De regreso de mi semana de vacaciones en el campo, me tocó en suerte, a mi lado en el autobús, un hombre de unas características especialmente extrañas. Durante algún tiempo no nos hablamos. Yo iba remendando unas medias y él leía. Pero el autobús sufrió una avería unos cuantos kilómetros antes de llegar a Gresham. Recalentamiento del radiador, como suele ocurrir cuando los conductores de esos viejos autobuses se empeñan en ir a más de cincuenta kilómetros por hora. Se trataba de un Supersonic Superscenic Deluxe de largo recorrido, con motor de carbón, con comodidades caseras, lo que significaba que tenía un lavabo y unos asientos bastante confortables, con la excepción de aquellos que ya se habían soltado de sus goznes. Cuando ocurrió la avería todos los pasajeros se quedaron dentro del autobús, entre otras cosas porque llovía fuertemente. Comenzamos a hablar de la forma como suele hacerlo la gente cuando ocurre una interrupción y debe esperar. Tomó el librito que estaba leyendo y lo cerró. Era un hombre de movimientos secos, con el aire de un profesor universitario o algo parecido, sobre todo en la forma de utilizar sus manos. Se dirigió a mí, sin más preámbulos, y me dijo:

Es muy interesante lo que estoy leyendo: un nuevo continente está surgiendo del seno del mar.

Mi tarea de zurcido de las medias azules dejó de ser una barrera útil. Tampoco las medias eran útiles para nada más, pues parecían casi un colador de tantos agujeros como ya tenían.

¿De qué mar?

No están muy seguros todavía. La mayor parte de los especialistas creen que se trata del Atlántico. Pero hay algunas pruebas que parecen indicar que también podría ser el Pacífico.

¿No estarán, en ese caso, demasiado apretados esos Océanos? —pregunté, sin atreverme a tomarlo muy en serio. Yo estaba un tanto malhumorada debido a la avería y porque aquellas medias inservibles eran muy calientes.

Golpeó suavemente con su mano el librito y dijo con mucha gravedad:

No, de ninguna manera. Los viejos continentes se van sumergiendo para abrir paso a los nuevos. Ya verá cómo es eso lo que ocurre.

En efecto, eso era lo que estaba sucediendo. No, no cabía la menor duda, sobre todo teniendo en cuenta que la isla de Manhattan estaba a tres metros ya bajo el nivel de las aguas con marea baja y había bancos de ostras en la Plaza de Ghirardelli.

Creo —dije— que eso se debe a que los Océanos están subiendo de nivel como consecuencia de la fusión de los hielos polares.

El hombre movió de nuevo la cabeza.

Ése es uno de los factores y se debe al efecto de recalentamiento por la polución. No cabe duda de que América se volverá una región inhabitable. Sin embargo, los factores climatológicos no pueden explicar el surgir de los nuevos continentes, o mejor dicho el resurgir de los viejísimos continentes en el Atlántico y el Pacífico.

Siguió explicándome sus ideas sobre el resurgir de los continentes, pero a mí me gustó la idea de la inhabitabilidad de América y durante un tiempo estuve soñando despierta en lo que esto significaría. Me imaginé una América muy vacía, muy tranquila, plena de calma, toda ella blanca y azul con un débil brillo dorado hacia el Norte, procedente del surgir del sol detrás de la elevada cumbre del Monte Erebus. Muy poca gente quedaba allí; sólo algunas personas tranquilas, de fracs y pecheras blancas; en una orquesta de oboes y violas. Por el Sur el terreno blanco se extendía silenciosamente hacia el Polo.

Justamente lo contrario de lo que ocurría realmente en la zona del desierto del Monte Hood. Mis vacaciones habían sido realmente fatigosas. Las otras mujeres con las que compartí el dormitorio colectivo fueron agradables y correctas, pero nos habían servido macarrones para el desayuno y los deportes organizados fueron excesivos. Yo había hecho una excursión a las colinas de la Reserva del Bosque Nacional, el mayor de los bosques que aún seguía existiendo en los Estados Unidos, pero los árboles no tenían, ni mucho menos, el aspecto que mostraban en las tarjetas postales y en los folletos propagandísticos del Departamento Federal de Conservación de las Bellezas Naturales. Eran muy altos y delgados y había muy pocos indicios de quienes los habían plantado. Abundaban allí, por el contrario, las mesas verdes para los picnics y las «señoras» y «caballeros», más que los árboles. Había una cerca eléctrica en torno a la reserva que impedía la entrada a toda persona no autorizada. El guardián de la reserva nos habló de los arrendajos de la montaña, «pequeños ladrones atrevidos» capaces de arrebatar de las mismas manos de los turistas los sándwiches que se estaban comiendo. La verdad es que yo no vi ninguno de esos pájaros, quizá porque el día de mi visita era el día de la semana dedicado al Plato Único, el Día de la Vigilancia para todas las mujeres contra el exceso de calorías y no llevábamos ningún bocadillo. La verdad es que si yo hubiera visto un arrendajo hubiese sido yo quien le arrebatara el sándwich de su propio pico. De todos modos había sido una semana exhaustiva que me hizo desear haberme quedado en casa, aun cuando hubiera perdido una semana de sueldo pues quedarse en casa practicando la viola no se reconoce como descanso incluido en la planificación de las vacaciones recreativas pagadas, tal y como las establece la Unión Federal de Uniones.

Cuando regresé de mi expedición mental a la Antártida, el hombre había vuelto a enfrascarse en la lectura de su folleto y tuve ocasión de ver su título: Aumento de la eficiencia en las Escuelas de preparación de contables. Pude ver, también, un párrafo que se puso al alcance de mi vista y comprobé que allí no se decía nada en absoluto sobre nuevos continentes surgiendo de las profundidades de los océanos. ¡Nada en absoluto!

Posteriormente tuvimos que descender del autobús y encaminarnos a pie a Gresham, una vez que se decidió que lo mejor que podíamos hacer era dirigirnos a las Líneas de Transportes Públicos de la Zona del Gran Portland, dado que se habían producido tantas averías que la compañía de autobuses charter ya no disponía de más coches de reserva para enviar uno a buscarnos. Hicimos el camino bajo la lluvia, y con bastante niebla, excepto cuando pasamos por la Montaña Comunal del Frío. Se había levantado una valla en torno a ella para evitar que entraran personas no autorizadas y había además un letrero de neón de gran tamaño en el que se leía: MONTAÑA COMUNAL DEL FRÍO. A lo largo de la carretera se veían algunas personas con jeans y ponchos vendiendo cinturones, candelabros de arcilla y collares de semillas destinados a los turistas. En Gresham, yo tomé el Tren Volante Superset GPARPTL 230 a Burnside y el Este y después transbordé al 217 y tomé el autobús para el Paso de Goldschmidt y volví a transbordar al metro subterráneo, que también sufrió una avería, de manera que no llegué al punto de transbordo en la ciudad baja hasta las ocho menos diez. Los autobuses salían de allí a cada hora en punto de manera que hube de conformarme con una hamburguesa sin carne en la cafetería de la Steak House de Longhorn y tomé el bus de las nueve que me dejó en casa a eso de las diez. Cuando entré en el apartamento, apreté los interruptores de la luz pero aún no había corriente. Había habido un corte de luz en Portland Occidental que duró tres semanas. Así que me dirigí a buscar unas velas en la oscuridad y pasó un minuto, más o menos, hasta que me di cuenta de que había alguien echado en mi cama.

Me asusté y traté, de nuevo, de encender la luz.

Era un hombre estirado a todo lo largo de su cuerpo delgado. En principio pensé que se trataba de un ladrón que había entrado de un modo u otro durante mi ausencia y, por quién sabe qué circunstancia, había fallecido allí. Abrí la puerta de modo que en caso necesario pudiera salir rápidamente o, al menos, que mis gritos pudieran ser oídos. Después me las arreglé para no temblar tanto como para no poder encender una cerilla y la vela. Y me acerqué un poco a la cama. El hombre no estaba muerto.

La luz le molestó. Produjo una especie de ronquido que brotó difícilmente de su pecho y movió la cabeza. Al principio pensé que se trataba de un extraño, pero poco después me pareció reconocer la forma de sus cejas y sus párpados cerrados. Seguidamente me di cuenta de qué se trataba de mi esposo.

Se despertó por completo mientras yo estaba de pie, junto a s la cama con la vela en la mano. Sonrió y medio dormido aún me dijo:

—¡Oh, Psique, de las regiones que son Tierra Santa!

Ninguno de los dos hicimos demasiado escándalo. Era algo inesperado pero parecía para él tan natural encontrarse allí, al fin y al cabo mucho más natural que no estar. Además se hallaba demasiado cansado para sentirse emocionado. Nos quedamos acostados juntos en la oscuridad y me explicó que le habían dado de alta del Campo de Rehabilitación antes de tiempo porque se había lesionado la espalda en un accidente en la cantera de arena y tenían miedo que su lesión empeorara. Si se moría allí se produciría una campaña publicitaria muy desagradable y molesta en el extranjero, donde ya corrían muchos rumores sobre las muertes por enfermedad que ocurrían en los Campos de Rehabilitación y en los Hospitales de la Asociación Médica Federal; había muchos científicos en el extranjero que habían oído hablar de Simón desde que se publicaron en Pekín sus pruebas sobre la hipótesis de Goldbach. Debido a ello lo dejaron salir anticipadamente con ocho dólares en el bolsillo, la misma cantidad que tenía cuando lo detuvieron, lo que era señal de juego limpio. Había hecho el viaje desde Coeur d’Alene, Idaho, andando y en autostop, con un descanso de dos días en la cárcel de Walla Walla por haber sido sorprendido haciendo autostop. Casi se quedó dormido contándome esto y acabó por dormirse después de habérmelo contado. Necesitaba un buen baño y cambiarse de ropa pero no quise despertarlo. Además yo también estaba cansada. Estábamos acostados uno al lado del otro y su cabeza descansaba en mi brazo. No creo haber sido jamás tan feliz como me sentía en esos momentos. Pero ¿era felicidad? Quizás era algo distinto, más amplio y más oscuro, más parecido al conocimiento, al saber, más parecido a la noche: alegría.

Durante mucho tiempo continuó la oscuridad; mucho tiempo. Después llegó el frío, un frío extenso, pesado e inmóvil. Ni siquiera nos podíamos mover. No nos movimos. No hablamos. Nuestras bocas permanecieron cerradas, apretados los labios por el frío y su peso. Nuestros ojos también estaban apretados, cerrados. Nuestros miembros seguían inmóviles, rígidos. Nuestras mentes también. ¿Durante cuánto tiempo? No había longitud de tiempo. ¿Cuánto dura la muerte? ¿Está uno muerto sólo después de haber vivido o también antes de haber nacido? Ciertamente que pensamos, si es que llegamos a pensar algo, que estábamos muertos, pero lo cierto era que si alguna vez habíamos estado vivos, lo habíamos olvidado.

Se produjo un cambio. Lo primero en cambiar debió ser la presión, aun cuando nosotros no lo supimos. Los párpados se hicieron sensibles al tacto. Hasta entonces tuvieron que mantenerse cerrados. Cuando la presión se debilitó los párpados se abrieron. Pero no había posibilidad para nosotros de saberlo. Hacía demasiado frío para que pudiéramos notar nada. Y no podía verse nada. Todo estaba negro.

Pero entonces —«entonces» en el tiempo creado para el caso, creado antes y después, cerca y lejos, ahora y entonces— «entonces» se hizo la luz. Una luz. Una luz pequeña y extraña que transcurría lentamente sin que pudiéramos decir a qué distancia. Pasó un pequeño punto de radiación blanco-verdusca parpadeando ligeramente.

Ciertamente, nuestros ojos estaban abiertos «entonces», puesto que lo vimos. Vimos el momento. El momento es un punto de luz. Tanto en la oscuridad como en el campo de todas las luces, el momento es pequeño y se mueve, aunque no lo hace rápidamente. Y, «entonces» desaparece.

No se nos ocurrió que podría haber otro momento. No había razón alguna para suponer que fuera a haber más de uno. ¡Uno era ya maravilla suficiente: que en todo el campo de la oscuridad, en ese campo frío, pesado, denso, inmóvil, sin tiempo, sin lugar, negro sin límites, una vez hubiera surgido una luz parpadeante y móvil! El tiempo sólo tiene que ser creado una única vez, pensamos.

Pero estábamos equivocados, la diferencia entre uno y más de uno es toda la diferencia del mundo. Y, naturalmente, la diferencia es él mundo.

La luz volvió.

¿La misma luz u otra? No había nada que lo indicara.

Pero, «en esta ocasión» nos interrogamos sobre el origen de la luz y su naturaleza: ¿Era pequeña y próxima a nosotros o, por el contrario, grande y lejana? Tampoco ahora había nada que nos lo indicara. Ningún punto de referencia; no obstante sí había algo en la forma como la luz se movía, una especie de vacilación, una cualidad tentativa que no parecía propia de algo lejano, remoto y grande. Como las estrellas, por ejemplo. Comenzamos a recordar las estrellas.

Las estrellas jamás habían vacilado.

Tal vez la noble certidumbre de su camino orbital había sido un simple efecto de la distancia. Tal vez, en realidad, habían explotado salvajemente, fragmentos enormes incandescentes de una bomba primaria lanzada a través de la oscuridad cósmica; pero el tiempo y la distancia suavizaban cualquier agonía. Si el universo, como todo parecía indicar, comenzó con un acto de destrucción, las estrellas que acostumbrábamos a ver no nos contaban su historia. Siempre se mantuvieron implacablemente serenas.

Sin embargo los planetas… Comenzamos a recordar los planetas. Éstos si habían sufrido cambios en su apariencia y en su curso. En determinadas épocas del año, Marte tomaba la dirección opuesta y parecía marchar hacia atrás entre las estrellas. Venus era más o menos brillante según estuviera en sus fases creciente o menguante, llena o nueva. Mercurio temblaba como una vacilante gota de lluvia resbalando sobre el cielo en los amaneceres. La luz que ahora estábamos observando tenía esa cualidad errática y cambiante. La veíamos, inconfundiblemente, cambiando de dirección, retrocediendo. En esos momentos se estaba debilitando, parpadeaba… ¿un eclipse? Y, lentamente, desapareció.

Lentamente… pero no con la suficiente lentitud para ser un planeta.

Entonces —el tercer «entonces»— se produjo la indudable y positiva Maravilla del Mundo, el Truco Mágico. ¡Miradla ahora! ¡No creeréis a vuestros ojos! Madre, madre, ¿qué puedo hacer?

Siete luces en fila sucediéndose rápidamente con movimiento de flecha de izquierda a derecha. Procediendo menos rápidamente de la derecha a la izquierda dos luces verdosas amortiguadas. Dos luces que se paran, cambian su dirección, marchan apresuradamente y en forma de onda de la izquierda a la derecha. Siete luces que aumentan su velocidad y nos alcanzan. Dos luces que relampaguean desesperadamente, parpadean y desaparecen.

Las otras siete luces permanecen quietas, inmóviles, como colgadas del cielo; después se vuelven a reunir para formar una sola, viran alejándose y poco a poco se desvanecen en la inmensa oscuridad.

Pero ahora, en la oscuridad, están formándose otras luces: muchas de ellas son lámparas, puntos, líneas luminosas, osciladores… Algunas tan cerca que parecen al alcance de la mano, otras lejanas. Parecen estrellas, pero no son estrellas. Lo que estamos viendo no son las grandes Existencias sino sólo las vidas pequeñas.

Por la mañana Simón me dijo algo con respecto al Campo, pero no hasta después de haberme hecho controlar mi apartamento por si me habían colocado micrófonos ocultos. Al principio me extrañó mucho su conducta, que juzgué caprichosa y pensé que se estaba volviendo paranoico. Jamás habíamos estado espiados así. Y yo llevaba ya un año y medio viviendo sola; era seguro que ellos no querrían escucharme hablando conmigo misma.

Pero Simón me dijo:

—Quizá suponían que iba a venir a verte.

—¡Pero si te han dejado en libertad!

Él siguió echado a mi lado y me sonrió. Le hice caso y miré por todas partes, en todos los rincones que se me ocurrió. No pude encontrar ningún micrófono pero parecía como si alguien hubiera estado registrando de pasada los cajones del escritorio„mientras yo estaba fuera, en el Desierto. Los documentos y papeles de Simón estaban todos en casa de Max, así que la cosa no tenía importancia. Hice un poco de té y lavé y afeité a Simón con el agua caliente que quedó en la olla… Simón tenía una barba espesa y quería quitársela porque los piojos del Campo habían anidado en ella… Mientras yo lo afeitaba me estuvo hablando del Campo. Realmente no me contó demasiadas cosas, pero tampoco era necesario.

Había perdido casi diez kilos de peso, y como normalmente pesaba sólo unos sesenta y cuatro la verdad es que no le quedaba mucho. Los huesos de las rodillas y las costillas se marcaban bajo la piel, como rocas. Tenía los pies hinchados y llenos de rozaduras causadas por las botas del Campo. En los tres últimos días que estuvo caminando para llegar a casa no se atrevió a quitárselas por miedo a no poder volver a ponérselas. Cada vez que tenía que moverse o sentarse, o alzarse para que yo pudiera lavarlo bien, cerraba los ojos a causa del dolor.

—¿Es cierto que estoy aquí? —preguntaba incrédulo—. ¿Aquí, en casa?

—Sí —le dije—. Estás aquí. Lo que no comprendo del todo es cómo has podido llegar.

—No era tan terrible en tanto que no me detenía. Lo único que hay que hacer es seguir andando y esto no es tan difícil cuando se sabe adonde se va, cuando se tiene algún lugar adonde ir. Debes saber que hay gente en el Campo que si los dejaran no se irían porque no sabrían dónde ir. Para mí las cosas eran diferentes y lo único que tenía que hacer era seguir caminando. Ya ves que he llegado. Y mi espalda ya está casi curada.

Cuando se levantó para ir al cuarto de baño se movía como si fuera un anciano de noventa años. No podía mantenerse erguido, sino encorvado como un jorobado. Le ayudé a ponerse ropa limpia. Cuando volvió a meterse en la cama dejó escapar un gemido de dolor. Yo empecé a poner orden en la habitación, quitando de en medio mi equipaje. Me pidió que me sentara a su lado y me dijo que seguramente acabaría por ahogarlo si seguía llorando.

—Vas a inundar todo el continente norteamericano —me dijo bromeando.

Añadió algunas cosas más, no recuerdo exactamente qué, pero sé que acabé riéndome a carcajadas. Es difícil recordar las cosas que Simón me dijo, pero hacía muchísimo tiempo que no me reía así. Cuesta trabajo no reír cuando Simón se pone simpático. No es solamente cuestión de cariño, sino un don especial suyo. Simón puede hacer reír a cualquiera aunque dudo que lo haga intencionadamente. Se trata simplemente de que la mente de un matemático trabaja de modo distinto a la de las demás personas. Y cuando los demás ríen sus ocurrencias, eso les agrada.

Era extraño y es extraño, el verme pensando en «él», en el hombre que había conocido diez años antes y con quien había convivido tanto tiempo, mientras estaba echado en la cama, allí, a mi lado y totalmente irreconocible de tanto como había cambiado. Un hombre totalmente diferente. Esto basta para justificar por qué algunos idiomas tienen una palabra como «alma». Hay varios grados de muerte y el tiempo no nos evita ninguno de ellos. Pero hay algo que sobrevive a todos estos grados y es esto lo que exige una palabra así.

Le dije lo que hacía año y medio que no había sido capaz de decir:

—Tuve miedo de que te hicieran un lavado de cerebro.

—Esa operación es muy costosa. Incluso contando solamente el precio de las drogas que se necesitan, así que la reservan para los personajes más importantes. Algún tiempo temí que acabarían por darse cuenta de que yo también era importante. En los últimos meses sufrí muchos interrogatorios. Sobre todo se me interrogó acerca de mis «contactos en el extranjero». Supongo que se referían a mis libros publicados en otros países. De modo que tengo que ir con cuidado si quiero que la próxima vez no sea sólo un Campo sino un Hospital Psiquiátrico Federal…

—Simón… ¿fueron crueles, duros, contigo?

Tardó un rato en responder. Estaba claro que no deseaba hacerlo. Sabía lo que le estaba preguntando. Sabía también que aún seguía la espada pendiente sobre nuestras cabezas.

—Algunos de ellos —dijo por fin en un murmullo.

Algunos de ellos habían sido crueles. Algunos habían disfrutado haciendo su trabajo de verdugos. No puede culparse a todos por igual, comunitariamente.

—Me refiero tanto a los guardianes como a los presos —dijo.

No hay que culpar sólo a los enemigos de todo lo malo.

—Algunos de ellos, Belle —repitió con energía, tomando mi mano—. También había allí algunos hombres como si fueran de oro…

Las presiones eran violentas, no podía resistirse a ellas tan fácilmente.

—¿Qué has tocado últimamente? —me preguntó.

—Forrest, Schubert.

—¿Con el cuarteto?

—Ahora sólo es un trío. Janet se ha marchado a Oakland con un nuevo amante.

—¡Ah, pobre Max!

—No importa demasiado. Janet no era una buena pianista.

Yo también, e igualmente sin quererlo, le hice reír a Simón. Estuvimos hablando hasta que se hizo la hora de marcharme al trabajo. Mi turno, desde la Ley de Empleo Total del año pasado, es de diez a dos. Trabajo como inspectora en una fábrica de reaprovechamiento de bolsas de papel. Hasta ahora no he tenido que rechazar ni una sola, pues el inspector electrónico descubre cualquiera defectuosa antes de que lleguen a mí. Se trata de un trabajo deprimente, aburrido, pero dura sólo cuatro horas al día y se necesita más de ese tiempo en pasar por todos los trámites y exámenes médicos, físicos y mentales, rellenar los formularios y hablar con los consejeros sociales y los inspectores cada semana si uno quiere ser clasificado como parado y, después, hacer cola cada día para conseguir los cupones de racionamiento y el subsidio de paro. Simón pensó, igualmente, que aquel día debía ir a trabajar como de costumbre. Yo traté de hacerlo así pero me resultaba muy difícil. Me di cuenta de que su frente ardía cuando lo besé al marcharme, así que en vez de irme a trabajar me fui a buscar una doctora del mercado negro. Me había sido recomendada por una compañera de trabajo en la factoría para el caso de que necesitara un aborto sin tener que pasar por el trance de los dos años de drogas contra los deseos sexuales que se obligan a tomar a toda mujer después de que se le hace un aborto por los médicos oficiales. Esta doctora trabajaba también como vendedora en una tienda de compraventa de la calle Alder y mi amiga me había dicho que en caso de que no se dispusiera de dinero en el momento de necesitar sus servicios, uno podía dejar cualquier cosa de valor en empeño hasta que se pudiera pagar. Generalmente nadie disponía de suficiente dinero en metálico y, como es lógico, las tarjetas de crédito no podían ser usadas en el mercado negro.

La médico se mostró dispuesta a venir inmediatamente a casa, de modo que regresamos juntas en el autobús. Ella se dio cuenta de inmediato que Simón y yo estábamos casados y me hizo gracia ver su reacción, y cómo nos observaba, sonriendo como una gatita. Hay gente que se complace en la ilegalidad sólo por sí misma. Los hombres más que las mujeres. Son los hombres los que hacen las leyes y obligan a cumplirlas; y también quienes las rompen con mayor frecuencia. Creen que todo eso es maravilloso. Las mujeres, por su parte, preferirían dejar a un lado todo ese teatro. Pero en el caso de la médico, uno podía ver que disfrutaba violando la ley como si fuera un hombre. Era posible que fuera simplemente el placer que le causaba romper la ley lo que le había hecho dedicarse a actuar en la clandestinidad. Pero eso no era todo. No cabía duda de que aunque ella hubiera querido doctorarse legalmente, la Asociación Médica Federal no admitía mujeres en sus Facultades de Medicina. Posiblemente ella había estudiado clandestinamente con alguno de aquellos médicos que tenían discípulos privados. Así había estudiado Simón matemáticas, dado que las universidades sólo enseñaban Administración de Negocios, Publicidad y Ciencias de la Información.

Pero independientemente del lugar donde la mujer hubiera estudiado, estaba claro que conocía su profesión. Construyó una especie de muletas caseras de manera bastante diestra y le dijo a Simón que si no guardaba reposo casi absoluto durante los dos meses siguientes acabaría por convertirse en un inválido permanente, pero si se comportaba bien durante ese tiempo tal vez llegaría a reponerse. Éstas no son palabras capaces de producir agrado, pero a pesar de todo nos sentimos aliviados. Al tiempo de marcharse me entregó una botellita sin etiqueta alguna que contenía unas doscientas píldoras blancas.

—Aspirina —me dijo—. Tendrá muchos dolores durante un par de semanas.

Me quedé mirando la botella con sorpresa. Jamás en mi vida había visto una aspirina; sólo el Quita-Dolores-Superamortiguado y el Triple-Potente N.L.G-Zic, así como la Aspaprin Extra-Fuerte, el ingrediente milagroso que recomiendan la mayor parte de los médicos y que recetan los médicos oficiales. Esas recetas deben ser visadas por la Asociación Federal de Médicos y con ellas puede comprarse a bajo precio en las pequeñas farmacias privadas. Los precios son determinados por el Departamento de Alimentación Pura y Drogas, para fomentar la investigación competitiva.

—Aspirina —repitió irónicamente la médico—. El ingrediente milagroso que recomiendan la mayor parte de los médicos.

Me dedicó de nuevo aquella sonrisa de complicidad. Pienso que le habíamos caído bien porque vivíamos en pecado. La botella de aspirina del mercado negro, valía ya de por sí mucho más que el brazalete indio que había dejado en pago de sus servicios.

Salí de nuevo para registrar a Simón como domiciliado temporalmente en mi casa y solicitar las raciones de alimentación de los Parados Temporales. Sólo se conceden estos billetes para un máximo de dos semanas y hay que ir a recogerlos a diario. Pero, por otra parte, para registrarlo como Inútil Temporal para el Trabajo había necesidad de contar con la firma de dos médicos oficiales y pensé que de momento era mejor no hacerlo. Se necesitaban tres horas para hacer cola, conseguir los formularios que Simón debería rellenar y responder a las estúpidas preguntas insidiosas de por qué no acudía él en persona. Los funcionarios siempre sospechan lo peor. Claro está que no les resulta fácil a las autoridades probar que un hombre y una mujer están casados y no cometen adulterio si se cuenta con la ayuda de algunos amigos que os registren como residente en su casa; pero nosotros teníamos ya una ficha completa en sus archivos y se nos venía considerando sospechosos desde hacía ya bastante tiempo. Realmente el Estado se había complicado demasiado las cosas. Estaba claro que las actuales leyes eran mucho más difíciles de hacer cumplir que las anteriores, cuando el matrimonio era legal y lo que se castigaba era el adulterio. Entonces no tenían más que sorprenderte con quien no fuera el cónyuge legal. Estoy convencida, sin embargo, que antes las gentes faltaban a la ley al menos con la misma frecuencia que ahora lo hacemos nosotros.

Las criaturas-linterna por fin se acercaron lo suficiente como para que pudiéramos ver no sólo su luz, sino también sus cuerpos iluminados por sus luces. No puede decirse que fueran unas criaturas bellas. Tenían un color oscuro, la mayor parte rojo oscuro y no eran más que una boca. Se devoraban unas a otras, luces tragándose a otras luces y todas ellas tragadas en la inmensa boca de la oscuridad. Se movían lentamente pues nada, por pequeño y hambriento que esté, puede moverse rápidamente bajo ese peso y en ese frío. Sus ojos, redondos y llenos de miedo, no se cerraban jamás. Sus cuerpos eran pequeñitos y huesudos tras las enormes quijadas siempre abiertas. Llevaban adornos y condecoraciones extrañas y feas en sus labios y cráneos: flecos, orlas, hierbajos semejantes a plumas, aretes charros, chapas, espejuelos, señuelos. ¡Pobres pequeñas ovejas de los más profundos pastizales! ¡Pobres enanos harapientos, jorobados, exprimidos hasta los huesos por el peso de la oscuridad, helados hasta la médula por el frío de la oscuridad, pequeños monstruos ardiendo de hambre consumidora, que nos hicieron volver a la vida!

Ocasionalmente, en la difusa y escasa iluminación de una de esas criaturas-linternas, podían verse momentáneamente otras siluetas grandes e inmóviles; una simple sugestión: lejos en la distancia, no había nada sólido, pero sí una superficie o un ángulo… ¿Estaba allí?

O algo se deslizaba, suavemente, lejos, abajo No servía de nada tratar de averiguar de qué se trataba. Probablemente era sólo una mancha de sedimento, barro o mica, agitado por la lucha entre las criaturas-linternas, que brillaba como polvo de diamante que se eleva un poco para posarse, después, lentamente. De todos modos no podíamos movernos para ir a ver de qué se trataba. No disponíamos siquiera de la estrecha libertad de las criaturas-linternas. Estábamos inmovilizados, como clavados, sombras inmóviles entre aquellos semi-adivinados muros de sombra. ¿Estábamos allí?

Las criaturas-linternas no daban muestras de advertir nuestra presencia. Pasaban ante nosotros, entre nosotros, tal vez incluso a través de nosotros, no podía saberse con seguridad. No daban señales de miedo ni de curiosidad.

En una ocasión algo un poco mayor que una mano llegó arrastrándose hasta muy cerca y por un momento vimos con toda distinción el ángulo donde surgía el pie del muro en el pavimento al resplandor pálido de la criatura que se arrastraba, cubierta por un espeso follaje de plumas y cada una de ellas manchada de puntitos de luz azulada muy pequeños.

Vimos la parte del pavimento cercano a la criatura y el muro a su lado, conmovedores con su exactitud, su clara linealidad, su oposición a todo lo que fuese fluido, amplio, vacío y fortuito Vimos las garras de la criatura, saliendo y retractándose, como dedos pequeños y rígidos tocando el muro. Su plumaje de luz temblaba; se deslizó por un momento para desvanecerse seguidamente tras la esquina del muro.

Por eso supimos que el muro estaba allí; que era un muro exterior, tal vez una fachada, o el lado de una de las torres de la ciudad.

Recordamos las torres. Recordamos la ciudad. Las habíamos tenido olvidadas Habíamos olvidado quiénes éramos, pero ahora recordábamos ya la ciudad.

Cuando regresé a casa el FBI ya había estado allí. El computador de la comisaría de Policía donde registré la estancia de Simón en mi casa, es decir, su nueva dirección, debió haber mandado de inmediato su mensaje al computador de la central del FBI. Habían estado interrogando a Simón durante casi una hora principalmente sobre cómo había empleado el tiempo en esos doce días que tardó desde la salida del Campo hasta Portland. Supongo que pensaban que había podido hacer un vuelo a Pekín o algo semejante. Por suerte le vino a favorecer la detención que tuvo en Walla Walla cuando lo sorprendieron haciendo autostop. Me dijo Simón que uno de los agentes había ido al cuarto de baño y, como podía esperarse, encontré allí un micrófono que el agente escondió en el quicio de la puerta. Lo dejamos porque pensamos que era mejor tenerlo, sabiéndolo, que no quitarlo y actuar con la seguridad de que no había ninguno sin saber a ciencia cierta si no había otro colocado en quién sabe qué sitio. Como dijo Simón, si alguna vez sentíamos la necesidad de decir algo antipatriótico no teníamos más que tirar de la cadena del water al mismo tiempo.

Yo poseía una radio de pilas —había muchos días en que el trabajo se paralizaba por falta de energía eléctrica, y otros en los que el agua tenía que ser hervida, y cosas semejantes, así que resultaba necesario poseer una radio para ahorrarse pérdidas inútiles de tiempo y evitar el riesgo de morir de fiebres tifoideas— y lo conecté mientras preparaba una sopa en la cocinilla portátil. El locutor de las noticias de las seis de la All-American Broadcasting Company decía que en Uruguay se estaba a punto de conseguir la paz y que había visto al ayudante confidencial del presidente sonreírle a una rubia con la que se tropezó al salir de la 613 conferencia en las negociaciones secretas que se estaban llevando a cabo en una villa de las afueras de Katmandú. La guerra en Liberia iba por buen camino; el enemigo anunciaba que había derribado diecisiete aviones norteamericanos, pero por su parte el Pentágono afirmaba que habían sido ellos los que habían derribado veintidós aviones y que la capital —he olvidado su nombre y además no había sido habitable en los últimos siete años— estaba a punto de ser reconquistada por las fuerzas de la libertad. La actuación de la policía en Arizona también había constituido un éxito. Los insurgentes Neo-Abedul en Phoenix no podían seguir resistiendo mucho tiempo más la acción combinada y poderosa del Ejército y las Fuerzas Aéreas dado que les había sido cortado el suministro clandestino por parte de los Weathermen en Los Ángeles. Vino después un anuncio de unas cartas de crédito y un comercial del Tribunal Supremo: «¡Lleve sus problemas legales a los Nuevos Hombres Sabios!» Seguidamente se anunciaron las subidas de algunas tarifas y un informe sobre la Bolsa que se había cerrado con un aumento de dos mil enteros y otro anuncio del agua enlatada del Gobierno U.S. con una atractiva melodía como fondo del siguiente texto: «No se preocupe al bebería / no es tan sana como piensa. / ¿Sabe lo que debo hacer? / ¡Del agua fría, pura del Gobierno Americano beber!», con tres voces de soprano coreando armónicamente el último verso. Entonces, precisamente en el momento en que las pilas del aparato empezaban a dar muestras de desfallecimiento y las voces se perdían, el locutor comenzó a decir algo sobre el emerger de un nuevo continente.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—No he podido oírlo —dijo Simón.

Estaba acostado con los ojos cerrados y el rostro pálido y sudoroso Le di dos aspirinas antes de comer. Él no comió mucho y se quedó dormido mientras yo lavaba los platos en el cuarto de baño. Me hubiera gustado tocar un poco, pero una viola es un instrumento demasiado ruidoso para ser tocado en un apartamento de una sola habitación mientras alguien duerme, así que decidí leer un rato. Se trataba de un bestseller que había dejado Janet al marcharse. Ella creía que se trataba de una obra excelente, pero también le gustaba Franz Liszt. No leía mucho desde que las bibliotecas habían sido cerradas y resultaba enormemente difícil conseguir libros. Lo único que podía comprarse eran los bestsellers. No recuerdo el título del que estaba leyendo pero en la cubierta podía leerse: «¡Tirada de noventa millones de ejemplares!» Se trataba de la vida sexual en una pequeña ciudad en el siglo pasado, los dulces años de 1970-1980 cuando no había problemas y la vida era tan sencilla y nostálgica. El autor trató de conseguir toda la tensión y el suspense posibles basándose en el hecho de que todos los personajes principales estaban casados. Leí las páginas finales y vi que los matrimonios acababan matándose entre sí después de que todos sus hijos se volvían esquizofrénicos; la excepción, los «buenos» del libro eran una pareja que decidió divorciarse y después se metieron en la cama juntos con una pareja de amantes, funcionarios del gobierno, con claros ojos azules, para durante ocho páginas dar una lección de group sex como un brillante anuncio del maravilloso futuro que empezaba a amanecer.

Yo también me fui a la cama. Simón ardía de fiebre pero dormía tranquilamente. Su respiración era como el sonido de una dulce corriente de agua lejana y yo me sumergí en el oscuro mar de ese sonido.

Yo solía sumergirme en ese mar oscuro frecuentemente, cuando niña, al quedarme dormida. Con la mente despierta casi lo había olvidado. De niña todo lo que tenía que hacer era tumbarme y pensar: «el mar oscuro… el mar oscuro…» Y casi en seguida estaba allí, meciéndome en las grandes profundidades. Pero de mayor esto me ocurría raramente y era como un gran regalo. ¡Conocer la oscuridad abisal y no sentir miedo! ¡Entregarse confiadamente a ella y a todo lo que pudiera surgir de ella…! ¿Qué otro don podría resultar más maravilloso?

Observamos las lucecitas que iban y venían y, al hacerlo así, nos hicimos con un sentido de espacio y dirección, de cercanía y lejanía, de más arriba y más abajo. Fue esa sensación de espacio lo que nos permitió darnos cuenta de las corrientes. El espacio dejó de estar completamente inmóvil a nuestro alrededor, oprimido por la enorme presión de su propio peso. Nos dimos cuenta de que la fría oscuridad se movía lentamente, suavemente, presionando sobre nosotros durante algún rato, para cesar su presión después con una gran oscilación. La vacía oscuridad se deslizaba lentamente a lo largo de nuestros cuerpos inmóviles y que no habíamos visto; a lo largo de ellos, dejándolos atrás, tal vez a través de nuestros propios cuerpos. No podríamos decirlo.

¿De dónde venían esas oscuras, lentas y vastas mareas? ¿Qué presiones o atracciones agitaban las profundidades de esos movimientos suaves, pausados? Eso era algo que no podíamos comprender; lo único que podíamos hacer era sentir su toque sobre nosotros, pero al tensar nuestros sentidos para averiguar su origen o su fin nos damos cuenta de algo distinto; algo que está aquí en la oscuridad de la gran corriente: sonidos. Escuchamos y oímos.

Así nuestro sentido del espacio se agudiza y se localiza en un sentido de placer. El sonido es una cosa local mientras que la vista no lo es. El sonido está limitado por el silencio; y no surge del silencio hasta que no está muy cerca tanto en el espacio como en el tiempo. Aun cuando logremos estar donde una vez estuvo un cantante, no podremos oír su voz. Los años se la llevaron sumergida en sus mareas. El sonido es una cosa muy frágil, un tremor, algo tan delicado como la vida misma. Podemos ver las estrellas, pero no podemos oírlas. Incluso si el vacío del espacio exterior fuera una atmósfera, un éter capaz de transportar las ondas sonoras, no podríamos oír las estrellas; están demasiado lejos para ello. Por mucho que escucháramos todo lo que podríamos llegar a oír, en el mejor de los casos, será a nuestro propio sol, todopoderoso, explotando las tormentas de su fuego, como si fuera un rumor, un murmullo apenas audible, al límite casi del sonido.

Una ola marina nos acaricia los pies. Es la ola de choque de una erupción volcánica al otro lado del mundo. Pero no se oye nada.

Una luz roja resplandece en el horizonte: es el reflejó en el humo del incendio de una ciudad lejana que arde en el otro extremo de la planicie. Pero no se oye nada.

Sólo en la falda del volcán, en el suburbio de la ciudad, se comienza a oír un trueno y los gritos de las gentes que lloran.

Esto hace que cuando oímos algo sabemos con certeza que nos hallamos bastante cerca de la fuente del sonido. Pero podría ocurrir que nos equivocáramos. Porque nos hallamos en un lugar extraño y profundo. Los sonidos viajan con mayor velocidad en lugares profundos. Y aquí el silencio es profundo, perfecto, lo que permite que el menor sonido pueda ser oído a cientos de kilómetros.

Y no puede decirse que los que estábamos oyendo fuesen ruidos débiles. Las luces eran débiles, pero los ruidos fuertes, extensos; no atronadores pero sí largos como continuados En ocasiones descendían bajo la gama de vibraciones que capta el oído y se trataba de vibraciones bajas, largas, más que de auténticos sonidos. El primero de los ruidos que escuchamos nos pareció alzarse entre las corrientes que circulaban por debajo de nosotros; gruñidos inmensos, como profundos suspiros nacidos en el meollo de los huesos, un murmullo prolongado, profundo, desagradable.

Más tarde, ciertos sonidos descendieron sobre nosotros desde arriba, como nacidos en los infinitos niveles de la oscuridad; éstos eran muy extraños puesto que realmente se trataba de música. Una música ciclópea que parecía llamar en la oscuridad, pero no a nosotros. ¿Quiénes sois? Yo estoy aquí.

No nos llamaba a nosotros.

Eran las voces de las almas grandes, de las grandes vidas, de los solitarios, de los viajeros. Llamando. Aunque sin obtener frecuentes respuestas ¿Quiénes sois? ¿De dónde, venís?

Pero los huesos, las quillas y los arcos de blancos huesos de las heladas islas del Sur, las playas de huesos no respondieron.

Nosotros tampoco pudimos responder Pero escuchamos y las lágrimas brotaron a nuestros ojos, saladas, aunque no tan saladas como las aguas de los océanos, de las corrientes profundas que circundan el mundo, los caminos abandonados de las grandes almas; no, no tan saladas, pero mucho más cálidas.

Yo estoy aquí. ¿Dónde os habéis ido?

Sin respuesta.

Sólo el murmullo de los truenos que llegaban desde abajo.

Pero lo sabíamos ya, aun cuando no pudiéramos responder, lo sabíamos porque habíamos oído, habíamos sentido; porque habíamos llorado. Sabíamos que estábamos aquí, sabíamos lo que éramos; y recordamos otras voces.

Max vino a vernos a la noche siguiente. Yo me había sentado sobre la tapa del water para practicar, con la puerta del cuarto de baño cerrada. Los hombres del FBI que estaban escuchando al otro extremo del micrófono que nos habían puesto en el baño, tuvieron que aguantar una buena media hora de escalas con fusas y semifusas. Después una buena audición de la sonata para viola sin acompañamiento, de Hindemith. Como el baño era muy pequeño y sus superficies duras y agudas, realmente el ruido debía ser terrible. No podía ser un buen sonido sino una multiplicación de ecos; sin embargo gocé de la música y toqué cada vez con mayor fuerza a medida que continuaba. El hombre que vivía arriba llamó una vez a la puerta. Pero si yo tenía que soportar la retransmisión semanal de los Juegos Olímpicos para toda América cada domingo por la mañana, con su receptor de televisión a toda pastilla, él tendría que aceptar que Paul Hindemith le llégala a su cuarto de baño de vez en cuando.

Cuando me cansé, puse un trozo de algodón sobre el micrófono y salí del cuarto de baño medio sorda. Simón y Max estaban metidos en faena. Ardiendo sin consumirse. Simón estaba escribiendo una serie de fórmulas a toda velocidad, y Max, subiendo y bajando los codos del modo que le es peculiar, repetía:

—La e-mi-sión de elec-trones…

Hablaba por la nariz, con los ojos contraídos, casi cerrados. Su mente debía funcionar a años luz por segundo, más rápida que su lengua, porque no hacía más que repetir eso de la emisión de electrones y golpeando la mesa con los codos.

Resulta muy cómico ver a dos intelectuales en pleno trabajo. Tan extraños como ver actuar a los artistas. No puedo entender que haya gente que puede sentarse para ver cómo un violinista tuerce los ojos y saca la lengua, o un trompetista reúne saliva o un pianista se mueve como un gato negro atrapado a un banco electrificado, como si aquello que están viendo tuviera algo que ver con la música.

Apagué un poco su furia de trabajo con unas cervezas adquiridas en el mercado negro. La cerveza de racionamiento es mejor pero yo no tengo suficientes cupones para poder adquirir cerveza. Mi sed no es tan grande como para hacerme sacrificar la comida a cambio de unas botellas de cerveza. Pero en esta ocasión aquello bastó para apaciguar un poco a Simón y Max. Este último se hubiera quedado allí toda la noche, hablando, pero hice que se fuera pronto porque Simón estaba terriblemente cansado.

Puse una batería nueva en la radio y la dejé encendida en el cuarto de baño; apagué la vela y me eché junto a Simón y estuvimos charlando. Simón estaba demasiado excitado para dormir. Me dijo que Max había solucionado los problemas que le preocupaban cuando fue enviado al Campo y las soluciones coincidían con las ecuaciones de Simón y con los hechos reales, como dijo Simón, lo cual venía a significar que habían conseguido «conversión directa de la energía». Diez o doce personas habían venido trabajando en el asunto en diferentes épocas desde que Simón publicó la parte teórica cuando sólo tenía veintidós años. La física Ann Jones había indicado con toda claridad que la más simple de todas las aplicaciones prácticas de la teoría sería la construcción de «un colector solar», un aparato destinado a recoger y almacenar energía del sol, a un precio mucho más bajo y mejor que el sistema Sola-Heetas, del Gobierno de Estados Unidos y que algunos ricos podían permitirse instalar en sus casas. El problema tenía una solución simple y ahora Max había dado con ella.

He dicho anteriormente que Simón había publicado la teoría pero eso no es totalmente cierto. Naturalmente jamás pudo llegar a publicar ninguno de sus escritos impresos. No es un funcionario federal y no tiene permiso gubernamental para ello. Pero sus documentos circularon escritos a mano o reproducidos en multicopista. Se dice —es un chiste ya muy visto— que los agentes del FBI detienen a todo aquél que tiene los dedos rojos, pues o sufrían de impétigo o habían leído papeles reproducidos con multicopista que siempre utilizaban tintas rojas.

Entre unas cosas y otras Simón estaba excitadísimo aquella noche; se sentía como en la cumbre. Su auténtica pasión son las matemáticas puras, pero había estado trabajando con Clara y Max y los demás durante diez años en sus esfuerzos para materializar la teoría; y el sabor de la victoria material es una buena cosa al menos una vez en la vida.

Le pedí que me explicara qué significaría aquella invención para las masas, como por ejemplo para mí, como representante de esta masa. Me dijo que podíamos capturar la energía del Sol y utilizarla como fuente de electricidad mediante un aparato más fácil de construir que una simple batería. La eficacia y la capacidad de almacenaje eran tales que bastaban diez minutos de luz solar para facilitar energía suficiente para iluminar, calentar y suplir las demás necesidades de un apartamento como el nuestro, incluyendo la participación en los servicios comunales de la casa, como el ascensor, durante veinticuatro horas. Y todo ello sin producir ningún tipo de contaminación termal, por partículas o radioactiva.

—¿No hay peligro alguno al utilizar la energía solar? —le pregunté.

Se tomó la cosa con calma. Era una pregunta estúpida, pero hasta hacía sólo muy poco tiempo la gente también había creído que no era peligroso utilizar la energía de la Tierra. Me respondió que no, porque no estaríamos extrayendo energía como hicimos cuando explotamos minas y pozos petrolíferos, talamos árboles o desintegramos los átomos. Al aprovechar la energía solar lo único que haríamos sería recoger una energía que, de todos modos, era radiada por el Sol y, quisiéramos o no, llegaba hasta nosotros. La aprovecharíamos como ya hacía mucho tiempo que la venían aprovechando las plantas, los árboles, las rosas y la hierba que la necesitaban para poder existir.

—Si quieres puedes llamar a esta energía «la energía de las flores» —comentó.

Sí, se hallaba muy alto, en la cumbre de la montaña de su entusiasmo, esquiando y saltando bajo la luz solar.

—El Estado es nuestro dueño —dijo— porque el Estado corporativo tiene el monopolio de todas las fuentes de energía y ya no hay energía suficiente en la Tierra para seguir adelante. Pero a partir de ahora cualquiera podrá construirse un generador en el techo de su casa que le producirá energía suficiente para iluminar una ciudad.

Me asomé a la ventana y miré nuestra ciudad oscurecida.

—Podremos descentralizar por completo la industria y la agricultura. La tecnología servirá a la vida en vez de estar al servicio del capital. Cada uno de nosotros podrá dirigir su propia vida. ¡La energía da el poder!… El Estado es una máquina y ahora podemos averiar esa máquina y prescindir de ella. El poder corrompe y el poder absoluto corrompe de manera absoluta. Pero esto sólo es cierto cuando el poder tiene un precio; cuando existen grupos que pueden mantener el poder en sus manos porque disponen de todas las fuentes energéticas, cuando pueden utilizar la fuerza física para ejercer su poder espiritual; cuando la energía, que es poder, está controlada por ellos. Pero ¿qué ocurrirá cuando la energía sea libre y al alcance de todos? ¿Cuando todos seamos igualmente poderosos? En ese caso cada uno de nosotros tendrá que buscar un camino mejor para demostrar que tiene razón…

—Eso fue lo que debió pensar el señor Nobel cuando inventó la dinamita —dije—. ¡Paz en la Tierra!

Se deslizó desde la soleada cumbre unos cuantos cientos de metros y se detuvo junto a mí salpicándome de nieve con su sonrisa.

—La calavera en el banquete —dijo—. Dedos escribiendo en los muros. ¡Estate quieta así! Mira, ya no ves el Sol brillando únicamente sobre el tejado del Pentágono, sino en todos los tejados. Allí, en el Pentágono el Sol podrá lucir en los hasta ahora lóbregos corredores del poder La hierba verde crecerá entre las alfombras de la Oval Room y la luz no será cortada por falta de pago. Lo primero que haremos será construir una cerca electrificada por fuera de la que hay en la Casa Blanca La actual, la interior, impide que puedan entrar allí personas que no estén autorizadas para ello La exterior, la que haremos nosotros, impedirá que las personas autorizadas a entrar puedan volver a salir.

Naturalmente estaba amargado Nadie sale de la cárcel sin cierto regusto de amargura.

Pero resultaba cruel mostrar esta gran esperanza, ahora posible y saber que no había esperanza de que pudiera hacerse realidad. Y él lo sabía. Lo supo siempre. Sabía que no había montañas, que estaba esquiando en el viento.

Las débiles luces de las criaturas-linternas se fueron desvaneciendo una tras otra. Las voces distantes, solitarias, estaban silenciosas. Las corrientes frías y lentas iban vacías, conmovidas tan sólo, de vez en cuando, por los cambios abisales.

De nuevo remaba la oscuridad y no había ninguna voz que nos hablara. Todo oscuridad, silencio, frío.

Y entonces salió el Sol.

No fue como los amaneceres que habíamos comenzado a recordar, el cambio fue múltiple y sutil y se manifestó en el olor y en el tacto del aire, en la quietud que, en vez de olas adormecidas, despertó manteniéndose quieta, esperando, la apariencia de los objetos que parecían grises, vagos y nuevos como si acabaran de ser creados. Montañas distantes contra el cielo de Oriente, las manos propias, la espesa yerba llena de escarcha y sombra, la arruga en la esquina de una cortina que cuelga en la ventana. Y seguidamente, antes de que uno acabara de darse cuenta de todo lo que se está viendo, de nuevo la luz ha vuelto, el día nace, se abre con el canto abrupto, repentino y dulce de un pájaro que acaba de despertarse. Y después de eso el coro, voz tras voz. Éste es mi árbol, éste es mi nido, ésta es mi rama, éste es mi huevo, éste es mi día, ésta es mi vida, aquí estoy yo, aquí estoy yo ¡Viva! ¡Viva! Un viva para mí, que estoy aquí. Pero no las cosas no fueron así en este amanecer. Fue todo completamente silencioso. Y azul.

En los amaneceres que estábamos comenzando a recordar, uno no llegaba a darse cuenta de la luz en sí sino en los objetos separados que eran tocados por ella, las cosas, el mundo, se habían hecho visibles de nuevo, como si la visibilidad fuera su propia propiedad y no un regalo del Sol naciente.

En este amanecer no había nada más que la propia luz Casi podría decirse que ni siquiera había luz sino solo color azul.

No existían los puntos cardinales. El cielo no era más brillante en Oriente. No había ni Este ni Oeste, sólo arriba y abajo, subir y bajar. Abajo estaba la oscuridad. La luz azul venía desde arriba. Caía su brillo. Al otro lado estaba aquel sonido de trueno sordo que pronto cesó, la brillantez luminosa también cesó en la oscuridad pasando por un violeta intenso.

Nos levantamos observando la desaparición de la luz.

En cierto modo aquello parecía más bien una nevada etérea que una puesta de sol. La luz semejaba estar formada por discretas partículas, manchas infinitesimales que caían lentamente, suavemente, más suavemente que los copos de nieve en una noche oscura, y más finos pero de color azulado. Un azul suave, penetrante, que tendía al violeta, el color de las sombras sobre un iceberg, el color de una ráfaga de cielo entre nubes grises en un atardecer invernal antes de que empiece a nevar, delicado en su intensidad pero vivido en su matiz, el color de lo remoto, el color del frío, el color más remoto del Sol.

Un sábado por la noche tuvieron un congreso científico en nuestra habitación. Estuvieron allí, como era de esperar, Max y Clara, así como el ingeniero Phil Drum y otros tres técnicos más que habían estado trabajando en el asunto de la recepción de la energía solar. Phil Drum se sentía muy satisfecho consigo mismo, porque ya había construido una de aquellas cosas, una célula solar que trajo consigo. No creo que ni a Max ni a Simón se les había ocurrido la idea de construir una. Les bastaba con saber que existía la posibilidad de construirla para mostrarse dispuestos a dedicarse a descubrir otras cosas. Pero Phil nos mostró su criatura con una satisfacción innegable, como una madre orgullosa de su bebé. Phil explicó que la había sometido aquella tarde, a las cuatro, a un minuto de Sol en el Parque de Washington y que no se había tratado de un auténtico Sol puesto que toda la tarde había estado cayendo una lluvia ligera. Aquella carga creía que era suficiente. Como en el West Side volvíamos a tener electricidad desde el jueves por la tarde, podíamos probar el aparato sin llamar la atención de los curiosos.

Apagamos las luces después de que Phil conectó la lámpara de mesa al cable de la célula solar. Cuando giró el interruptor de la lámpara, la bombilla se encendió con una luz el doble de brillante de la anterior, es decir, la potencia real de sus cuarenta vatios, lo que nunca se conseguía con la red normal por falta de fuerza en la central suministradora. Todos nos quedamos mirando entre sorprendidos y entusiasmados. Se trataba de una lámpara de mesa normal, con pie de metal y pantalla de tela plastificada.

—Más luminosa que mil soles —murmuró Simón desde la cama.

—¿Es posible que nosotros los científicos hayamos pecado con nuestros inventos —dijo Clara Edmons— y con ello nos hayamos puesto del lado del mal?

—Esto, verdaderamente no podrá ser utilizado para fabricar bombas —dijo Max con aire soñador.

—¡Bombas! ¿Para qué? Las bombas están ya pasadas de moda, superadas. ¿No te das cuenta de que con este tipo de energía podríamos mover montañas? Podríamos coger el Pico Hood y ponerlo en cualquier otra parte. Podríamos deshelar el continente Antártico y helar el Congo. Podríamos hundir un continente. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo. Bien, amigo Arquímedes, aquí tienes tu punto de apoyo.

—¡Jesús! —exclamó sobresaltado Simón—. Pon la radio, Belle.

Tenía razón. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y yo había envuelto en algodón el micrófono. Pero de todos modos teníamos que ir con cuidado si queríamos seguir adelante con nuestros planes. Debíamos añadir alguna precaución secundaria para evitar la posibilidad de que fuéramos escuchados. Así, aun cuando era agradable observarnos los rostros a la brillante luz de la lámpara —todos nosotros teníamos rostros interesantes, curtidos como los mangos de una herramienta frecuentemente usada o las rocas de las márgenes de un río de corriente poderosa— no tenía ganas de oírlos hablar esa noche. No porque yo no fuera una científica, como lo eran todos ellos, pues eso no tenía importancia. Tampoco porque yo creyera o dejara de creer en las cosas que decían. Era algo más simple: me entristecía el ver que no podían hablar libremente, en voz alta y con el rostro abierto, de su trabajo, de su invención, sino que tenían que ocultarse aquí y comentar el asunto en voz baja como si se tratara de conspiradores; era horrible que no pudieran referirse a sus logros a pleno Sol y en voz alta.

En vista de ello, me fui al cuarto de baño con mi viola, me senté en la tapa del retrete y comencé a realizar una serie de ejercicios de solfeo. Después traté de ejercitarme con el trío de Forrest, pero estaba demasiado distraída para ello. Toqué el solo de Harold en Italia, que es bellísimo pero ni siquiera estaba de humor para algo tan relativamente sencillo. En la otra habitación seguían charlando con entusiasmo. Comencé a improvisar.

Llevaba unos minutos practicando en mi menor cuando la luz del espejo del cuarto de baño, la única que tenía encendida, comenzó a vacilar y acabó por apagarse del todo. Otro corte. La luz de la lámpara de mesa de la otra habitación no se apagó porque estaba conectada a la batería solar, con el Sol, y no con las treinta y tres plantas de fisión atómica que suministraban energía, cuando lo hacían, a toda la zona del Gran Portland. En menos de dos segundos la apagamos pues hubiera resultado sumamente extraño que en toda la West Hills sólo quedara una ventana iluminada; los oí moverse en busca de velas y cerillas. Yo, por mi parte, seguí improvisando en la oscuridad.

Sin luz, cuando no pueden verse las superficies brillantes y duras de las cosas, los sonidos parecen más suaves y menos confusos. Seguí tocando y comencé a sentirme identificada con la música. Todas las leyes de la armonía parecían conjugarse bajo el arco de mi viola. Las cuerdas del instrumento eran las cuerdas de mi propia voz, con trémolos de tristeza alternando con sonidos de alegría esperanzada. La melodía se creaba a sí misma, formada de aire y energía; se alzaba sobre los valles y las montañas y las colinas que parecían quedar bajo ella. La música se deslizaba sobre el mar oscuro y cantaba en la oscuridad sobre los fondos abisales.

Cuando salí del baño y volví a su lado todos seguían sentados silenciosos. Ninguno hablaba. Max había estado llorando. Veía pequeñas velitas reflejándose en las lágrimas en torno a sus ojos. Simón seguía echado, de espaldas, sobre la cama, tendido a todo lo largo y con los ojos cerrados. Phil Drum estaba sentado encorvado hacia adelante y mantenía en sus manos la célula solar.

Aflojé las cuerdas y puse la viola y el arco en su caja. Carraspeé antes de hablar presa de cierto embarazo. Pero sólo pude decir:

—¡Lo siento!

Una de las otras mujeres, Rosa Abramski, una estudiante particular y alumna de Simón, comenzó a hablar. Era una mujer alta y fuerte, tímida, que raramente hablaba sino sobre matemáticas.

—¡Lo vi…! —dijo—. Lo he visto. He visto las blancas torres y el agua cayendo a sus costados y deslizándose hasta llegar al mar. Y la luz del Sol resplandeciendo en las calles después de miles de años de oscuridad.

—Y yo lo oí —añadió Simón en voz muy baja desde las sombras—. He oído sus voces…

—¡Oh, por amor de Dios…! ¡Callaos! —gritó Max. Se levantó y vacilando se dirigió hasta el pasillo oscuro, olvidando ponerse el abrigo. Lo oímos bajar las escaleras apresuradamente.

—Phil —preguntó Simón desde la cama—, ¿no podríamos nosotros levantar esas torres blancas con nuestra palanca y nuestro punto de apoyo?

Después de un prolongado silencio, Phil Drum respondió en voz baja pero enérgica.

—Tenemos el poder y la energía para hacerlo.

—¿Y qué otra cosa necesitamos? —preguntó de nuevo Simón—. ¿Qué otra cosa precisamos además del poder y la energía?

Nadie le respondió.

El azul cambió. Se hizo más brillante, más ligero y al mismo tiempo más grueso, impuro. La luminosidad etérea del azul violeta se volvió azul turquesa, intensa y opaca. Todavía no podíamos decir que todo se hubiese vuelto turquesa porque seguía sin haber cosas. No había nada excepto el color turquesa.

El cambio continuó realizándose. La opacidad se hizo más fina y delicada como si estuviera surcada por pequeñas venitas. El color sólido y denso comenzó a volverse traslúcido, transparente. Era como si estuviéramos dentro del corazón de un jade sagrado o del brillante cristal de zafiro o la esmeralda.

Y, como en la estructura interna de un cristal, allí no existía el movimiento. Pero ahora, ya, algo podía verse. Era como si viéramos la estructura interna elegante e inmóvil de las moléculas de una piedra preciosa. Planos y ángulos aparecieron sobre nosotros, rodeándonos, sin sombras, tan claros y limpios como aquella misma luz resplandeciente verde azulada.

Allí estaban los muros y las torres de la ciudad, las calles, las ventanas, las grandes puertas.

Nosotros los veíamos, teníamos conciencia de ellos, pero no los reconocíamos. ¡Había pasado demasiado tiempo! Y todo resultaba tan extraño… Nos habíamos acostumbrado a los sueños cuando vivimos en esa ciudad. Habíamos pasado las noches acostados en las habitaciones de aquella ciudad, tras aquellas ventanas, durmiendo y soñando. Todos nosotros habíamos soñado con los océanos. ¿Estábamos, también, soñando ahora?

Alguna que otra vez el trueno rumoroso, el trémolo profundo bajo nosotros, se manifestaba de nuevo; pero ahora sonaba más débil, como si estuviera mucho más lejos, más lejos que nuestro recuerdo de los truenos y los trémolos y el fuego y las torres derrumbándose hacía ya tanto tiempo. Pero ni el sonido ni el recuerdo nos asustaban. Los conocíamos.

La luz color zafiro trocó su brillantez por otra verdosa, casi verde dorada. Alzamos la vista. Las cúpulas de las altas torres casi resultaban invisibles, como incendiadas por las radiaciones de la luz. Las calles y las aceras eran más oscuras y definidas con mayor claridad.

En una de esas calles largas y oscuras como una gema, algo se estaba moviendo… Algo que no estaba compuesto de planos y ángulos sino de curvas y arcos. Todos nosotros nos giramos para mirarlo, lentamente, preguntándonos, al hacerlo así, la razón del aumento paulatino y lento de nuestra facilidad de movimientos, de nuestra mayor libertad. Sinuosamente, con un deslizamiento ondulante y bello, a veces rápido, y otras más lento, la cosa aquella estaba cruzando la calle, desde el muro sin brillo de un jardín hasta el amparo de una puerta. Allí, en la sombra de color azul oscuro, durante un rato resultó difícil de seguir viéndola. Continuamos observando. Una curva de color azul pálido apareció en el umbral de la puerta. Y una segunda, y después una tercera. La cosa colgó o se levantó allí, por encima de la puerta, como un cimbreante nudo de cuerdas de plata o una mano sin huesos, con uno de sus dedos arqueado señalando cuidadosa y atentamente a algo que había sobre el dintel de la puerta, algo semejante a la propia cosa, pero inmóvil: un grabado. Un grabado de luz de jade hecho sobre la piedra.

Con facilidad y delicadeza el largo tentáculo curvo siguió las curvas sinuosas de la figura grabada, los ocho miembros-pétalos, los ojos redondos. ¿Reconocía la cosa su propia imagen?

La viviente se encogió de pronto, formando un nudo cerrado con sus curvas y se alejó de la calle, rápida y sinuosamente. Detrás dejaba una delicada nube de azul oscuro que parecía colgar durante un minuto para disiparse después, mostrando, de nuevo, la figura grabada sobre el dintel de la puerta: la flor marina, el pulpo, rápido, con grandes ojos, gracioso, evasivo… el signo de saludo grabado en miles de paredes y muros, incorporado al diseño de cornisas, pavimentos, picaportes, joyeros, cornucopias, tapices, manteles, arcos de entrada.

Abajo, en otra calle, a nivel de las ventanas del primer piso, se produjo como una corriente de miles de pequeñas motitas de plata. Con un único movimiento todas ellas se giraron para dirigirse al cruce de la otra calle y se precipitaron en las sombras de color azul oscuro.

Sí, allí sólo había sombras, ahora.

Alzamos los ojos más arriba del vuelo de los peces de plata, por encima de las calles por las que se deslizaban aquellas corrientes de color verde jade y sobre las que caían las sombras. Nos movimos y seguimos mirando hacia lo alto, sollozando, hacia las altas torres de nuestra ciudad. Estaban allí, de pie, las torres caídas. Relucían en la perenne radiación brillante que no era azul ni verde azulada allá arriba, sino dorada. Muy por encima de ellas se extendía una brillantez circular y temblorosa: la luz del sol reflejándose sobre la superficie del mar.

Estamos aquí. Cuando penetramos a través del resplandeciente círculo para llegar a la vida, el agua también romperá y la corriente se deslizará blanca sobre los muros blancos de las torres y correrá por las calles descendiendo de regreso al mar. Las aguas relucirán en el cabello oscuro, en los párpados de los ojos oscuros y se secarán en una fina película de sal blanca.

¡Estamos aquí!

¿Qué voces son ésas? ¿Quién nos llama?

Estuvo conmigo durante doce días. El 28 de enero llegaron los esbirros del Departamento de Salud, Educación y Bienestar y dijeron que puesto que Simón estaba cobrando subsidio de paro, mientras sufría de una enfermedad que no estaba siendo tratada, el Gobierno debía ocuparse de él y tratar de que se restableciera. La salud era un derecho inalienable de todos los ciudadanos de la democracia, dijeron. Simón se negó a firmar los formularios de consentimiento, así que éstos tuvieron que ser firmados por el jefe del Departamento de Sanidad. Se negó a levantarse, así que dos forzudos policías tuvieron que sacarlo de la cama. Trató de luchar contra ellos. El jefe de Sanidad sacó su pistola y dijo que si seguía resistiéndose a los agentes del Departamento de Bienestar en acto de servicio, se vería obligado a disparar y, además, tendría que detenerme a mí por fraude al Gobierno, El hombre que me mantenía sujeta por los brazos me dijo que, de todos modos, siempre podrían detenerme por no haber comunicado mi preñez con un intento de formar una familia nuclear. Al oír eso Simón dejó de resistir o mejor dicho de intentar liberarse, pues eso era lo único que había estado haciendo; no, no había intentado pelear: sólo conseguir que le dejaran libres los brazos. Me dirigió una última mirada y se lo llevaron.

Está en el Hospital Federal de Salem. No he podido enterarme si alojado en la parte general del Hospital o en la sección destinada a enfermos mentales.

Ayer volví a escuchar la radio y oí hablar de las grandes masas continentales que están surgiendo en América del Sur y el Pacífico Occidental. En casa de Max, la otra noche vi un reportaje especial en la televisión explicando las supuestas causas de la tensión en la superficie, las consecuencias geofísicas que eso podía producir, como el emerger de nuevas tierras o el desaparecer de algunas existentes. El Servicio Geodésico de los Estados Unidos está haciendo una gran cantidad de publicidad en la televisión para probar que la culpa no es de nosotros. El anuncio más común es uno que dice: ¡no es culpa nuestra!, con una foto de un determinado punto sobre un mapa esquemático en el que se muestra cómo, incluso si en Oregón se producen gigantescos terremotos y en California hundimientos de tierras, eso no llegará a afectar a Portland o, como máximo, sólo a sus suburbios de la zona occidental.

Las noticias, igualmente, informaron de los proyectos de contener las ondas de movimientos telúricos en Florida haciendo explotar bombas atómicas en el lugar donde antaño estuviera Miami. De ese modo podría volver a unirse Florida con el continente gracias a un istmo de tierras emergentes. Incluso ya se están promocionando las ventas de parcelas en esa estrecha franja de nueva tierra. El presidente se encuentra en la Casa Blanca de Dos Kilómetros de Altura, en Aspen, Colorado. No creo que eso vaya a servir de mucho. En Willamette se están vendiendo casas flotantes por 500.000 dólares. Ya no circulan los trenes ni los autobuses más allá del sur de Portland, porque tanto las vías férreas como las carreteras han sufrido graves daños como consecuencia de los temblores de tierra y deslizamientos la semana pasada. Trataré de ver si logro marchar a Salem a pie para visitar a Simón. Aún conservo la mochila que compré para mi excursión semanal al Desierto de Mount Hood. Tengo algunas semillas secas de lima y unas pocas pasas, además de mis cupones de racionamiento mínimo para el mes de febrero —me llevaré los cupones de todo el mes— con lo que quizá pueda resistir. Phil Drum me ha fabricado una pequeña cocinita alimentada con la célula solar pues no puedo llevarme mi infiernillo porque abulta demasiado y tendría que dejar mi viola. Max me ha regalado un cuarto de litro de brandy. Cuando el brandy se haya acabado meteré estas notas en la botella, la cerraré y la dejaré escondida en algún lugar entre aquí y Salem. Me gusta el pensamiento de ser elevada poco a poco por las aguas, mecida por ellas a medida que me arrastran hacia las tinieblas.

¿Dónde estáis?

Nosotros estamos aquí. ¿Adónde habéis ido?