EL VIENTO
SEBASTIÁN MARTÍNEZ
Sebastián Martínez también fue adolescente —aunque tratándolo a veces uno tienda a olvidarlo— y en aquel tiempo creía en que el mundo contenía cosas bellas, tristes a veces, pero bellas. Ahora, su concepción del mundo y de las cosas es muy distinta, como podrán apreciar si leen el editorial de este número. Pero el relato que hoy publicamos, inédito hasta ahora, pertenece aún a aquella lejana época...
Recordar es vivir otra vez.
Ana descansaba en la verde ladera de la montaña. Veía las titilantes estrellas, como si fueran joyas colgando en la oscuridad y los árboles recortados en el débil resplandor del cielo. Allí, lejos, como una monstruosa luciérnaga, brillaba el sucio reflejo de la ciudad. Pensó en la ciudad, lejana y enorme, donde la gente eran como hormigas que corrieran entre inmensas piedras. Y había luces, colores y diversiones. Y también odio, enemistad y perversidad. Recordó una de sus fugaces estancias, caminando a la sombra de edificios inmensos y grises, donde para ver el color del cielo había de levantar la cabeza. Y esto equivalía a tropezar con la gente. Gruñidos y maldiciones. Había de moverse, apartarse y andar sin descanso sobre el tórrido asfalto. Sentíase aplastada por las torres de cemento, asaltada por los ruidos, asfixiada por el calor y perdida en el laberinto de avenidas, calles y callejuelas, donde no existía el viento...
—Te quiero —susurraba el viento.
—¿Cómo?
—Te amo —murmuraba el viento.
—¿Quién es? —gritó Ana, dejando de mirar la ciudad y observando la verde ladera.
—Yo soy el viento. El viento de todos los vientos. Yo soy el viento del norte y del este y el viento del oeste y del sur. El que susurra en la noche y gime en la oscuridad, el que aúlla en el valle y ruge sobre el desierto. Yo soy el viento que grita con diez mil voces en las altas cumbres del mundo. El que agita los árboles y levanta las olas, el que hace vivir y el que hace morir. Yo soy el viento que te ama a ti.
—¡Oh! ¿Cómo puede quererme el viento?
El viento se rió a través de las ramas, por debajo de las flores, entre las rocas de la montaña. Rió moviendo las elevadas nubes y agitando la cristalina superficie de los lagos y arroyos.
—Yo te amo como pueda amar a un colibrí. Te quiero por tu belleza y tu sencillez. Te amo por tu sonrisa y por tu ternura, y tus canciones acariciantes. Me divierte observar como admiras al feroz halcón flotando en mi seno y el incierto vuelo de la mariposa dorada. Me gusta acompañarte en tus paseos por el bosque y ver tus tímidos pasos de gacela por la espesura.
—No eres un mal amigo si no te enfureces. Pero, ¿y los muertos en un tifón? ¿En un ciclón? ¿En un huracán? Y los hogares destruidos. ¿Puedo quererte por ello?
Las doradas hojas que el viento hacía juguetear a sus pies cayeron, y la noche quedó silenciosa y llena de un vacío opresivo. Luego, lejos, en la inmensidad, el ronco retumbar del trueno. Un sonido de tormenta.
—Yo soy el viento del jurásico y del plioceno. El mismo viento que hace millones de años acompañó con estruendo las descargas eléctricas y los rayos que iniciaron la vida. ¿Y qué es una vida o un millar? ¿Qué representan de aquí a cien mil años? Polvo y cenizas, pues el fénix no existe.
Ana permaneció silenciosa pensando en la existencia del viento. Para él los siglos eran como gotas de agua cayendo en la vacía eternidad. Un mundo bajo su dominio, viendo nacer a la humanidad y viéndola crecer. Agitando el polvo de las civilizaciones igual que removía las nieblas en los hondos valles y la bruma en las altas montañas.
—¿En qué piensas? —preguntó el viento.
—En ti —dijo Ana, levantándose y caminando hacia su casa.
El viento la siguió haciendo ondular la hierba, doblando las flores sobre sus tallos y despertando a las mariposas. Las luciérnagas brillaron a su paso y los grillos acallaron su monótona serenata.
Ana se detuvo en el jardín de su casa y sonrió en la oscuridad, a las estrellas, a las nubes, a los árboles, al viento. Y el viento hizo parpadear las estrellas y movió las nubes y agitó los árboles, susurrante, susurrante. Te quiero, te amo, decían las secas y doradas hojas cayendo sobre el camino y sobre la verde hierba.
Ana entró en su casa lentamente y cerró la puerta. Su madre estaba escuchando la radio y bordando. Frente a ella su padre se hallaba sumergido en la lectura de un libro.
—¡Ana, hija mía! Vete a dormir que es tarde —dijo su madre al verla aparecer.
—Sí, madre.
—¿Te ocurre algo, niña?
—Oh, no, nada —dijo besando a su madre—. Buenas noches.
Subió a su dormitorio y abrió la ventana. El viento entró con un suspiro y trajo consigo el olor de los pinos del bosque y la madreselva, el olor de las violetas y la menta.
—Hasta mañana —dijo Ana.
—Hasta mañana —murmuró el viento.
Ana salió del limpio y transparente remanso formado por el río en la pequeña hondonada. Se detuvo un instante bajo la pequeña cascada que truncaba el curso del arroyo y avanzó entre altos juncos, bajo el ardiente sol y el azul del cielo. Corrió cuando el viento la salpicó con cristalinas gotas de agua y se tendió sobre la verde hierba del prado. Y mientras los pájaros se detenían a beber en los pequeños charcos, junto a su desnudo cuerpo, el viento agitaba sus dorados cabellos y acariciaba sus mejillas y los vértices de fuego de sus cálidos senos y susurraba en sus oídos.
Y por la noche Ana bailaba y giraba en la pradera con el viento, bajo la mirada y la luz de las estrellas. Corría con los brazos abiertos y el viento se deslizaba y hacíala parecer que tenía alas y flotaba en la inmensidad del cielo. Descansaba escuchando el rumor del arroyo, a la luz de la luna, y el viento movía las agujas de pino como si fueran diez mil lanzas de plata.
Hoy el viento llevaba el olor de velas de cumpleaños. Velas que habían ardido y chisporroteado un breve instante en la oscuridad del cuarto, reflejándose en los ojos color de miel de Ana, mientras hinchaba sus sonrosadas mejillas y soplaba delicadamente sobre diecisiete velas marfileñas. Con un suave murmullo el viento apagó la única que había quedado encendida.
Alguien oprimió un interruptor y la sala se llenó de luz y colores. La familia y los amigos se hallaban congregados y miraban a Ana y ella sonreía con todos y el viento agitaba levemente las flores que llenaban la habitación. Las felicitaciones llovían llenas de presente y futuro y las palabras iban acompañadas de dicha y deseos. La música vibró en el aire, en oleadas y torbellinos, como un millar de pájaros cantando su libertad, y Ana bailó, bailó con su padre, sus tíos, sus primos, sus amigos. Una y otra vez giró con la música, las canciones, el susurro del viento.
Luego, en la noche, la despedida y la visita a la ciudad. La ciudad con sus luces y sus ventanas que llenaban los muros, grises y rojos, blancos y amarillentos. Aquí un pequeño jardín, allá una diminuta fuente. Y las palomas volando sobre las plazas y las avenidas y las calles y callejuelas donde no existía el viento.
Una luz, verde, amarillo, rojo. Alto, siga. Y las ruedas giraban en sus aceitados ejes, rodando y avanzando sobre el negro asfalto. A la izquierda, a la derecha. Cuidado, atención. Y el camión rojo y amarillo que descendía a su lado se tambaleó y se desvió. Un impacto y chirridos de metal destrozándose, mientras el coche giraba como un juguete bajo el cielo nocturno y las ruedas aún rodaban trágicamente en el vacío. Una explosión y las llamas saltaron en un chorro de oro líquido, incrustado de rubíes y granates, ocultando el suelo con centellas horizontales, elevándose en chispas infernales.
Una sirena y voces de policía. Y una siniestra multitud que se concentraba mirando el holocausto de fuego...
Los pétalos de rosas y claveles llovían sobre la blanca tumba, bajo un cielo triste y plomizo. Y el viento ululaba, gemía, imploraba.
—Yo soy el viento. El viento de todos los vientos. Yo soy el viento del norte y del este y el viento del oeste y del sur. El viento que en las altas cumbres del mundo grita con diez mil voces su soledad. Yo soy el viento que llora por ti.
© 1970, Sebastián Martínez y Ediciones Dronte