolado que nunca. Arena opaca, tétrica luz del pequeño sol lejano, excrecencias azuladas sobre las piedras. El color de las plantas marcianas casi parecía poner en guardia contra el veneno que las componía.
El viento silbaba lúgubremente. También él era venenoso. Si se quería, se podía hablar de la victoria sobre Marte, de la conquista del planeta. Pero no eran sino palabras vacías; los hombres estaban obligados a rodearse de aire terrestre, a comer alimentos terrestres, a temer hasta la perforación de un alfiler en la pared aislante que los separaba de todo lo que era marciano. Ellos, allá, eran extraños, y vivían gracias al vuelo de los cohetes de carga, aquel delgado cordón umbilical de una longitud de millones de kilómetros que atravesaba el espacio.
Eran extraños en un mundo extraño; y era difícil habituarse.
Y más difícil le resultaba a Top, el perro pastor de Ognev, que se lo había llevado consigo «con el fin de estudiar el efecto de las condiciones marcianas sobre los animales».
El perro, ridículo dentro de su escafandra, con la cabeza baja, se acurrucaba temeroso a los pies de su amo. Hacía tiempo que había perdido su vivacidad. En los primeros días, su garganta se estremecía con un ulular continuo, luego, se había resignado y se había quedado silencioso. Cuando su mirada triste cruzaba la de Ognev, parecía querer decir: Aquí estamos mal, dueño, vámonos.
Ognev estaba irritado por el silencio de Sergioghin, que caminaba a su lado. Podríamos distraernos charlando..., pensaba.
Naturalmente, la desgracia del cohete no representaba una catástrofe. Además, para Sergioghin no significaba nada; era un geólogo acostumbrado a tratar con piedras. En cambio, Ognev debía pensar en ampliar la estación hidropónica, en ahorrar cada gramo en cada cosa, en romperse la cabeza para dar variedad a las comidas a base de clorella, en mantener libres de sales los tubos del sistema de depuración... y había perdido con el cohete los tubos poliácidos sobre cuyas paredes no deja sales el agua obtenida de la atmósfera de Marte. Y también las piezas de recambio para el vehículo oruga.
¡Diablos!, su heroico trabajo de explorador recordaba demasiado la tarea del encargado de una finca. Tubos, limpieza, reparaciones... Y, sin embargo, él era un científico... ¡maldita sea!
Le molestaba la continua dependencia de todas aquellas tonterías. ¡Al menos empleaba la cuarta parte de todo su trabajo solamente en mantener intacta la misma pared aislante que tanto le molestaba! A veces, y no le era fácil liberarse de aquella idea fija, le parecía que las minúsculas habitaciones herméticas de la Estación eran una especie de prisión. Y hasta las escafandras no eran otra cosa que celdas, solo que se movían...
—¿Cuándo repararemos el vehículo oruga? —le preguntó, como a propósito, Sergioghin—. Ya me he cansado de andar a pie.
A Ognev le hubiera gustado responder con una palabrota.
Pero no tuvo tiempo de responder. De pronto, Top se agitó, erizándosele el pelo, y del interior del casco surgió un gruñido sordo.
—¿Qué pasa, Top?
Antes de acabar de pronunciar la pregunta, ya tuvo Ognev la respuesta. De detrás de una roca había surgido un rechoncho schmek, evidentemente en busca de comida. Sus patas de araña se movían silenciosamente y tan rápidas como ruedas, y al momento se halló a una distancia peligrosa. De sus ojos córneos surgía una luz de color rosado.
Top se le lanzó encima. Los tubos de aire saltaban sobre la espalda del perro.
—¡Atrás, Top! —gritó Ognev, sacando la pistola.
El ataque del schmek no tenía nada de peligroso: era posible convertirlo en polvo de un puñetazo. Pero Top se lo encontraba por primera vez, y siguiendo su instinto se lanzó a la defensa de su amo.
—¡Atrás, Top! —gritaron Sergioghin y Ognev. Era imposible disparar a causa del perro.
Una garra del schmek cayó silbando sobre el animal. Un momento después, Top chocaba de cuerpo contra el adversario, y el animal marciano se derrumbó, convertido en polvo.
Sergioghin fue el primero en llegar al perro.
—No hay nada que hacer —dijo con voz apagada.
La garra del schmek, cortante como una navaja de barbero, había rozado apenas el cuello del casco, y este se había desprendido, seccionado del traje. Top yacía de flanco; de su boca caía una baba.
Ognev trató en vano de recomponerle el casco. Top estaba respirando el aire exterior, en el que había bastante oxígeno, pero que también contenía óxidos de nitrógeno, que lo matarían inexorablemente aunque no de inmediato.
De improviso, el perro tuvo un sobresalto y comenzó a moverse convulsamente. Parecía como si Top buscase algo entre las piedras y la arena.
Ognev trató de tragar el nudo que tenía en la garganta: no podía hacer nada.
El perro se abatió sobre una planta marciana, arrancando con los dientes la parte carnosa.
Es el instinto —dijo Sergioghin—. Ahora Top no es mas que un animal enloquecido, pero recuerda que a veces las plantas salvan de la muerte. Pero eso es en la Tierra.
Los ojos de Top se cerraron. Tan solo un ligero temblor demostraba aún en él la presencia de la vida.
—¡Es cruel, demasiado cruel! —gritó Ognev.
Fue como si el grito del amo hubiera despertado al perro. Los músculos de sus patas se agitaron, y el animal abrió los ojos y alzó la cabeza.
Sergioghin y Ognev se quedaron atónitos...
Top ya se ponía de pie sobre unas vacilantes patas. Respiraba, cada vez más profunda y sonoramente, el aire marciano.
Los hombres permanecieron largo tiempo inmóviles, contemplando el milagro, en el temor de que se desvaneciese la luminosa esperanza. Pero Top continuaba con vida y hasta se movía con normalidad.
—Es el veneno —dijo Sergioghin—, el veneno de las plantas lo que lo ha salvado. Tú eres biólogo, deberías saberlo mejor que yo.
—¡Eso es algo que todos sabemos! Un veneno puede ser neutralizado con otro veneno...
—¡Ah, lo sabemos todos! —comentó Sergioghin sin ocultar su ironía—. Y entonces, ¿por qué nadie ha probado a respirar el aire de Marte alimentándose al mismo tiempo de comida marciana? ¿Por qué se ha necesitado del instinto de un perro para abrir una puerta que se creía cerrada? ¿No lo sabes?... Vámonos, Top, perro maravilloso.
Top miró inquisitivamente a su amo.
Pero Ognev no se dio cuenta de aquella mirada. Estaba tratando de ordenar sus pensamientos. Y eran pensamientos amargos.
© 1970, Mezhkniga
Traducción de S. Castro