Isaac Asimov
por L. Sprague de Camp
En verano de 1939 conocí en la oficina de John W. Campbell a un joven delgado, bien parecido, de estatura mediana, ojos azules, cabellos castaño oscuro y poblado bigote. Campbell me dijo que era uno de sus novísimos autores, Isaac Asimov.
Como yo era algo mayor que él y escribía profesionalmente desde hacía un par de años, podía considerarme como un veterano dando la alternativa a un principiante. Aquella diferencia se desvaneció al cabo de pocos meses, porque Isaac era un escritor de pura sangre y no tardó en demostrarlo. Pronto me superó en cifra de ventas, y desde entonces no he podido alcanzarle.
La siguiente vez que vi a Isaac fue en una reunión de aficionados a la ciencia-ficción, en Nueva York. Cuando llegó el momento de presentarse a sí mismo, dijo: «Soy el peor escritor de ciencia-ficción del mundo». Durante algunos años insistió en aquella actitud de modestia. Al final se hizo tan famoso, lo mismo como autor de ciencia-ficción que como divulgador científico, que aquella actitud resultaba absurda; era como si sir Edmund Hillary se disculpara por ser un flojo escalador.
De todos modos, a medida que pasó el tiempo, mi esposa Catherine y yo llegamos a conocer mejor a Isaac, y este conocimiento nos llevó a considerarle como uno de nuestros preferidos. Nos enteramos de que era natural de la Unión Soviética. Nació cerca de Smolensko en 1920, trasladándose con su familia a los Estados Unidos tres años más tarde; sus padres tenían una confitería en Brooklyn; se licenció en química por la Universidad de Columbia y estaba haciendo su doctorado allí. Se costeaba sus estudios superiores con los ingresos de su trabajo de escritor. Millares de norteamericanos se inscriben en el Censo como «escritores», pero no consiguen ganarse la vida con la pluma aunque dediquen todo su tiempo a escribir. Y ahí teníamos a Isaac, escribiendo únicamente en su tiempo libre…
Su bigote desapareció cuando Isaac contrajo matrimonio (siempre he opinado que fue una lástima), y la guerra hitleriana volvió a reunirnos. Robert Heinlein, Isaac Asimov y yo fuimos destinados a lo que entonces era la Factoría Aeronaval y ahora es la Estación Experimental Aeronaval de los Astilleros de Filadelfia. Allí trabajamos durante tres años y medio, combatiendo al Eje con una regla de cálculo y formularios por quintuplicado. Nuestra tarea consistía en verificar piezas, accesorios y materiales para aviones.
Después de la guerra colgué el uniforme, mientras Isaac conservaba el suyo. El Ejército le retuvo un año más. Algunos no calificarían a Isáac de «soldado nato», y él sería el primero en confesar que no ha nacido para la carrera militar. Pero, lo mismo que Edgar Allan Poe en circunstancias similares, cumplió escrupulosamente. Se licenció con graduación de cabo.
Regresó a Columbia, recibió su doctorado y obtuvo una cátedra en la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston.
Durante algunos años trabajó en investigaciones sobre el cáncer; pero, aunque sigue siendo el «profesor Asimov», renunció gradualmente a su trabajo académico para dedicar más y más tiempo a escribir. Durante la última década, su producción de libros de vulgarización científica y de texto, además de sus relatos, ha sido tan copiosa que he desistido de mi propósito de mantenerme al corriente de ella. Si quisiera leerla toda no me quedaría tiempo para escribir absolutamente nada. Es lamentable que esto nos ocurra con uno de nuestros escritores favoritos. Debo subrayar que, si bien Isaac es hombre muy alegre en la vida privada, sus relatos suelen ser muy serios. Los autores de relatos divertidos, en cambio, suelen ser solemnemente aburridos en la vida privada.
Naturalmente, Catherine y yo hemos llegado a conocer a Isaac lo que se dice a fondo. Por ejemplo, es nuestro el mérito o el demérito de haberle presentado al demonio del ron. Hacia 1941, en nuestro piso de Nueva York, le invitamos a lo que era el primer trago para él. No fue un trago exagerado, ni mucho menos, pero a Isaac le sentó como un tiro: su rostro se congestionó y se llenó de manchas rojizas, y nos dijo que se encontraba muy mal. Después de salir de nuestra casa viajó en Metro arriba y abajo hasta que se sintió lo bastante normal como para regresar a su domicilio. No estaba embriagado, sino que padecía algún tipo de alergia. Hombre prudente, juró no volver a probar el alcohol y se ha mantenido apartado de él desde entonces. De todos modos, una personalidad tan efervescente como la suya no necesita el licor.
Como es lógico, también nos hemos formado una idea de la personalidad de Isaac. No llenaré páginas hablando de lo admirable que es Isaac como amigo; quienes le conocen ya lo saben. Hablarles de cuánto quieren los De Camp a Isaac equivaldría a repetir lo que podrían decir otras muchas personas. Por tanto, hablaré de algunas de sus cualidades menos conocidas.
Para empezar, tiene una fuerte personalidad. Algunas personas pueden ser descritas como moluscos humanos, con una concha exterior de aplomo y de confianza en sí mismas, y un contenido interior de lo más blando. Isaac es todo lo contrario. Debido a su temperamento bromista, a su simpatía y generosidad, aparenta ser presa fácil de quien desee influir en su ánimo o aprovecharse de él. De hecho, algunas personas se han aprovechado de él.
Sin embargo, ése blando exterior oculta una gran reciedumbre de carácter. Cuando decide no permitir que le empujen más allá, ni un elefante le movería. Cuando decide que algo no le gusta, ni con súplicas, ni con sobornos ni con amenazas le inducirían a participar en ello.
Permítanme citar un par de ejemplos. En su mocedad nunca fue partidario de las riñas. Sin que sea exacto decir que presentaba la otra mejilla, solía componérselas muy bien para evitar una pelea. Tampoco era aficionado a los deportes, aunque tenía una poderosa musculatura.
Pero cuando un condiscípulo, tras haber intentado sin éxito provocar a Isaac a base de insultos personales, se permitió aludir a la madre de Isaac en términos despectivos, Isaac se abalanzó sobre él. Su adversario le golpeó aquí, allá y en todas partes, pero fue como si golpeara a la estatua del general Sherman en Central Park: Isaac lo agarró por la garganta y probablemente lo habría estrangulado si unos adultos no se lo hubieran quitado de las manos.
En otra ocasión, cuando él y yo trabajábamos para el Tío Sam en los astilleros de Filadelfia, estábamos bajo el mando de un oficial al que llamaré «comandante Fuller». Si algún lector ha visto la obra teatral Mister Roberts, reconocería en el comandante Fuller al capitán que aparece en Mister Roberts. A quienes no la hayan visto, una película basada en aquella obra les dará una idea bastante exacta.
Pues bien: el comandante Fuller era aficionado a hacer la vida imposible a los empleados civiles de sus laboratorios, especialmente a los de origen judío. Siempre que se cruzaba con Isaac le saludaba con un estruendoso «¡Hola, Ikey!», acompañado de una no menos estruendosa carcajada. A Isaac no le gustaba el apodo «Ikey». Cuando se cansó de oírlo, estalló:
—¡Comandante Fuller, llámeme Isaac o llámeme señor Asimov, pero no me llame Ikey!
Fuller se alejó y no volvió a molestar a Isaac.
En otra ocasión, hace unos años, le pareció que había engordado demasiado. De modo que se sometió a un régimen severo, y cuando volví a verle había adelgazado treinta libras. Y conservó su nuevo peso, además. Tiene una voluntad de hierro, cuando decide utilizarla.
Desde luego, tal carácter tiene sus desventajas. Dado que todo el mundo (a excepción de los comandantes Fuller de este país) quiere a Isaac, todo el mundo desea corregirle y mejorarle. (Durante muchos años fue uno de los personajes a mejorar en la lista de mi esposa). Eso significa que desean que Isaac haga las cosas igual que a ellos les gusta hacerlas, que tal vez sea el modo que le gusta a Isaac, o tal vez no.
Durante mucho tiempo, por ejemplo, intenté ayudarle a vencer su aversión a los viajes describiéndole los placeres de ser estafado por taxistas en París, perseguido por un hipopótamo en Uganda, y víctima de la venganza de Moctezuma en Yucatán. Hasta ahora no he conseguido nada. Y creo que la gente empeñada en cambiar a Isaac está intentando achicar el agua del océano. Más les valdría invertir ese esfuerzo en perfeccionarse a sí mismos.
Así nos queda lo que, después de todo, es el rasgo más importante de Isaac: su excepcional inteligencia. Su cerebro nunca se da por vencido. Cuando se enfrenta a un apuro —lo mismo al escribir que en su vida íntima—, puede bromear o refunfuñar un poco, pero al final se sienta a pensar y encuentra la solución. Y como su cerebro funciona dos veces más aprisa y abarca el doble que la mayoría, tiene el doble de probabilidades de alcanzar la solución correcta.
Tomemos por ejemplo el caso de Isaac y el rifle del Ejército. Como Isaac fue educado por personas respetuosas con la ley que no poseían revólveres, nunca se familiarizó con las armas de fuego. En cierta ocasión me propuse enseñarle a disparar una pistola. Fue como pretender que un hombre alérgico a los reptiles cazase con las manos una serpiente de cascabel viva.
Sin embargo, llegó el Ejército. Todo lo que Isaac sabía de un rifle era que el proyectil sale por el pequeño agujero que está en el extremo del cañón. Le entregaron un «Garand M-1», le enseñaron su manejo y le dijeron que se tumbara en el suelo y disparara contra un blanco. Aunque estaba nevando y aunque Isaac usa gafas, no falló un solo tiro. Se había limitado a escuchar lo que le decían y a aplicar aquellas instrucciones de un modo inteligente.
Por eso, si yo estuviera a punto de ser enviado al tercer planeta de Alfa Centauro y pudiera elegir a un compañero, creo que escogería a Isaac. Sé que hay otras muchas personas mejor entrenadas o con más cualidades de Tarzán. Pero también sé que, cuando las cosas se pusieran feas, si alguien era capaz de encontrar una solución a nuestras dificultades, ese alguien sería Isaac.
Pero ¿cómo le induciría a acompañarme a Alfa Centauro, si es casi imposible arrastrarle de Boston a Filadelfia?
Bibliografía
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I, robot, Gnome 1950.
The stars, like dust…, Doubleday 1951.
Foundation, Gnome 1951.
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The currents of space, Doubleday 1952.
Seconá foundation, Gnome 1953.
Lucky Starr and the pirates of the asteroide, Doubleday 1953. The caves of steel, Doubleday 1954.
Lucky Starr and the oceans of Venus, Doubleday 1954. The martian way and other stories, Doubleday 1955. The end of eternity, Doubleday 1955.
Lucky Starr and the big sun of Mercury, Doubleday 1956. The naked sun, Doubleday 1957.
Lucky Starr and the moons of Jupiter, Doubleday 1957. Earth is room enough, Doubleday 1957.
Lucky Starr and the rings of Saturn, Doubleday 1958. The death dealers, Avon 1958.
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Tomorrow’s children, Doubleday 1966.
Through a glass clearly, New English Library 1966. Asimov’s mysteries, Doubleday 1968.
Nightfall and other stories, Doubleday 1969. The best new thing, World 1971.
The Hugo winners, volume two (Antología), Doubleday 1971. Where do we go from here?, Doubleday 1971. The gods themselves, Doubleday 1972.
The early Asimov, Doubleday 1972.