LOS AGUJEROS DE LA MÁSCARA
CLÁSICO
JEAN LORRAIN
Espíritu brillante, un poco superficial y muy pesimista, Jean Lorrain es uno más dentro de esa pléyade de autores famosos de finales del siglo pasado, olvidados totalmente en el actual. Sin embargo, sus novelas, a menudo bañadas por el erotismo, y sus cuentos macabros, no sólo han superado el paso de los años, sino que adquieren hoy día un fulgor nuevo.
ilustrado por ADRIÁN PUIG
—Lo queréis ver —me había dicho mi amigo de Jakels—; sea, procuraos un dominó y un antifaz, un dominó bastante elegante de satén negro, calzaos con escarpines y, por esta vez, poneos medias de seda negra y esperadme en vuestra casa el martes a las diez y media; iré a buscaros.
Al martes siguiente, envuelto en los rumorosos pliegues de una larga muceta, con una máscara de terciopelo y satén sujeta tras las orejas, esperaba a mi amigo de Jakels en mi piso de soltero de la rue Taitbout, mientras me calentaba los pies, a la vez irritados y congelados por el contacto poco habitual de la seda, a las brasas del hogar. Del exterior me llegaban los sonidos de trompetas de cartón y el griterío de una noche de carnaval.
Reflexionando, me decía que esta espera solitaria de una figura enmascarada estirada en un sillón era bastante extraña y aun inquietante, en el claroscuro de aquel principal repleto de chucherías, recargado de tapicerías y en cuyos espejos colgados de las paredes se reflejaba la alta llama de una lámpara de petróleo y el parpadeo de dos largas velas blancas, muy esbeltas, como funerarias, mientras aguardaba a de Jakels, que no acababa de llegar. Los gritos de los enmascarados, estallando a lo lejos, agravaban todavía más la hostilidad del silencio; las dos bujías ardían con llamas tan rectas que acabaron por ponerme nervioso y, molesto repentinamente con aquellas tres luces, me alcé para ir a apagar una.
En ese momento se abrió una de las puertas y entró de Jakels.
¿De Jakels? No había oído ni llamar ni abrir. ¿Cómo se había introducido en mi departamento? Luego lo he pensado a menudo, pero el caso es que allí estaba, frente a mí. ¿De Jakels? En realidad un largo dominó, una gran figura velada y enmascarada como la mía.
—¿Estáis dispuesto? —interrogaba su voz, que no reconocí por lo alterada que sonaba—. Mi carruaje está ahí, vamos a partir.
No había oído ni rodar ni detenerse su carruaje bajo mis ventanas. ¿En qué pesadilla, en qué sombra y en qué misterio había comenzado a introducirme?
—Es que vuestro capuchón os tapa las orejas; no estáis habituado a la máscara —pensaba en voz alta de Jakels, que había penetrado en mi silencio. Aquella noche también era adivino y, alzando mi dominó, se aseguró de la calidad de mis medias de seda y de mi diminuto calzado.
Este gesto me daba seguridad: confirmaba que era de Jakels y no otro el que me hablaba desde ese dominó. Otro no se hubiera preocupado por asegurarse de que me había atenido a la recomendación hecha, hacía una semana, por de Jakels.
—¡Atención! Partimos —ordenó su voz. Y en un crujir de seda y satén rozados, nos sumergimos en el corredor que daba a la puerta cochera, semejante según me parecía a dos enormes murciélagos en el revuelo de nuestras mucetas alzadas por sobre nuestros dominós.
¿De donde llegaba aquel viento, ese soplo de lo desconocido? La temperatura de aquella noche de martes de Carnaval era, al mismo tiempo, húmeda y tibia.
¿A dónde íbamos ahora, apilados en la sombra de aquel fiacre extraordinario silencioso, cuyas ruedas, tanto como los cascos del caballo, no despertaban ningún ruido en el pavimento de madera de las calles ni en el asfalto de las avenidas desiertas?
¿A dónde nos dirigíamos a lo largo de aquellos malecones y ribazos desconocidos, apenas iluminados aquí y allá por la linterna de algún antiguo fanal? Desde hacía ya tiempo habíamos perdido de vista la fantástica silueta de Notre-Dame, que se había perfilado al otro lado del río contra un cielo plomizo. Quai Saint-Michel, quai de la Tournelle, hasta quai de Bercy; estábamos ya lejos de la Opera, de las rues Drouot, Le Pelletier y del centro. Ni siquiera íbamos a Bullier, donde tienen su morada los vicios más deshonrosos, y donde, evadiéndose bajo la máscara, se agitan casi demoníacas y clínicamente voceadas las noches de martes de Carnaval. Y mi compañero seguía callado.
Al borde de este Sena taciturno y pálido, bajo las arcadas de unos puentes cada vez más escasos, a lo largo de aquellos malecones plantados con grandes árboles descarnados cuyas ramas se alzaban contra el cielo lívido como dedos de muertos, me sumergía un miedo irrazonable, un miedo incrementado por el silencio inexplicable de de Jakels; llegué a dudar de su presencia y a creerme al lado de un desconocido. La mano de mi compañero había tomado la mía y, aunque fofa y sin fuerzas, la aprisionaba en un cepo que me hacía daño en los dedos... Esta mano potente y voluntariosa me clavaba las palabras en la garganta, y sentía como bajo su apretón se fundía en mí toda veleidad de rebelión. Rodábamos ahora fuera de las murallas, por unas grandes rutas bordeadas por setos y tristes fachadas de alojamientos de tratantes en vinos, pequeñas ventas de camino cerradas desde hacía tiempo; corríamos bajo la Luna que acababa al fin de traspasar un montón flotante de nubes, y que parecía desparramar sobre este paisaje suburbano una capa crujiente de sal; en ese momento me pareció que los cascos del caballo resonaban sobre el pavimento de la carretera, y que las ruedas del carruaje, dejando de ser fantasmas, gritaban sobre las piedrecillas y guijarros del camino.
—¡Es allá! —murmuró la voz de mi compañero—. Hemos llegado, podemos descender.
Y, como yo susurrara un tímido:
—¿Dónde estamos?
—Barrière d’Italie, extramuros. Hemos tomado el camino más largo, pero el más seguro. Mañana por la mañana regresaremos por otro distinto.
Los caballos se detenían y de Jakels me soltaba para abrir la puerta y tenderme la mano.
Una gran sala muy alta, con las paredes blanqueadas con cal, las contraventanas herméticamente cerradas en el interior, y a todo su largo, mesas con cubiletes de hierro retenidos por cadenas. Al fondo, en una elevación a la que se subía por tres escalones, estaba el mostrador de zinc, repleto de botellas de licores y otras con las coloreadas etiquetas de los legendarios tratantes de vinos; allí dentro, el gas silbaba alto y claro. En fin, era como el interior de una taberna de buen tono, aunque algo más espaciosa y más cuidada.
—Sobre todo, ni una palabra. No habléis con nadie, ni siquiera respondáis si os interrogan. Verían que no sois de los suyos, y podríamos pasar un mal rato. A mí me conocen. Y de Jakels me empujaba al interior de la sala.
Algunos enmascarados, desparramados, bebían. A nuestra entrada, el dueño del establecimiento se alzó y, pesadamente, arrastrando los pies, se puso frente a nosotros como cerrándonos el paso. Sin decir palabra, de Jakels levantó los bajos de nuestros dominós para mostrar nuestros pies enfundados en elegantes escarpines. Sin duda ese era el «ábrete sésamo» de aquel extraño establecimiento. El patrón regresaba cansadamente a su mostrador y, cosa extraña, me di cuenta entonces de que él también estaba enmascarado, pero con una máscara de cartón burlescamente pintada, imitando un rostro humano.
Los dos mozos, dos colosos en mangas de camisa que dejaban ver sus biceps de luchadores, circulaban en silencio, también invisibles tras idénticas máscaras monstruosas.
Los raros individuos disfrazados que bebían alrededor de las mesas estaban enmascarados con terciopelo y satén. Exceptuando a un enorme coracero vestido de uniforme, especie de bruto de pesada mandíbula y mostacho leonado, sentado cerca de dos elegantes dominós de seda malva y que bebía a cara descubierta, con sus ojos azules ya vagos, ninguno de aquellos seres tenía rostro. En un rincón, dos figuras vestidas con enormes blusones, sombreros de encaje y máscaras de satén negro intrigaban por su apariencia sospechosa, pues sus blusas eran de una seda azul pálido y por los bajos de sus pantalones demasiado nuevos surgían unos estrechos pies de mujer, enfundados en seda y calzados con escarpines; y hubiera seguido contemplando el espectáculo, como hipnotizado, si de Jakels no me hubiera arrastrado hasta el fondo de la sala, hacia una puerta vidriera cubierta por una cortina roja.
«Entrada al Baile», se leía en caracteres dibujados sobre la puerta. Un guardia municipal hacía de centinela al lado de ella. Al menos, esto era una garantía; pero al pasar y rozar su mano, me di cuenta que era de cera, de cera como su cuerpo de mostachos postizos, y tuve la horrible convicción de que el único ser cuya presencia en aquel lugar de misterio me hubiese aliviado, no era sino un maniquí.
¿Cuántas horas hacía que erraba solo en medio de aquellas máscaras silenciosas, en aquel recinto abovedado como una iglesia? Pues era en efecto una iglesia, una iglesia abandonada y deshabitada, el edificio en que se hallaba aquella amplia sala con ventanas ojivales, casi todas ellas medio enmuradas por ladrillos colocados entre sus columnitas coronadas por las flores esculpidas de los capiteles.
Extraño baile en el que no se danzaba y en el que no había orquesta. De Jakels había desaparecido, me hallaba solo, abandonado en medio de esa multitud desconocida. Un antiguo candelabro de hierro forjado ardía alto y claro, suspendido de la bóveda, iluminando las losas polvorientas, de las cuales algunas, cubiertas de inscripciones, tal vez ocultaban tumbas. Al fondo, en el lugar en que posiblemente debía haber reinado el altar, abrevaderos y pesebres se apoyaban contra el muro, mientras que en los rincones habían montones de arneses y riendas abandonadas: la sala de baile era una cuadra. Aquí y allá, grandes espejos de peluquero enmarcados con papel dorado se enviaban unos a otros el silencioso paseo de los enmascarados. Pero dejaron de hacerlo, ya que todos ellos se habían sentado, en inmóviles hileras a ambos lados de la antigua iglesia, hundidos hasta las espaldas en los antiguos sitiales del coro.
Estaban allá, mudos, sin hacer un gesto, como refugiados en el misterio bajo grandes cogullas de paño plateado, de un plateado mate de reflejos mortecinos. Pues ya no habían ni dominós, ni blusas de seda azul, ni Pierrots, ni Colombinas, ni disfraces grotescos, sino que todas las máscaras eran semejantes, todas hechas con la misma tela verde, de un verde pálido con grandes mangas negras, y todos estaban cubiertos con capuchas verde oscuro y, en la parte vacía del capuchón, dos agujeros para los ojos en su cogulla de plata.
Se hubiera dicho que eran los rostros yesosos de los leprosos de los antiguos lazaretos, y sus manos enguantadas de negro erigían un largo tallo de lis negro de pálidas hojas, y sus capuchones, como el del Dante, estaban coronados por lirios negros. Y todas aquellas cogullas estaban calladas en una inmovilidad de espectros y, por encima de sus coronas fúnebres, la ojiva de las ventanas, destacándose en tono claro sobre el cielo sin luna, les cubría las cabezas con mitras trasparentes.
Sentía como mi razón se hundía en el espanto; lo sobrenatural me envolvía. ¡Esta rigidez, el silencio de todos aquellos enmascarados! ¿Quiénes eran? ¡Un minuto de incertidumbre más y caería en la locura! Ya no lo soportaba más y, habiéndome adelantado hacia uno de los enmascarados, con una mano crispada por la angustia, le alcé bruscamente la cogulla.
¡Horror! No había nada, nada. Mis ojos desorbitados no encontraron mas que el hueco del capuchón: la túnica, la muceta, estaban vacías. Aquel ser vivo no era sino sombra y nada.
Loco de terror, arranqué la cogulla del enmascarado sentado en el sitial contiguo: el capuchón de terciopelo verde estaba vacío, como vacíos estaban los de sus vecinos sentados a lo largo de las paredes. Todos tenían rostro de sombras, todos estaban hechos de nada.
Y el gas ardía más fuerte, casi silbando, en la alta sala; por lo vidrios rotos de las ojivas brillaba ahora el claro de luna, casi cegadoramente. Entonces me asaltó, en medio de todos aquellos seres vacíos de vana apariencia de espectros, un temor; una duda terrible que me constreñía el corazón ante todas aquellas máscaras vacías.
¿Y si yo también fuera semejante a ellos? ¿Y si yo también hubiera dejado de existir y bajo mi máscara no hubiera nada, nada más que la nada? Me precipité hacia uno de los espejos. Un ser de pesadilla se alzaba frente a mí, encapuchado de verde oscuro, coronado por lirios negros, enmascarado de plata.
Y esa máscara era yo, porque reconocí mi gesto en la mano que levantaba la cogulla y, temblando de terror, di un grito horrísono, pues no había nada bajo la máscara de tela plateada, nada en el óvalo del capuchón sino el hueco del tejido curvado sobre el vacío. Había muerto y...
—Ya habéis vuelto a beber éter —gruñía en mi oído la voz de de Jakels—. Curiosa forma en que pasar el tiempo mientras me esperabais...
Estaba echado en el suelo en medio de mi habitación, con el cuerpo recostado sobre la alfombra y la cabeza descansando en el sillón, y de Jakels, en traje de gala bajo un hábito de monje, daba órdenes febriles a mi asombrado criado, mientras las dos bujías encendidas, consumidas hasta el fin, hacían estallar sus arandelas y me despertaban... por suerte.
Título original:
LES TROUS DU MASQUE
Traducción de J. Gabin