Theodore Sturgeon

por Judith Merril

Es un hombre que tiene estilo.

La misma calidad de «voz» o de «presencia» que nos obliga a leer el más desigualmente construido de los relatos de Sturgeon, marca su personalidad con una fascinación no menos inconfundible (aunque difícil de definir).

Es un hombre de intereses variados y opiniones arraigadas, de múltiples habilidades e interminables paradojas. Snob y vulgar, atleta y esteta, místico y mecánico, es desprendido y alegre, humilde y arrogante, afectado y profundamente cortés: un nudista decadente, un hombre de elegante naturalidad, de sencillez estudiada, de desenvoltura cortés y de espontaneidad artificial.

Los desconocidos siempre se fijan en él; los niños reaccionan con inmediata y duradera confianza. Los que le conocen, o le aprecian o le aborrecen. Nadie puede permanecer indiferente… y no hay dos personas que opinen igual acerca de él.

Y es que nunca se presenta dos veces de la misma manera. Tal vez no haya en ello intención de engañar (creo que nunca, salvando engorros naturales como, por ejemplo, los cobradores de facturas, los funcionarios del Fisco y determinados editores); normalmente no lo pretende. Sus cambios de rostro, de postura o de estilo según quien sea el oyente van de lo sutil a lo sensacional, pero cada actitud es tan auténtica como la anterior. Se trata de una nueva combinación de sus contradicciones internas, sencillamente.

La belleza es un estado mental compuesto de armonía y/o contraste con el entorno de la cosa bella, me escribió en cierta ocasión. El entorno no tiene que ser concreto, pero tiene mucho que ver con los reflejos del espectador.

Es uno de los ingredientes básicos del estilo de Sturgeon. En su obra, la elección del lenguaje, el ritmo de la prosa (o el poético), a veces incluso la sintaxis, derivan de la situación o del personaje: una continua variación de la estructura discursiva es uno de los elementos que marcan su estilo literario. En su persona, la variabilidad de la apariencia procede análogamente por aproximación a la «armonía y/o contraste».

«Sturgeon vive su propia biografía», solía decir un amigo mutuo en sus momentos de máxima frustración por culpa del eternamente sincero poseur. Y aunque dudo que Ted se haya molestado mucho en meditar sobre la imagen que algún día pueda quedar de él en los escritos de un erudito, lo cierto es que no deja de revisarla continuamente. Sencillamente, es incapaz de consentir que la escenografía tan laboriosamente construida sea alterada por la grosera y absurda mano del acontecer real; nunca duda acerca del camino a seguir cuando la lógica o el interés personal difieren de las necesidades artísticas del momento.

Hay algunas cosas en Ted que son (relativamente) invariables: atributos que sólo cambian, como en todos nosotros, con el paso del tiempo y la edad. Su aspecto físico es una de ellas.

De estatura algo superior a la media (1,77 m, quizás), es de constitución delgada, pero muy proporcionada (su primera ambición fue ser acróbata de circo). No puede decirse que sea convencionalmente guapo, pero la perilla que adoptó hace años (antes de que estuvieran de moda) es el detalle que convierte su semblante casi fáunico en una máscara levemente satánica.

Es una persona cordial, y los únicos formulismos a los que obedece son los establecidos por él mismo: normas de conducta ideadas para facilitar sus movimientos, mejor dicho, sus placeres. En el trabajo —en cualquier clase de trabajo— es impacientemente, rígidamente funcional. Es (casi) obsesivamente limpio, apasionado por la pulcritud y el deseo de agradar. (Obsérvese el «casi», en Ted nada es de una pieza. Suele decir: «La definición de perversión es cualquier cosa que se realice con exclusión de todo lo demás… incluida la posición normal»).

Le gusta la buena comida, la buena bebida, la buena conversación, la buena música, el buen ambiente, la buena ropa, los buenos modales. Aborrece la suciedad, el sudor, las voces estridentes, los trajes mal cortados, el comportamiento zafio. (Creo que entre lo más importante a que uno puede aspirar figura el vivir con elegancia. Sólo conozco mi propia definición de la elegancia, que excluye el odiar a un hombre por su piel negra, mearse en las alfombras del prójimo, ir desnudo si ello molesta a los demás, acostarse con las esposas de otros hombres, no respetar la intimidad, y algunas otras cosas sin importar si son deliciosas, incómodas o divertidas…).

Adquiere conocimientos con empeño de coleccionista: que yo recuerde ahora, y en grados que van desde la competencia hasta la pericia, es chófer, guitarrista, técnico en reparaciones de radio (y electrónica general), cocinero, conductor de máquinas excavadoras, mecánico de automóviles y constructor de lo que sea con alambre, perchas, cepillos de dientes y botellas vacías. También canta pasablemente, y habla con una dicción poco usual y meticulosamente clara… y con una chispa que es, casi siempre, amistosa y cordial.

En mi primera lista de paradojas he incluido la de «nudista decadente[2]». Después mencionaba que su casi-obsesión por la limpieza y la pulcritud tenía una excepción. La excepción es el trabajo. Lo más evidente en el estilo de Sturgeon es su facilidad, pero se trata de una facilidad adquirida mediante un duro esfuerzo.

Un editor malhumorado porque Ted no le había entregado una novela en la fecha prometida, me dijo en cierta ocasión: «Dice que le quedan tres días de trabajar en ella. Le creo; sé que puede escribir una novela en tres días. Pero ¿cuándo serán esos tres días?».

El editor casi tenía razón, pero al mismo tiempo se equivocaba. He visto a Sturgeon sentado delante de su máquina de escribir (en un desvan, o en un sótano, o en un cuchitril al lado del garaje, despeinado, rodeado de cuartillas, enervado por el café, y sudando) durante horas interminables, sin dormir y casi sin comer, produciendo una ininterrumpida corriente de (borrador, copia final) palabras, hora tras hora. (Aunque creo que la producción máxima de tres días, descabezando algún sueño y comiendo emparedados, no llegó a las dos terceras partes de una novela). Pero escribir a máquina es solamente una parte del trabajo.

«Nadie puede hacer dos cosas al mismo tiempo», dice Ted con burla. «Yo no pienso nunca mientras escribo». En efecto; lo de pensar se hace antes, entre falsas salidas y frente al resplandor del folio blanco y virgen en el rodillo de la máquina de escribir. (Ted ha expresado esto de un modo un poco distinto en El perfecto anfitrión): Uno quiere escribir una historia y se sienta delante de la máquina, espera hasta que le llega determinada sensación, espera unos segundos más sólo para estar completamente seguro de saber exactamente lo que quiere hacer, respira a fondo… y se levanta para ir a preparar un cazo de café.

Esto puede durar varios días, hasta que uno se queda sin café y no puede comprar más si no lo paga al contado, y el único modo de poder hacerlo es terminar un relato y venderlo; o hasta que se cansa uno de andar de un lado a otro y se sienta y escribe un cuento increíble sólo para ver cómo sale y aplicar lo que se haya aprendido al hacerlo.

Ninguno de ambos procedimientos explica por qué Ted pierde peso en el proceso. El suda como todo el mundo, pero lo hace en privado. Cuando ha sudado lo suficiente, surge de la máquina la fluida y elegante prosa que cualquiera puede identificar como la de Sturgeon.

La frase clave de esa cita es «para ver cómo sale y aplicar lo aprendido». En una introducción enormemente halagadora a un libro mío de relatos cortos, Ted se adelantó a negar toda responsabilidad suya en mis actividades como escritora. Cuando supo que estaba escribiendo este artículo, me recordó severamente aquellas líneas. Puesto que se me prohíbe manifestar mi gratitud en público pese a mi intención de hacerlo, quiza pueda salir del paso atribuyéndome previamente algún mérito:

Fui yo quien le hizo comprender a Sturgeon lo mucho que él sabía de escribir; lo hice al escucharle, y a través de algunas preguntas ocasionales, mientras él procuraba enseñarme todo lo que sabía acerca de escribir. (Temo que nuestra evidente diferencia de categoría sea cuestión de talento, más que de oficio).

No bromeo. Cuando Ted decidió que yo debía escribir y escribiría ciencia-ficción, él aún andaba recuperándose de la doble impresión sufrida con su primera y prolongada incursión en el manejo de los «trastes de escribir» y el fracaso de su primer matrimonio. Tenía una pésima opinión de sí mismo. (Sus mejores relatos de entonces eran tragedias… o satiras contra su propio yo: Maturity, Thunder and roces, It wasn’t Syzgy, The sky was full of ships. Hubo incluso uno, menos memorable, «llamado». That Low). Y la triste canción que machacaba era: «Quiero ser apreciado o admirado por algo que yo haga… no por lo que soy». Y otras veces: «Yo no soy un escritor. Tú lo eres; Phil[3] también lo es. Yo no. Un escritor es el que tiene vocación de escribir. El único motivo de que yo desee escribir es porque me sirve de justificación para dejar de hacer las demás cosas que no hago».

Al mismo tiempo, exploraba su mente en busca de cosas que pudieran resultar útiles para una escritora novel (no quiero decir que Sturgeon tratase de influirme en contra de mi voluntad. En aquella época yo apenas hablaba de otra cosa… aunque para mí era una esperanza irrealizable. Yo sabía que tenía condiciones literarias; dominaba el trabajo de biblioteca; podía escribir un artículo soportable, o incluso un cuento por encargo para una revista barata. Pero ser Un Escritor era algo muy distinto, que requería Talento e Imaginación…).

Lo primero que hizo Ted fue regalarme un libro.

Había visto algunos poemas míos en una revista (ingenuos, juveniles y, desde luego, en verso libre). Le gustó uno de ellos, según dijo, y pocos días después se presentó con el Diccionario completo de la rima y Manual del arte poético de Clement Wood, con esta dedicatoria:

A Judy, para que mañana

sea una buena artesana.

Amablemente, me sugirió que empezara practicando con alguna de las formas de versificación francesa más faciles. Lo hice, y decidí pasar a empresas mayores. Escribí un soneto; al menos, eso creía yo. Tenía el número correcto de versos y las rimas en los lugares correctos, y el período era yámbico. Se lo envié a Ted, y me contestó con una crítica de cinco páginas, verso por verso. Elogió algunos de mis versos; pero empezaba con una especie de explicación de primer curso, diciendo que un soneto nunca se compone en tetrametros. Cada verso ha de tener siempre diez sílabas, no ocho. Decía, entre otras cosas:

Conserva puro y fiel tu puesto por la forma. No la violes nunca, ni en la más leve mutación del valor silábico. Nuestro idioma, con todos sus defectos, es uno de los más expresivos que existen (a Joseph Conrad le pareció tan perfecto que prefirió escribir en inglés pese a ser de origen polaco. Cuando lo utilices, no olvides ese magnífico ejemplo). Tenemos una gramática muy flexible. Los verbos pueden ir en cualquier lugar de la frase. Cada palabra suscita varias ideas afines. La variedad etimológica del inglés le aporta matices de significado y posibilidades de elección entre sonidos que no tienen equivalente en otras lenguas…

Encuentro pocos fallos en tu puntuación, pero podría serte útil el adoptar mi punto de vista sobre ella; es decir, que la puntuación es inflexión impresa. Para mí, «Ella me ama…» suena distinto a «¡Ella me ama!» y a «Ella me ama». Hay una diferencia de expresión entre una coma, un punto y coma, y dos puntos.

Si dominas la forma, serás tan sensible a la música de las palabras que tus rimas y tu verso libre hallarán el ritmo de un modo natural, y en tu prosa tus personajes melódicos hablarán, cuando sus pensamientos canten, de un modo musical…

A modo de excusa, afirmó que sólo dos cosas podía enseñarme acerca del modo de escribir un relato, y que una de ellas no se le había ocurrido a él, sino que se la había dicho Will Jenkins. Se trataba del mecanismo básico para producir un argumento:

Se empieza con un personaje, dotado de una personalidad de trazos fuertes, incluso dominantes. Se le coloca en una situación que niegue de algún modo un rasgo vital. Se observa cómo resuelve el problema el personaje.

No creo haber escrito nunca una historia bien acogida por el público que haya surgido de cualquier otra manera.

El segundo consejo era suyo: procura visualizar todo cuanto escribes. No escribas una sola palabra hasta que hayas imaginado toda la escena: la habitación, o los exteriores; los personajes, incluidos los secundarios; los colores y formas, el tiempo, las ropas, los muebles, todo. Luego describe sólo aquello que se relacione con la acción; o no describas nada sino las acciones de tus personajes. Éstos se comportarán de acuerdo con tu planteamiento, y el lector podrá reconstruir la escena completa con los fragmentos que le hayas dado. No importa que esta escena sea distinta de la tuya; en el marco de referencia del lector tendrá el mismo significado que la tuya tuvo para ti.

Este consejo es de los más asombrosos de la preceptiva literaria… simplemente porque nunca lo he hallado en otra parte.

Ted me escribió la carta con la primera cita que he utilizado aquí sobre el carácter de la belleza. En su contexto, se refería a la capacidad de crear belleza. Y otra carta recoge un tema al que Ted ha dedicado muchas horas: La imaginación es algo comparable al manejo del idioma o al modo de beber coñac: puede hacerse bien o mal, pecando por exceso o por defecto.

Sería imposible detallar una a una las cosas que me enseñó, o las ayudas que me prestó. Dudo que pudiera recordarlo todo ahora. En general lo asimilé tan bien que ya no lo distingo como algo aprendido de Ted. He hablado de las que recuerdo mejor, pero añadiré un par de detalles, por dos motivos fundamentales.

El primero es que Ted aprendió algo muy importante para él mientras intentaba enseñarme a mí, y creo que ello marcó un viraje decisivo partiendo de lo más hondo de su depresión. Creo que fue el día que leía el original de Las manos de Bianca (del cual había enviado copias a Inglaterra, para aspirar al premio Argosy de novela corta). No me gustó el relato. Es más, me desagradó el esfuerzo de Ted por imitar la obra de Ray Bradbury. En aquella época sólo había leído un relato de Bradbury que me hubiese gustado. (Después he leído otros anteriores y muchos posteriores, los cuales admiro muchísimo. Pero lo que estoy contando ocurría en 1947; la mayoría de lo escrito por Bradbury hasta entonces encajaba en el estilo de «Weird Tales», que pocas veces ha sido santo de mi devoción). Sea como fuere, fui algo severa en mi crítica. Para defenderse, quizá, Ted me explicó que aquel relato databa de hacía muchos años, y que me lo había mostrado porque acababa de rehacerlo en parte: se trataba de algunos párrafos de prosa poética que describían una crisis emocional, aunque no en verso, a fin de no romper el ritmo de la narración.

Mientras señalaba esto (que, como él había supuesto, yo no supe descubrir) se interrumpió, asombrado, y dijo que acababa de darse cuenta de lo mucho que sabía sobre el arte de escribir: que en él era precisamente un arte, y no sólo un talento.

Tal afirmación se vio muy pronto confirmada, pues dicho relato ganó el primer premio de mil dólares.

Nunca volví a oír la frase «por lo que haga y no por lo que soy».

Mi otro motivo para relatar mis primeras lecciones como escritora es que, según creo, ponen de manifiesto algunos aspectos de la personalidad de Sturgeon que no he visto expuestos en ninguno de los incontables panegíricos, prólogos, notas editoriales y biografías que he leído.

Confesaré ahora que este artículo ha sido mi trabajo más difícil al margen de mis obras de ficción. No quiero contar las veces que lo he empezado ni la cantidad de cuartillas emborronadas que han ido a parar al cesto de los papeles. Empecé planteándome un artículo biográfico, digamos, con algunos toques personales. (Ya saben: «Yo estuve presente cuando…»). Cuanto más lo intentaba, más me daba cuenta de que yo no era probablemente la persona indicada para escribir de modo imparcial, objetivo o realmente informativo sobre de Ted Sturgeon. («Probablemente», porque otros le conocen, como persona y escritor, al menos tan bien como yo; algunos se han beneficiado también de su asombrosa capacidad para aconsejar, apoyar, instruir y estimular a escritores noveles. Pero…). Creo que mi posición es única, debido a que soy no sólo una amiga, admiradora, colega y exalumna; soy también, en cierto sentido, un invento del propio Ted.

La primera historia publicada por Judith Merril se intitulaba Lo que sólo una madre… (había escrito trabajos por encargo, bajo otros nombres). Gracias a ese relato, y aun antes de ser publicado, conseguí un empleo en la Editorial Bantam Books que condujo directamente a mi primera antología. Indirectamente, el mismo relato tuvo mucho que ver en la aceptación de mi primera novela por Doubleday, a base de un borrador resumido y sin terminar. Fue Sturgeon quien me hizo confiar en mí misma y, en definitiva, me desafió a escribir la historia. Además, proporcionó el planteamiento y el protagonista principal, aunque sin darse cuenta de ello. Lo único que me restó hacer fue escribirlo. Luego, el mismo Ted me presentó a su agente, y fue en la oficina de éste donde lo leyeron quienes más tarde me ayudarían a conseguir encargos y contratos. Todo esto fue hasta cierto punto casual. Pero mi carrera literaria fue creada por designio de Sturgeon.

Cuando aún me faltaba valor para lanzarme a «escribir en serio», ya había decidido ser una escritora independiente (de artículos y «cuentos por encargo»). Por varios motivos que no hacen al caso, necesitaba un seudónimo. Recurrí a Ted, entre otros, para que me aconsejara. Sugirió el nombre de pila de mi hija, Merril. Me negué en redondo; no tenía ninguna intención de cambiar mi apellido judío por uno tan llamativamente anglosajón.

Ted reaccionó con desacostumbrada cólera y nos separamos enfadados. Tres días más tarde recibí una carta de explicación que incluía un soneto titulado En el nacimiento de Judith Merril.

Dos versos del poema se le habían ocurrido mientras estábamos hablando (¡en una heladería!). Desde ese instante todos mis argu mentos quedaban rebatidos. Ted se marchó a casa a terminar tu relato que estaba escribiendo: un trabajo que le habían encargado con la promesa de un cheque cuando estuviera terminado, en uno: momentos en que andaba muy necesitado de dinero. Pero el poema no dejó de tomar forma, y finalmente:

Recordé algo que habías dicho acerca de tu nombre hebreo acudí a la enciclopedia… Allí estaba, reproducido también en ca racteres griegos y hebreos, y significa Judía. No significa otra cosí sino Judía…

Convencido de que eso me haría cambiar de opinión, dedicó todo el día siguiente al soneto. La carta continúa:

Es un soneto a la italiana, lo cual significa que su forma es sumamente rígida y compleja. El esquema de la rima es ABBA ABBA, CDE, CDE. Observa que no hay pareado final como en los sonetos de Shakespeare y de Wordeworth. La idea es presentada en los dos cuartetos y resuelta en los tercetos finales. He preferido construir esto a comer, lo cual es demostrable…

Bueno, ¿qué habrían hecho ustedes? ¿Permitir que un prejuicio irracional se interpusiera en el camino de ese bautismo obligado? Así nació mi nom de plume.

Es un hombre lleno de contradicciones íntimas; es un vidente ciego, un razonador ilógico, un pedante lírico, un egocéntrico ge neroso. Pero representa cada una de esas facetas con estilo.

Una anécdota más, a propósito del desafío final con que me envió a casa para que escribiera mi obra:

Yo salía del apartamento que él compartía entonces con L. Jerome Stanton. Ted acababa de recibir la gran noticia sobre Las manos de Bianca y derramaba su satisfacción sobre todos, inclu yéndome a mí. Me acompañó hasta la puerta y me dijo que me fuese a casa y escribiera un relato mejor que el suyo. Me pareció una burla. Se interrumpió a media explicación (sincera) y dijo súbitamente, señalando la pared del vestíbulo:

—¡Mira!

Lo hice, y me volví a mirarle, interrogante.

—¡Mira! ¡No ves!

—¿Qué debo ver?

—Un hombrecillo verde, subiendo por la pared…

Negué con la cabeza y sonreí débilmente.

—Sigue mirando. ¡Mira! ¿Lo ves? ¡Allí! Lleva una larga caperuza verde muy erguida hacia arriba, y sube dando pequeños saltos. No vi ningún hombre verde, y así se lo dije.

—Es más —añadí—, si hubiera uno, para subir tendría que arrastrar los pies y su caperuza colgaría hacia abajo…

—¡Exacto! —exclamó, en tono de triunfo—. ¿Te das cuenta? Y(escribo fantasía. Tú escribes ciencia-ficción.

Conque eso hice… y, eventualmente, he conseguido que se me encargue un artículo sobre Sturgeon. Como ya he dicho, en este caso no puedo evitar el ser parcial; y después de escribir lo que me ha parecido más importante no ha quedado lugar para estadísticas. De todos modos, éstas ya han sido realizadas por otros más eruditos que yo; en la medida de mis posibilidades, he procurado reflejar la personalidad de un ser humano excepcional y admirable. Pero resulta duro escribir acerca de un hombre con cuyo estilo no se puede competir.

Bibliografía

Recopilada por Sam Moskowitz

Without sorcery (Relatos), Prime Press, 1948, 355 pp.

The dreaming jewels (Novela), Greenberg Publishers, Nueva York 1950, 217 pp.

E pluribus unicorn (Relatos), Abelard Press, Nueva York 1953, 275 páginas.

More than human (Novela), Farrar, Strauss & Young, Nueva York 1953, 233 pp.

A way home (Relatos), Funk and Wagnalls, 1955, 333 pp. Caviar (Relatos), Ballantine Books, Nueva York 1955, 168 pp.

I, libertine (Novela, publicada bajo el seudónimo de Frederick R.

Ewing), Ballantine Books, Nueva York 1956, 151 pp.

A touch of strange (Relatos), Doubleday, Nueva York 1958, 262 pp. The cosmic rape (Novela corta), Dell, Nueva York 1958, 160 pp. Aliens 4 (Relatos), Avon Publications, Nueva York 1959, 224 pp. Beyond (Relatos), Avon Book Division, The Hearst Corp., Nueva York 1960, 157 pp.

Venus plus X (Novela), Pyramid Books, 1960, 160 pp.

Voyage to the bottom of the sea (Adaptación del guión cinematográfico), Pyramid Books, Nueva York 1961; 159 pp.

Some of your blood (Novela), Ballantine Books, Nueva York 1961, 143 pp.

Sturgeon in orbit (Relatos), Pyramid Books, Nueva York 1964, 159 pp. The joyous invasions (Relatos), Victor Gollancz Ltd., Londres 1965, 208 pp.

Starshine (Relatos), Pyramid Books, Nueva York 1966, 174 pp. Sturgeon is alive and well (Relatos), G. P. Putnam’s Sons, Nueva York 1971, 221 pp.

The worlds of Theodore Sturgeon (Relatos), Ace Books, Nueva York, 286 pp.

Sturgeon’s west (en colaboración con Don Ward; relatos del Oeste), Doubleday, Nueva York 1973, 186 pp.