EVOCACIÓN
BORIS VIAN
Boris Vian puede calificarse, en Francia, como el equivalente a un Lovecraft en los Estados Unidos. Como él, la fama no le ha llegado hasta después de su muerte, y sus obras son exhumadas hoy en ediciones multitudinarias en medio del fervor popular. Como Lovecraft, Vian ha recreado en toda su obra un intenso ambiente fantástico de un orden surrealista, casi onírico, en el que la originalidad de la temática solamente es superada por la riqueza en el lenguaje. Obras como La espuma de los días o La hierba roja (editadas ambas por Pomaire) constituyen verdaderos hitos dentro de la historia de la literatura fantástica. Como este relato, en el que, a través de la simple historia de un suicidio, el genio de Vian nos ofrece todo un universo interior lleno de una amarga poesía, que evidencia, más que cualquiera de sus otras obras, toda la intensa personalidad introspectiva de su autor.
ilustrado por JORDI PARIS
I
Hacía buen tiempo. Atravesó la calle Treinta y Uno, recorrió dos manzanas, pasó el almacén rojo y, veinte metros más lejos, penetró en la planta baja del Empire State por una puerta secundaria. Tomó el ascensor directo hasta el piso ciento diez y terminó el ascenso a pie por medio de la escala de hierro exterior, esto le daría tiempo para reflexionar un poco.
Tenía que cuidarse de saltar bien lejos para no ser empujado contra la fachada por el viento. De todas maneras, si no saltaba muy lejos, podría aprovechar para, al pasar, echar una mirada en el interior de las habitaciones, lo cual es muy divertido. A partir del piso ochenta, el tiempo bastante para tomar un buen impulso.
Sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos, vació el tabaco de uno y lanzó el fino papel. El viento era el adecuado, corría a lo largo de la fachada. Su cuerpo se desviaría, a lo más, un par de metros. Saltó.
El aire cantó en sus oídos y recordó la taberna cerca de Long Island, en el lugar donde la carretera daba un giro cerca de una mansión de estilo virginal. Bebía un petruscola con Winnie en el momento en que entró el niño, con las ropas colgando un tanto alrededor de su pequeño cuerpo musculoso, cabellos color paja y ojos claros. Curtido, sano, no muy atrevido. Se había sentado ante un helado más alto que él y se lo había comido. Finalmente, había salido de su vaso un pájaro de los que es raro encontrar por aquellos lugares, un pájaro amarillo con una gran pico en bolsa, ojos rojos rodeados de negro y las plumas de las alas más oscuras que las del resto del cuerpo.
Recordó las patas del pájaro, anilladas de amarillo y marrón. Todo el mundo en la taberna había dado dinero para el ataúd del niño. Un niño hermoso. Pero se acercaba al piso ochenta y abrió los ojos.
Todas las ventanas estaban abiertas en aquel día de verano, el sol iluminaba de pleno la maleta abierta, el armario abierto, los montones de ropa que se disponían a transmitir del segundo a la primera. Una partida: los muebles brillaban. En esta temporada, la gente se iba de la ciudad. Sobre la playa de Sacramento, Winnie, en traje de baño negro, mordía un limón dulce. En el horizonte se aproximó un pequeño yate a vela, se destacaba de los otros por su blancura resplandeciente. Se comenzaba a escuchar la música del bar del hotel. Winnie no quería bailar, esperaba a broncearse totalmente. Su espalda brillaba, húmeda de aceite, bajo el sol, le gustaba ver su cuello descubierto. Habitualmente se dejaba caer los cabellos sobre la espalda. Su cuello era muy duro. Sus dedos recordaban la sensación de los finos cabellos que no se cortan jamás, finos como los pelos del interior de las orejas de un gato. Cuando se frotan lentamente los cabellos de uno mismo detrás de las orejas de uno mismo, se oye en el interior de la cabeza el ruido de las olas sobre guijarros que aún no se han convertido en arena. A Winnie le gustaba que se le apretase el cuello entre el pulgar y el índice por detrás. Alzaba la cabeza, arrugando la piel de sus hombros, y los músculos de sus nalgas y caderas se endurecían. El pequeño yate blanco se seguía acercando, luego abandonó la superficie del mar, subió en suave ascenso hasta el cielo y desapareció tras una nube que tenía idéntico color.
El piso setentavo zumbaba en conversaciones en sillones de cuero. El humo de los cigarrillos lo rodeó con un olor complejo. La oficina del padre de Winnie olía de igual forma. Por tanto, no le dejaría decir ni palabra. Su hijo no era uno de esos muchachos que van a bailar por las noches en lugar de frecuentar los clubs del Y.M.C.A. Su hijo trabajaba, había terminado sus estudios de ingeniero y en aquel momento iba a empezar a trabajar de ajustador, y lo haría pasar por todos los talleres para que aprendiese a fondo su trabajo, y pudiera comprender y mandar al personal. Winnie, desgraciadamente, un padre no puede ocuparse como desearía de la educación de su hija, y su madre era demasiado joven, pero no es una razón el que a ella le guste el flirt como a todas las muchachas de su edad para que... ¿Tiene dinero? Ya viven juntos... Me es igual, eso ya ha durado demasiado. Por suerte, la ley americana castiga ese tipo de cosas, y a Dios gracias tengo los suficientes apoyos políticos como para poner fin a ... Comprenda, ¡no sé de dónde sale usted...!
El humo de su cigarro dejado en el cenicero subía mientras hablaba, y tomaba en el aire formas caprichosas. Se acercaba a su cuello, lo rodeaba, lo apretaba, y el padre de Winnie no parecía verlo; y cuando la figura amoratada tocó el cristal de la gran escribanía, huyó puesto que seguramente lo acusarían de haberlo matado. Y he aquí que ahora descendía; el piso sesenta no ofrecía nada interesante a la vista... una habitación de bebé, crema y rosa. Cuando su madre lo castigaba, era allí donde se refugiaba, entreabría la puerta del armario y se deslizaba en el interior de los vestidos. Una vieja caja de chocolate metálica le servía para ocultar sus tesoros. Se acordaba de su color naranja y negro, con un cerdo naranja que bailaba tocando la flauta. En el armario se estaba bien, excepto arriba, entre los trajes colgados; no sabía lo que podía vivir en esta oscuridad, pero al menor signo bastaba con empujar la puerta. Se acordaba de una bola de vidrio en la caja, una bola con tres espirales naranja y tres espirales azules alternadas, del resto ya no se acordaba más. Una vez estaba muy enfadado, y había desgarrado un traje de su madre, ella los ponía en su cuarto porque tenía ya demasiados en su armario, y jamás se lo había podido volver a poner. Winnie se reía tanto, el primer día que salieron a bailar juntos, porque él había creído que su vestido se había desgarrado. Era un vestido abierto desde la rodilla hasta el tobillo y solo por el lado izquierdo. Cada vez que alzaba aquella pierna, la cabeza de los otros tipos se giraba para seguir el movimiento. Como habitualmente, la venían a invitar todas las veces que él se dirigía al mostrador para buscarle un vaso de algo fuerte, y la última vez su pantalón había empezado a encogerse hasta evaporarse, y se encontró con las piernas desnudas y en calzoncillos, con su smoking corto y la risa atroz de todas aquellas gentes, y se había hundido en la pared para ir a buscar su coche. Y tan sólo Winnie no se había reído.
En el piso cincuenta, la mano de la mujer de uñas pintadas reposaba sobre el cuello de la americana de espalda gris y su cabeza se inclinaba a la derecha sobre el brazo blanco que terminaba en la mano. Era marrón, no se le veía nada del cuerpo, disimulado por el del hombre, nada más que una línea de color, el vestido estampado de seda, claro sobre fondo azul. La mano crispada contrastaba con el abandono de la cabeza, de la masa de los cabellos desparramados sobre el brazo torneado.
Cuarenta. Dos hombres de pie ante una mesa de despacho. Tras ella otro, lo veía de espaldas, sentado. Los tres estaban vestidos de sarga azul, con camisas blancas, eran robustos, enraizados en la moqueta beige, salidos del suelo ante aquel escritorio de caoba, tan diferentes como ante una puerta cerrada... la suya... Tal vez lo esperaban en aquel momento, los veía subir por el ascensor, dos hombres vestidos de sarga azul, cubiertos con fieltro negro, indiferentes, tal vez con un cigarrillo en los labios. Golpearían y él, en el baño, dejaría el vaso y la botella, derramaría, nervioso, el vaso sobre la mesita... y se diría que no era posible, que aún no saben... es que le habían visto... y volvería a la habitación sin saber qué hacer, si abrir a los hombres de traje oscuro que estaban detrás de la puerta o tratar de irse... y daba vueltas a la mesa y veía de golpe que era inútil irse, quedaba Winnie sobre todas las paredes, sobre los muebles, seguramente lo entenderían; había una gran foto en el marco de plata encima de la radio, Winnie, los cabellos lacios, una sonrisa en los ojos: su labio inferior era un poco más grueso que el otro, tenía los labios carnosos, abultados y lisos, los humedecía con el dorso de su lengua puntiaguda antes de ser fotografiada para dar el destello brillante de las fotos de las artistas; se maquillaba, pasaba carmín sobre el labio superior, mucho color, cuidadosamente, sin tocar el labio, y luego cerraba la boca hundiéndola un poco y el labio superior se calcaba sobre el otro, su boca recién pintada como una baya de acebo, y sus labios se igualaban el uno con el otro, completándose perfectamente, uno sentía al mismo tiempo deseo por sus labios y miedo de estropear su superficie. Contentarse en este momento con besos ligeros, una espuma de besos apenas rozados, saborear a continuación el gusto fugitivo y delicado del carmín perfumado. Después de todo era la hora de levantarse, la besaría de nuevo más tarde; los dos hombres que le esperaban en la puerta... y por la ventana del treintavo vio sobre la mesa una estatuilla de un caballo, un pequeño y hermoso caballo blanco de yeso sobre un pedestal, tan blanco que parecía desnudo. Un caballo blanco. El prefería el Paul Jones. Lo sentía batir sordamente en el hueco de su vientre, enviar sus ondas benefactoras, justo el tiempo de vaciar la botella antes de escapar por la otra escalera. Los dos tipos, de hecho, ¿habían venido aquellos dos tipos?, debían esperarlo ante la puerta. Él, bien repleto de Paul Jones... qué buen chiste. ¿Llamada? Quizá fuera la negra que limpiaba la habitación... ¿dos tipos?: que ridícula idea. Los nervios, basta con calmarlos con un poco de alcohol... agradable paseo, llegada al Empire State. Tirarse de lo alto. Pero no perder tiempo. El tiempo es precioso. Winnie había llegado al principio con retraso, tan solo eran besos, caricias sin importancia. Pero al cuarto día esperaba la primera, él había preguntado por qué, con ironía, ella enrojecía, esto tampoco había durado y era él el que se ruborizaba por su respuesta una semana más tarde. ¿Y por qué no continuar así, ella quería casarse con él, él también lo deseaba, pero podrían entenderse sus padres? Seguramente que no, cuando había entrado en la oficina del padre de Winnie... pero la policía no querría creerlo... sería la negra o bien los dos tipos de trajes oscuros, fumando tal vez un cigarrillo, después de haber bebido Caballo Blanco y tirando al aire para asustar a los bueyes, y a continuación atraparlos con un lazo de punta dorada.
Olvidó abrir los ojos en el vigésimo, y se dio cuenta tres pisos más abajo. Había una bandeja sobre una mesa y el humo se escapaba verticalmente de la válvula de la cafetera; entonces se detuvo, se arregló, porque su americana estaba vuelta al revés y subida por los trescientos metros de caída, y entró por la ventana abierta.
Se dejo caer en un gelatinoso sillón de cuero verde, y esperó.
II
La radio tarareaba en sordina un programa de variedades. La voz contenida y con ricas inflexiones de la mujer lograba renovar un viejo tema. Eran las mismas canciones de antes, y la puerta se abrió. Entró una joven.
No pareció muy sorprendida al verle. Llevaba un simple pijama de seda amarilla, con una bata de la misma seda, abierta por delante. Estaba un poco bronceada, sin maquillar, no era especialmente hermosa, pero estaba muy bien hecha.
Se sentó ante la mesa y se echó café, y luego tomó un pastelillo.
—¿Usted gusta? —propuso.
—Con placer.
Se alzó a medias para tomar la taza llena que le tendía, de ligera porcelana china, mal equilibrada bajo la masa de líquido.
—¿Un pastelillo?
Aceptó, se puso a beber a tragos lentos, masticando las pasas del pastelillo.
—De hecho, ¿de dónde viene usted?
Dejó la taza vacía sobre la bandeja.
—De allá arriba.
Mostraba la ventana con un gesto vago.
—Me ha detenido la cafetera, humeaba.
La muchacha aprobó con un gesto.
Era toda ella amarilla, esta muchacha. Con los ojos también amarillos, unos ojos bien delineados, un poco estirados hacia las sienes, tal vez simplemente por su forma de depilarse las cejas. Probablemente. Boca un poco grande, rostro triangular. Pero una talla maravillosa construida como un dibujo de revista, con los hombros anchos y los senos altos, con unas caderas —para aprovecharse enseguida— y unas piernas largas.
El Paul Jones, pensó. Ella no es realmente así. No existe tal cosa.
—Seguramente no se debe haber aburrido durante todo el tiempo que ha tardado en venir, ¿no es así? —preguntó ella.
—No... he visto un montón de cosas.
—¿Un montón de cosas de qué tipo?
—Recuerdos... —contestó él—. En las habitaciones, por las ventanas abiertas.
—Hace mucho calor, todas las ventanas están abiertas —dijo ella con un suspiro.
—No he mirado más que cada diez pisos, pero no he podido ver el vigésimo. Lo prefiero así.
—Allí hay un pastor... joven, muy alto y muy fuerte... ¿Sabe de lo que le hablo?
—¿Y cómo lo sabe usted?
Ella tardó un tiempo en contestarle. Sus dedos de uñas doradas enrollaban maquinalmente el cinturón de seda de su amplia bata amarilla.
—Hubiera visto —continuó ella—, al pasar por delante de la ventana abierta, una gran cruz de madera oscura sobre la pared del fondo. Encima de su oficina hay una gran Biblia, y su sombrero negro está colgado en un rincón.
—¿Y eso es todo? —preguntó.
—Sin duda habría visto también otra cosa...
Cuando llegaba Navidad, había festejos en la casa de sus abuelos, en el campo. Aparcaban el coche en la cochera al lado del de sus abuelos, un viejo coche confortable y sólido, al lado de dos tractores de orugas erizadas, encostradas de tierra marrón seca y de tallos de hierbas mustias, atrapadas entre las articulaciones de las placas de acero. Para aquellas ocasiones, la abuela hacía siempre pasteles de maíz, pasteles de arroz, todo tipo de pasteles, buñuelos, y había también jarabe dorado, limpio y un poco viscoso, que se derramaba por encima de los pasteles, y animales al horno, pero él se reservaba para los postres. Cantaban juntos ante la chimenea al atardecer.
—Quizá hubiera oído al pastor repetir su coral —dijo ella.
Recordaba bien la tonada.
—No cabe duda —aprobó la muchacha—. Es una música muy conocida. Ni mejor ni peor que las otras. Como el pastor.
—Prefiero que la ventana del vigésimo haya estado cerrada —dijo él.
—Sin embargo, habitualmente...
Se detuvo.
—¿Se ve a un pastor antes de morir? —completó él.
—Oh —dijo la muchacha—, eso no sirve para nada. Yo no lo haría.
—¿Para qué sirven los pastores?
Hacía esta pregunta a media voz, para él mismo; tal vez para hacernos pensar en Dios. Dios no tiene interés más que por los pastores y las personas que tienen miedo de morir, y no por aquellos que tienen miedo de vivir, y no por aquellos que tienen miedo de otros hombres de vestidos oscuros, que llegan a llamar a la puerta de uno y le hacen creer que es la negra o le impiden terminar una botella de Paul Jones empezada. Dios no sirve para nada cuando a quien se tiene miedo es a los hombres.
—Supongo —dijo la muchacha—, que ciertas personas no pueden pasarse sin ellos. En todo caso, son cómodos para las gentes religiosas.
—Debe ser inútil ver a un pastor si se quiere morir voluntariamente —dijo él.
—Nadie quiere morir voluntariamente —concluyó la muchacha—. Siempre hay un vivo y un muerto que le empujan a uno. Es por esto que se tiene necesidad de los muertos y por lo que se los guarda en cajas.
—Eso no es evidente —protestó él.
—¿Es que no lo ve bien claro? —preguntó ella suavemente.
El se hundió algo más profundamente en el sillón verde.
—Me gustaría que me diera otra taza de café —pidió.
Sentía la garganta un poco seca. No tenía ganas de llorar, era algo diferente, pero también con lágrimas.
—¿Querría algo un poco más fuerte? —preguntó la joven amarilla.
—Si. Me gustaría mucho.
Se alzaba, su bata amarilla lucía al sol y entraba en la sombra. Sacó de un bar de nogal una botella de Paul Jones.
—Deténgame —dijo ella.
—¡Alto!
La detuvo con un gesto imperativo. Ella le tendió un vaso.
—¿Y qué es lo que —le preguntó él— miraría usted por las ventanas al descender?
—No tendría necesidad de mirar —dijo la muchacha—, hay lo mismo en cada piso, y vivo en la casa.
—No hay lo mismo en cada piso —protestó él—. He visto habitaciones diferentes cada vez que he abierto los ojos.
—Era el sol que le engañaba.
Y se sentó cerca de él en el sillón de cuero y lo contempló.
—Todos los pisos son iguales —repitió ella.
—¿Hasta abajo es todo lo mismo?
—Hasta abajo.
—¿Quiere decir que, si me hubiera detenido en otro piso, también la hubiera encontrado?
—Sí.
—Pero no era todo igual... había cosas agradables, pero otras abominables... aquí es diferente.
—Era lo mismo. Solo era necesario detenerse.
—Quizá también me engañe el sol en este piso —dijo él.
—No le puede engañar porque yo soy del mismo color que él.
—En este caso —dijo él—, no debería verla...
—No me vería si fuera lisa como una hoja de papel —respondió ella—. Pero...
No terminó su frase y le ofreció una ligera sonrisa. Estaba muy cerca de él y podía oler su perfume, verde sobre sus brazos y su cuerpo, un perfume de praderas y de heno, más malva cerca de los cabellos, más azucarados y más extraños también, menos natural.
Pensaba en Winnie. Winnie era más plana pero la conocía mejor. Hasta la amaba.
—En el fondo, el sol es la vida —concluyó tras un momento.
—¿No es cierto que me parezco al sol, así vestida?
—¿Y si me quedase? —murmuró él.
—¿Aquí? —ella alzó las cejas.
—Aquí.
—No se puede quedar —dijo ella simplemente—. Es demasiado tarde.
Con grandes penas, se arrancó del sillón. Ella puso la mano sobre su brazo.
—Un segundo —dijo.
Sintió el contacto de dos brazos frescos. De cerca, esta vez, vio los ojos dorados, moteados de lucecitas, las mejillas triangulares, los dientes relucientes. Por un segundo gustó la presión tierna de los labios entreabiertos, por un segundo tuvo contra sí todo el cuerpo ataviado de seda resplandeciente, y ya estaba solo, ya se alejaba, ella sonreía desde lejos, un poco triste, se consolaría pronto, se veía ya esto en las comisuras ya alzadas de sus ojos amarillos, abandonaba la habitación, permanecer era imposible, era preciso volver a iniciarlo todo por el principio y, esta vez, no detenerse en el camino. Subió a la cúspide del inmenso edificio, se tiró al vacío, y su cabeza formó una medusa roja sobre el asfalto de la Quinta Avenida.
Título original:
LE RAPPEL
© 1962, Société des Editions Jean-Jacques Pauvert. Reimpreso por concesión de Ed. Pomaire, S. A.
Traducción de J. Gabin