LA ULTIMA GRACIA DEL DIABLO
JOSÉ CID R.
Nacido en Cartagena (España) en 1919, José Cid R. es ciudadano cubano desde los treinta años. A lo largo de su vida ha escrito numerosos cuentos, algunos de los cuales fueron publicados, ya en su juventud, y otros, más recientemente, en revistas cubanas. De su primer libro de relatos, publicado en La Habana: El Pasajero del Autobús, tomamos este relato de un pacto con el diablo muy poco convencional.
A Rafael Escobar
Enterado el Diablo de que en cierto pueblo vivía un hombre famoso por su sensualidad, decidió visitarlo para darle una recompensa. Era por la noche y, como correspondía a su fama, el pecador se hallaba en casa y cama ajenas, haciendo de las suyas.
Cuando se desvaneció la nube de gases sulfurosos que, a modo de tarjeta de visita, solía usar el Demonio, el Hombre, encolerizado, soltó unas cuantas maldiciones, mientras que la Mujer escapaba del cuarto, asustadísima.
—¿Qué deseas de mí? —preguntó el pecador con acento soberbio—. Bien podías haber elegido otro momento.
—Perdóname —se excusó el recién llegado—. Tenía tantas ganas de conocerte que no pude esperar hasta mañana.
El Hombre lo miró con desconfianza.
—¿Puede saberse la razón de ese gran interés? —preguntó.
—Verás... —dijo el Diablo—. Tu fama de pecador ha llegado hasta mí, y vengo a darte una recompensa. Pídeme tres cosas y serás complacido.
—Ya conoces mis gustos —dijo el Hombre—. Empecemos por la más importante.
—Okey. Firma aquí con tu sangre, y a partir de esta noche dormirás con la joven más hermosa del pueblo.
El hombre miró con recelo el grueso tomo forrado en piel de chivo. Pero la oferta era tan tentadora que, sin pensarlo mucho obedeció.
—Ya está. Y ahora, dime: ¿Quién es esa mujer? ¿Dónde puedo encontrarla?
—Veamos. ¿Qué te parece la esposa del Alcalde?
Los ojos del Hombre brillaron de lujuria.
—¡Linda hembra! —admitió—. ¿Tú crees que ella querrá?
—Despreocúpate de eso. Ve a su casa ahora mismo y dile quién te envía. Yo me encargo del resto.
Varios años después, muy de mañana, el Hombre salía de casa del Alcalde cuando el Diablo, que montaba guardia sobre un alero, transformado en murciélago, recuperó su hermosa figura y le salió al encuentro.
—Cuéntame —le dijo con la cara radiante—. ¿Qué tal te va con la Alcaldesa?
—Nada bien, la verdad. — Y por los ojos del pecador cruzó una sombra de disgusto—. He notado que esa mujer envejece por días. Si sigue así, pronto estará tan flaca y arrugada que ni su propio marido se acostará con ella. Creo que ha llegado el momento de que me hagas el segundo favor.
—Cuenta con él —dijo Satanás cuando supo de qué se trataba—. Tendrás otra linda muchacha y, lo que es más importante para ti, su belleza no sufrirá cambios con el tiempo. Espero que esto te haga dichoso mientras vivas.
Como tenía por costumbre, el Diablo cumplió su palabra.
Durante varios años, su protegido se sintió feliz. Pero un día...
—¿Qué te sucede ahora? —le preguntó el Demonio viendo su aspecto mustio—. ¿Tienes quejas de mí?
—No temas. Todo sigue conforme lo dejaste. Y esto es lo que no aguanto un día más.
—Lo siento. Yo esperaba encontrarte satisfecho y alegre.
—¿Alegre? ¿Crees que alguien puede estarlo viendo la misma boca, los mismos ojos, el mismo cuerpo a todas horas? ¿Soportando la misma sonrisa, la misma mirada, los mismos ademanes un día y otro día? Te juro que ya no lo resisto. Estoy enfermo, loco de aburrimiento. ¡Ayúdame!
En los hermosos ojos del Diablo brilló una candelita de lástima.
—Está bien. Dime lo que deseas; pero piénsalo más que nunca. Recuerda que esta es tu tercera y última oportunidad de ser dichoso.
El Hombre vaciló unos segundos.
—Verás —dijo por fin—. Lo he venido pensando durante mucho tiempo y ya estoy decidido. No quiero más mujeres. Estoy harto.
—¿Entonces —sugirió el Demonio un tanto desconcertado—, prefieres la riqueza... la gloria... el poder?
—Tampoco; no me interesa nada de eso.
El Diablo tragó saliva, se enroscó el rabo en la cintura, se atusó el bigote de puntas eléctricas, y con una mirada de reojo se cercioró de que ambos cuernos seguían firmes sobre su frente. No le gustaba que nadie se burlara de él.
—Acabemos este asunto —dijo—. ¿Qué demonios es lo que quieres?
—Escucha: Deseo que mi mujer regrese a su pasado; que día a día, a partir de esta noche, retroceda en el tiempo, volviendo a lo que fue. ¿Podrías hacerlo?
—Desde luego; pero ¿y tú? ¿Has pensado que la diferencia de edad que ahora os separa iría aumentando con los años, hasta hacerse un abismo? No veo ventaja alguna para ti.
—Te equivocas. Si me concedes esta gracia, ella se volverá más joven y atractiva cada día que pase. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Es la negación de la monotonía, de la hartura y del tedio. Pero, sobre todo, es la realización del sueño más hermoso de mi vida: desposar a una virgen de quince años.
—Lo que pides es demasiado — objetó el Diablo—. Pero estoy dispuesto a concedértelo si aceptas una condición.
—Tú dirás.
—Que te mantengas casto mientras llega ese día.
—Acepto.
Satanás le tendió una mano, sonriendo.
—Te deseo suerte —dijo—. Y ahora me voy. Tengo mucho trabajo.
La gracia prometida por el Diablo se cumplió en la mujer. Día a día, ésta retrocedía en el tiempo, recuperando su juventud y su belleza de tal modo que no tardó en circular por el pueblo el rumor de que tales cambios se debían a encantamientos del demonio.
Temiendo condenarse, la gente empezó a distanciarse del matrimonio, y muy pronto éste no tuvo más remedio que recluirse en su casa como dos apestados. El hombre se vio obligado a trabajar la tierra y atender a las bestias. Pero su deseo de ver realizado aquel sueño era tan grande que aceptó todos los sufrimientos sin quejarse. Pronto, sin embargo, dejó de trabajar y hasta se olvidó de alimentarse. Enflaqueció, y el sueño huyó de sus párpados. Devorado por el deseo se pasaba el día entero mirando a su compañera, comprobando con alegría los cambios maravillosos que el tiempo obraba sobre su cuerpo, y consolándose de su abstinencia con la esperanza de que un día, la Mujer, convertida en doncella, le pertenecería por completo.
De noche, sobre todo, la tortura se le hacía insoportable. Era el momento en que ambos entraban en su cuarto; en que ella, desnuda sobre la cama, le tendía los brazos y lo llamaba dulcemente; la hora, deseada y temida al mismo tiempo, en que sus cuerpos se rozaban, y la sangre le ardía, y se clavaba las uñas en la carne maldiciendo al Diablo.
La agonía de aquella intimidad llegó a hacérsele tan insoportable que un día dejó de acostarse con la Mujer y se fue a dormir al establo. Pero la tibieza de la paja y la cálida proximidad de las bestias excitaban su sensualidad de tal modo, que acabó pasándose las noches sin dormir, caminando a lo largo y ancho de sus tierras como un ánima en pena.
Y así llegó, un buen día, el fin de aquella prueba terrible.
La víspera del día señalado para la boda, el Hombre vagaba, desvelado como siempre, por los alrededores de la casa. Había tenido que vender todos los bienes para comprar el ajuar de la novia, el consentimiento del cura y la licencia del Alcalde. Sin embargo, su miseria no le preocupaba. Con los ojos fijos en el cielo, esperaba la salida del sol. De vez en cuando miraba hacia la ventana iluminada de su propio cuarto, donde dos vecinas bien pagadas vestían a la novia.
Por fin amaneció, y las mujeres, cumplida su tarea, salieron de la casa. El Hombre sonrió y fue en busca de su prometida.
Cuando entró en el cuarto, todavía iluminado, la vio sobre la cama, envuelta en un vestido lujosísimo. Parecía dormir. «Pobrecilla —pensó—. La emoción y la espera la han rendido.» Se inclinó sobre ella y la llamó en voz baja. Como no respondiera, la movió delicadamente hacia sí. Entonces se dio cuenta del cambio.
Bajo el velo de tul y la diadema de diminutos azahares, se destacaba un rostro repulsivo, surcado de arrugas, con la boca desdentada y los ojos lacrimosos y hundidos. Era la cara de una mujer viejísima.
—Buenos días —dijo una voz a sus espaldas.
Sobresaltado, el Hombre se volvió con rapidez y lanzó un grito de sorpresa. Cómodamente arrellanado en un butacón, en el ángulo más oscuro del cuarto, sonriendo apaciblemente, estaba Satanás.
—¡Cómo! ¿Tú aquí? —se admiró el pecador— ¿Puedo saber qué demonios has venido a buscar a mi casa?
—No temas. Tengo un cliente muy cerca y aproveché la ocasión para saludarte.
—¿Y mi mujer? ¿Qué has hecho de ella?
—¿Estás ciego? Mírala ahí, sobre la cama.
—¿De quién hablas? ¿De ese saco de huesos? —la voz del Hombre reflejaba indignación y angustia— ¿Pretendes que ese montón de arrugas es mi esposa?
Paradójicamente, eran los ojos del pecador los que destellaban un fulgor malévolo. Los del Diablo, como siempre, reflejaban dulzura.
—Acércate y mírala bien. ¿No la reconoces?
El Hombre obedeció. Luego, ya convencido, apretó los puños y se volvió hacia su visitante. Pero la mirada de éste lo contuvo. Bajó los brazos y preguntó casi sollozando:
—¿Por qué lo hiciste? ¿Qué motivos te di?
Por primera vez, en los bellos ojos del Diablo no había ternura ni indulgencia. Una expresión de cólera y desprecio los animaba ahora.
—Me firmaste un contrato y te faltó maldad para romperlo —dijo con tono frío—. Durante muchos años tuviste en tu cama a una hermosa mujer que te pedía caricias, y no fuiste capaz de complacerla, aunque tú mismo la deseabas desesperadamente. Por último, has sentido el impulso de golpearme, de matarme, quizás; pero tu espíritu es tan blando que no te atreves ni a insultarme. ¿Y aún quieres que te premie? No, amigo. Me has defraudado por completo. Yo esperaba otra cosa de tu fama.
—¿Entonces...?
—Me marcho. Mi cliente sigue esperándome.
El Hombre estaba al borde de las lágrimas.
—¡Espera! —gritó— No puedes irte así. Debe haber una solución. Piensa en mi sufrimiento de estos años, en la ilusión que puse en este instante. ¡Apiádate de mí!
El pecador se había arrodillado ante su visitante y lloraba.
El diablo se inclinó sobre él. Sus ojos tenían ahora, de nuevo, una expresión de lástima.
—Está bien —dijo—. Voy a complacerte por última vez.
Y poniendo sus hermosas manos sobre la cabeza inclinada del Hombre, lo redujo a un minúsculo montón de cenizas.
Luego, escupió sobre éstas.
© 1969, José Cid R.