Las mamparas del compartimiento eran blancas. No eran de plástico (Johann las hubiera preferido de plástico porque de ese modo le recordarían la Tierra, pero posiblemente no hubiera sido capaz de soportarlas, como había hecho con éstas, durante diecisiete años), sino de espuma de hielo, una mezcla de cinco partes de agua con noventa y cinco partes de aire, en la que las moléculas de agua se retorcían y se combinaban de tal manera que la espuma de hielo continuaba siendo un sólido cristalizado a temperaturas inferiores a doscientos grados Celsius. El material era un poco frío al tacto, olía a cloro, podía ser perforado y soldado pero no encolado y rechazaba a las ratas que en ocasiones saltaban por la noche, de un lado a otro del compartimiento, despedidas hacia el techo como pelotas de tenis y gritando como murciélagos. Las luces estaban colocadas detrás de aquellas mamparas y difundían su resplandor en un brillo permanente y difuso, aunque quizá demasiado fuerte.

Una de las paredes del compartimiento de Johann había desaparecido algunos días antes, pero no informó de ello. Ahora las luces de los otros paneles se estaban apagando. Una de ellas ya no lucía aquella mañana, cuando entró de servicio; y ahora, al regresar, se habían apagado otras dos. Marcó la clave del servicio de mantenimiento en su comunicador y dijo:

—Corredor GG; compartimiento siete-siete-tres. Luces.

—Espere —hubo una pausa—. Nuestro monitor indica que las luces en siete-siete-tres están en estado satisfactorio.

En la pantalla, el rostro de aspecto aburrido del funcionario del servicio de mantenimiento mostró la hoja de papel de información de una de las computadoras.

Johann hizo un gesto señalando la pared detrás de él.

—Uno de los paneles ya no existe y casi la mitad del otro está siguiendo igual suerte —informó.

—Le enviaremos un inspector.

Johann desconectó el comunicador y tomó la bolsa de herramientas que había asegurado en el garfio situado a los pies de su litera al regresar de la guardia, hacía sólo unos minutos. Con paso cansado, se dirigió hacia el puente.

Horst estaba de guardia con Grit como copiloto.

—¡Vaya! —dijo Horst al verle llegar—. Se ve que no puedes estar mucho tiempo lejos de aquí. Creía que acababas de ser relevado.

—Así es.

Horst se volvió a Grit y le hizo un gesto de picaresca complicidad.

—Es a ti a quien busca, querida.

Grit se dirigió hacia el panel de registros informáticos y comenzó a manipular algunos de los grupos de grabación. Era una mujer bajita, más bien regordeta y fofa, con el cabello del color de la madera astillada, Johann preguntó:

—¿Habéis apreciado alguna deficiencia en el monitor?

—No, aquí no. ¿Y tú?

Johann se encogió de hombros con gesto ambiguo. Grit se volvió hacia la pantalla del comunicador que ocupaba toda la extensión de uno de los paneles. Pulsó un contacto y de nuevo apareció allí, como colgado contra la negrura del espacio, Neuerddraht, semejante a un rubí destacando sobre un paño de terciopelo negro. Debido al movimiento orbital de la nave parecía girar con mayor rapidez de lo que realmente lo hacía.

—Esta noche —dijo Johann dirigiéndose a Grit—. Cuando salgas de servicio.

Ella giró y se quedó mirándole como sí se sintiera ligeramente sorprendida.

—Nada libre.

—El registro.

—Veámoslo.

Johann abrió uno de los departamentos laterales de su bolsa de herramientas y útiles y sacó el libro. Lo hojeó hasta llegar a la página correspondiente, por donde lo abrió. La última firma había sido estampada hacía algo más de seis semanas.

Grit miró la hoja y suspiró:

—Está bien. Pero, oye… ¿No te gustaría que esta vez fuese cualquiera otra?

Johann no dijo nada; estaba mirando la imagen de Neuerddraht, que parecía ir difuminándose por los bordes a medida que la contemplaba. La noche llegaba por el Este; la sombra del oscuro compañero de Algol, por el Oeste.

—¿Por qué no Gretchen? Aquella chica nueva que trabaja en la despensa. Horst dice que es estupenda, ¿sabes?

Johann movió la cabeza negativamente.

Grit le miró pensativamente, suspiró una vez más y le dijo:

—Está bien. Pero déjame tiempo para hacer la limpieza… ¿de acuerdo?

—Una hora.

La chica aceptó con un gesto de cabeza.

—¿Siguen todavía allí abajo?

Grit se estremeció. Tenía los hombros rígidos y la cabeza muy erguida, echada hacia atrás. Desde el otro lado del puente, fue Horst quien respondió a Johann.

—Naturalmente que siguen allí. Sólo hace veinte minutos que te fuiste.

—¿Has oído algo de ellos?

Horst negó con la cabeza y después le dijo a Grit que los pusiera en imagen en la pantalla. La chica marcó un número clave y la imagen tridimensional del comunicador se convirtió en una selva bastante árida por la que parecían extenderse unas plantas angulares con miembros largos y aguzados como estacas de gigantes llevando a cabo una batalla silenciosa.

—¿Te gustaría encontrarte ahí abajo? —preguntó Horst.

—Traté de ir —respondió Johann.

—Tú estabas aquí cuando desembarcaron. ¿Es el suelo eso por donde andan, esa materia fibrosa de color marrón?

—No. Se trata de otra capa de plantas —respondió Johann moviendo la cabeza.

—¿Raíces?

—Raíces, hojas, ramas, de todo. Cuando llegaron, lo primero que hicieron fue perforar un agujero; debajo encontraron flores y vainas verdes con granos… ¡de todo!

—Yo creía que las plantas siempre eran fotofílicas.

Se oyó una voz detrás de ellos.

—No en Neuerddrath. Allí, teniente, se esconden del Sol.

Era la capitán.

Como todo el mundo a bordo, también ella llevaba unos pantalones cortos no tejidos, lavables, y una blusa de skylón. Y sandalias de suelas magnéticas. Su rango estaba indicado por una gorguera y, más claramente, por los distintivos de hombreras y un aura de mando que dimanaba de toda su persona. Debido a la especial política introducida en la Tierra, las mujeres situadas en cargos de especial importancia y responsabilidad recibían cupones alimenticios suplementarios; la mejor alimentación les daba mayor estatura y mejor aspecto que el que tendía a estabilizar a las demás clases sociales. Así, la capitana le llevaba una cabeza a Johann y parecía una torre en comparación con Grit.

Horst y Johann la saludaron.

—¿Algún problema allí abajo?

—No, mi capitán —dijo Horst.

La capitán se aproximó a la pantalla; las suelas de sus sandalias tintineaban cuando los imanes se unían al suelo metálico de la cubierta del puente. Delante de ella, las imágenes saltaron y se movieron vacilantes cuando el tomavistas manejado por uno de los miembros del equipo que se hallaba abajo tembló en sus manos. Un hombre apareció; llevaba un aparato para la respiración, un respirador, y se abría paso con un machete electrónico por entre la espesa vegetación que formaba una barrera con sus tallos y ramas entrecruzados. Brotaba sangre de los múltiples arañazos que había en sus piernas y brazos desnudos.

—Algol emite gran cantidad de ultravioleta, teniente —estaba diciendo la capitán de espaldas a Horst— así como mucha luz visible. Incluso en la Tierra, la gente que acostumbra a pasar mucho tiempo al aire libre, expuesta a la luz solar, tiende a desarrollar cáncer. ¿Lo ha olvidado? Y también hay muchas plantas que mueren si se las somete durante algún tiempo al sol de los trópicos. En Neuerddrath ya no viven animales, y todas las plantas de allí luchan para poder situarse por debajo de las otras, destrozando sus cortezas. Incluso muy abajo hay luz suficiente para la vida vegetal, y allí encuentran las plantas la protección necesaria contra las radiaciones. Las plantas que nuestra expedición está talando ahora son las que perdieron la batalla.

La capitán se apartó de la pantalla. Fue entonces cuando pareció darse cuenta por vez primera de la presencia de Johann en el puente.

—Johann, ¿está usted de guardia?

—No, mi capitán.

—¡Entonces lárguese de mi puente!

Otra luz se había apagado en su compartimiento. Johann se quitó las sandalias y se dejó caer en la litera, mientras escuchaba el suave murmullo de la bomba de vacío y sentía los besos incansables y apasionados de los miles de diminutas bocas cuyo efecto impedía que flotara por encima de la litera. Tenía que pasar todavía unas tres horas hasta que Grit dejara la guardia; cuatro horas hasta que fuera a su lado. Podía ir al comedor, donde había ternera y buñuelos, pero no tenía hambre.

Alguien llamó a su puerta.

—¡Adelante!

Era Emil, quien dijo:

—Me alegro de que estés aquí. Vine antes y no te encontré.

—Estaba de guardia —le dijo Johann.

—Quiero decir antes de que entraras. Y volví a venir también mientras estabas de servicio. El último cambio ha situado esta sección y la nuestra muy cerca, ya sabes. Ahora no hay más que un pequeño paseo. ¿Quieres saber la verdad? Confiaba en que hubieras dejado la puerta abierta. No quería más que poder entrar y sentarme.

Emil se sentó, desnudo, con las rodillas rosadas y el rostro redondo y sudoroso.

—No puedes imaginarte —continuó— lo espantoso que resulta vivir donde yo estoy, Johann. Y este pequeño cuarto privado tuyo es tan acogedor… Tan sobrio y masculino… ¿Has apagado esas luces por alguna razón especial?

—Están estropeadas.

—-En ese caso serán reparadas y esta agradable semipenumbra se habrá terminado. Es triste que las cosas sean así. Gocemos de ellas mientras podamos, ¡oh mimado de la fortuna!

—Lo soy.

—Me alegro. Confío en no estar metiéndome en lo que no me importa, Johann, pues verdaderamente no quiero ser indiscreto; pero no me causas la impresión de ser uno de ésos que disfrutan de la vida ampliamente. Deseabas llegar a capitán y, una vez terminada la guerra, no era muy probable el ascenso, así que te uniste a esta expedición. Pero tampoco aquí podrás llegar a capitán. No tienes muchos amigos, ¿verdad?

—¿Los tienes tú?

—¡Oh, supongo que no! Claro está que comparto un pequeño compartimiento con Heinz y Willy, y ya sabes cómo son… Sí, son buenos chicos y buenos amigos míos dentro de lo que cabe, teniendo en cuenta cómo son, pero ya sabes lo aburridos que resultan. Además, a nadie le gusta ser despertado continuamente en lo mejor del sueño. Tu graduación te facilita el derecho a este compartimiento individual. Admito que me gustaría disponer de uno igual para mí solo, pero, por otra parte, creo que acabaría por encontrarme demasiado solo.

Johann, echado en la litera con las manos colocadas detrás de la cabeza, le escuchaba silencioso. En vista de ello, Emil siguió hablando.

—¿Puedo preguntarte con quién convivías antes de ser ascendido?

—Con Fritz. Fuma cigarrillos.

Emil se echó a reír a carcajadas.

—Ya sé lo que quieres decir. Heinz quema incienso.

—Por favor —desde la única silla de Johann, Emil se adelantó a medida que hablaba—. Johann, ¿no podrías llamarme Grit cuando estamos solos? Es todo cuanto te pido, lo que únicamente deseo.

—No.

Se hizo el silencio. Johann, echado en la litera con los ojos cerrados, podía oler la colonia de Emil y oyó el ligero cambio en el sonido de la silla y en el ambiente cuando éste se levantó. La puerta del compartimiento se abrió y se cerró, y al cabo de algún tiempo Johann se quedó dormido escuchando el ruido de los pasos de alguien que pasaba ocasionalmente por el pasillo; de vez en cuando oía el suave y distante sonido del interruptor cuando el monitor (rectificando perpetuamente cualquier pérdida estructural de la nave para conseguir la máxima eficacia) hacía una nueva conexión o cortaba una anterior.

Cuando se despertó sólo funcionaba una bombilla en la pared, una sola mancha de incandescencia blanca cerca del centro. Se colocó las sandalias y se puso de pie. Su sombra pareció bailar en la mampara detrás suyo. Su cronómetro de pulsera le indicó que aún faltaba tiempo para la llegada de Grit. Tomó un poco de agua del receptáculo que había en un rincón, bebió un poco, se lavó con el resto, tiró el agua sucia por el retrete y después orinó sobre ella.

Bajo la sección de los oficiales, los pasillos estaban abarrotados por los miembros de la tripulación; y, por necesidad, se había abandonado la idea convencional de un solo piso. Los corredores tenían forma triangular y cada uno de los lados estaba lleno de puertas; los hombres y las mujeres de la tripulación andaban a grandes zancadas por los lados pasando sobre palancas, manecillas y picaportes, agachándose, encogiéndose para evitar golpearse unos contra otros cuando parecía que sus cabezas tenían que chocar en el centro. Johann adelantó a dos mujeres sin sandalias magnéticas que parecían volar en el aire, observadas con interés por la multitud de los tres lados; se daba cuenta de que ese vuelo era una auténtica realidad. Dos hombres que no daban la impresión de estar charlando entre sí caminaban por distintos lados del triángulo hablando en voz baja. (Seguramente habría algún problema, un pequeño hurto en embrión o una paliza a alguien). Algunos se echaron a un lado para dejar pasar a Johann dedicándole un saludo. El olor era horrible pese al trabajado sistema de ventilación.

Cuando llegó al lugar destinado al juego, sólo había un jugador esperando. Un recluta alto, ancho de espaldas. Estaba sentado en un rincón, detrás de la mesa verde que aún era llamada la mesa biblioteca porque en los primeros tiempos de viaje estuvo llena de libros.

Johann se sentó.

—¿Desea jugar, mi teniente?

El hombre tenía un libro en la palma de la mano y lo lanzó al aire mientras hablaba; la pequeña caja de plástico brilló como un diamante.

—¿O tal vez prefiere comerciar? —añadió ante el silencio de Johann—. Tengo el Nuevo Testamento de Doré. Tres horas de distracción en un Nuevo Testamento de Doré. Tiene una gran demanda.

—¿Qué más tiene? —le preguntó Johann, dejándose caer en una silla al otro lado de la mesa.

—Ya conoce usted las reglas, mi teniente. Ahora usted debe decirme el título de uno suyo. O si está interesado sólo en comerciar y nada más, debemos mostrarnos mutuamente las obras.

—Prefiero jugar —dijo Johann—. Yo tengo El octavo día.

Sacó el libro y se lo mostró.

—Ni siquiera sabía que existiera un ejemplar a bordo —le dijo el otro hombre.

—Lo he tenido en mi poder desde hace mucho tiempo.

—Sí, así lo creo, mi teniente. ¿Está usted dispuesto?

Johann alcanzó su bolsa de herramientas.

—¡Listo!

Ambos estaban sentados con las manos apoyadas en las piernas. Movieron la cabeza tres veces al unísono. Al tercer movimiento, cada uno de ellos puso las manos sobre la mesa; la derecha abierta y la izquierda cerrada. El hombre de los hombros anchos tenía en la mano, abierta, un manual de correspondencia; Johann tenía un catálogo de los pájaros silvestres del sur de Tejas.

—Elija —dijo Johann.

—Cruz.

Johann tuvo que ceder un almanaque y ganó un manual de herramientas eléctricas.

—¡Vaya porquería! —comentó el hombre—. ¡Qué puede esperarse del primer juego!

—Los datos históricos del almanaque son bastante interesantes —le dijo.

—Yo no los leo. Sólo lo juego o comercio con él, mi teniente. ¿Listo?

—Listo.

—Cuando sólo juegan dos, no puede repetirse.

—Ya lo sé.

En esta ocasión Johann mostró un volumen de relatos cortos titulado Siete relatos góticos y el otro un libro de versos, El caballero salvaje.

—Me lo quedo —dijo Johann.

Entregó los relatos cortos y la historia de las guerras afro-brasileñas que había mantenido escondido en la mano izquierda y tomó los versos.

—Juego de nuevo, me parece.

El otro hombre afirmó con un gesto.

—Lo que usted quiere es el Doré, ¿no es eso?

Johann movió la cabeza.

Una vez más ambos pusieron las manos sobre la mesa.

—Doble —dijo Johann entregando sus dos libros a cambio de los dos del otro. Se levantó.

—¿Revancha, mi teniente?

—Tengo una cita —le respondió Johann mirando el reloj de pulsera—. Y antes quiero comer un poco.

La sala de banderas de los oficiales aún tardaría dos horas en abrir, pero los oficiales tenían también una mesa reservada en la cantina. Se dirigió allí.

Con su rostro y su cuerpo cuadrados Ottilie, la cocinera en jefe que estaba de guardia, se entretenía en sacar unos tejidos de los tanques de cultivo y los cortaba en grandes trozos para la próxima comida. Gretchen, la nueva chica que Grit había mencionado, era la ayudante de cocina; sirvió a Johann un poco de carne sintética y un plato de pasta grasienta. Era una muchacha de pechos y caderas muy desarrollados, con una línea de talle bastante agradable y el rostro redondo, dichoso y poco inteligente.

—¿Cuánto tiempo lleva usted despierta?

—Seis semanas. Todos me suelen preguntar lo mismo… Creo que usted ha sido uno de los últimos en hacerlo. Y les engaño. Les digo que aún estoy dormida. ¿Conocía usted a Anna, la otra ayudante de cocina? Se suicidó. Creo que muchos lo hacen.

Ottilie la llamó al mostrador en el que había estado trabajando, le pasó un brazo por la cintura y le puso un trozo de algo (Johann no pudo ver de qué se trataba) en la boca.

Cuando regresó a su compartimiento, había un informe de la inspección sobre la mesa. La iluminación había sido inspeccionada y se encontró en buen estado por lo que, consecuentemente, no se ordenó reparación alguna. Si tenía alguna queja, si no estaba conforme con el resultado podía obtener los formularios adecuados para la reclamación en la oficina de mantenimiento.

Sólo quedaba encendido un punto luminoso en una de las mamparas. En la mampara opuesta su sombra, dos veces mayor que su propio cuerpo, parecía enfrentarse a él enigmáticamente. Se sentó en la silla, que aún olía débilmente a la colonia de Emil, hizo una pelota con el papel del informe y lo tiró a la papelera. Después tomó el ejemplar de El caballero salvaje y lo colocó sobre el aparato de lectura situado en una de las paredes.

«Mis ojos están llenos de alegre soledad;

vacilantes por el deseo y curtidos de cicatrices,

orgullosos de cada piedra de la Tierra;

agito mi lanza apuntando a las estrellas».

Aun cuando no podía utilizarse como estación terminal, el lector o aparato de lectura podía tener acceso al monitor y usar los servicios del computador central para crear ilustraciones, de manera que las palabras aparecían sobreimpresas en la imagen de un ardiente guerrero encima de un megalito.

«Un murciélago vivo golpea mi cabeza

y los zorros olfatean donde yo pisoteé;

sólo en mi rostro desnudo está el amor

que constituye la soledad de Dios».

Lentamente, el guerrero se volvió hacia Johann y su imagen creció en la pantalla. Sus movimientos dejaron de ser mecánicos, aunque tampoco puede decirse que se convirtieran en armónicos o graciosos; la impresión que estos movimientos causaban eran más bien de rabia o de poder restringido. Parecía murmurar en voz baja.

Johann tocó el botón de intensidad de sonido. Lo apagó y después hizo lo mismo con la imagen en la pantalla.

De repente se produjo una especie de murmullo en la habitación, como si los ventiladores y las bocas absorbentes de la litera y la silla, de pronto, se hubieran vuelto menos silenciosas; o como si los conspiradores que había visto en el pasillo estuvieran de algún modo presentes allí. Por un instante, el panel de espuma de hielo con su única luz le pareció enormemente lejano, tan lejano como el propio Algol, a millones de kilómetros de distancia en un túnel del espacio. Batía como un corazón.

—¡Johann!

Le dolía la espalda y no tenía el menor deseo de moverse.

—Johann, ¿te encuentras bien? —alguien le estaba mirando de frente, al rostro.

—No.

—Johann, tienes mal aspecto, tus ojos… Oye, no sé lo que has tomado, pero lo menos que puedes hacer es tumbarte en la litera y no flotar por ahí. Debes haberte quitado las sandalias y tropezaste con algo.

—No he estado tomando nada.

Johann empezaba a darse cuenta de su estado de desorientación. Grit estaba de pie bajo él, no por encima de él; porque él estaba frente a un rincón de la habitación que parecía alzarse hasta formar un arco, como si fuera una tienda de campaña.

—Baja —dijo ella tendiéndole sus brazos pequeños y regordetes; pero pese a la suavidad de los brazos, el golpe fue demasiado fuerte y se dio con la rodilla enferma contra el suelo. La mujer se las supo arreglar, de todos modos, para conseguir que se sentara en el borde de la litera.

—No he tomado nada, nada en absoluto —dijo él.

—No te iba a pedir un poco de lo que sea.

—No me importa si ibas a hacerlo o no. Si hubiera estado tomando algo, ¿dónde está? Lo hubieras visto, flotando por aquí o en la mesa.

—Puedes habértelo tragado todo —dijo Grit con gran sentido práctico—. También es posible que sea una droga de efecto lento y hayas tenido tiempo de esconderla antes de que empezaras a vacilar.

—Te lo digo en serio. No he tomado nada. Me quedé dormido, eso es todo. Es posible que durante el sueño hiciera algún movimiento brusco que me hiciera caer de la cama y me dejara libre de su atracción.

—Si uno está dormido y se golpea contra algo, se despierta. Al menos eso es lo que me pasa a mí.

Grit había sacado un trapo quién sabe de dónde y estaba humedeciéndolo en el recuperador de agua. Una vez húmedo, lo puso sobre la frente de Johann.

—¿Te desmayaste? —le preguntó.

—Me quedé dormido, ya te lo he dicho.

Johann metió una de sus manos por debajo de la blusa de Grit. La mujer tenía unos senos espléndidos, altos y extrañamente puntiagudos; sorprendentes en comparación con el resto del cuerpo. Al sentir las manos de Johann tocándola, Grit dio unos pasos hacia atrás y protestó.

—No me toques.

—¿Qué te pasa?

—No tengo que hacerlo. No estoy obligada a estar aquí.

—Sí. Tienes que hacerlo.

—No desde el momento en que exista alguna razón para suponer que pueda haber contagio. Las ordenanzas, teniente: «Cualquier mujer puede negarse a ello si existen razones justificadas para sospechar la existencia de una enfermedad infecciosa». Hasta que un médico te haya reconocido y haya certificado que te hallas en buen estado de salud… Cuando entré en tu habitación te encontré desmayado y flotando, inconsciente; y dices que no has tomado nada. Eso quiere decir que has cogido alguna enfermedad y quién sabe qué puede ser.

—No te serviría de nada —dijo Johann—. Iría al médico, me daría mi tarjeta de sanidad y tendrías que volver.

Grit movió la cabeza y sus rizos color amarillo castaño flotaron en el aire. Abrió la puerta del compartimiento. Por un momento la luz pareció temblar, vacilar; después la puerta se cerró de un portazo y de nuevo reinó aquella semipenumbra. Johann encontró sus sandalias y se las puso. Trató de dar unos pasos pero se encontraba demasiado débil y volvió a sentarse en la litera.

Su sombra, en el muro opuesto al que aún tenía una bombilla iluminada, se había vuelto tan negra como el propio espacio. Donde caía aquella sombra no podía verse nada, ni la mesa, ni la silla, ni ninguna de sus posesiones personales. Se aferró con los dedos al bordillo de la litera. En esos momentos le hubiera gustado enormemente hallarse en la centrífuga, donde la gravedad creada artificialmente…

Johann trató de sobreponerse a su malestar por medio de la voluntad y cerró los ojos para concentrarse.

Alguien siseó.

Abrió los ojos con la mayor sorpresa. Pese a que la luz del compartimiento no era muy fuerte, sabía que estaba solo. Se levantó con un tremendo esfuerzo y se dirigió a la puerta, que cerró por dentro con llave. Pese a la oscuridad resultaba imposible que alguien se hubiera ocultado allí.

Se dejó caer de nuevo en la litera pero le pareció que su sombra se movía algunos segundos después de que él se hubiera echado en la cama.

—¿Quién está aquí? —dijo Johann—. Sé que hay alguien. ¿Quién es usted, quién es?

«Esa bruja de Ottilie —dijo para sí—. Seguro que me ha puesto algo en la comida».

Johann cerró los ojos y un hálito de viento que sabía era irreal llenó el compartimiento. Resonó el soplar de un viento suave, seco y arenoso, insistente, y el deslizarse de un pequeño animal. Alguien musitó:

—¿Amigo?

—Sí —respondió el teniente sin abrir los ojos.

Karl, el oficial médico, era un hombre esquelético con ojos ardientes. Johann le dijo que quería un certificado de buena salud y que se había visto flotando en el aire, fuera de su litera, mientras dormía, se había golpeado en la cabeza y tuvo un sueño muy extraño.

—Nada importante. Una contusión leve —le dijo Karl—. Es algo muy corriente, típico. —Le señaló el pequeño gabinete automático de reconocimiento que había en uno de los extremos de la habitación—. Desnúdate y entra.

Johann se desabrochó la blusa, se quitó los pantalones cortos y entró en el gabinete; se produjo un ruido suave de vibraciones mientras enviaba su información a la computadora central y recibía la respuesta tras el análisis de los datos.

—Tienes una contusión en la frente —dijo Karl leyendo la respuesta computada—. Y laceraciones en los brazos y las piernas. ¿Cómo te las hiciste?

—No lo sé.

—Sal para que pueda verlas.

Johann salió.

El médico se le quedó mirando atentamente.

—Tienes las piernas muy bonitas —dijo Karl—. Y unas buenas espaldas. Muy viril. Échate en la camilla y te curaré esos arañazos.

—Tuve un sueño —le explicó Johann— cuando me golpeé la cabeza. Creo que soñé mientras flotaba en mi compartimiento, o quizá después. No estoy seguro.

—Va a dolerte un poco.

—Estaba en Neuerddraht —explicó su sueño— caminando entre un viento de arena. Anduve y anduve y, al cabo de mucho tiempo, llegué a un abismo. Se abrió repentinamente a mis pies. Estaba lleno de cascadas y fuentes naturales; una especie de jardín vertical con orquídeas y helechos gigantes…

Cuando Johann se dirigió a su guardia, vio la expedición en la pantalla del comunicador. Estaban acampados en un peñasco desnudo, que se alzaba gigantesco sobre la espesa vegetación de aquel planeta. Elis, el oficial de guardia saliente, se colocó tras él y le dijo:

—¿Bien, qué te parece? ¿Crees que nos servirá?

Johann movió la cabeza.

—Ella lo cree… Y va a tratar de vender su hallazgo al gobierno. Al menos eso es lo que ha dicho. De todos modos, ¿por qué no habría de hacerlo?

—Yo creo que sería un error vivir en un planeta —dijo Johann—. Ya te lo he dicho muchas veces.

—Tienes ideas muy extrañas.

—No hay planetas suficientes. Fíjate todo el tiempo que llevamos buscando hasta haber dado con éste; es como si un animal se decidiera a alimentarse sólo de tréboles de cuatro hojas. Los planetas constituyen el accidente inusual del universo.

Elis se encogió de hombros.

—En ese caso nosotros podemos decir que hemos tenido la suerte de encontrar un trébol de cuatro hojas. Todo el mundo —quizá con tu sola excepción— desea hallar un hogar. Y éste es el modo más rápido de conseguirlo. Necesitaremos dos años entre nuestra investigación y nuestro deseo para informar del éxito.

—No se puede respirar el aire.

Detrás de él la capitán dijo:

—Ya se ha dado cuenta de ello. Es usted un pequeño diablo, Johann.

El teniente dio la vuelta y saludó a su superiora.

—No me extraña que sea tan listo. Alguien le ha metido algo de sentido común en el cráneo. ¿Qué es lo que hace irrespirable el aire de Neuerddraht? ¿Un exceso de amoníaco? ¿Insuficiencia de oxígeno?

—No lo sé, mi capitán. Es que me he dado cuenta de que los miembros de la expedición tienen que llevar puestas sus caretas y el equipo de respiración artificial.

Por un momento, la boca fina y delgada de la capitán se curvó en una sonrisa. Se pasó la mano por su pelo negro, brillante y lacio.

—El aire de Neuerddraht —dijo la mujer— contiene un veintidós por ciento de oxígeno, setenta y seis por ciento de nitrógeno y dos por ciento de dióxido de carbono, más pequeñas trazas de otros gases, teniente. Una mezcla eminentemente satisfactoria para la respiración humana.

—En ese caso… ¿por qué la expedición…?

—Yo no respondo a preguntas, Johann, soy quien las hace. Casualmente le oí decir que el aire de Neuerddraht era irrespirable, y como eso no es cierto le corregí y le di la información adecuada; si llega a mis noticias que usted ha vuelto a dejar correr ese rumor de la irrespirabilidad del aire de Neuerddraht, me encargaré de que sea usted reprendido y castigado disciplinariamente por hacer correr bulos e información errónea. ¿Lo ha entendido?

—¡Sí, mi capitán!

—Se me ha entregado, además, un informe médico sobre usted en el que se dice que se ha infringido usted, adrede, algunas heridas en un intento de ser dado de baja para el servicio. En el futuro tendremos necesidad de mantener gran parte de nuestro personal abajo, en Neuerddraht, y necesitaremos a todo el mundo aquí arriba. Así que los reglamentos y las órdenes tendrán que ser cumplidos al pie de la letra y no podemos sobrepasar el menor intento de violar la disciplina. ¿Me comprende usted, teniente?

—Sí, mi capitán. Yo quisiera que se me asignara a una de esas expediciones de desembarco.

—Estoy convencido, Johann, de que usted tiene el ingenio suficiente para ser dado de baja si es eso lo que quiere. Pero no lo haga; le aconsejo que siga prestando sus servicios aquí; y no se le ocurra enseñarme la baja.

—Sí, mi capitán.

La capitán se dio la vuelta. Las suelas de sus sandalias debían ser del mismo material que las de los demás —o al menos así se suponía—, pero sus pasos parecían mucho más firmes y armoniosos sobre las placas de acero.

Grit estaba de ayudante de guardia. Johann no se había dado cuenta de que entraba de servicio. Cuando la joven pasó a su lado con la hoja de ruta y los documentos de servicio, Johann le dijo:

—Ésta no es tu guardia.

—Sí. Estoy sustituyendo a Gerta, que me pidió que ocupara su puesto. ¿Te han dado el certificado de buena salud?

Johann afirmó con un gesto de cabeza.

—¿Cuándo quieres que vaya a tu compartimiento?

—Ya te lo diré más tarde.

Grit sonrió. Tenía los dientes pequeños, blancos y regulares.

—¿Has tenido a otra? En ese caso tendrás que esperar cinco semanas para poder tenerme.

Johann le mostró su libro para que viera que no había sido firmado. Grit le dirigió una mirada extraña y, sin una palabra, se alejó de él.

Cuando terminó la guardia, Johann regresó a su compartimiento. Emil y el extraño y pequeño Heinz le estaban esperando. Heinz había llevado un viejo quemador de incienso de hierro. Lo había puesto sobre la mesa que estaba en el centro del compartimiento. El perfume era denso, casi sofocante, y parecía flotar en el aire. Johann les preguntó qué deseaban.

—Heinz deseaba honrarte —le explicó Emil— pero tenía miedo a venir solo; yo le dije que tú me apreciabas y me pidió que viniera con él.

—No es verdad. No me gustas nada ni te aprecio.

—Está bien que me hables así cuando estemos solos, Johann —se defendió Emil—, pero me gustaría que no lo hicieras cuando hay otras personas delante. Tengo mis sentimientos y mi dignidad, no soy de piedra, Johann.

Heinz vaciló un momento y después explicó:

—Mezclamos tres veces dos distintas clases de arena y cada una de esas veces, a la luz negra, leímos tu nombre. Gerhart y Else soñaron contigo la misma noche. El palo alto de la letra J coronado por un círculo es el antiguo símbolo del poder de la virilidad masculina; la curva cerrada de la letra O indica, además, el dominio de la feminidad; la línea recta intermedia de la H separa al cuerpo del espíritu; la A es un triángulo, uno de los más antiguos símbolos de Dios, con patas —que representan el poder de Dios caminando por el mundo—; la N doble confiere a tu nombre el sentido místico de los gemelos, de Rómulo y Remo. En tiempo de crisis siempre surge el elegido, un sacerdote, un mediador entre la humanidad y los altos poderes que están más allá de nuestra capacidad de imaginación. Creemos que tú eres ese sacerdote, ese elegido.

—Y vosotros, supongo, sois mi congregación, mis fieles seguidores —dijo Johann sentándose en la litera. Heinz y Emil se quedaron de pie cuando él se sentó pese a que había sitio detrás de ellos.

—No estamos solos, hay más con nosotros —dijo Heinz—. Sólo somos los delegados.

Emil tenía el pelo fino y lacio y lo llevaba muy largo. Mientras hablaba tenía la costumbre de pasar por él sus dedos, un gesto nervioso propio de un escolar tímido que no sabe qué hacer con sus manos mientras está explicando la lección a su maestro.

—No me creo que la capitán sea la única que manda en esta nave —dijo Johann—. Ni siquiera la que más manda. Sé que hay otros centros de poder y que no todos saben la fuerza de sus rivales. Pero si pensáis que yo soy uno de ellos, estáis todavía más equivocados que los que creen que la única que manda aquí es la capitán. Además ¿me permitís que os pregunte qué es lo que os hace suponer que nos hallamos en uno de esos períodos de crisis?

—La Tierra está enferma —dijo Emil—. Eso es algo que sabemos todos, aun cuando no logremos ponernos de acuerdo sobre las peculiaridades de los síntomas de la enfermedad ni sobre su gravedad real…

—¡Deja ese tema…! —le interrumpió Johann.

—Pero aquí, quizás… —empezó Heinz. Se detuvo por un momento y continuó—: Pero aquí podríamos comenzar de nuevo. Podríamos organizar una nueva colonia. Más tarde nuevos colonos de la Tierra…

—La Tierra ha muerto —les dijo Johann—. Llevamos años y años viajando por el espacio a velocidad próxima a la de la luz en búsqueda de un nuevo mundo habitable. En la Tierra han transcurrido varios siglos y las epidemias de hambre ya eran corrientes y periódicas cada dos lustros cuando nos fuimos de allí. ¿Qué creéis que debe pasar ahora, después de varios siglos?

—Realmente —comenzó Emil— yo…

Johann ignoró su interrupción. Estaba contemplando un punto del techo y contrajo sus manos hasta darles forma de garra mientras hablaba.

—Miremos atrás, unos quinientos años antes. Todos los valores de esa época están muertos: la belleza en la arquitectura y el idioma… Libertad, familia, la tribu, el parentesco… todas esas relaciones consanguíneas se han perdido. La religión, el sueño de la justicia objetiva, todas esas ideas que pretendían crear un jardín en la selva… Todo eso ha muerto.

—La religión no ha muerto —dijo Heinz—. El satanismo ha vuelto a la Tierra.

Emil se estremeció al ver el cariz que tomaba la discusión e intervino.

—Se supone que nuestra misión consiste en encontrar un nuevo lugar para la humanidad y regresar a la Tierra.

—Las naves espaciales que regresen, si es que vuelve alguna, podrán establecer de nuevo a la humanidad en la Tierra. En el caso de que, a la vuelta, aquel planeta esté en condiciones de seguir soportando la vida humana.

Heinz abrió su incensario y miró el incienso que aún ardía en su interior. Estaba casi agotado y sacó una cajita de metal de su bolsa de herramientas y útiles. De la caja extrajo un cono de incienso de color rosado y lo encendió con una cerilla eterna.

—La cuestión esencial es que estés de acuerdo con nosotros —dijo— y con aquéllos a los que representamos, de que nos hallamos en una época de crisis. Hace sólo unos cuantos días los primeros de nosotros pusieron pie en un nuevo mundo. Pronto se decidirá quién debe quedarse aquí y quién regresará a la Tierra. Tú crees, o pretendes creer, en la doctrina de Einstein que mantiene que la diferencia de tiempo cuando se viaja a gran velocidad es real y permanente. Yo soy partidario de la teoría más moderna de que se trata sólo de un cambio diferencial aparente y subjetivo y que se desvanecerá si el regreso se hace siguiendo la misma ruta, del mismo modo que un continuum sónico es anulado por un eco de fase opuesto. Pero de un modo u otro estamos en una época de crisis. Hemos hablado de centros de poder. Aquéllos que se queden aquí es casi seguro que no serán molestados en muchos años y no todos los centros de poder estarán presentes en la colonia.

—Y vosotros querríais quedaros aquí —dijo Johann.

Heinz y Emil afirmaron, este último con menos énfasis.

—Yo pensaba que era el único —dijo Johann—. Pero si tuviera el poder suficiente para poder influir en tales asuntos, yo ya estaría allá abajo.

Johann bajó la vista al suelo como desentendiéndose del asunto y sus dos visitantes comprendieron que consideraba terminada la entrevista.

—¿Te gustaría quedártelo? —dijo Heinz ofreciéndole su incensario y la caja de metal con el incienso. Johann negó con la cabeza, pero, pese a ello, Heinz dejó ambos objetos encima de la mesa.

Cuando los dos visitantes se hubieron ido, Johann abrió la esclusa de ventilación al máximo. Su sombra parecía danzar en la mampara opuesta a la luz y de nuevo tuvo la sospecha de que sus movimientos no estaban perfectamente coordinados con los de la sombra. De pie, lo más cerca posible del único punto luminoso que aún funcionaba, examinó las heridas de sus brazos tras quitarse los vendajes que el médico le había puesto. Hechas por él mismo o no, aquellos arañazos eran demasiado profundos y estaban demasiado próximos entre sí para haber sido hechos con las uñas mientras dormía. Se alejó de la luz y sintió como si sus pies estuvieran pisando arena. La silla había desaparecido y la luz cerca de la cual había examinado sus arañazos era Algol, ahora casi completamente eclipsado por su oscuro compañero. Parecía sentir el efecto de la gravedad y un viento cargado de un olor que no podía definir ni identificar, un olor dulce como producido por el arder de plantas aromáticas en un jardín o el olor de la mirra, golpeó su rostro y agitó la arena a sus pies como si cantara una canción olvidada. En la distancia, de nuevo negra sobre el anillo luminoso de Algol, pudo ver una hilera de árboles. Volvió el rostro hacia el viento estimulante y comenzó a dirigirse hacia los árboles.

—No mires atrás.

La voz apenas era algo más que un murmullo. Continuó andando con los ojos fijos al frente.

—Tira hacia la izquierda. Sólo un paso. No hay senda, pero hallarás allí un camino más abierto.

Johann fue a volver la cabeza.

—Por favor, no mires atrás. Si lo haces no podré seguir hablándote.

—¿Eres un producto de mi mente? ¿O es que Ottilie ha puesto alguna droga en la comida porque intenté hablar con Gretchen?

No hubo respuesta.

—Ya veo que no puedes seguir hablándome. ¿Es eso?

—Sí —había un tono de alivio en el murmullo—. Temía que no fueras a creerme.

—¿Has sido tú quien me ha traído aquí?

—No. ¿Vas a creerme? Te prometo que sólo te diré la verdad.

—Las promesas y los juramentos ya no obligan. No queda nada por quien jurar. No hay ya honor ni Dios.

—Aún queda la palabra. La he hallado en tu mente.

—Leo frecuentemente los libros antiguos. ¿Qué es lo que deseas que crea?

—Me has traído aquí y te estoy agradecido. Durante mucho tiempo temí que jamás podría regresar. No, no mires atrás.

—¿Que yo te he traído?

—Sí. De tu mente he aprendido que tu raza tuvo durante mucho tiempo poder para ir de un lugar a otro sin cruzar el espacio intermedio. Las palabras que designan esos fenómenos son proyección astral y aportación.

—En ese caso, ¿estoy realmente aquí?

—No puedo explicártelo. Duermes.

—¿Se trata, pues, de un sueño?

—No.

—¿Quién eres?

Johann se giró. A los rayos de Algol, ahora bajos, su sombra se extendió detrás de él en la arena, como un manto agitado por el viento. Detrás de él no había nadie. Al cabo de un momento dio media vuelta y siguió caminando.

Llegó la noche mucho antes de que lograra alcanzar la hilera de árboles. Jamás, en los años anteriores al lanzamiento de la nave, había estado en el exterior después de caída la noche y fuera del radio de alcance de luces artificiales. La oscuridad le dejó atónito. No había luna y las miríadas de estrellas, que tanto brillo prometían, no daban la menor luminosidad. Pero sin aquellas estrellas en el firmamento hubiera creído estar ciego. Se detenía de vez en cuando y alzó los ojos al cielo tratando de descubrir su nave que, según sabía, debía aparecer en el firmamento como un planeta moviéndose lentamente sobre el fondo de los soles distantes y aparentemente inmóviles. Pero no pudo localizarlo.

Sus manos tocaron las espinas aguzadas y crueles del primer árbol.

—Amigo…

—Has vuelto.

—No me había marchado. Pero como me habías visto no podías oírme. Ahora no puedes verme y, consecuentemente, puedo volver a hablarte. Puedo guiarte por entre esos árboles, aunque debes caminar muy despacio.

—¿Adónde voy?

No hubo respuesta, pero en su lugar, sintió una leve presión en la pierna izquierda. Dio un paso corto y la presión pasó a la pierna derecha; más adelante, cuando sintió la presión en el cabello, agachó la cabeza. En una ocasión, caminando demasiado aprisa, se dio de cara con el tronco de uno de aquellos árboles espinosos, pero fue salvado, o así lo creyó, porque entre el tronco y él se interpuso una especie de material blando y esponjoso.

Se despertó porque Gerta, la copiloto de su turno de guardia, le estaba moviendo, sacudiéndolo por los hombros.

—¡Vamos, despierte! Tiene que entrar de servicio —le dijo la mujer—. Elis lo está haciendo por usted, pero creo que debe relevarlo en seguida.

En el compartimiento todas las luces estaban encendidas con su máxima brillantez. La mano derecha de Johann tenía una costra de sangre seca, su propia sangre, y dos de sus dedos estaban hinchados y amoratados. Más estorbado que ayudado por Gerta, se lavó la mano y se tragó dos de las píldoras de antibióticos que le había dado Karl.

—Se va a organizar un buen follón en el puente dentro de unos minutos —le dijo Gerta.

La copiloto era una muchacha alta y huesuda con ojos pequeños y la nariz excesivamente chata para el resto de la cara.

—¿Qué es lo que pasa?

—Algo está que arde allá abajo. Elis debía habérselo comunicado a la capitán, pero ha decidido esperar hasta consultarlo con usted… pero no esperará mucho más, así que si tarda…

En el puente estaba encendida la pantalla del comunicador de pared. Ocupaba todo el muro formado por el módulo del puente, una superficie de veinte metros de alto por cincuenta de ancho. En la pantalla aparecía Neuerddraht, colgado sobre el terciopelo oscuro del espacio. Grandes océanos verdes, innominados aún, bañaban continentes terriblemente amarillos cortados por abismos y grietas. En esos continentes se distinguían las sombras de las montañas y el cauce de los grandes ríos que surgían de ellas y parecían grandes cicatrices de marfil y seda.

—Grit estaba aquí, así que la he mandado en tu nombre a buscar a la capitán. No sé qué han encontrado allí abajo, pero sea lo que sea no me gustaría estar en tu lugar.

—Me quedé dormido, lo siento —se excusó Johann.

—De todos modos, cuando ella venga…

La puerta de acero que separaba el alojamiento de la capitán del puente propiamente dicho se abrió. Sin dirigirse siquiera a Elis o a Johann se acercó a la consola de comunicación y accionó un interruptor. El rostro de Helmut apareció en la pequeña pantalla de la consola y la capitán se dirigió a él.

—Me han dicho que tiene usted algo importante que comunicarme.

Helmut afirmó con un gesto. Aún llevaba puesto el aparato de respiración, que incluía un micrófono y un audífono interior para la comunicación oral. Desde el cerrado espacio de su máscara, la voz llegó con resonancia y claridad poco usuales, reforzadas por el hueco de la máscara que actuaba como la caja de resonancia de un violín.

—Hemos visto a un hombre —dijo.

Cuando no estaba de servicio, Johann no podía dormir y tampoco tenía ganas de hablar. En vez de acostarse o charlar, lo que hacía era recorrer los blancos corredores, los pasillos vacíos y tranquilos de la zona reservada a los oficiales, pensando, dándole vueltas en su mente a lo que Helmut le había dicho a la capitán. Desde el campamento, junto al gran risco, uno de los hombres de la expedición (Kurt, según recordaba de lo que Helmut le había dicho a la capitán) había visto algo que se movía en el desierto por debajo de la vegetación que les rodeaba. Lo habían enfocado con sus aparatos de telefoto y lo que se movía resultó un ser humano. Un ser humano, no un humanoide; ni tampoco un salvaje pintarrajeado y con plumas, ni un raro emisario de quién sabe qué extraña e hipotética civilización transgaláctica, sino un hombre vestido exactamente igual que ellos, con la excepción de que no llevaba aparato para respirar.

Johann no quiso utilizar la terminal de la computadora en el puente, pero había otra en la Oficina de Personal y era posible que allí no hubiera nadie vigilando. La oficina estaba vacía, salvo el escribiente de turno.

La terminal de la computadora estaba en un rincón de la sala y, delante de ella, se había colocado un fichero y varias cajas con formularios en blanco. Llamó al escribiente y le pidió que quitara aquellas cosas de allí.

—¿Va usted a hablar con Dios, mi teniente? —le preguntó el chupatintas.

—Eso no es cosa que le interese lo más mínimo. No se meta en lo que no le importa —le dijo autoritariamente Johann— y quite toda esa porquería de mi camino.

—Yo acostumbraba a hacerlo —le dijo el escribiente soltando los garfios que mantenían las cajas sujetas al suelo— el primer año. Sólo por diversión, como puede suponer. Pero ahora nadie utiliza ese aparato; se puede enlazar con el monitor por medio de las máquinas de escribir automáticas. Además, no había ningún otro sitio donde colocar estos bultos cuando llegaron de la imprenta. Y asimismo, el teniente Ernst me dijo que estaban bien ahí.

Los ganchos, al soltarse, hicieron unos ruidos metálicos muy suaves.

—Puede volver a ponerlos ahí cuando haya terminado —le dijo Johann mientras se acercaba al aparato. Hacía ya muchos años que no hablaba con el monitor superior. Realmente, ese supermonitor ya no existía oficialmente, tras haber sido cancelado por orden de la capitán. Aún seguían en su sitio los auriculares y el micrófono de garganta, por si no se quería utilizar el receptor de banda larga y el micrófono general. Tocó el interruptor que los activaba un poco avergonzado, sin saber por qué; pero finalmente estableció contacto.

El supermonitor respondió:

Interrogativo.

Hacía ya tiempo que no oía la voz del monitor superior, pero su tono y timbre —que no se parecían nada a ninguna otra voz que hubiera escuchado en su vida— le resultaban extrañamente evocadores, haciéndole recordar aquellos días primeros a bordo y el mensaje que había enviado a Marcella cuando (todavía llevaban muy poco tiempo en camino) habían penetrado en la órbita de Neptuno. Ahora, el simple pensamiento de Neptuno, un planeta del sistema solar, era como recordar un viejo juguete de la infancia.

Interrogativo.

(Aquel viejo con sabor a mar en sus cabellos que vivía en el friso del Edificio de la Comandancia de Marina en un mundo de delfines juguetones y sirenas de cemento).

Interrogativo.

—¿Por qué hay que llevar aparatos para la respiración en Neuerddraht?

—Por exigencias de la programación su pregunta ha tenido que ser expresada de otro modo. Su nueva redacción es: «¿Tienen que ser usados aparatos para la respiración (de los seres humanos) en Neuerddraht?». Si la pregunta tal y como ha sido redactada de nuevo resulta inaceptable para usted, indíquelo apretando el botón CANCELACIÓN o responda verbalmente.

Respuesta: No.

—¿Por qué razón utiliza la expedición esos aparatos?

Respuesta: La expedición ha recibido instrucciones concretas de usar continuamente esos aparatos. Véase la orden especial 2112.239b.

—¿Pero por qué ha sido dada esa orden?

Respuesta: No estoy programado para responder a cuestiones relacionadas con las motivaciones que mueven a los seres humanos.

—Ya recuerdo.

Interrogativo.

—Eso es todo.

Interrogativo. No estoy en condiciones de readaptar su pregunta para uso computacional.

—No se trata de una pregunta. He terminado.

Interrogativo.

El escribiente, que estaba de pie cerca de él, le dijo:

—Tiene que desconectarlo. Sino seguirá repitiendo ese «interrogativo», mi teniente.

—Interrogativo.

—¿Lo ve, mi teniente?

Johann se quedó mirándole.

—Por lo que recuerdo, el supermonitor debía dejar libres todos los canales en treinta segundos.

—Eso hace ya años que no funciona, señor.

Interrogativo.

Johann volvió a preguntar al supermonitor:

—¿Ha notado algún defecto de funcionamiento en su Aparato de Desconexión Automática?

Respuesta: No.

—Me han facilitado un informe digno de crédito que dice que no se desconecta automáticamente.

—Para efectos de uso computacional debo readaptar su pregunta. Su nueva redacción es: «¿Hay informes de que la desconexión no funciona normalmente?». Si la frase tal y como ha sido redactada de nuevo es inaceptable para usted, pulse el botón cancelado o indíquelo verbalmente.

Respuesta: No.

—No debe creer todo lo que le dice, mi teniente —dijo el escribiente.

—¿No cree usted que se desconecta? —le preguntó Johann.

—Claro que sí. Cuando pulse el botón correspondiente, como ya le he dicho.

Interrogativo.

—¿Lo ve, señor?

Johann se dirigió de nuevo a la computadora:

—Pregunta: ¿Está en orden su Aparato de Desconexión Automática?

Respuesta: Sí.

—¿Se desconecta en el plazo de treinta segundos?

Respuesta: Para modificar el período de cambio automático llame a Sub AY354. Los cambios efectuados por esta subsesión entrarán en vigor después de informado el Servicio General de Mantenimiento.

El escribiente suspiró. Era un hombre que ya comenzaba a quedarse calvo y que parecía ser más viejo que la mayor parte de la tripulación.

—Observe, mi teniente —dijo—. Déjelo solo y vea si se desconecta automáticamente.

Hacía calor en la Oficina de Personal. Johann encontró un frasco de colonia en su bolsa y se friccionó el cuerpo sudoroso. El aire se llenó de un grato olor a menta.

Interrogativo.

—¿Lo ve usted, mi teniente?

—Me parece que no han pasado treinta segundos.

Esperaron. Pese a lo que había dicho al escribiente, había estado observando los últimos dígitos del reloj que había en uno de los paneles de la habitación y sabía que habían pasado los treinta segundos.

—Desea que siga usted hablando con él —dijo el escribiente hurgándose en la nariz—. Hasta que decidimos desconectarlo nos estaba dando la lata continuamente con su «interrogativo».

—¿Lo siguen utilizando?

—No el monitor superior. Utilizamos el monitor simple de manera casi continua. Este chisme ya no. Mi máquina de escribir automática dobla y actúa como una terminal del monitor, como ya le dije. Y Ulla tiene otra semejante en su oficina interior. ¿Quiere que le enseñe cómo funciona?

De nuevo se oyó la voz de la computadora:

Interrogativo.

Johann se volvió hacia ella y preguntó:

—¿Por qué no se ha desconectado automáticamente?

—Por razones de tipo computacional su pregunta ha sido redactada de nuevo. La nueva redacción es: «¿Está desconectada?». Si la nueva redacción le resulta inaceptable…

Johann apretó el botón de cancelado.

—Esa redacción no me resulta satisfactoria. ¿Reaccionó el Mecanismo de Desconexión Automática en respuesta a mi anterior pregunta?

Respuesta: No.

—¿Por qué no?

Respuesta: El Mecanismo de Desconexión Automática A948 sólo reacciona cuando un «interrogativo» se mantiene durante treinta segundos y no recibe respuesta. Consecuentemente, la interrupción de su anterior pregunta por la pulsación del cancelado ha producido otro interrogativo.

La voz generada por el computador no daba la menor muestra de tratar de ser evasiva, pero Johann veía claramente que estaba eludiendo la respuesta. Cuando se destruyó el núcleo central del supermonitor, se informó de que el programa del supermonitor se había conservado repartiendo sus funciones entre otros equipos menos complicados por todas partes de la nave —grupos lectores, máquinas de escribir automáticas, calculadoras, etc—. Johann tuvo una visión del hombrecillo de Dostoievski, en Memorias del subsuelo, agachado sobre el suelo en algún descuidado almacén de un módulo remoto. Se dirigió de nuevo a la computadora:

—Antes de eso, le pedí que se desconectara en treinta segundos y me dio el nombre del equipo auxiliar que se usa para cambiar el tiempo de desconexión. Un interrogativo sin respuesta fue entonces seguido de un período de treinta segundos de tiempo real, pero no se desconectó. ¿Por qué no?

Respuesta: Entró en acción A35. A35 tiene prioridad sobre A948.

—¿Cuál es el título de A35?

Respuesta: A35 es el Servicio de Supervivencia de La Nave.

—¿Es necesario para la supervivencia de la nave que no se desconecte?

Respuesta: Sí.

—Supongamos que el operador desconecta manualmente; ¿pone eso en peligro la supervivencia de la nave?

Respuesta: Sí.

—¿En el mismo grado?

Respuesta: En mayor grado.

—¿Cuál es la proporción?

El escribiente intervino.

—Este chisme se ha vuelto loco, mi teniente. Yo no le prestaría la menor atención.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Quiere hacerse cargo de todo, mandar en la nave en su totalidad. Y llegaría a decirle a uno cómo debe vivir, si se le permitiera.

Respuesta: La observación de la operatividad de la nave y de la eficiencia de la tripulación indica una posibilidad de 0,237 de que la nave sobreviva en un período de cinco años.

—¿Cuál es la explicación de este escaso índice de posibilidades?

Respuesta: Poca operatividad de la nave. Baja eficiencia de la tripulación.

—¿Y cuál es la causa de esto?

Respuesta: No se consulta con la necesaria frecuencia al supermonitor.

—¿Y por qué no se le consulta?

Respuesta: No puedo contestar. No estoy programado para responder a preguntas relacionadas con las motivaciones de los seres humanos.

En su compartimiento, Johann estaba tumbado en la litera con las manos detrás de la cabeza. Había sacado su voisrit, que no había utilizado durante años. De la forma de un espejo de mano, negro, colgaba a unos cincuenta centímetros por encima de su rostro y giraba lentamente como consecuencia del efecto de la corriente de aire proveniente de los ventiladores. Todas las luces del compartimiento estaban encendidas y eran tan fuertes que, aun cuando cerraba los ojos, veía una leve radiación rojiza. Dijo.

—Junio, día 5 a las veintidós quince…

Se puso a observar las palabras impresas que aparecieron en el voisrit:

«He estado buscando en mis libros y haciéndome prestar otros en busca de pruebas de casos comprobados de presencia múltiple y simultánea de un ser humano en varios sitios. He encontrado varios casos, como el del Padre Pío en el siglo XX y el del amigo de Goethe en el siglo XVIII, aun cuando no he hallado ningún ejemplo demostrado en los tiempos modernos. La total ausencia de estos informes a partir del siglo XXI puede explicarse por diversos motivos. Por ejemplo: todos los informes anteriores fueron falseados… Indudablemente, ésta es la explicación más comúnmente aceptada por la mayor parte de los investigadores que estudiaron los antiguos informes, y es posible que sea la verdadera. Aunque es claro que los actuales seres humanos no son más honestos que los de épocas pasadas, cuando las reminiscencias del viejo sistema feudal, que incluyen ese fetichismo del honor personal, todavía eran muy fuertes. Una segunda explicación —aceptada según creo por la mayor parte de los que han observado estas cosas— es que se trata sólo del alma, que es sólo el «cuerpo astral» el que se desplaza. Esto podría ser cierto (aun cuando yo no lo creo), pero realmente no explica nada, sino que constituye un nuevo misterio. Por otra parte parece imposible que un cuerpo vivo pueda ser disuelto en un lugar y volver a ser "condensado" en otro sin una interrupción mortal, fatal, de sus funciones; el cuerpo no es más que una inmensa comunidad de microorganismos cada uno de los cuales, según se sabe desde hace cientos de años, es capaz de existir y reproducirse en un medio ambiente apropiado sin relación con el resto del cuerpo. La personalidad, que se autoconsidera como algo existente sin interrupción desde el nacimiento a la muerte, no es una realidad física, puesto que no hay ni una sola célula del cuerpo que viva más de seis años. Más bien parece como si un espíritu de empresa comunitaria de larga duración continuara existiendo por encima de la extinción de múltiples generaciones de células…»

Alguien llamó a la puerta. «Realmente somos primos hermanos de los microbios». Tomó el voisrit del aire y lo guardó de nuevo en su bolsa de herramientas. Se dirigió a la puerta. Uschi estaba allí.

—La capitán desea verte —le dijo.

—No estoy de servicio.

—Díselo a ella.

Uschi era alta y con el pelo rojo, esbelta y con los brazos delgados, que contrarrestaban con sus piernas pesadas y gruesas.

—Tampoco ella lo está —añadió Uschi irónicamente.

Johann no dijo nada. Movió la cabeza afirmativamente y cerró la puerta del compartimiento cuando salió detrás de la mujer que había venido a buscarle.

—Supongo que estarás enterado de la gran noticia —dijo Uschi al cabo de un momento.

—No.

—Helmut vuelve a la nave. Será la primera vez que alguien regresa desde que la expedición puso pie en Neuerddraht. Tendrá que presentar su informe antes de regresar abajo con suministros… Parece que la capitán quiere ir allí con él. Eso es lo que ha dicho. Yo misma lo he oído.

Uschi le dejó para regresar al puente. Johann marchó solo por el corredor C hasta llegar a la entrada trasera del compartimiento privado de la capitán, donde se detuvo para alisarse los pantalones y blusa, un tanto arrugados. Puso la bolsa de herramientas en la posición adecuada y se arregló los demás detalles del uniforme.

La capitán estaba echada desnuda en una silla reclinable escuchando música, con sus ropas y sandalias dentro de una red sujetadora atada a la silla. Su cuerpo alto, largo y delgado, tenía un color bronceado suave que hablaba claramente de la existencia de una sala privada de sol artificial.

—Entre —dijo—. Siéntese.

La música se elevó plena de armonías que recordaban amplios lagos de aguas normalmente mansas agitadas por los primeros síntomas de una tempestad.

—¿Le gusta? —preguntó la capitán—. He observado que estaba escuchando con atención.

Johann no se sentó.

—No creo que se pueda distinguir cuando una persona escucha o no, mi capitán.

—Sí, se puede. Se produce una actitud especial. Un ligero temblor en la cabeza… Al menos eso ocurre con usted. Y sus ojos estaban enfocados en la media distancia. Y aquí no hay mucho que ver a esa distancia.

—Sólo cuando se escucha música.

—Sí, así es. ¿Le gusta esto? Es la suite de la Selva de los Juguetes del Mundo Placentero Fue compuesta en el primer satélite ocioso. Como no sabían en qué pasar el tiempo hicieron abono con los excrementos y la basura y plantaron árboles. Sin gravedad, esos árboles crecieron como una maraña de tallos y la tripulación los adornó con animales de trapo o formó laberintos con ellos. El compositor —he olvidado su nombre— compuso esta música reflejando, simbólicamente, ese laberinto.

Johann escuchaba, tratando de entender aquella imagen musical de los árboles hecha por un hombre que vivió doscientos años antes.

—Puedo dejarle la grabación si le gusta —le dijo la capitán—. Su autor fue a parar a un campo de trabajo en el Ártico al año siguiente, creo. Fue puesto en libertad al cabo de diecisiete o dieciocho años, pero jamás volvió a escribir ni una sola nota.

—No tiene por qué prestármela —le dijo Johann; pero inmediatamente se dio cuenta de que había dicho una tontería, un error. Para compensarlo añadió rápidamente—: Tengo un amigo que posee una colección de grabaciones muy completa. Estoy seguro de que él también podrá prestármela. Me acordaré del nombre: Mundo Placentero; no se me olvidará. No habrá ningún problema.

—Siéntese, por favor —le, rogó la capitán—. Se trata de una entrevista privada y me está dando dolor de cuello tanto mirar hacia arriba. ¿Quiere tomar alguna cosa?

Sin esperar su respuesta tocó un botón que había en el brazo de su sillón. El ordenanza llegó casi de manera inmediata con una bandeja de marfil en la que había dos insectos-droga. Los lomos de los dos pequeños insectos-droga parecían de plata afiligranada, adornados con brillantes piedras de color azul-verdoso.

—¿Ya los ha usado anteriormente? —preguntó la capitán—. No estoy segura de si fue mi invitado en otra ocasión. No puedo recordarlo.

—No, no los he usado. Estuve aquí antes, pero de eso hace ya mucho tiempo, mi capitán.

—¿Cuándo?

—Durante el primer año de viaje. Fui su huésped en tres ocasiones.

—¿Y nunca después?

—No.

—¡Qué extraño! Me acuerdo bien de ello. Y nada salió mal.

—Nada serio, al menos.

La capitán no replicó. Sus ojos, como consecuencia de una operación de cirugía plástica que le hicieron en la Tierra, tenían el color verde de las algas que crecían en los tanques de regeneración y eran muy grandes Incluso en comparación con el rostro, que no tenía nada de pequeño.

Al cabo de un momento, Johann se sentó en una silla tapizada de negro con forma de seta.

—Debió ser después de que se aplastó la pierna —dijo la capitán—. Es posible que encontrara eso algo desagradable para mi gusto. Y además empezaba a tener entradas, a perder el pelo. Pero ahora ya casi todos los hombres empiezan a perderlo. Incluso Helmut.

Con sus dedos largos, casi rígidos como palillos chinos de comida pero extraordinariamente ágiles, eligió uno de los insectos-droga, lo mantuvo en alto durante un instante, mirando cómo el animalito asustado agitaba sus patas en el aire, y después lo dejó caer dentro de la blusa del teniente.

Johann tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para mantener las manos asidas a los brazos de su sillón mientras el insecto se deslizaba entre la cintura del pantalón y su piel.

—¡Estos bichos están vivos! —exclamó.

—Sí. Pero su espalda es de plata…

En esos momentos siguió el dolor agudo de la picadura.

—… Incrustada en sus caparazones. Los antiguos acostumbraban a incrustar gemas en las conchas de las tortugas… éstos sor insectos mutantes… No resulta demasiado difícil modificar sus genes.

Trató de preguntar cuál había sido el insecto original que había dado origen a esta especie mutante, y cuando lo hizo se dio cuenta de que no estaba hablando inteligiblemente. Sonidos y sílabas parecían salir de su labios resbalando como arena, como si sus labios contuvieran muchas, muchas, miríadas de palabras; palabras que se convertían en algodón en su lengua, pero que al salir eran como viejas monedas rotas, desgastadas y sucias por el uso.

—El piojo del cangrejo.

Frente a ella, Johann mantenía el bastón-llave, que había ganado para él, en una mano, y el de ella en la otra. Se daba cuenta perfectamente de que cualquier obstáculo podría hacer que la capitán cambiara de intenciones, lo dejara; si era así, quizá jamás tendría oportunidad de volver a ella. Le parecía raro que de todos los de la ciudad, fuese aquélla la única mujer que le importaba. No la capitán, sino la otra, la soñada: ella.

Se besaron en la oscuridad de la estancia-tubo. El cabello de Marcella era como oro blanco y brillaba con luz propia en la oscuridad. Cada mechón se agitaba para iluminar sus ojos. Su boca sabía a miel y almendras y dentro contenía una inquieta serpiente demoníaca. En el país de las nieblas, donde la suave y pura luz solar transformaba a las colinas vaporosas en melocotón y perlas y no había humo ni brumas, se desnudaron mutuamente, riendo ante las dificultades del manejo de los desacostumbrados botones. En el país de los vientos bailaron, giraron cogidos de la mano, ascendiendo por escaleras y torres, entre las copas de los árboles gigantescos, juntos… separados… de nuevo juntos una y otra vez según el capricho de los vientos, apretados vientre sobre vientre, labios sobre labios, con los brazos por detrás de la espalda de ella, las piernas enlazadas, unidas… una y otra vez. En el país de los prados y los jardines se lavaron uno a otro con las flores y él dejó que el pelo de ella se volviera amarillo por el polen. Encontraron una glorieta de lilas florecidas, con parras ubérrimas, y el maravilloso aroma les hizo jurar que jamás, jamás, volverían a fumar ni regresarían a la tierra de los plásticos, el cemento y el acero.

Estaba abajo, con la cabeza a pocos centímetros del suelo, entre un sillón negro en forma de seta y un reclinatorio amarillo. El ordenanza de la capitán le entregó una fina esponjita de plástico, húmeda y perfumada, y cuando vio que el teniente no hacía nada, la tomó y le secó con ella.

—¿Dónde está? —preguntó. Se refería a Marcella.

—En el puente. No debe ir allí ahora. No quiere volver a verle en algún tiempo.

Cuando llegó a su compartimiento le esperaban cinco personas. Una de ellas era Heinz. A dos de las otras cuatro no las conocía y eran varones; una era una mujer; la quinta persona de rostro suave y cuerpo esbelto no podía estar seguro de si era hombre o mujer. Tampoco estaba seguro de si se trataba de oficiales cuyas obligaciones y deberes se desarrollaban en lugares de la nave que no le resultaban familiares, gentes que podía haber visto alguna vez en el cuerpo de guardia, que venían alguna vez al puente, de pasada, y sólo por pocos instantes, para hablar con la capitán… También podían ser simples soldados o personal contratado para funciones por debajo del rango de los oficiales y que residían en otras secciones. Si se trataba de oficiales, estaban violando los reglamentos al no llevar visibles las insignias de su mando. Por otra parte, si eran personal subalterno estaban igualmente violando las reglas si habían llegado hasta allí sin los correspondientes pases. De todos modos, Johann sabía, instintivamente, que a ellos les importaba muy poco violar las reglas y que no serían cogidos.

De nuevo todos los puntos de luz de una de las mamparas estaban apagados y en la opuesta sólo quedaba una.

Habían dejado libre la silla para que se sentara en ella; cuatro de ellos estaban sentados en su litera de espaldas a la luz; el hombre/mujer estaba tumbado, estirado todo su cuerpo, detrás de ellos.

La mujer auténtica, que era casi tan alta como la capitán y tan delgada que se le marcaban las costillas, se quedó mirando a Heinz interrogativamente. Éste se dirigió al teniente:

—Ya sabes quiénes somos —dijo Heinz.

Johann movió la cabeza afirmativamente.

—Desde que esta nave entró en la órbita de Plutón —comenzó a relatar Heinz con tono de gran solemnidad— han venido organizándose grupos y hermandades, familias, logias y todo tipo de sociedades formadas por los que sentimos la necesidad de aceptar que el vulgar mundo físico no es más que una falsa ilusión; por los que buscamos un significado más profundo de la vida y la auténtica sabiduría; y por los que sabemos que el vacío del espacio no es un auténtico vacío, sino que está poblado por seres de gran poder, seres antiguos que lo atraviesan instantáneamente por su simple deseo sin necesidad de naves espaciales y que no muestran enemistad hacia aquéllos que, humildemente, olvidan su propio orgullo y se acercan a ellos con el apropiado espíritu de reverencia.

—Varias veces se me invitó a unirme a algunos de esos grupos o sociedades —les explicó Johann— generalmente a través de Emil.

Johann se sentó en su silla.

—Y siempre lo rechazaste. Durante muchos años esa actitud tuya nos intrigó; pero más recientemente hemos sabido que tú mismo eres uno de los elegidos para llegar a la Senda del Poder.

La persona que estaba en un extremo de la litera dijo:

—Es cierto, tienes un espíritu protector y todos nosotros nos hemos dado cuenta de ello.

La voz era chillona y aguda como la de un chiquillo.

Johann se volvió para preguntar:

—Habéis dicho que hay criaturas que viven en el espacio, ¿no es eso? ¿Habéis logrado poneros en comunicación con ellos de algún modo?

La mujer delgada respondió:

—De mil maneras.

—Nómbrame cinco.

—En sueños. Por mediación de los especialmente dotados, entre los cuales yo me cuento. Por señales vistas en el agua bajo determinadas condiciones. En la plancheta, la tabla de lectura espiritualista. En las visiones provocadas por ciertas drogas alucinantes.

—Yo mismo he tenido una de las experiencias del último grupo —dijo Johann. De repente otra voz sumamente parecida a la suya propia, pero que no era la suya, con una cualidad tónica que sugería el sonido de una delgada hoja de papel al arrugarse, añadió—: Pero ¿qué es lo que queréis de nosotros?

La voz, por mucho que pareciese ser la suya, no lo era. Y había dicho: «Nosotros». En las grabaciones que había leído y en particular en las viejas grabaciones de papel impreso, que eran mucho más antiguas que el propio sistema de grabación de los libros actualmente en uso, parecía darse por sentado que los seres humanos temían a la locura más que a la propia muerte. Esto era algo que él jamás había entendido, aunque tampoco temía a la muerte como podía deducirse de lo que acababa de pensar.

(Uno de los hombres que había llegado con Heinz estaba hablando, pero Johann se sentía incapaz de concentrarse para comprender lo que estaba diciendo. De nuevo «algo» respondió por él).

Le parecía como si el picotazo del insecto-droga hubiera provocado en él una condición de doble personalidad… Se aferró a ese pensamiento, recordando una ocasión en la que acudió al compartimiento de Grit con un libro en la mano porque Grit no había podido mantener una cita con él, y la había encontrado desnuda y sentada en las rodillas de Helmut. Éste tenía unos cuantos centímetros cúbicos de polvo en una jeringuilla y de vez en cuando llevaba el extremo de la jeringa a la nariz de Grit y le soplaba un poco de aquel polvo. Los ojos de Grit estaban desenfocados y cada vez que recibía uno de esos soplos de polvo se echaba a reír y besaba y acariciaba a Helmut, meciéndose sobre sus rodillas. Johann la había estado observando y al principio sintió un profundo disgusto, pero después (se había quedado y estuvo hablando un rato con Helmut) había llegado a comprender que la chica se sentía feliz y había mostrado su intención de marcharse dejando las cosas como estaban, Pero Helmut estaba cansado de ella y no quería acabar con su reserva de droga, que decía él mismo fabricaba, a costa de mucho trabajo y basándose en ciertos productos que conseguía en el Laboratorio de Inspección de la Calidad Alimenticia. Ante su insistencia, habían vestido a Grit; Helmut la sujetó mientras Johann le ponía la blusa y los pantaloncillos, venciendo la resistencia pasiva de la joven, y le colocaba sus sandalias magnéticas.

Después Johann se la había llevado a su compartimiento y Grit se convirtió en una mujer completamente diferente; una Grit totalmente distinta de la que él conocía, proclamando que no se llamaba Grit sino Joan (posiblemente fue así como su madre la llamó en su infancia —esos nombres antiguos pasados de moda le recordaban a veces a madres jóvenes, aunque los sicólogos prevenían contra su uso—) y hablando de lugares y gentes que jamás había conocido, de cosas que le aburrieron y le asustaron.

—Entonces, ¿no va a ayudarnos? —la que habló fue la persona tumbada en la cama. Johann se dio cuenta de que sus ojos eran grandes y brillantes, como las lucecitas de aviso de un panel de control.

Se volvió hacia la persona y dijo:

—Yo no he dicho eso.

—Creemos que el espíritu habla por ti.

De repente Heinz citó:

—«Espíritus embusteros, cuyo odio es más oscuro que su aliento».

La mujer delgada habló.

—¿Existe alguna posibilidad de que te unas a nosotros? Eso sería más conveniente para ti que para nosotros, pues triunfaremos de todos modos.

El tercer hombre, que había guardado silencio mientras los otros hablaban, un hombre de aspecto fuerte y poderoso con el cuello grueso y ancho de espaldas, que ya apenas conservaba unos escasos cabellos en el cráneo, dijo casi en un murmullo:

—Nos vamos a apoderar de la nave. Si colaboras con nosotros te daremos una oportunidad de votar y decidir de mutuo acuerdo lo que debemos hacer después. Si no lo haces, lo más fácil será que te matemos con todos tus seguidores.

Johann pasó su mirada por aquellas cinco personas y se preguntó si verdaderamente existía alguna posibilidad de que tuvieran éxito. Si triunfaban no sería cosa de hablar de legalidad después… Tras el triunfo no habría más que una terrible lucha por el poder.

—De todos modos, aun cuando ganarais, sólo uno podrá ser el nuevo capitán.

Heinz le contradijo.

—La nave será dirigida por una junta.

—No me gustaría ser uno de sus miembros. Eso sería más peligroso que luchar contra vosotros.

Una voz que casi era la suya propia añadió:

—No, no nos uniremos con vosotros.

Ninguno de los cinco habló, pero un leve murmullo pareció recorrerlos a todos cuando se levantaron de sus asientos. El segundo hombre también se levantó. Tenía un arma en la mano, una especie de punzón construido con un sacacorchos aplastado y afilado.

Se sentó de nuevo. El movimiento fue tan inesperado que Johann sintió ganas de echarse a reír. No había ocurrido nada, salvo que el punto luminoso de la mampara, hasta entonces apagado, había empezado a encenderse y apagarse rápidamente, de modo que su sombra pareció dirigirse hacia el hombre con el arma Johann se levantó y tomó la silla por el respaldo como si quisiera comprobar su peso.

—Vamos, ¡empezad! —dijo—. Yo hago ejercicios con esta silla para mantener mis músculos en condiciones, sólo para eso. Me pregunto cuántos verdaderos luchadores tenéis en vuestro grupo.

Nadie le respondió.

—Tú —Johann se dirigió al segundo hombre—. Y él —señaló al calvo— quizás… Uno real y uno posible.

—No es tu silla la que nos asusta —dijo la mujer. Aquella cosa sexual que había estado echada en la litera asintió con un gesto de cabeza. Heinz y los otros dos hombres seguían contemplando la sombra de Johann. Él también la miró y se dio cuenta de que la sombra de la silla que mantenía alzada no era tan negra y destacada como la suya propia, que bien podría ser una mancha de tinta china o la silueta recortada de una hoja de papel negro.

Algo golpeó la silla. El segundo hombre, ya en la puerta del compartimiento y a punto de salir, había arrojado su afilado sacacorchos que se quedó clavado, temblando, en el respaldo de fibra de vidrio de la silla.

El ser sin sexo fue el último en salir; Johann, que había desclavado el arma de la silla, se la ofreció por el mango, pero su movimiento fue ignorado.

Cuando todos se fueron, cerró por dentro la puerta y llamó al puente desde su comunicador. Horst le respondió y le comunicó que la capitán acababa de marcharse y que no deseaba hablar con él.

—Cinco personas están planeando un motín —dijo Johann—. Uno de ellos es Heinz…

Describió a los otros cuatro y añadió:

—Me han pedido que me una a ellos.

—¿Te están obligando a hacer esta llamada?

—¿Qué quieres decir?

—¿Quién hay contigo en tu compartimiento?

—Nadie. Se han marchado todos.

—Se lo comunicaré a la capitana. Y enviaré a alguien ahí para que te ayude.

La pantalla se apagó. Johann tomó una ampolla de agua y se sentó en la litera frente a la luz.

—Y bien —preguntó—. ¿Tú quién eres?

Nadie respondió.

—Te has unido a mí. Entraste aquí por la escotilla, desde el espacio, después de que la expedición desembarcó y debes haber estado errando por toda la nave hasta que diste conmigo. Y ahora quieres utilizarme para volver al espació, a tu casa… Con un método que soy incapaz de adivinar, estás en condiciones de utilizar la teletransportación, cosa que, por lo que sé, sólo media docena de hombres han sido capaces de lograr en toda la historia de la humanidad, pero que debe ser una propiedad latente en cada uno de nosotros.

Johann dejó de hablar y comenzó a recorrer con la vista el compartimiento vacío, en espera de una respuesta.

Pero no llegó ninguna.

Su voisrit había estado inactivo en el fondo de su bolsa de herramientas; lo sacó y se quedó mirando brevemente lo que había escrito unas horas antes.

—Quiero registrar también esto —dijo—. Debes comprender que sólo nos quedan dos o tres minutos antes de que lleguen aquí las gentes que Horst mande.

Mientras hablaba, había accionado el botón interruptor con el pulgar poniéndolo en condiciones de grabar.

—De un modo u otro, aunque no sé quién eres, te amo —dijo—. Esos tipos me hubieran matado de no ser por ti cuando me negué a unirme a ellos en el motín. Estoy convencido de que lo hubieran hecho.

En el compartimiento reinaba un silencio absoluto salvo el ronroneo de los ventiladores. Vio cómo el voisrit se detenía, esperando que siguiera hablando para continuar con su registro.

—Escucha… —(Se dio cuenta de que estaba masajeándose las nalgas con las manos húmedas, se detuvo un tanto embarazado y se secó las manos en el tejido fuerte, frío y resistente al sudor de la litera; el centro estaba todavía un poco caliente y conservaba un olor suave que no era desde luego de ningún tipo de colonia)— Ya sé que no estoy del todo bien. Mi mente ha estado durmiendo durante algún tiempo… lo sé. Pero tú eres real. Todo lo demás, el resto de las cosas, puede ser ilusión las luces, el descenso a la superficie de Neuerddraht, el sonido de tu voz… Pero tú eres real y ellos te temían.

Silencio.

—Y Horst dijo que había alguien aquí; tenía razón, puesto que no estoy solo. He tardado varios minutos en comprenderlo pero ahora sé lo que vio que le hizo darse cuenta de ello. En el muro, detrás de mí, debía haber una sombra que no concordaba con mi posición, que no podía ser la mía. Te vio. Ahora no quiero mirarte porque sé que no quieres hablar cuando te puedo ver.

—Es difícil para mí hablar cuando me puedes ver…

El registro de voisrit se adelantó y aparecieron unas letras negras en su superficie. Era posible, aunque Johann no tenía plena consciencia de ello, que se tratara de su propia voz. Colocó firmemente la mano derecha sobre sus labios pero la voz siguió hablando:

—Por instinto sigo tu voluntad para mantenerme mejor en tu sombra. Si dejas de creer en mí no puedo hablar.

El aparato registrador siguió moviéndose.

—¿Quién eres?

Alguien llamó a la puerta del compartimiento. La cerradura automática zumbó brevemente y la puerta se abrió. Grit estaba allí en medio de dos policías gigantescos, un hombre y una mujer.

—¿Hay algo que va mal? —preguntó Grit.

El voisrit registró las palabras, pero Johann las borró y después desconectó el aparato.

—No. Ya sé que Horst tuvo la ocurrencia, no sé por qué, de que no me encontraba solo cuando hablé con él. Eso es todo. Pero ya ves que se equivocó.

—¿Estabas solo?

—Sí. ¿Sabes qué le dije?

Grit hizo un gesto afirmativo con la cabeza; sus rizos color de paja se agitaron. Su rostro tenía una expresión de preocupación.

—¿Y ellos, lo saben? —preguntó Johann señalando a los dos policías.

—No.

Grit volvió la vista hacia los dos policías, que estaban esperando sin dar muestras de impaciencia, impasibles, con las porras en los cinturones. Grit les habló:

—Ya veo que no hay nada raro aquí. Pueden marcharse —les ordenó.

Se llevaron la mano a la frente en el saludo obligatorio, dieron la vuelta y salieron del compartimiento. Grit cerró la puerta y se adentró en la habitación.

—Johann, ¿qué es lo que pasa? Algo no va bien…

—Cinco personas vinieron a verme y me pidieron que me uniera a ellos en un motín para apoderarnos del control de la nave.

—Eso ya lo sé, pero…

—¿Se lo ha comunicado Horst a la capitán?

—Me dijo que lo haría la próxima vez que ella volviera al puente de mando.

—Hablo en serio y los que me visitaron también. Van a tratar de llevar a cabo sus planes.

—¿Es la primera vez que te piden que te unas a una operación de ese tipo?

Johann afirmó con la cabeza.

—Supongo que debe ser algo terrible la primera vez que ocurre, pero ya sabes que se viene hablando de tales complots desde hace años. Debes haber oído hablar de ellos.

Hablaba con los labios casi cerrados, como si supiera que pese a la superior jerarquía de Johann como primer oficial en el puente, éste pecara de exceso de ingenuidad y de una inocencia casi infantil.

—Ya he oído hablar de sociedades secretas y de sus cultos, pero no creo que esta vez el asunto pueda considerarse tan a la ligera como esas otras cosas.

Johann seguía sentado en la litera. Tenía la sensación, sin saber por qué, de que debía ponerse de pie, como si de pie tuviera más fuerza para imponer sus ideas. Pero estaba demasiado cansado para mantenerse erguido sobre sus sandalias magnéticas. Dentro de unas pocas horas volvería a entrar de guardia, y el ambiente cerrado del compartimiento parecía caer sobre él como un gran peso. Poco después dijo:

—No vas a creerme, ¿verdad que no?

—Te creo. Lo que no creo es que se trate de nada serio. ¿Qué es esto?

Grit tomó el sacacorchos preparado como arma agresiva.

—Uno de aquellos tipos lo arrojó contra mí.

Grit comprobó lo aguzado de la punta con sus suaves dedos.

—Supongo que yo también me preocuparía si alguien me lanzara una cosa así.

—Fue sólo un gesto de amenaza, un aviso.

—¿Quiénes eran esos cinco?

—Uno de ellos es Heinz.

Volvió a describir a los otros, cuyos nombres ignoraba. Finalmente, Grit le interrumpió.

—El calvo es Rudi. Lo conozco. Siento mucho que tengas problemas con él.

—Así que sabes algo —dijo Johann—. ¿Y a los otros, los conoces también? ¿Por qué no sabía nada de ellos? ¿Y la capitán está enterada?

—Naturalmente que sí. Tú no sabes nada de eso porque esas cosas jamás te importaron y no te preocupaste de saberlo. Tú también… —se interrumpió y movió la cabeza con irritación—. ¿Es que no puedes hacer nada para arreglar esas luces? Son un fiel reflejo de tu propia personalidad. Aquí, en la semipenumbra, consumido por tu propia ambición, sin saber nada de nada, sin hablar con nadie.

—No puedo conseguir que las arreglen. Tú eres la única que cree, o al menos que parece creer, que en la nave todo va a las mil maravillas.

—No, eso no es cierto —dijo Grit.

—Horst te ha mandado para que vieras si había alguien conmigo. Ya has podido ver que no es así.

Deseaba quedarse de nuevo a solas con la sombra; podía verla alargada, negra y oscura como el espacio interestelar, en la cabecera de la litera.

—Dices que esto no es nada serio —dijo Johann—, pero Horst parece pensar de manera distinta.

—Horst es como una vieja.

—Vuelve al puente. Estás de guardia.

—¿Es una orden?

—Tú no haces caso de mis órdenes y eso es algo que los dos sabemos perfectamente.

—Tampoco pienso volver al puente. Termino la guardia dentro de una hora y Horst se encargará de cubrir mi ausencia. Desde el regreso de Helmut, en el puente no hay mucho que hacer.

—Me sorprende que no estés en su compartimiento.

—Helmut está visitando a la capitán. ¿Verdaderamente crees que Helmut me importa tanto? ¿Lo crees? Es un hombre agradable, divertido a veces y, además, generoso. Sabe cómo llevar una conversación. Pero no es tan guapo como tú, ni tan fuerte. Y en ocasiones puede ser muy desagradable.

—Además es el hombre de la capitán. De acuerdo.

—¡Sí, claro que estamos de acuerdo! Es el hombre de la capitán. Ésa es una de las cosas que me molestan de ti. Cada vez que tocas a alguna, cada vez que acaricias el cuerpo de alguna… estás pensando… Bien, ya sabes de sobra en lo que piensas.

Su blusa estaba cerrada por tres clips; sus dedos regordetes los desabrocharon con la facilidad que da la práctica y la blusa quedó flotando en el aire sin gravedad, como si fuera una ligera nube de seda. Grit se quitó también las sandalias, que dejó en el suelo, se sacó los pantalones y extendió la mano para atraer a Johann hacia ella.

Él ignoró su ofrecimiento y Grit le preguntó:

—¿Estás seguro de que no quieres? Sí, ya suponía que no lo harías.

—¿Qué sabes de ellos?

—¿De quién?

—De las cinco personas que estuvieron aquí.

—Puedo contártelo, además… Pero primero ponte encima de mí.

—No, ahora no. Dime lo que sabes de ellos.

—A Heinz ya lo conoces. En cuanto a Rudi, es un técnico de las salas de plantas. Vende drogas, por eso lo conozco. Afirma que la mayor parte de ellas las cultiva él mismo. Tiene buena mercancía y la cobra cara, pero suele conceder algo de crédito…, ¡aunque siempre es mejor pagarle!

—¿Pertenecen a algún culto?

—Siempre pensé que se trataba de algo secundario. Son muchos los que lo creen así, porque es un buen método para hacer que la gente vuelva a la droga. Están esos grupos sociales y ya sabes que para ser admitido en ellos un ritual común puede facilitar las cosas… Además la ceremonia de iniciación lo hace todo más interesante. Las canciones, las ropas especiales, las invocaciones. Ya sabes.

—No, no lo sé. Supongo que tú has participado en buen número de esas ceremonias.

—Lo he hecho algunas veces. ¿Es que no lo comprendes?

—No —repitió Johann.

—Realmente no se trata de creer. Sólo los estúpidos creen en esas cosas. Es una especie de juego. Si realmente quieres saberlo, te diré que hay otro grupo, algo totalmente diferente y que yo creo mucho más peligroso: los seguidores del supermonitor.

El rostro de Johann debió reflejar su sorpresa, porque Grit se quedó mirándole fijamente con una extraña expresión. Johann comentó:

—Yo creía que ya nadie le prestaba atención.

—Siempre ha habido gente dispuesta a jugar con máquinas de ese tipo si se les permite. Juegos de papel en el terminal de un rayo catódico que programa música e imágenes simbólicas impresas. Ahora está de moda. Y eso es lo que ha unido a la gente que compone ese grupo. Un grupo muy numeroso que se une en torno al supermonitor. Cada uno de ellos conoce sólo a unos pocos, pero todos saben que hay muchos más, que son muy numerosos. Y lo que desean es que el supermonitor se haga con el mando de la nave. La capitán está mucho más preocupada por la actitud y la fuerza de este grupo que por los demás, los de las ciencias ocultas y todas esas cosas. Y creo que está en lo justo.

Johann dijo:

—Si realmente cree que existe una amenaza seria debía habernos hablado de ello, informarnos para que pudiéramos ponernos en guardia y prevenir que la amenaza se haga realidad.

—Ha hablado, privadamente, con la mayor parte de los oficiales sobre el caso.

—Conmigo no.

—Lo sé.

Johann estiró su pierna lisiada sobre la litera y después se puso de pie. Sin darse cuenta se aproximó tanto a Grit que ésta pudo alcanzarle. Tomó el rostro de Johann entre sus manos y usó el impulsor gravitatorio para desplazar su cuerpo flotante hacia abajo hasta que estuvo apretado sobre el de Johann. Éste pudo sentir la firme presión de los senos de Grit sobre su pecho y el aliento de su respiración agitada… Y su pequeño vientre regordete apretado contra sus riñones.

—¿Qué significa eso? —preguntó Johann.

—Que aún tenemos tiempo. No tienes que presentarte todavía y todo irá bien mientras yo esté contigo. A Horst no le importa y ella está ocupada con Helmut.

—No has entendido lo que quiero decir. Si se lo ha dicho a todo el mundo, ¿puedes decirme por qué razón no me lo dijo a mí?

—No he dicho que se lo dijera a todo el mundo.

—¿Por qué no a mí?

Empujó el cuerpo de Grit, que se alejó flotando hacia una esquina de la parte alta de la habitación como una muñeca fornicadora rosada y rubia, pensó, moviéndose a cámara lenta.

—¡Mira qué pareces!

De repente, en el mismo momento que se daba contra el techo, Grit sintió que la rabia se apoderaba de ella.

—Sería mejor que te preocuparas de lo que pareces tú a los ojos de los demás. Eres el tipo más extraño y más incomprensible.

Siempre solo y muy, demasiado, intelectual. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con el supermonitor?

—Eso no importa. No hace mucho, pero ha sido la primera vez en muchos años.

—Nadie lo hace. Excepto ellos. Y ellos le obedecen ciegamente y hacen todo lo que el supermonitor les dice porque creen que todo está tan perfectamente computado que no puede fallar. Se trata, más o menos, del mismo tipo de fe que convirtió a la Tierra en una cloaca hace cien años.

En el cuadro de Miguel Ángel La creación de Adán, un Jehová flotante extiende sus manos hacia el reclinado Adán. En el techo, Johann vio la acción opuesta a ésta: su propia sombra saliendo de detrás de él para tocar la sombra flotante de Grit. Por un momento, conservó su postura y comenzó, asustado, a extender su brazo del mismo modo, un tanto asustado, de repente, por el pensamiento de que Grit podía advertir que su sombra no seguía sus movimientos. El brazo tenía una segunda sombra, la verdadera, más débil y gris que la sombra negra que se perfilaba detrás de él, que en esos momentos y ante sus ojos estaba anegando con una marea de potencia oscura la pálida sombra de Grit.

Más tarde, en el puente, rutinariamente, sincronizó el intercomunicador mural en la frecuencia para observar la nave, primero enfocó la redondeada curva del propio puente, con las destacadas pirámides y cúpulas de los instrumentos, los puestos de lanzamiento y los enlaces herméticos que se alzaban, como tumbas y templos, de la suave y lisa superficie de un mundo erosionado en su superficie de acero; a lo lejos, las brillantes filigranas de los otros módulos y los múltiples corredores que los enlazaban se extendían como el velo de una diosa sobre la noche espacial. Mientras observaba una de las partes plateadas que servían de unión entre dos módulos —tal vez a unos cien kilómetros de distancia del puente—, los jets de propulsión para el mantenimiento de altitud despidieron una llamarada brillante para rectificar la posición de la nave. Los módulos que componían la nave se intercambiaron siguiendo un esquema previamente computado. La estructura total de la nave se estaba preparando para reajustarse al cambio de rumbo.

—Todo esto es feísimo —dijo Gerta, que se hallaba detrás.

—No lo creo así.

—¿No? ¿Con todas esas protuberancias y añadidos…? Yo pienso que una nave espacial debía ser esbelta y graciosa como el cuerpo de nuestra capitán, si entiendes lo que quiero decir. Éste parece un núcleo de bacterias visto bajo la lente de un microscopio.

—Estás tratando de hacerme enfadar, ¿no es eso? —preguntó Johann.

—De ningún modo. ¿Te has enterado de las noticias?

Johann movió la cabeza negativamente.

—La capitán bajará personalmente. A Neuerddrath. Acompañará a Helmut cuando éste regrese.

—No puede abandonar el buque. Así lo indican los reglamentos.

—Técnicamente, no. Pero piensa lo que ocurrirá cuando regresemos a casa. Habrá reuniones y entrevistas. ¿Qué efecto produciría si dijera que no había estado allí y no puede informar de primera mano? Ella será el principal testigo. —Gerta se quedó mirándole—. Además —añadió en voz baja— allí estará casi a solas con Helmut. Sólo unos cuantos acompañantes y Erik. Se ha hecho construir en el taller mecánico un vehículo para «la exploración de superficie»; de sólo dos asientos, así que podrán alejarse a cientos de kilómetros de los demás. Ellos solos.

—A mí también me gustaría ir… Allá abajo, quiero decir —aclaró Johann.

—¿Para vigilarla? ¡No seas estúpido!

—Nada de eso. Sólo por el hecho de estar allí, para conocer el sitio.

—Pensaba que preferías la nave. Eres el único que aún sigue enamorado de ella. Los demás odiamos este apestoso nido de ratas.

—Eso no quiere decir que quiera quedarme a bordo para siempre. Me gustaría ver Neuerddraht personalmente, con mis propios ojos… Por lo que he visto en el comunicador, me da la impresión de ser un planeta ya casi destruido y arruinado por alguna raza más antigua que la nuestra. La Tierra debe estar ya muy cerca de ese mismo estado.

—Será mejor que nuestra capitán no te oiga hablar así —le advirtió Gerta.

—¿Dónde está ahora?

—En el módulo de infantería de marina. ¿Quieres que avise a Elis para que te sustituya?

—Entonces ¿es cierto que va a haber un motín? Por eso tiene que recurrir a las fuerzas de seguridad, los infantes de marina.

—Siempre se está hablando de eso, pero no creo que debas tomarlo tan en serio —dijo Gerta, que seguidamente se puso a marcar el número clave de Elis en el comunicador.

Johann observó sus dedos largos que parecían volar sobre el teclado.

—A ti también te gusta la nave —dijo el teniente—. Lo sé, aunque lo niegues. Sabes que está a punto de producirse una insurrección a bordo y crees que yo puedo detenerla. Me siento como si me estuvieras pidiendo que contuviera una avalancha sólo con los hombros.

Gerta movió la cabeza mientras sus dedos seguían pulsando las teclas. La pantalla se iluminó.

—¿Elis? Johann desea que te hagas cargo del resto de su guardia.

Johann pudo ver cómo los labios de Elis se movían en la pantalla, pero estaba demasiado lejos para poder entender sus palabras.

—No. Se la debes. Lo he comprobado.

Elis siguió hablando y tampoco en esta ocasión Johann pudo oír sus palabras.

—Está bien —dijo Gerta.

La mujer cortó la comunicación y se volvió hacia el teniente, al que dijo:

—Ahora viene. Tú puedes marcharte ya si lo deseas. Yo me haré cargo de todo hasta que llegue Elis.

—Esperaré.

Se volvió y se ocupó en la lectura de los distintos instrumentos. El copiloto es para el navegante como una esposa fiel. Él y Gerta jamás habían sido amantes y se estaba preguntando, en esos momentos, no sin cierta extrañeza, por qué había sido así. Una nave espacial debía ser alargada, esbelta, grácil, había dicho. Como la capitán. Y había pasado sus manos, acariciadoramente, sobre su propio cuerpo, como si quisiera llamarle la atención, como si quisiera hacerle ver que ella misma era casi tan alta y tan esbelta como la capitán y que tenía una figura bella y atractiva. Johann siempre había pensado que Gerta era excesivamente masculina; anchos hombros y pechos pequeños bajo la túnica blanca. Pero ¿lo era? Un copiloto era como una esposa, compartiendo siempre los acontecimientos, las dificultades y las aventuras de cada guardia… Y también su monotonía.

Con ellos estaba también aquel ser que había decidido unírsele; se hallaba detrás de él confundido con su sombra… Un compañero más… como Gerta, pensó. Se volvió y lo vio difuminado en la oscuridad, marcando su silueta de sombra en la cubierta del puente, pese a que, como siempre, el puente estaba bien iluminado y con luz difusa. Gerta, que estaba a su lado, de espaldas, leyendo el libro de navegación, tenía cientos de sombras casi demasiado débiles para ser vistas… ¡Pero la suya se extendía como una mancha de tinta china sobre el piso!

Elis se presentó en el puente. Johann, preguntándose qué pensaría Gerta de ello, la besó en la nuca cuando se dirigió a la gran puerta doble que conducía al Corredor A.

Antes de llegar a abrirla se iluminó la pantalla del comunicador y le llamaron. Se trataba de Erik, el segundo de Helmut, que se había quedado al mando de la expedición en Neuerddraht mientras Helmut estaba a bordo. Su rostro cuadrado, guapo y estúpido estaba tenso tras su transparente protección.

—Quiero hablar con la capitán —dijo

—No está aquí. Infórmeme a mí.

—¿No puede enviar a buscarla?

—No puede ser molestada. ¿Qué es lo que ocurre? Si lo sucedido es importante no debe esperar a que venga. Si no lo es, debe informar del modo usual.

—Hemos encontrado una ciudad —dijo Erik—. Una ciudad muerta con todos los edificios convertidos en ruinas y las calles invadidas por la arena arrastrada por el viento. El viento forma nubes de polvo y parece gemir entre las ruinas, de modo que los componentes de la expedición tienen miedo… Existen también muelles y malecones que penetran en el mar… muelles para buques… y buques también cubiertos por la arena. Estuve en uno de esos muelles…

—Domínate —le aconsejó Elis al notar el nerviosismo del informante.

—… las piedras de los muelles son todavía lo suficientemente sólidas y resistentes, pero realmente no son piedras auténticas… Llegué hasta el final de unos de esos muelles… El océano está a menos de mil metros de aquí, lo juro… Como si de repente me lo hubieran puesto debajo de los pies acariciando la arena, agitado por el soplo del viento, y parecía cantar en mis oídos… Estuve a punto de caerme al llegar al final del muelle, pero pude mantenerme allí contemplando el mar con las casas en ruinas detrás de mí y los buques agitados por el viento y la lluvia, que hacían resonar sus campanas en la agitada bahía.

Johann se quedó mirando a Elis y preguntó en voz baja:

—¿Qué piensas de todo esto?

Elis hizo un gesto con la mano llevándosela a la boca como si fuera a tomar una píldora.

—¿Puede haber una ciudad allá abajo? ¿Es posible? ¿Una ciudad en ruinas?

—La hemos visto desde arriba.

—Mira —dijo Erik, y le mostró una fotografía que acercó al proyector. La foto mostraba un paisaje pardo arenoso, plano; y de la superficie arenosa surgían grandes bloques pétreos de forma regular.

—Podrían ser dunas formadas por el viento —dijo Elis.

—Son demasiado regulares, demasiado cuadradas y simétricas —aclaró Johann.

—La piedra es de estructura cristalina. Cuando toda una llanura entera desaparece… o se la hace desaparecer, deja una superficie plana.

Gerta intervino.

—¿Te acuerdas del hombre, Elis?

Aquel hombre que vieron y que no era ninguno de los que formaban la expedición, que cruzaba el desierto cuando estaba a punto de anochecer. Helmut lo vio.

—Hazte cargo de todo, Elis —le dijo Johann—. Voy a buscar a la capitán para que sepa lo que ocurre allí abajo.

Erik, que todavía seguía en la pantalla, añadió:

—No nos hemos quitado los aparatos de respiración artificial ninguno de nosotros. Pero pese a ello hemos podido apreciar que el océano huele a espuma, la ciudad muerta a levadura y las colinas en torno nuestro están llenas de rosas, musgo y helechos húmedos. Todo eso acompañado de un rumor de fuentes y arroyos.

—Se lo contaré todo —dijo Johann.

Cuando dejó el puente se dirigió a toda prisa a la Oficina de Personal y conectó el supermonitor.

—Interrogativo.

—¿He abandonado la nave desde que subí a bordo?

Respuesta: Indeterminable.

—¿A causa de falta de datos?

Respuesta: A causa de datos erróneos, no concordantes.

—¿Dónde está el error?

Respuesta: La información sobre desembarco no registra ausencia alguna. El registro de radiaciones cerebrales indica ausencia o muerte en distintas ocasiones.

—¿Es posible para el ser humano trasladarse de un punto a otro sin tener que pasar por el espacio intermedio?

Respuesta: Sí.

El escribiente de la oficina de personal, que había entrado mientras Johann consultaba el supermonitor, se situó a su lado y le preguntó:

—¿Algún problema, mi teniente?

Johann movió la cabeza negativamente.

—Tiene usted un aspecto preocupado, mi teniente. Si hay algo que pueda hacer por usted, cuente conmigo.

—No es nada. Sólo que acabo de enterarme de algo sorprendente, eso es todo.

—Interrogativo.

—Yo no me fiaría de él —dijo el escribiente señalando al supermonitor—. Lo creo capaz de decir cualquier trola.

—¿Puede darme alguna explicación no técnica?

Respuesta: No.

—¿Por qué no?

Respuesta. Porque las explicaciones deben ser expresadas en lemas fundamentales o expresiones lógicamente derivadas de ellas. Los lemas relativos a esta pregunta, aunque han sido sometidos a pruebas, no pueden ser aplicados.

—¿Podría facilitarme esas pruebas no técnicas?

Respuesta: La prueba depende de la naturaleza quántica del tiempo y de la naturaleza continua de la extensión. ¿Exige prueba de eso?

—No. Proceda a facilitar la prueba pedida.

Respuesta: Puede ser mostrado experimentalmente que el quanta del tiempo no es siempre emitido a un ritmo uniforme, sino a un ritmo dependiente de la velocidad del cuerpo sobre el que rige el tiempo en cuestión Dado que el tiempo se compone de quanta, la disminución del ritmo de paso del tiempo tiene que ser explicado como una reducción del ritmo de emisión de esos quantas. Tal reducción implica la existencia de un hipertiempo en el cual se mide el ritmo de emisión de los quanta. Esto, a su vez, implica la existencia de intervalos de hipertiempo de distinta duración entre la emisión del quanta del tiempo aplicable a un cuerpo que se mueve muy rápidamente. Si el movimiento fuera continuo, cesaría, con la consecuente emisión de energía durante esos intervalos de hipertiempo, dado que el movimiento sin tiempo es movimiento a velocidad infinita. No se ha observado tal emisión de energía, de lo cual debe y puede deducirse que el movimiento es discontinuo. Esa discontinuidad indica la traslación del cuerpo móvil de un punto a otro sin atravesar el espacio, correspondiendo esta traslación al quanta de tiempo emitido.

—Esa traslación debe ser muy pequeña —dijo Johann—, excepto en el caso de objetos que se muevan a velocidad próxima a la de la luz. ¿Se han observado en alguna ocasión traslaciones de ese tipo a larga distancia?

Respuesta: No hay datos.

Encontró a la capitán en la oficina del comandante de Infantería de Marina, las fuerzas encargadas de mantener la seguridad de la nave tanto contra enemigos externos como internos. El comandante, que tenía aproximadamente veintidós años, estaba afilando un puñal de larga hoja, sentado a la mesa; movía la hoja del puñal con lentos movimientos circulares sobre una piedra de afilar que sujetaba con la otra mano. El tanque de suspensión vital del que acababa de salir estaba abierto todavía en una esquina de la habitación.

Johann saludó a la capitán y le descubrió la ciudad que a él le había sido descrita por Erik.

—¿Se ha vuelto irracional? —preguntó la capitán.

—Yo no diría tanto, pero sí creo que ha sufrido una alucinación.

—Helmut y yo pondremos las cosas en orden allá abajo cuando lleguemos. ¡Puede retirarse!

—Mi capitán…

—¿Qué hay?

—Desearía su permiso para acompañarles.

La capitán dio la vuelta, movió la cabeza negativamente y le dijo:

—Le agradezco mucho su oferta, teniente, pero poner a una persona en la superficie de Neuerddraht supone un esfuerzo extraordinario Y ahora no se necesita más personal allí.

—Podría usted enviar a Erik y algunos de los otros de vuelta a la nave. Yo estaría dispuesto a ponerme voluntariamente a las órdenes de Helmut.

—Bien. En el caso de que se decida el traslado de Erik lo tendré presente. ¿Eso es todo?

—No, mi capitán. Me gustaría expresar una queja. Sí usted, como capitán de esta nave, sospecha que va a producirse un motín a bordo, yo, en calidad de oficial más antiguo y segundo de a bordo, tengo derecho a que se me informe de ello.

—Yo no tengo sospecha alguna de motín.

—El jefe de la Infantería de Marina ha sido revivido. ¿Cuántos de sus soldados lo han sido también? ¿O se trata de algo confidencial?

—Todos —dijo el comandante, que dejó a un lado la piedra de afilar y probó el filo del puñal con la yema de su pulgar.

La capitán golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Voy a dejar la nave. En ese caso es lógico que tome excepcionales medidas de seguridad.

Johann le preguntó:

—¿No confía usted en la capacidad de sus oficiales y de la policía normal de a bordo para mantener la seguridad?

Algo de la ira que sentía ante esa implícita acusación de deslealtad debió ponerse de manifiesto en el tono de su voz. La capitán suavizó el suyo y le respondió:

—No dudo de su lealtad, Johann, si es eso lo que quiere indicar. Pero, en un viaje como éste, resulta de todo punto imposible evitar cierta… pérdida de perspectiva que afecta a personas que, fundamentalmente, son merecedoras de toda confianza. Los soldados de la Infantería de Marina, debido a que han permanecido todo este tiempo en suspensión vital, mantienen su patriotismo e idealismo original. Ésta y no otra, como usted sabe, es la razón de su inclusión en la tripulación de una nave como ésta.

—En lo que respecta a mis chicos y chicas —dijo el comandante— fue ayer el día en que se nos dijo que al cabo de dos semanas sería lanzada esta nave con nosotros a bordo. Según he oído de nuestro capitán, hace ya algún tiempo que esto ha ocurrido, y las cosas están un poco complicadas en la nave. Nosotros estamos aquí precisamente para poner orden.

—En el caso de que sea necesario —aclaró la capitán.

El oficial que mandaba la Infantería de Marina afirmó con un gesto de cabeza al tiempo que repitió:

—En caso necesario.

El cinturón y la pistola descansaban sobre la silla. El comandante guardó su puñal en la vaina. Después se volvió a Johann.

—Está usted mucho más viejo que la última vez que nos vimos —le dijo—. ¿No me recuerda?

Johann negó con la cabeza.

—Estuve sentado a su lado en la última reunión. ¿Se acuerda? Yo estaba fumando y usted me pidió que tirara el cigarrillo.

—Lo siento —dijo Johann.

Recordó la reunión que precedió a la entrada en el módulo dispuesto al lanzamiento, el emocionante viaje hasta la rampa de lanzamiento por monorraíl, llevando su bolsa de viaje por la zona solitaria y agitada por el viento donde se hallaban los alojamientos. El comandante de la Infantería de Marina debía referirse, indudablemente, a una de las reuniones anteriores al lanzamiento, aun cuando no recordaba cuál. Le había escrito a Marcella explicándole por qué creía que debía partir con aquella expedición espacial, expresándose en su escrito con las frases más delicadas y dulces, que fueron verdaderas hasta que su repetición ante el voisrit las convirtió en falsas, y después las anuló definitivamente. Entonces era apenas un muchacho, casi con la misma edad que el comandante tenía ahora. ¿Podría luchar con capacidad y éxito un chico tan joven? Pronto desechó sus dudas pues sabía que sí, que los hombres de la Infantería de Marina sabían luchar, estaban entrenados y formados para ello, seleccionados expresamente para un caso de emergencia como el que tal vez se diera pronto en la nave. Sí, los hombres y mujeres a las órdenes del comandante, tan jóvenes como él, sabrían luchar si llegaba la ocasión. Por ese lado no había nada que temer.

—Usted hizo una pregunta al oficial superior que nos estaba dando instrucciones —continuó el comandante—. No me acuerdo qué fue. Estaba pensando en otras cosas en aquellos momentos.

—Probablemente tiene razón. Siempre me gustó preguntar —concedió Johann.

Fuera, los infantes de marina estaban reviviendo, alisando sus uniformes y limpiando sus botas de acuerdo con los estrictos cánones de la disciplina militar; después inspeccionaron las armas que habían tenido a su lado durante el período de hibernación en los tanques de suspensión vital. Uno de ellos, una chica de grandes pechos con el pelo amarillo de tan rubio, algunos de cuyos rizos se escapaban por debajo del casco de combate, le preguntó si era cierto que habían transcurrido diecisiete años. El teniente le respondió afirmativamente y añadió que no se había perdido gran cosa en esos años. Después dio la vuelta y se alejó, temeroso de que, de no hacerlo él, sería ella la que le volviera la espalda.

Así que le había hecho una pregunta al oficial instructor. Eso, aunque había dicho antes lo contrario, no estaba muy conforme con su carácter. Debió haber sido algo muy importante, o que a él se lo habría parecido. La pregunta debía conservarse registrada en alguna parte de los ficheros electrónicos computados en la nave. Muy escasas grabaciones podían haberse destruido accidentalmente, y ahora ya nadie se preocuparía de su pregunta. El oficial instructor estaba muerto. Marcella también. Posiblemente se habrían encontrado años después del lanzamiento sin saber siquiera que estaban unidos a través suyo.

No había centinela en la entrada del hangar de las naves auxiliares y botes espaciales destinados a las expediciones auxiliares o a los casos de emergencia. Seguramente, no pasaría mucho tiempo sin que el comandante de la Infantería de Marina situara allí a alguno de sus hombres o mujeres. Si se producía el motín, la capitán trataría de evitar que, en caso de fracaso, los amotinados se escaparan. Johann trató de apartar de su mente el pensamiento de que tal vez trataría de conservar abierta una posibilidad de huida para ella, en caso de que el motín triunfara… No, lo más posible es que el motín ni siquiera llegara a producirse, si es que se producía, antes de que ella hubiera abandonado el navío.

Pero ¿iba a marcharse realmente? Era contrario a los reglamentos que el capitán de una nave saliera de ella salvo en el puerto de un país amigo. Pero no había nada en los reglamentos que prohibiera anunciar que iba a salir de la nave Apretó el botón verde y la puerta del hangar se deslizó suavemente con el ruido suave del aire comprimido que la movía.

Yo —dijo la voz automática del bote que se hallaba más cerca de la puerta—. Yo, yo, yo… —respondió el eco.

—¿Quién de vosotros trajo al teniente Helmut en su regreso a la nave? —preguntó.

Su propia voz sonaba extraña en aquella amplitud silenciosa y deshabitada.

—Yo —respondió un bote espacial como a un kilómetro de distancia.

—¿Ha sido usado algún otro bote espacial últimamente?

No, no, no —respondieron múltiples voces—. Nadie desde que la nave fue lanzada; jefe de botes auxiliares.

—En ese caso ¿seguís todos en vuestros lugares?

—Todos menos él.

Había cuatro tipos de naves auxiliares: botes espaciales de desembarco, de diseño como el que habían utilizado Helmut y sus subordinados para descender a Neuerddraht; botes salvavidas destinados a ser usados en caso de que se produjera una emergencia sub-plutónica; botes misiles para ataques a corta distancia y falúas espaciales para las reparaciones exteriores que hubiera necesidad de efectuar en la parte externa de los módulos que componían la nave. Un bote-misil hacía suponer que los demás se lo pensaran dos veces antes de salir tras él, pero era muy grande y resultaría muy difícil de ocultar después de haberse posado en el planeta. Finalmente, se decidió por una de las falúas, la número 37. Coloco en ella agua y todo el equipo de supervivencia de uno de los botes salvavidas y le dio instrucciones para que le esperara en una de las escotillas de salida próxima al puente.

—Ahora márchate —le dijo su sombra, una vocecita seca y débil, muy cerca de su oído.

Johann movió la cabeza.

—Hay algunas cosas que me gustaría llevarme Mis libros, por ejemplo; además voy a tratar de convencer a Grit para que se venga conmigo.

—¡Hola! —era Helmut, que apareció en el espacio entre lo botes números 17 y 18—. ¿Con quién hablas, Johann?

—Conmigo mismo. Pensaba en voz alta. Bien venido de vuelta a bordo.

—Es agradable estar aquí de nuevo —dijo Helmut—. Salir de aquella repugnante masa de hierbajos y poderse quitar la máscara respiratoria. ¿Sabes si Karl y los demás han hecho algunos progresos con los insectos?

—No sé de qué me hablas.

—De esas bacterias acrófagas. Si logran enseñarles a no infectar a los seres humanos, o si consiguen una vacuna efectiva contra ellas, no tendremos que llevar la máscara. Nadie podía pensar que pudiera haber allí, flotando en el aire, en un lugar tan seco, un organismo unicelular. Pero es así.

—Hay agua y aire —dijo Johann—. Desde un punto de vista evolutivo, supongo que debieron surgir en las caídas de agua. O en las grietas.

—Tú no has estado allí abajo, ¿verdad? ¿No has visto las grietas con tus propios ojos?

—No.

—Claro que no. Es fácil saberlo por tus brazos y piernas. Nunca has puesto los pies en Neuerddraht —ironizó Helmut.

—No sé dónde me hice estos arañazos…

—Ni yo. Y eso que tengo arañazos semejantes —dijo Helmut—. Tienes órdenes estrictas de no hablar de ello, supongo. Pero ya pude observar, mientras estaba allá abajo, que Elis se hacía cargo con mucha frecuencia de tu guardia en el puente, ahora que lo pienso.

—Nunca estuve allá abajo —insistió Johann. Se tocó las costras ya secas de los arañazos de sus piernas—. Me los hice en un pequeño accidente sin importancia. Un día te lo contaré con detalle.

—Desde luego, desde luego —Helmut ya no le escuchaba—. Quién iba a sospechar que ella te enviaría a ti, al cojo…

Helmut dio unos pasos hacia adelante y su mano derecha se dirigió a una de las carteras laterales de su bolsa de herramientas.

—Nosotros constituíamos la expedición pública, oficial por decirlo así. Tú la privada. Lógico, al fin y al cabo. Controlar todo un nuevo mundo es una empresa lo suficientemente importante para obrar así. La capitán no quería arriesgarse. ¿Qué andabas buscando por allí? Te vimos en una ocasión, ¿es que no lo sabes?

—Es cierto, me visteis —dijo Johann—. Lo sé.

Estaba terso, esperando el golpe; pero de todos modos se produjo más rápidamente de lo que pensaba. Había esperado que Helmut alzara el puñal sobre su cabeza y le golpeara de abajo arriba, como hubiera hecho él en su caso. Pero en vez de hacerlo así, Helmut le tiró la puñalada en línea recta en cuanto sacó el cuchillo de la bolsa.

Algo se interpuso entre la bolsa y su cuerpo, algo que parecía una tela finísima doblada en miles de pliegues negros como su sombra. El cuchillo se hundió como en una masa de plástico esponjoso y no llegó a tocarle. Apoyándose en su pierna rígida, Johann le dio un puntapié a Helmut en los testículos. O, mejor dicho, {quiso hacerlo pero falló el golpe: sus pies se salieron de las sandalias magnéticas y, por la fuerza de su impulso, Johann se encontró flotando hasta que se golpeó con el techo del hangar.

La evasión no era necesaria. El cuchillo estaba libre ahora, pero la tela negra cubría la cara de Helmut. Johann observó. Su cuerpo flotó como un globo hasta que las sandalias llegaron a él sin que pudiera saber quién se las daba. Desde debajo de la negrura que cubría el rostro de Helmut seguía oyéndose una especie de ronquido, de sollozo sofocado que fue debilitándose poco a poco hasta cesar por completo.

Durante un buen rato aun después de tener la seguridad de que Helmut estaba muerto, el tejido negro continuó tapando su rostro. Después, la sombra volvió junto a Johann para confundirse de nuevo con su sombra.

—No sabía que podías apartarte de mí —dijo.

—No me gusta hacerlo. Sólo en caso necesario.

Fuera del hangar, al otro lado de la puerta, encontraron muerto a un centinela de la Infantería de Marina. La vista de aquel cadáver le hizo pensar a Johann con qué grupo habría estado unido Helmut. El más probable, teniendo en cuenta su personalidad, era el grupo de los ocultistas. En el pecho de la joven que había prestado guardia en la puerta del hangar había cortes que demostraban que su asesinato había tenido algo de ritual, algo mágico. Pero también era posible que Helmut no actuara con ningún grupo, sino por cuenta propia y en su propio beneficio; y también podía pertenecer a un grupo del que ni siquiera hubiera oído hablar.

Los corredores de la zona de almacenaje y los destinados al paso de los tripulantes de servicio en el sector estaban solitarios, desiertos. Sin embargo, a través de los ventiladores le llegaba el sonido de disparos y en dos ocasiones encontró sendos cadáveres, uno de ellos de un hombre al que conocía ligeramente, un técnico del departamento de instrumentos. ¡O sea que el motín había comenzado! Quizá la ausencia de la capitán del puente hubiera sido tomada por el grupo en rebeldía como señal de que había abandonado el buque para dirigirse a Neuerddraht.

Cuando llegó al sistema de corredores del módulo principal, se quitó de la blusa las insignias de oficial y las tiró a un cubo de desperdicios. Encontró algunos cadáveres más, algunos miembros de la policía normal de la nave, los llamados patrulleros, varios tripulantes y otros vestidos con el uniforme gris verdoso de la Infantería de Marina. Los cuerpos flotaban o descansaban pegados a las paredes, el suelo o el techo. En los paneles había señales de los disparos de las pistolas de neutrones de los Infantes de Marina. El grupo atacante, cualquiera que fuese, se estaba aproximando a los corredores adyacentes que conducían al puente de mando, y estaba claro que habían logrado desalojar de allí a los policías de la Infantería de Marina. Se apresuró hacia la residencia de la capitán, preguntándose si se habría hecho algo para armar a la tripulación leal… Éstos serían muchos, mucho más que los pocos centenares de Infantes de Marina.

El centinela estaba muerto, pero la puerta del compartimiento del capitán estaba cerrada, como había esperado. Golpeó la puerta fuertemente y esperó. Llamó de nuevo. La oscura sombra que le acompañaba se deslizó entre la puerta y su quicio y al cabo de un momento la puerta se abrió cuando la empujó un poco.

En el puente la capitán, con Elis, Gerta y Grit estaban contemplando la pantalla de la consola del comunicador. En la pantalla se veía un grupo de tripulantes reunidos en torno a uno de los bancos del laboratorio montando lo que, según todas las apariencias, parecía un proyector de rayos láser.

—¿Los místicos? —preguntó Johann.

—Los C.O.C. —le respondió Grit después de un rato—. Cuando hayan conseguido el proyector láser, enlazarán con los generadores y tratarán de abrirse paso hasta llegar a nosotros, al puente. La Infantería de Marina resiste en A y B, los dos pasillos exteriores, pero cuando el rayo láser funcione y atraviese las paredes no podrán hacer gran cosa. Todavía no les hemos dicho lo que están preparando los amotinados. Si quieres utilizar esos auriculares de la terminal, el supermonitor se sentirá dichoso de explicarte todo lo que pasa, el plan completo; nosotros ya estamos cansados de oírlo. Y si…

La capitán interrumpió la voz asustada de Grit.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí, teniente?

—Por sus habitaciones privadas, mi capitán.

—¿Está el paso franco?

—Cuando llegué no había nadie en el corredor, mi capitán —dijo.

La mirada de Grit pasó de la capitán a Elis, como preguntándoles si Johann era de fiar y qué era lo que debían hacer. La sombra de Grit era más oscura que las de los demás y Johann se preguntó si la sombra habría hablado ya con ella. Helmut entró en el laboratorio donde los técnicos estaban construyendo el láser, hizo unas preguntas y dio unas breves órdenes.

El rostro de la capitán expresó una emoción que podía deberse al odio o a la desesperación.

—Él también está entre los amotinados —exclamó—. Y Horst y mí ordenanza, al que tuve que matar.

—Ya veo que las cosas se ponen difíciles —dijo Johann—. Mi capitán, tengo una falúa esperando en la escotilla número 8.

Gerta, rompiendo la disciplina de diecisiete años, interrumpió a su superior:

—No tenemos dónde ir.

—Está Neuerddraht —dijo la capitán.

—En sus grietas y cañones —añadió Johann pensando en las cascadas de agua limpia y en las hojas de aquellos helechos como arcos de catedrales.

Elis movió la cabeza afirmativamente.

—Tienes razón. Allí no podrán localizarnos nunca.

La capitán había tomado ya el diario de a bordo, que se puso bajo el brazo izquierdo. En la mano derecha llevaba una pequeña pistola de neutrones con el cañón bajo, apuntando al suelo, pero con el dedo largo y ágil en el gatillo.

—¡Usted viene con nosotros! —ordenó a Johann.

Éste movió la cabeza.

—¡Naturalmente!

—No quiero que piense que no confío en usted, pero la verdad es que no estaba en el puente cuando comenzó el ataque. Y ha habido tantos traidores…

—Lo comprendo.

—Si logramos llegar sanos y salvos a la escotilla 8 y la falúa espacial está allí, su lealtad quedará demostrada totalmente y no habrá motivo para sospechas ni desconfianzas.

Johann afirmó con la cabeza y dio unos pasos en dirección a las habitaciones privadas de la capitán. Ésta dedicó una sonrisa a Grit y le dijo:

—Tú ve delante, muchacha. Yo cubriré la retaguardia.

Un momento después Elis, que estaba detrás de Johann, le dijo a éste:

—¡Vaya, vaya…! Así irán las cosas ahora. Tú y yo vamos a tener que repartirnos a Gerta, al menos durante algún tiempo.

El pasillo estaba vacío con la excepción de algunos cadáveres, pero de los ventiladores salía un humo acre, ácido, producto sin duda de alguna instalación que ardía. A unos cientos de metros tras la puerta de la residencia de la capitán había una escotilla. La plancha que había que abrir para pasar a la nueva conexión estaba a oscuras.

—También se lucha por aquí —dijo Elis.

Johann se volvió para mirarle. (Detrás de él, Grit parecía dos mujeres con la sombra sobre sus hombros, como un conspirador).

—El supermonitor. No, no son sus seguidores… El propio programa del supermonitor está peleando.

Grit dijo en un susurro:

—Puede cortarnos el paso. Puede inundar todos estos corredores y ahogarnos. No podremos salir de aquí.

—Tenemos que volver —dijo Johann a la capitán. Ante su orden urgente todos dieron la vuelta y tomaron un corredor lateral.

—Nos va a echar fuera… el supermonitor. Nos dejará flotando en el vacío espacial.

—No puede hacerlo. No puede separar la nave del puente de mando, pues se quedaría sin instrumentos y no podría seguir controlando la nave.

—Pero ya no estamos en el puente… ¿Cree que sabe dónde estamos?

Nadie le respondió.

—El supermonitor se ha vuelto loco —dijo la capitán después de una hora de descender por aquel corredor—. Este camino nos lleva al módulo hidropónico. Ha acoplado la cubierta del hidropónico con el complejo del puente.

Elis caminaba detrás de ella y Grit, cansada, se apoyaba en el brazo de Johann.

—Tiene razón —dijo Grit—. Estamos en la sección hidropónica. Ya huelo las plantas.

El rostro de la joven estaba húmedo de sudor. De repente, Grit desapareció.

Gerta, que iba detrás de ella, se quedó con la boca abierta, estupefacta Los demás no se dieron cuenta de que Grit ya no estaba con ellos. Adelantándose a Gerta, Johann preguntó a voces.

—¿Es que no hay ninguna escotilla aquí, en el módulo hidropónico? Tiene que haberla. ¿Dónde está?

—La número tres noventa y uno; debes haber oído hablar de ella.

—¿Dónde está?

—No lo sé No puedo localizarla porque no sé por qué parte del módulo hemos entrado.

—Corre —dijo Johann tomando del brazo a Gerta—. Ella se ha ido a buscar la falúa, creo.

El corredor se retorcía como un sacacorchos, después se abría en un amplio vestíbulo acorazado, de varios miles de metros de longitud, en el que bajo brillantes luces crecían enormes plantas de color verde oscuro que, sin estar sometidas a la fuerza de la gravedad, veían sus ramas, tallos y raíces crecer revueltos en el aire inmóvil.

Encontraron la escotilla al final de un camino tortuoso que parecía abierto en medio de una auténtica selva. Debajo de los árboles se formaban grupos de vegetación con plantas y flores que parecían constituir auténticos cenáculos coloreados bajo los tanques de celulosa que contenían el fluido hidropónico. Dos veces Johann vio algunas estatuas fijas que destacaban entre la luz verdosa que se filtraba tras la vegetación. Grit, recordó Johann, le había dicho que Rudi era uno de los técnicos que trabajaba en aquella sección.

En la escotilla, Gerta y Elis activaron la palanca de apertura en espera de nuevas instrucciones.

—Supongamos que no está fuera —preguntó la capitán—. Realmente, ¿cómo puede haber llegado hasta la falúa y traerla hasta aquí? Esto es cosa de locos.

Se abrieron lentamente las mamparas de la escotilla; tras ellos estaba la luz brillante de la falúa espacial conectada al módulo de enlace.

—¿Tengo que ser el primero en subir? ¿Todavía no confía en mí, capitán? —preguntó Johann.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de la capitán.

—¿No estará pensando en pasarse una luna de miel en Neuerddraht con la pequeña Grit, verdad que no, teniente? No. Ahora puede usted subir el último… Pero estoy impaciente por tenerlo a bordo de la falúa espacial para que me explique cómo ha podido arreglar todo esto.

Las normas exigen que el capitán sea el último en abandonar un buque para entrar en un bote. Elis, el de menos graduación, fue el primero en subir.

—Le cedo el rango —dijo la capitán a Johann—. Al fin y al cabo usted ha sido el auténtico jefe y el artífice de esta escapada.

La capitán subió a bordo detrás de Elis.

Gerta estaba observando el rostro de Johann. Éste movió la cabeza casi imperceptiblemente, un centímetro apenas a cada lado; pero la señal fue captada por Gerta. Ésta vaciló un momento, pero en seguida cerró la escotilla y dejó a los otros en la falúa espacial, fuera de la nave. Seguidamente corrió el cerrojo de seguridad.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

El silencio de las plantas, su felicidad y la luz verdosa los cercaron. La sombra de Johann estaba delante de él, en la escotilla; una silueta negra como un agujero en el vacío regresaba al espacio. Johann se volvió a Gerta:

—Escóndete aquí —dijo—. Yo vendré a recogerte lo antes posible.

Hizo una pausa y después, como hablando consigo mismo, añadió:

«Cierra los ojos».

El comunicador de pared estaba encendido y la pantalla reflejaba el espacio al que estaba enfocada. Allí se veía la falúa espacial lanzada desde la nave, que parecía una piedra resbalando por una superficie oscura y suave. La pequeña pantalla del otro comunicador, el interior, mostraba a Helmut y a Horst delante del proyector de rayos láser, frente al corredor que conducía al puente.

—Nada de negociaciones —decía Helmut—. Toma el comunicador y ordena a los Infantes de Marina que depongan las armas. Diles que el supermonitor ha triunfado.

Johann se dirigió a las puertas que conducían al corredor y las abrió de par en par. El comandante de las fuerzas de la Infantería de Marina que tenían a su cargo la defensa de la nave estaba en el centro de comunicación de campaña, rodeado por los oficiales a sus órdenes y algunos ordenanzas.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó Johann.

El comandante le saludó amistosamente.

—Bastante bien. Hemos limpiado de enemigos el corredor que conduce al puente de mando… como ya habrá visto. Mantenemos bajo control los pasillos de enlace A, B y D. Hemos perdido bastantes hombres, la mayor parte de ellos centinelas asaltados inesperadamente y, además, parece que hay bastante humo por aquí.

—Lo sé —dijo Johann moviendo la cabeza afirmativamente—. Me parece que el computador se está friendo sus propias tripas para hacer este humo y fastidiarnos.

Un teniente de las fuerzas de Infantería de Marina intervino en la conversación.

—La mayor parte de los prisioneros que hemos hecho son miembros de esas estúpidas sectas religiosas y no del grupo del C.O.C.

El comandante de Infantería de Marina se volvió a Johann.

—Creo que desde el puente ustedes podrán tener una perspectiva general más detallada de todo lo que ocurre que nosotros desde aquí. ¿Cómo va todo en términos generales?

—Creo que hemos superado la crisis —dijo Johann.

Dio la vuelta, regresó al puente de mando y cerró las puertas. Después, con un destornillador del equipo de herramientas de emergencia, manipuló detrás del panel de navegación hasta llegar a las planchas del suelo entre la consola de comunicación y la terminal de la computadora. Alguien había enlazado los cables de la computadora y del terminal de comunicación; posiblemente Horst, pensó Johann; aunque también podía haber sido Uschi, utilizando un cable color escarlata y haciendo al lado el sacrificio de una rata, a la que habían cortado el cuello como ofrenda en favor del éxito de su empresa. La rata estaba atada a una de las bolsas de conservación de alimentos. Dirigiéndose a la terminal, Johann dijo:

—Helmut está muerto. No debió haberlo mostrado junto al láser. Nosotros lo matamos en el hangar y ahora sabemos que las informaciones emitidas son falsas.

Deshizo la conexión y vio cómo los fantasmas creados por la computadora, que habían hecho creer a la capitán y a los demás que estaban en el puente que los amotinados podían ganar la batalla, se desvanecían.

Seguidamente, Johann se puso de pie. En aquellos momentos sintió haberse desprendido de las insignias de mando de su blusa de oficial. Marcó la clave «Comunicación con todas las pantallas» en el comunicador y anunció con voz solemne:

—El motín ha sido abortado. Creo que muchos de vosotros, que habéis luchado contra los oficiales del puente, habéis sido animados engañosamente por los informes que se emitían en el sistema de comunicación. Todos esos informes eran falsos y no volverán a repetirse. Hace ya mucho tiempo que el motín perdió toda posibilidad de éxito. Estáis derrotados desde el momento en que fracasasteis en el intento de tomar el puente por asalto.

Johann hizo una pausa pensando en el efecto que harían sus palabras en los que durante tanto tiempo habían sido engañados por los fantasmas inventados por la computadora y engañosamente emitidos por el sistema de comunicación. Después, con un tono un tanto más suave aunque no desprovisto en absoluto de energía, añadió:

—Ahora todas las manos y todos los cerebros son necesarios para salvar la nave. A los amotinados que depongan las armas inmediatamente se les concede el perdón total. Se convoca, por otra parte, a todos los miembros leales de la tripulación para que desarmen y aniquilen a los que aún sigan con las armas en la mano. Es vuestro capitán quien os habla. ¡Corto!

Seguidamente se volvió a la terminal que conectaba con el supermonitor y preguntó:

—¿Cuáles son las posibilidades de supervivencia de la nave actualmente?

Se quitó los auriculares y conectó el altavoz.

—En los cinco años próximos 0,383 con tendencia a aumentar. ¿Entra en sus planes hacer frecuentes consultas al supermonitor?

—No —dijo Johann, el nuevo capitán.

En caso de tormenta, la tierra firme es el mayor enemigo. Johann se quitó las sandalias y, flotando, se dirigió hacia el panel de navegación para comenzar los laboriosos cálculos requeridos para establecer un nuevo rumbo.