I
… Flotaba allí, visiblemente atiborrado, azulado-verdoso, destacando contra un fondo de oscuridad. Se hinchaba y latía con pulsaciones que alcanzaban un potente y rítmico golpear, expandiéndose lentamente en una fantasmagórica protuberancia que se extendía y solificaba… Era un testículo-planeta apuntando su monstruoso pene en dirección a las estrellas. El golpear rítmico de su sangre reverberaba por las sollozantes inmensidades; frío, frío. El largo falo se extendía como una sonda, impulsado ciegamente por presiones internas intolerables; su extremo superior era como un glande enorme, nebuloso, iluminado por una centella. Con apuros se aventuraba, se extendía buscando libertad… Las estrellas doblaban su insoportable crescendo…
Faltan uno o dos minutos para que el Dr. Aarón Kaye esté seguro de que se ha despertado en su litera provisional de la enfermería de cuarentena del «Centauro». Su garganta está sollozando de modo reflejo, sus ojos lloran, las estrellas no… Otro de esos condenados sueños. Aarón está tumbado inmóvil, parpadeante, deseando que aquel helado pesar desaparezca de su mente.
Se va. Aarón se sienta, todavía frío, con un desconsuelo carente de significado. ¿Qué demonio es lo que está desgarrándole?
—El Gran Pan ha muerto —murmura mientras se dirige con paso vacilante al estrecho lavabo. Se moja la cabeza lleno de nostalgia por su propio alojamiento y por Solange. Realmente debía preocuparse de esos síntomas de ansiedad. Más tarde, ahora no hay tiempo. Pero su lamento parece tener un eco que diera la vuelta al mundo.
—Médico, apriétate los tornillos a ti mismo —le lanza al rostro vulgar y aburrido que le contempla desde el espejo.
¡Oh, Jesús… la hora! Ha dormido demasiado, mientras ellos estarán haciéndole a Lory Dios sabe qué. ¿Por qué no le despertó Coby? Porque Lory es su hermana, seguramente; Aarón debería haber previsto tal cosa.
Salió hacia el corredor estrecho de la estación de cuarentena. El otro extremo está cerrado por una pared de vitrex; al otro lado está su ayudante, Coby, que alza la vista para mirarle y se quita el casco con los auriculares. No cabe duda, estaba oyendo música. Bueno… ¿Y qué importa? Aarón dirige una mirada al cubículo de Tighe. El rostro de éste refleja relajamiento por efecto de los sedantes. Desde que sucedió aquel episodio, la semana pasada, ha estado sometido a una cura de sueño. Aarón se dirige a la rejilla de comunicación de la pared de vitrex y toma una taza de un brebaje caliente. El líquido cae lentamente. En la nave giratoria la cámara de insolación está a tres cuartos de gravedad.
—¿Dónde está la doctora Kaye, mi hermana?
—Ya han comenzado el interrogatorio, jefe. Pensé que usted necesitaba seguir descansando.
No cabía duda de que Coby trataba de aparentar amabilidad y amistad, pero su voz era demasiado servil.
—¡Está bien! —giró la copa forzándose a beber. Tenía una persistente sensación de que el extraño Lory estaba ahora bajo su tacón derecho.
—¿Sí?
—Bruce y Ahlstrom estuvieron aquí mientras dormía Se quejaron de que Tighe había andado suelto por ahí esta mañana, según dijeron.
Aarón frunció el ceño.
—¿No habrá salido, verdad?
—De ningún modo. Cada uno de ellos lo vio por separado. Les dije que debían venir después a hablar con usted.
—Sí, está bien.
Aarón dejó la taza y se encaminó hacia el hall, cruzando una puerta sobre la que se veía un cartelito: «Entrevistas». La próxima era la de «Observación». Se dirigió a un pequeño armario con pantallas de visión en dos de sus paredes. La pantalla que tenía frente a él estaba activada en ida y vuelta. En ella se veía a cuatro hombres sentados en una salita al otro lado, fuera de la sección de cuarentena.
El del cabello con el clásico perfil inglés era el capitán Yellaston y recibió la presencia de Aarón en la pantalla con un gesto de cabeza neutral, indiferente. A su lado, los comandantes de exploración continuaron observando sus propias pantallas. El cuarto hombre era Frank Foy, jefe de seguridad del «Centauro». Hablaba con los labios muy cerca de un micrófono de grabación.
Como a disgusto, Aarón activó la otra pantalla, de recepción, a sabiendas de que podía ver algo desagradable. Allí estaba ella, su hermana Lory; una mujer joven, delgada, con el pelo rojizo y unida a los cables de un banco sensorial. Tenía los ojos vueltos hacia Aarón, aun cuando éste sabía que su hermana no tenía frente a sí más que una pantalla apagada, muda. Hipersensitiva, como siempre. Tras ella estaba Solange, con traje de descontaminación.
—Vamos a tener que volver otra vez a las mismas preguntas, señorita Kaye —le decía Frank Foy con un tono impersonal que trataba de ser impresionante.
—Llámeme doctora Kaye, por favor —la voz de Lory sonaba cansada.
—Doctora Kaye, desde luego.
¿Por qué resulta tan desagradable el joven Frank? Sé justo, se dijo a sí mismo Aarón. El hombre no hace más que realizar su trabajo Un trabajo necesario de todo punto para la seguridad de la tribu. Y, además, hace tiempo ya que no es «el joven» Frank. ¡Jesús, ninguno de nosotros lo es ya, a cincuenta trillones de kilómetros de casa! Diez años…
—Doctora Kaye, usted se graduó en biología para la misión exploradora Gamma, ¿no es así?
—Sí, pero también tengo mi título de astronavegación. Como todos nosotros.
—Por favor, limítese a responder sí o no.
—Sí.
Foy contempló el informe que tenía ante sí e hizo una observación.
—Y en cumplimiento de sus deberes como biólogo, investigó la superficie del planeta tanto desde la órbita como en el suelo, cerca del lugar de atraque.
—Sí.
—A su juicio, ¿es utilizable ese planeta para la colonización humana?
—Sí.
—¿Observó usted algo que pudiera resultar dañino o perjudicial para la salud y el bienestar humano?
—No, nada en absoluto. Es ideal… ya se lo dije.
Frank contuvo una tosecita de reproche. Aarón también frunció el ceño. Por lo general Lory no solía calificar de ideales a las cosas.
—¿Nada capaz, ni hipotéticamente, de dañar a los seres humanos?
—No. Espere… ya sabe que incluso el agua es hipotéticamente capaz de causar daño a un ser humano.
Foy apretó la boca resentido.
—Está bien; voy a hacer la pregunta con otras palabras. ¿Observó usted alguna forma de vida que atacara o dañara a los seres humanos?
—No.
—Sin embargo —saltó Foy—, cuando el teniente Tighe se aproximó a la muestra que usted trajo del planeta, resultó dañado, ¿no es así?
—No, no creo que eso le dañara.
—Como biólogo, ¿considera usted que la condición del teniente Tighe no es anormal?
—No… Quiero decir sí. El pobre hombre siempre estuvo en condiciones de anormalidad.
—Teniendo en cuenta el hecho de que el teniente Tighe ha tenido que ser hospitalizado desde que se acercó a ese ser extraño, ¿sigue usted manteniendo que no le causó daño alguno?
—No, no le hizo daño. La forma en que usted usa la gramática, su manera de formular las preguntas, me confunde. Por favor, ¿podría moverme un poco el brazalete sensor del brazo?
Foy iba a iniciar una protesta, pero el capitán Yellaston se aclaró la garganta a modo de advertencia e hizo un gesto afirmativo. Cuando Solange le quitó el ancho brazalete, Lory se levantó y estiró su cuerpo alto, delgado y casi sin senos; con su nariz respingona, su juventud y su esbeltez, casi hubiera podido pasar por un muchacho.
Aarón la observó como había venido haciendo toda su vida; es decir, con una combinación peculiar de amor y miedo. El cuerpo de su hermana, lo sabía, parecía desprovisto de atractivo sexual para la mayor parte de los hombres, impresión que confirmaban sus modales profesionales y eficientes. La comisión de selección del «Centauro» debió estar compuesta por hombres con tal criterio, pues una de las normas de la misión consistía en seleccionar una baja tendencia sexual. Aarón suspiró mientras observaba cómo Solange volvía a colocarle el brazalete. El equipo de selección había tenido toda la razón en lo que a Lory se refería, pues ella hubiera sido feliz en un convento de clausura. Aarón deseó por un momento que estuviera en uno. No aquí.
Foy tosió frente al micrófono para llamar la atención.
—Voy a repetir mi pregunta, doctora Kaye. ¿Considera usted que el efecto de ese extraño espécimen pudo resultar perjudicial para la salud del teniente Tighe?
—No —repitió Lory pacientemente.
Una escena muy desagradable, pensó Aarón; la mujer indefensa unida por cables eléctricos al banco sensor para estudiar sus reacciones; los hombres probos y dignos ocultos. Era como una especie de violación síquica. Pero, para ser justos, sólo Foy parecía gozar de ella.
—Cuando estuvieron en la superficie del planeta, ¿tuvo el comandante Kuh contacto con esas formas de vida?
—Sí.
—¿Y vio su salud afectada del mismo modo que la del teniente Tighe?
—No… Quiero decir sí, el contacto con esos seres tampoco resultó perjudicial para él, como no lo fue para el teniente Tighe.
—Voy a repetir la pregunta: ¿resultaron afectados perjudicialmente el comandante Kuh o alguno de sus hombres por el contacto con esa forma de vida?
—No.
—Repito: ¿resultaron afectados perjudicialmente el comandante Kuh o sus hombres por el contacto con esa forma extraña de vida?
—No —Lory subrayó su negativa agitando la cabeza en dirección a la pantalla apagada.
—Ha declarado que el computador de la nave exploratoria cesó de recoger las informaciones de los sensores y cámaras después del primer día de estancia en la superficie. ¿Destruyó esas grabaciones?
—No.
—¿Fue alterada o falseada la información del computador por usted o alguna otra persona?
—No. Ya se lo he dicho. Creímos que estaba recibiendo información y registrando los datos. Ninguno de nosotros sabíamos que el ciclo se había interrumpido. Por eso perdimos todos esos datos.
—Doctora Kaye, voy a repetir: ¿alteró o hizo usted desaparecer esos datos?
—No.
—Doctora Kaye, voy a volver de nuevo al principio. Cuando usted regresó sola, navegando con la nave exploradora del comandante Kuh, declaró que el comandante Kuh y sus hombres se habían quedado en el planeta porque deseaban comenzar la colonización. Declaró usted, igualmente, y estoy citando sus propias palabras, que el planeta era un paraíso y que no había en él nada que pudiera causar daño a la especie humana. Pese a la grabación y registros totalmente inadecuados de las condiciones de la superficie del planeta, usted afirmó que el comandante Kuh recomendaba que enviáramos de inmediato a la Tierra la señal convenida para el comienzo de una emigración a escala completa. Y, sin embargo, tan pronto como el teniente Tighe abrió la puerta a ese extraño espécimen que venía en la nave exploradora sufrió un colapso grave. Doctora Kaye, voy a decirle a usted lo que realmente ocurrió en ese planeta: el comandante Kuh y su grupo debieron ser muertos o apresados por seres de aquel planeta y usted nos está ocultando los datos.
Mientras el interrogador soltaba su discurso, Lory no dejó de mover enérgicamente su cabellera roja, negando las palabras de Foy.
—No, no fueron heridos ni atacados por nadie, y tampoco fueron hechos prisioneros. Tal suposición es estúpida. Ya le he dicho que prefirieron quedarse. Me ofrecí voluntaria para transmitir su mensaje. Era la elección más lógica, como es fácil deducir. Como usted sabe, yo no soy china…
—Por favor, responda sí o no. ¿Sufrieron el comandante Kuh o algunos de sus hombres un ataque similar al sufrido por el teniente Tighe?
—¡No!
Foy contempló sus registros y notas con aire ceñudo tomando notas y marcando pasajes. Aarón notó que el hígado empezaba a funcionarle mal. Él no necesitaba analizar el mensaje del banco sensor para saber, por el tono de voz de su hermana, que estaba siendo sincera.
—Repito, doctora Kaye. ¿Hizo usted…?
Pero el capitán Yellaston se irguió autoritariamente tras él.
—Muchas gracias, teniente Foy.
Foy cerró la boca y apretó los labios. En el otro extremo, frente a la pantalla apagada, Lory dijo simplemente:
—No estoy cansada, mi capitán.
—De todos modos creo que podremos completar el asunto más adelante.
Yellaston habló con su voz madura y amable. Observó la mirada en los ojos de Aarón y todos permanecieron sentados contemplando cómo Solange libraba a Lory del brazalete y de los otros cables de los sensores unidos a su cuerpo. A través de su visor enfocado hacia Solange podía ver su agradable rostro franco-árabe, del cual emanaba una compasión no exenta de preocupación. La conmiseración y la simpatía eran especialidades del carácter de Solange.
Cuando las mujeres abandonaron la sala, los otros dos comandantes de exploradores que habían estado en la otra cabina se pusieron de pie y salieron. Ambos tenían el cabello castaño y los ojos azules, eran ectomesoformos musculares y a los ojos de Aarón enormemente parecidos, pese a que Timofaev Bron había nacido en Omsk y Don Purcell en Ohio. Diez años antes, esos dos hombres habían tenido una dedicación simple y absoluta, cuya meta consistía en llegar desde una habitación hasta el lugar más supremamente difícil. Los fracasos de sus respectivas misiones exploradoras les habían hecho regresar a «Centauro» desengañados y pesimistas. Pero en los últimos veinte días, después del regreso de Lory, de nuevo se había despertado algo en sus ojos Algo que Aarón no tenía prisa ni interés en ponerle nombre.
—Informe, por favor, teniente Foy —dijo Yellaston; y con su mirada dio a entender que incluía también la presencia del doctor Aarón. El registrador oficial conectado con el banco sensor seguía funcionando aún.
Francis Xavier Foy tomó una bocanada de aire entre los dientes, consciente de su importancia; era su segundo interrogatorio de importancia en los diez años que llevaban de viaje.
—Mi capitán, desgraciadamente debo informar de que el protocolo muestra una serie de respuestas persistentemente anómalas. En primer lugar, el sujeto presenta emocionalidad marcadamente elevada y vacilante —miró con aire irritado a Aarón, para quien aquello no resultaba nuevo.
—¡Ah! El nivel afectivo resulta sugestivo, por decirlo así…
Específicamente en la cuestión del posible daño sufrido por el comandante Kuh. En el Dr. Kaye, la Dra. Lory Kaye, quiero decir, las reacciones sicológicas contradicen sus respuestas verbales; es decir, no son características de su línea básica de verdad-tipo…
Lanzó un suspiro jactancioso pero no se atrevió a mirar a Aarón.
—Teniente Foy, ¿está usted tratando de decirnos que de acuerdo con su opinión profesional la doctora Kaye nos está mintiendo con respecto a lo sucedido a la tripulación exploradora Gamma?
Frank Foy hizo una mueca mientras rebobinaba algunas cintas de grabación.
—Lo único que puedo decir, señor, es que existen contradicciones, áreas de oscuridad, de confusionismo, especialmente en esas tres respuestas, mi capitán, como puede usted observar si estudia comparativamente estas curvas que he señalado en los gráficos.
Yellaston se quedó mirándole pensativamente pero sin ocuparse de los gráficos y grabaciones.
—Señor —dijo Foy—, si consideramos la decisión de no emplear los suplementos químicos…
Hablaba con desesperación. Se refería a drogas como el EDC. Aarón sabía que Yellaston no lo permitiría. Y se daba cuenta de que le estaba agradecido por ello.
El capitán ni siquiera se molestó en responder.
—Dejando a un lado la cuestión del daño que pueda haber sufrido el comandante Kuh, Frank, ¿qué hay de las respuestas de la doctora Kaye en relación con la habitabilidad del planeta en términos generales?
—También muestran anormalidades, anomalías —Foy, visiblemente, desaprobaba que fuera descartada cualquier sospecha.
—¿Qué tipo de anomalías?
—Agitación anormal, señor, como indican las oscilaciones de las grabaciones y registros. Eso indica preocupación y emotividad. Comparadas con términos tales como «paraíso», «ideal», que se recogen en el protocolo verbal, las indicaciones son…
—En su opinión profesional, teniente Foy, ¿llega usted o no a la conclusión de que la doctora está mintiendo cuando afirma que el planeta es habitable?
—Señor, el problema es la variabilidad del sujeto en un sentido exacto. Demuestra las formas clásicas de una «zona cubierta».
Yellaston saltó excitado. Tras él, los dos comandantes de exploradores observaban impasibles.
—Teniente Foy: si la doctora Kaye cree efectivamente que el planeta es habitable, sumamente conveniente para la colonización, ¿podría usted decir que su extrema excitación no se debe a la emoción causada por el éxito final de una misión como la nuestra, tan larga y difícil?
Foy se quedó mirándole con los labios un tanto entreabiertos, como un estudiante que de repente se ve obligado a enfrentarse con una pregunta sorprendente y un tanto inesperada.
—Excitación extrema… Ya veo lo que quiere usted decir, mi capitán… Sí, señor, supongo que ésa podría ser una de las interpretaciones.
—En ese caso, ¿puedo resumir sus conclusiones en esta etapa de la investigación diciendo que, aunque el relato de la doctora Kaye sobre los acontecimientos relacionados con el comandante Kuh siguen siendo poco claros, no encuentra usted una contraindicación específica en su declaración de que el planeta es habitable?
—Sí, señor, aunque…
—Gracias, teniente Foy. Continuaremos mañana.
Los dos comandantes exploradores cambiaron una mirada de entendimiento. Estaban fuertemente, sólidamente unidos contra Foy, según podía ver Aarón. Como dos capitanes combatientes que esperasen ansiosamente que un intranquilo pacifista fuera destituido para que ellos pudieran demostrar sus dotes bélicas. Aarón simpatizaba con ellos. Por otra parte, no lograba que Foy fuera de su agrado. Pero lo cierto era que a él tampoco le gustaba el tono que había observado en la voz de Lory.
—Pero, hombre, las muestras y los registros sensores no mienten —dijo Don Purcell repentinamente—. Incluso si sólo pudieron controlar durante treinta horas la estancia en el planeta sin indicar novedad, eso implica que el lugar es perfecto.
Tim Bron hizo un gesto de asentimiento mirando a Aarón. Yellaston esbozó una sonrisa remota, débil, y sus ojos se encontraron con los del registrador oficial. Por enésima vez, Aarón se sintió gratamente impresionado, emocionado por la presencia de ánimo y la calma del comandante en jefe de la nave. El capitán, el viejo Yellaston, tenía algo que resultaba difícil de definir pero que había logrado que todos ellos se mantuvieran unidos durante todos esos años. ¿Dónde habían hallado a un hombre como él? Un neozelandés educado quién sabe en qué extinguida escuela británica… Jefe de la misión «Júpiter», etc., etc. El último de los dinosaurios. Una pieza valiosa.
Pero en esos momentos notó una extraña anomalía. Yellaston, que nunca mostraba el menor signo externo de nerviosismo, se estaba acariciando los nudillos. Un gesto que jamás había visto en él. ¿Se trataba de su indecisión sobre las respuestas de Lory? ¿O se debía a la chispa de emoción que había visto en el fondo de los ojos de los dos comandantes de exploradores: el planeta…?
El planeta…
Una ráfaga inesperada, como un rayo de oro, recorrió incontrolablemente algunas terminales nerviosas de Aarón hasta llegar a su cerebro. Después de los difíciles años transcurridos, después de que Tim y Don regresaran de sus respectivas misiones para informar de que no habían encontrado más que rocas y gases en torno a los dos primeros soles de Centauro, ¿era posible que nuestra última oportunidad nos trajera el triunfo? De creer a Lory, los componentes del grupo del comandante Kuh se hallaban en esos momentos caminando por un nuevo Edén terrestre, ese Edén que los terráqueos necesitábamos tan desesperadamente, mientras nosotros seguíamos allí, colgando en el espacio, en la oscuridad; a menos de dos años de distancia. ¡De creer a Lory…!
Aarón se dio cuenta de que el capitán Yellaston se estaba dirigiendo a él.
—Desde un punto de vista médico, ¿cree usted que ella se encuentra en un estado de salud normal?
—Sí, señor. Hemos llevado hasta el último extremo la serie de tests y pruebas destinadas a apreciar cualquier tipo de contagio por un agente externo, además del espectro biomonitor estandardizado. Me estoy refiriendo hasta la noche pasada, pues no la he vuelto a examinar en las últimas seis horas. Aparte de la pérdida de peso y de unas lesiones ulcerosas en el duodeno, que ya padecía cuando regresó al «Centauro», la doctora Lory Kaye no muestra cambio alguno de importancia en su normalidad básica lineal respecto de su partida de aquí hace dos años.
—Con respecto a esas úlceras, doctor, ¿estoy en lo cierto al decir que usted opina que se deben solamente a la tensión experimentada durante el año de viaje solitario de regreso a esta nave?
—Sí, señor. Eso es lo que opino.
Aarón no necesitaba mostrar reserva alguna en este aspecto. Casi un año de viaje solitario desde un punto perdido en el espacio. ¡Dios mío! ¿Cómo podría resistirse una cosa así?, se preguntó una vez más. ¡Mi hermana menor! No es humana. Y esa cosa extraña, ese forastero del espacio, exactamente detrás de ella… Ésos eran los pensamientos de Aarón. A veces él mismo podía sentir la situación de aquella cosa extraña abajo, junto al muro de la izquierda. Se quedó mirando los registradores con la intención de preguntar a los demás si ellos también sentían aquella presencia.
—Mañana es el día final del período de veintiún días que hemos establecido como cuarentena. Un tiempo arbitrario, desde luego —estaba diciendo Yellaston—. Usted seguirá observando médicamente a la doctora Lory Kaye hasta la última sesión aclaratoria, mañana a las nueve.
Aarón hizo un gesto de cabeza afirmativo. El capitán continuó hablando:
—Si no hay contraindicaciones, la cuarentena terminará al mediodía. Tan pronto como sea posible, después de terminada la cuarentena, se procederá al examen del espécimen que ahora se encuentra en la nave exploradora Gamma. Digamos al día siguiente, lo que le dará a usted tiempo suficiente para coordinar sus esfuerzos con el equipo de xenobiología y para estar en condiciones de ayudarle. ¿De acuerdo, doctor Kaye?
—Sí, mi capitán.
—¿Va a esperar usted para informar a la Tierra hasta que hayamos observado el espécimen? —preguntó Don.
—Ciertamente.
Los cuatro hombres se marcharon, moviéndose difícilmente en sus alojamientos estrechos, aunque con más amplitud de la que en esos tiempos debía haber en la Tierra. Aarón vio cómo Foy se las arreglaba para ponerse en el camino de Yellaston, y sintió una sensación de simpatía hacia aquella señal de sometimiento a la autoridad. Cualquier cosa con tal de llamar la atención del paternal capitán También él se había sentido atraído, afectado por la proyección paterna y benévola de Yellaston. ¿Son sus reacciones de respuestas más maduras? ¡Al diablo! Al cabo de diez años de viaje espacial, el autoanálisis se convierte en un rito.
Cuando entró en el corredor de aislamiento, Lory había desaparecido en su cabina y Solange tampoco estaba a la vista. A través de la pared de vitrex hizo una seña a Coby y pulsó el botón del distribuidor de alimentos. Llegó su comida, con un agradable olor a cocina. Pan proteínico con una guarnición inesperada. La intendencia parecía hallarse de buen humor.
Comió con aire ausente mientras contemplaba la foto tridimensional de la Tierra que colgaba del muro. La misma fotografía podía verse en la nave por todas partes. Una imagen bella y clara tomada en los días pasados en que el aire todavía era claro y límpido. ¿Qué estarían comiendo ahora en la Tierra? ¿Se comerían unos a otros? El pensamiento había perdido su impacto después de diez años alejados del planeta; como cualquier otro en el «Centauro», Aarón no había dejado detrás lazos importantes. Cuando dejaron la Tierra, la población era de 20.000 millones de seres, y en los diez años transcurridos debía haber aumentado en un cincuenta por ciento más, pese a las grandes plagas de hambre. 30.000 millones de seres humanos esperando explorar las estrellas, ahora que disponían de tecnología para ello, aunque precaria. Esperando que «Centauro» diera luz verde. No una luz verde en el sentido literal, sino uno de esos mensajes codificados y simples que podían ser enviados desde tal distancia. Durante diez años habían estado emitiendo luz amarilla, que venía a significar: la exploración continúa. Y hasta hacía sólo unos veinte días se habían visto ante el dilema de enviar luz roja: No hallamos planeta, regresamos a la base. Pero ahora… ¡Ahora tenían el planeta de Lory!
Aarón movió la cabeza mientras masticaba una rodaja de auténtico huevo duro, pensando en la señal verde que iniciaría su viaje de cuatro años hasta alcanzar la Tierra: Hallamos planeta, lanzad las flotillas de emigración, coordenadas tal y tal. Millones, cientos y miles de millones de terráqueos luchando y presionando por conseguir una de esas plazas relativamente escasas para partir hacia un mundo nuevo y desconocido en las naves de transporte.
Aarón frunció el ceño; le disgustaba pensar en los seres humanos en «términos de miles de millones». Quería considerarlos individualmente, como gente, sin tener en cuenta su número, personas cada una con su rostro, su nombre, su personalidad única y un destino, un futuro con su peculiar significado y misión. Invocó su ritual personal, su defensa contra el pensamiento masificado, lo cual resultaba simple al recordar a las gentes que él mismo había conocido y tratado. Un ejército invisible pasó por su mente mientras masticaba la comida. Gentes… aquéllos de los que había aprendido… sí, ¿pero qué? Algo, importante o sencillo. Una existencia… El rostro de Thomas Brown se destacó con un brillo frío en su recuerdo. Brown era el asesino triste que fue su primer paciente en una operación de neurocirugía hacía ya quién sabe cuántos años en el Houston Enclave. ¿Le había ayudado? Probablemente no, pero Aarón sentiría como un condenado si olvidara a ese hombre. Un hombre vivo no es una estadística. Sus pensamientos se ocuparon de sus compañeros de expedición, aquellos sesenta elegidos. La crema de la Tierra, pensó con un semisarcasmo. Su resistencia, su capacidad de recursos, su salud excepcional. Pensó que no tenía nada de improbable que los hijos más sanos y capaces de la Tierra estuvieran en esa delicada burbuja de aire y calor a cincuenta billones de kilómetros del planeta de origen, en el «Centauro».
Dejó la bandeja en el reciclador y se serenó. Tenía que examinar dieciocho horas de cinta registradora del biomonitor para comprobar las normas básico-lineales médicas de Tighe, Lory y la suya propia. Y tenía que hablar con las dos personas que creían haber visto a Tighe. Cuando se levantó, sus ojos se fijaron de nuevo en la imagen de la Tierra de la fotografía del muro: su solitaria y vulnerable joya pendiente en las tinieblas del vacío. De repente volvió a su mente el sueño de la noche anterior. Volvió a ver el pene monstruoso apuntando hacia las estrellas con el «Centauro» en la punta superior, latiendo de placer y apenas capaz de esperar que se soltara el gatillo que había de disparar el diluvio humano. Se dio un golpe en la frente con el puño y la alucinación se borró. Enfadado consigo mismo, se dirigió de nuevo a la cabina de observación.
En la pantalla le esperaba la imagen de Bruce Jang, su compatriota, el joven ingeniero chinoamericano tripulante de una nave espacial en la que cada uno es el mejor de su especialidad. Sólo que ya no era «joven»; había dejado de serlo en el transcurso de aquellos diez larguísimos años, se dijo Aarón con un reproche.
—Me tienen aquí encerrado, Bruce. Se me ha dicho que has visto a Tighe. ¿Dónde y cuándo?
Bruce reflexionó antes de responder Sólo dos años antes era ágil y rápido de reflejos como una ardilla, con una sonrisa alegre y segura y una mirada en la que había esa expresión casi cínica del que se toma todo un poco a risa. La respuesta al universo de la Técnica.
—Estuvo en mi alojamiento a las siete Estaba haciendo la limpieza y tenía la puerta abierta. Vi que me estaba mirando fijamente con aspecto raro, de chiflado.
—¿Raro? ¿La expresión sólo? ¿Había alguna otra cosa peculiar en él? Quiero decir si era visualmente diferente en algún aspecto…
Hubo otra pausa.
—Ahora que lo dices… sí. Su índice de refracción era apenas una sombra.
Por un momento Aarón se quedó desconcertado; después se dio cuenta de lo que Bruce quería decir.
—¿Quieres decir que Tighe aparecía como borroso o traslúcido?
—Sí, ambas cosas —dijo Bruce con tono seguro—. Pero era él.
—Bruce, Tighe no salió ni un solo momento de la enfermería de cuarentena. Lo hemos comprobado.
Hubo otra pausa larga; Aarón hizo un gesto de desencanto, recordando las sombras que esperaban para rodear a Bruce como una mortaja. El casi-suicidio había sido horrible.
—Ya lo veo —dijo Bruce con tono casual—. Debe haberse tratado de una alucinación, ¿pero qué es lo que puedo hacer?
—No, Bruce. Tú no fuiste el único que le vio Hubo también otra persona que vio a Tighe. Ahora voy a controlarlo.
—¿Otra persona? —el rápido cerebro de Bruce se dio cuenta de inmediato del alivio que aquello significaba para él. Desapareció aquella sombra fatídica—. Uno es accidente, dos es coincidencia. Tres veces, una acción del enemigo.
—Observa por mí por ahí. ¿Lo harás, Bruce? Yo estoy estancado aquí.
Aarón no creía en la acción enemiga, pero sí en que podía ayudar a Bruce Jang.
—De acuerdo. No es exactamente el juego que me gusta jugar, pero de todos modos lo haré.
Desapareció. El Hombre sin Patria. Durante años Bruce se había sentido unido al equipo de exploración chino y en especial a Mei-Lin, su ecologista. Había esperado, lleno de confianza, ser una de las dos personas sin nacionalidad que, de acuerdo con lo pactado, el comandante Kuh llevaría en su misión exploratoria al nuevo planeta. Significó para él un golpe mortal que Kuh, que se sentía profundamente chino, eligiese a Lory y a la mineralista Aussie.
La segunda persona que había visto a Tighe apareció en la pantalla de Aarón: Ahlstrom, su jefa de computadores, alta, rubia y más o menos humana. Antes de que Aarón tuviera tiempo de saludarla, ella le dijo con tono ofendido y de resentimiento.
—No tenía usted derecho a dejarle salir.
—¿Dónde lo vio usted, jefa Ahlstrom?
—En mi unidad Número Cinco.
—¿Habló usted con él? ¿Tocó alguna cosa?
—No. Se marchó inmediatamente. Pero estuvo allí y no debió habérsele permitido salir.
—Dígame una cosa: ¿tenía un aspecto distinto de lo usual de alguna manera?
—Sí, diferente —dijo la mujer alta con tono burlón—. Casi le faltaba la mitad de la cabeza.
—Quiero decir aparte de eso, de su herida —dijo Aarón con cuidado de no herir susceptibilidades al recordar que la jefa Ahlstrom tenía un sentido muy peculiar del humor.
—No.
—Jefa Ahlstrom, el teniente Tighe no abandonó ni por un momento la enfermería de cuarentena. Hemos verificado su ritmo cardíaco y el registro de respiración. Estuvo allí durante todo el tiempo, sin excepción.
—Usted le dejó salir.
Aarón discutió, esperando la acostumbrada línea defensiva de Ahlstrom.
—Está bien, soy una sueca tozuda, demuéstremelo.
La tozudez de la jefa Ahlstrom era una leyenda en el «Centauro»; durante el período de aceleración había salvado la misión al negarse a creer los datos fluctuantes de sus propias computadoras, hasta que los sensores de superficie fueron retirados y controlados en busca de cristalización. Pero ahora ya no era la misma mujer, así que de repente se levantó como si estuviera enfrentándose a un viento frío y desagradable y dijo con tono desolado:
—Me gustaría poder volver a casa. Ya estoy cansada de esta máquina.
Esto resultaba tan poco corriente que Aarón no encontró nada que decir antes de que Ahlstrom se marchara. Por un momento se sintió preocupado: si Ahlstrom necesitaba ayuda, se vería enfrentado a una difícil tarea hasta conseguir penetrar en aquella mente tan sinuosa y peligrosa como un desfiladero. Pero, por otra parte, se sintió aliviado en cierto modo al comprobar que las dos personas que decían haber visto a Tighe estaban sometidas a una gran tensión síquica y personal.
Han visto a Tighe en sus alucinaciones, pensó Aarón. Eso es lógico. Tighe era el símbolo del desastre. Un símbolo apropiado de ansiedad que, en realidad, debía haberse aparecido a un número mayor de personas. De nuevo sintió orgullo al pensar en los tripulantes del «Centauro», tan vigorosos y resistentes todavía al cabo de diez años privados de la Tierra, diez años de vida apretada, separados de la muerte por sólo una débil chapa de metal.
Y ahora por algo más: aquella muestra de vida extraña encerrada en el «China Flower». El forastero que vino con Lory. En esos momentos lo sentía como si estuviera colgado sobre el respaldo de su silla.
—Hay dos personas más esperando para verle, jefe —dijo la voz de Coby en el intercomunicador.
También eso resultaba poco corriente. Normalmente, las gentes del «Centauro» estaban en buen estado de salud y no solían acudir frecuentemente al médico.
El oceanógrafo peruano hizo acto de presencia para, con el rostro avergonzado, confesarle que padecía de insomnio. Debido a su religiosidad era contrario al empleo de drogas, pero Aarón le persuadió de que utilizara un regulador alfa. El segundo en entrar fue el jefe del servicio hidropónico, Kawabata, que estaba preocupado por unos espasmos y contracciones en las piernas. Aarón le recetó quinina y Kawabata pasó un rato hablando con satisfacción del estado del cultivo de embriones que estaba experimentando.
—Noventa por ciento de posibilidades de vida después de diez años de criostasis. Y hablando de otra cosa, doctor, ¿el teniente Tighe ya se ha recuperado lo suficiente como para que usted le permita andar por ahí en libertad?
Aarón se sintió demasiado asombrado para poder pronunciar algo más que unas palabras ininteligibles. Él jefe de la granja de la nave se marchó tras alabar durante un rato más a sus pollos —animal que a Aarón no le gustaba nada— y por fin se fue.
Impresionado, Aarón fue a ver a Tighe. Las luces del sensor situadas fuera de la puerta indicaban que todos los registros funcionaban: pulso regular, electroencefalograma normal, aunque un poco débil. Los registros estaban fuera y Aarón los observó antes de entrar. Después abrió la puerta.
Tighe estaba tumbado sobre un costado, mostrando su llamativo y aguzado perfil nórdico y sumido en un profundo sueño. No parecía tener más de veinte años; sus pómulos salientes eran rosados y su piel suave; sus ojos cerrados daban a su rostro un aspecto sumiso. El prototipo de muchacho guapo que se mantiene permanentemente seductor con su bufanda de aviador de seda blanca agitada por el fresco aire de la mañana. Mientras Aarón le vigilaba, Tighe hizo un movimiento inconsciente y alzó uno de los brazos, al cual estaba conectado un cable para la información de la presión sanguínea. El movimiento hizo que mostrara de frente su hermoso rostro y sus largas pestañas rubias que le sombreaban los párpados.
En esos momentos se pudo ver que Tighe era ya un hombre de unos treinta años, con una desagradable hendidura, un hueco, en el lugar en que debiera estar su parietal izquierdo. Todo había ocurrido tres años antes. Tighe había sido su primer paciente con una lesión grave. Un accidente estúpido. Había regresado sano y salvo de una expedición difícil y casi fue decapitado por un tanque de oxígeno vacío que se desprendió del lugar en que estaba sujeto.
Como si se diera cuenta de la presencia de Aarón, Tighe sonrió enternecedoramente con una promesa de placer en sus labios finos y largos. Tighe, antes de sufrir su lesión, había sido foco de varias amistades homosexuales —algo con lo que ya se contaba en el programa «Centauro»—. Como tantas otras cosas que han servido para conservar nuestra salud mental durante todo este tiempo, pensó Aarón con ciertos remordimientos. Él, por su parte, jamás llegó a ser uno de los amantes de Tighe. Era demasiado consciente de la falta de gracia de su utilitario cuerpo. Para él resultaba más segura la receptividad impersonal de Solange. Lo que, seguramente, también había sido ya calculado en la programación, pensó Aarón. Sí, todo parecía perfectamente programado; todo menos Lory.
Tighe movió los labios como si tratara de decir algo en sueños.
—Ho… o… —los circuitos vocales cruzaron el desierto de su lóbulo destruido—. Ho… el hogar…
Abrió los ojos tras las largas pestañas, sus ojos azul cielo, que se fijaron en Aarón.
—Todo va bien, Tighe —mintió Aarón tocando cariñosamente su frente. Tighe hizo unos ruidos guturales, salivosos, y volvió a quedarse dormido. Su elegante cuerpo de atleta describió un lento arabesco en la baja gravedad. Aarón comprobó el estado de las sondas y catéteres y se marchó.
La puerta cerrada que había enfrente era la de Lory. Aarón golpeó en ella familiarmente y entró, consciente del ojo de vigilancia que había en el techo.
—Mañana a las nueve —le dijo a su hermana—. El último examen. ¿Estás de acuerdo?
—Eso eres tú quien debe decirlo —le hizo un guiño amistoso y miró después, atentamente, los datos registrados por el biomonitor.
Aarón la miró de reojo incapaz de imaginar cómo podía expresar alguna sospecha cósmica y eterna con aquel aparato de vigilancia y escucha sobre su cabeza. Acto seguido salió para hablar con Coby.
—¿Existe alguna posibilidad de que Tighe pueda haber ido a algún lugar donde su imagen pudiera ser captada por una pantalla de telecomunicación?
—La respuesta es absolutamente negativa. Mírelo usted por sí mismo —le dijo Coby, mostrándole los cables de conexión ninguno de los cuales pasaba más allá del corredor de la cámara de aislamiento. Sus ojos brillaron al mirar a Aarón—. Yo no le he puesto ningún micrófono ni transmisor visual oculto. No tengo que vigilarle.
—¿He dicho yo que lo hiciera? —le replicó Aarón con dureza. Pero se sintió culpable porque ambos sabían que Coby fue el otro caso importante de Frank Foy hacía ya cinco años. Aarón había sorprendido a su ayudante y subordinado, el doctor Coby, fabricando y comerciando con drogas de sueños. Aarón suspiró involuntariamente. Un asunto miserable. No se pensó ni por un momento en «castigar» a Coby, como tampoco se hubiera hecho con nadie del «Centauro», puesto que a todos y cada uno resultaban de todo punto imprescindibles para la misión. Y Coby era el mejor de los patólogos. Cuando regresaran a la Tierra, si volvían, tendría que enfrentarse quién sabe con qué. Mientras tanto, no tenía otra cosa que hacer sino seguir realizando su trabajo. Fue por aquel entonces cuando empezó a llamar «jefe» a Aarón.
Ahora Aarón podía ver que una nueva animación se reflejaba en la mirada y en la expresión del rostro ligeramente simiesco de Coby. Naturalmente… ¡el planeta! No volver jamás a la Tierra. Muy bien, excelente, pensó Aarón. A él le caía bien Coby, la inquebrantable ingenuidad de primate de aquel hombre.
Coby le informó de que Gomulka, el jefe de timoneles, se había presentado en la enfermería con los nudillos rotos y se había negado a que le viera Aarón. Coby hizo una pausa esperando que Aarón se diera cuenta de lo que aquello significaba. Aarón se dio cuenta con disgusto: una pelea, la primera violencia física desde hacía años.
—¿A quién le pegó?
—A uno de los rusos, al menos eso es lo que supongo.
Aarón movió la cabeza con aire cansado; después sacó las cintas y registros que tenía que examinar.
—¿Dónde está Solange?
—En Xenobiología, preparando y controlando lo que usted necesitará para analizar esa cosa. Por cierto, «jefe» —Coby hizo un gesto señalando la lista de personal de servicio—, se saltó usted su turno de limpieza. Ayer hubo Servicio General. He procurado que Jan le ponga a usted en el equipo de cocina la próxima semana. Tal vez así pueda convencer a Berryman de que nos dé algo de café auténtico.
Aarón le respondió con un gruñido y tomó las cintas y grabaciones, que se llevó a la sección de Entrevistas para comenzar el estudio con el comparador. Le costaba trabajo mantenerse despierto mientras los carretes blancos iban girando y ganando velocidad en el analizador de discrepancias sin que pudiera notar reacción alguna La suya y la de Lory eran completamente nominales, con todas las variaciones dentro de los límites normativos. Aarón se dirigió al servicio de suministros con la esperanza de que Solange hiciera acto de presencia. Pero no fue así. Desilusionado y a disgusto, volvió para analizar las grabaciones de Tighe.
Aquí, por vez primera comenzó a vacilar el indicador de discrepancias. Al cabo de dos horas de información, el analizador había reunido y controlado una desviación que llegaba a ser importante, y que siguió aumentando a medida que Aarón proseguía el análisis comparativo de las grabaciones. Pero el médico no se sorprendió por ello, puesto que se trataba del mismo tipo de desviaciones que Tighe había venido mostrando a lo largo de toda la semana, después de su problemático contacto con la cosa extraña. Un ligero y progresivo debilitamiento de las funciones vitales, presente principalmente en el electroencefalograma. Siempre una continúa debilitación de «theta». Teniendo en cuenta que «theta» correspondía a la memoria, podía decirse que Tighe estaba perdiendo su capacidad de aprendizaje.
¿No nos ocurre a todos lo mismo?, se preguntó Aarón interrogándose intrigado sobre lo que realmente había ocurrido en el corredor Gamma. La nave exploradora «China Flower» había sido acoplada allí con las puertas herméticamente cerradas y vigiladas por un solo centinela. Una misión aburrida, después de dos semanas sin que ocurriera nada. El guardián había abandonado por un momento su lugar de vigilancia para tomarse una taza de caldo. Cuando regresó, Tighe estaba caído en la cubierta de carga de la nave exploradora y la escotilla estaba abierta. Tighe debió haber llegado allí directamente por la plataforma de embarque. Como antes de su accidente había sido jefe del equipo EVA, era natural que paseara por allí. ¿Había estado cerrando o abriendo la compuerta cuando se desmayó? ¿Había entrado en la nave y visto al extraño? ¿Aquella cosa le había causado el choque y el desmayo de un modo desconocido? Nadie podía saberlo.
Aarón se dijo a sí mismo que lo más posible era que Tighe hubiera sufrido un fallo cerebral espontáneo cuando se aproximaba a la escotilla. Al menos lo suponía. De un modo u otro, para evitar cualquier posibilidad de peligro, Yellaston había ordenado que la nave exploradora fuera apartada de «Centauro» y fijada a un cable de sujeción. A partir del accidente, el nivel de vitalidad de Tighe descendía continuamente, día tras día. De manera poco ortodoxa se presentaba un deterioro cerebral que no era registrado. Aarón no sabía qué hacer para mejorar el estado de Tighe. Y quizás era mejor que las cosas fueran así.
Con el cansancio metido en los huesos, sacó fuerzas de flaqueza y se ocupó de atender a que las necesidades de Tighe estuvieran cubiertas. Pensó que también era justo que pasara a desearle las buenas noches a Lory.
La joven aún seguía tumbada en la cama, encogida como un chiquillo y sumergida en la lectura de un libro. El «Centauro» llevaba a bordo libros auténticos, aparte de las microfichas. Una diversión complementaria.
—¿Has encontrado algo interesante?
Ella alzó la vista; sus ojos brillaban y tenían una expresión de orgullo y cariño por su hermano. El chivato del techo habría registrado esa fraternal muestra de estimación.
—Escucha esto, Arn —empezó a leer algo. Los oídos de Aarón se espabilaron justo a tiempo para oír lo último de la frase—: ¡Crece, levántate expulsando la bestia y deja morir al tigre y al mono! Es algo muy viejo, Arn. De Tennyson.
Lory le dedicó una sonrisa íntima, cariñosa.
Aarón hizo un gesto vacilante aunque afirmativo al reconocer la frase auténticamente victoriana. Ya había tenido bastante de tigre y de mono, de animal, y no estaba dispuesto a enfrascarse en un auténtico diálogo con Lory en tanto estuvieran sometidos a la vigilancia del receptor sónico-visual del techo.
—No te pases toda la noche despierta.
—La lectura me descansa —respondió con aire satisfecho—. Es un escape en la verdad. Me pasé leyendo casi todo el camino de regreso.
Aarón se emocionó con el pensamiento en aquel terrible viaje en solitario. ¡Querida Lory, esa mujercita loca!
—¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, querido Arn!
Regresó a su cabina maldiciendo con viejos tacos al equipo de selección del «Centauro». Habían utilizado la mentalidad del peatón, y no la intuición. Lory, el objeto-sin-sexo, segura. Aun dejando a un lado el hecho de que el cuerpo prepubertal de Lory podría provocar en un macho ocasional la sensación de que contenía una especie de luminosidad sexual latente, alguna supersensualidad secreta latiendo como una larva ardiente e invisible en la médula de sus delgados huesos… En sus tiempos de la Tierra, Aarón había tenido ocasión de observar una serie de tales idiotas rompiéndose las narices en su intento de penetrar hasta esa médula erótica y mítica de Lory. Afortunadamente no había ocurrido eso con nadie del «Centauro», al menos hasta entonces.
Pero no había sido aquélla la más importante omisión de la comisión seleccionadora. Aarón suspiró, echado en la oscuridad. Él conocía la luz secreta que se ocultaba como un relámpago en los huesos de Lory. No había en ella nada sexual. Era su implacable inocencia, o para emplear la antigua frase, un corazón fanático. Una visión demasiado clara del bien y un odio demasiado seguro del mal. Entre ambas cosas no se desperdiciaba el amor. No quedaba mucho para los seres vivos. Aarón suspiró de nuevo, oyendo la terrible condena en su voz. ¿Habría cambiado su hermana? Probablemente no. Probablemente eso tampoco tenía demasiada importancia, se dijo ¿qué importancia podía tener, si la suerte ha querido poner la cabeza de Lory entre nosotros y lo que sea de aquel planeta? Se trata de un problema técnico; aire y agua y todas esas cosas, nada más…
Con un esfuerzo logró apartar de sí esos pensamientos. He estado encerrado aquí veinte días con Tighe y con ella, se dijo. Estoy sufriendo alucinaciones, fantasías, como consecuencia de mi falta de libertad. Cuando el sueño llegó, sus últimos pensamientos estaban dedicados al capitán Yellaston. El viejo debía hallarse escaso de suministros.