MacIver era el hombre de la muerte de todo el barrio. Hacía los ataúdes, enterraba a los muertos. Ahogaba perritos y gatitos, se llevaba los cadáveres de los animales y exterminaba las infestaciones, fueran de ratas, gorgojos o víboras. Si querías deshacerte del animal más pequeño de la camada, mandabas llamar a MacIver. Y cuando a Jonathan Sawyer lo declararon culpable del asesinato de Betsy, su esposa, fue MacIver quien lo colgó.
Ninguna de estas tareas encerraba un placer especial para el hombre bajo, corpulento, de ojos implacables. Se veía a sí mismo como una fuente de fuerza para la gente a la cual servía, y que carecía de la voluntad de hacer aquello que debía ser hecho, eso era todo. No se podía dejar que en los pueblos se acumularan el barbecho, la muerte o su hedor. La degeneración es como el moho. Déjala vivir, y se comerá lo que esté vivo. Mátala, y permitirás que la vitalidad florezca. Lo que MacIver hacía era compasivo. Lo que MacIver hacía servía al más alto imperativo moral autorizado por los habitantes del pueblo. Y él necesitaba esa autorización. Le daba integridad y limpieza. Le otorgaba una cualidad espiritual a su aparición. Tras el desdén y el miedo se encontraba el irrevocable imperativo moral, el reconocimiento de que aquello que hacía era correcto y necesario. MacIver jamás explotó ese temor, y se mostraba casi comprensivo con el desdén. Y llegó a ser el hombre de la muerte. El ritualmente gentil MacIver.
No obstante, había cosas ante las que incluso un hombre decidido como MacIver palidecía. Porque había un grupo que no reconocía su imperativo moral. Los niños. Estos jamás entenderían que él mantenía los pueblos salubres merced a matar y enterrar lo que ya no debía seguir vivo. Por más enfermo que estuviera un animalito, o lastimado un caballo, o por más destructivo que fuese el ratoncillo, un niño jamás aprobaría el misterio final. Y siempre había demasiados cachorritos. Por eso, MacIver palidecía. Porque algunos días debía enfrentarse a los niños.
Como este día.
Fue la señora Garrick quien lo mandó llamar. MacIver admiraba su valor, porque no había esperado a que el consistorio municipal le dijese que estaba protegiendo a una amenaza. Sin duda, el hecho de que fuera una viuda con cuatro hijos influyó. A duras penas lograba alimentar a su familia. Sin embargo, los niños organizaron un escándalo, sobre todo Bobby, y por más perspicaz que fuera la mujer, debía de tener el corazón destrozado.
Una hora después del amanecer, MacIver cogió su saco de arpillera y partió. Los Garrick vivían al otro lado del pueblo, pero la belleza y la paz del día le infundieron fuerza, y no le importó caminar. No tardaría en ver a Bobby Garrick, y ésa constituiría su prueba.
—Buenos días, Mac —oyó de repente.
Era Elder Robinson, que aparecía en la linde del bosque con su hacha.
—Hola —respondió MacIver.
—Veo que llevas el saco de los cachorros.
—Voy a casa de Garrick.
—Ah.
—Ella me mandó llamar.
—¿De veras? A mi modo de ver, debió hacerlo hace seis meses. Entonces ya estaba claro que tenía un problema.
—No habrá dificultades. Sólo que ahora, a los demás pequeños les resultará difícil separarse de él.
Elder Robinson gruñó. MacIver siguió su camino.
Las espuelas de caballero estaban floreciendo, los abadejos salían de entre la maleza como agua corriente silenciosa, pero todo lo que MacIver lograba ver era el rostro de Bobby Garrick, censurador e hinchado de tanto llorar. Con una sensación de alivio y gratitud, llegó a la cabaña de los Garrick y la encontró en silencio, sumisa: aquel lugar era como un cadáver gris al que le hubieran arrancado ya la vida de sus habitaciones. Ha llegado el hombre de la muerte y se ha hecho el silencio.
Y así fue. La noche anterior, Mary Garrick había enviado a sus hijos a casa de unos vecinos, porque sabía lo que ocurriría al amanecer.
—Iré a buscar a mis hijos —le comunicó, estoica pero cenicienta—, cuando regresemos, usted ya habrá terminado, señor MacIver.
—Ajá.
Y la mujer se marchó.
Esperó un instante en la silenciosa cabaña, midiéndola. A menudo se había encontrado así, solo, poco después o poco antes de la muerte. Era un momento en el que había llegado a confiar, porque era inevitablemente pacífico, como si el mundo y su caos se detuvieran, reverentes.
Mary Garrick no le había dicho ni dónde estaba, ni cómo se llamaba, pero era probable que estuviera dormido, y el nombre no importaba. Al avanzar hacia el dormitorio, fue cuando gimió. Era un gemido apenas audible que le dijo a MacIver todo cuanto necesitaba saber. La criatura era dócil y estaba asustada. Retrocedería al aproximarse él: temblaría cuando la metiera en el saco; y al llevarla al río no se resistiría ni haría ruido.
Y así fue.
La encontró debajo de la cama. No lo arañó ni le mordió cuando la sacó con suavidad y la metió en el saco. Gimió y MacIver murmuró:
—Bueno, bueno, tranquilo…
Le dio unas afectuosas palmaditas en la cabeza y le subió el saco hasta por encima de los ojos con un ademán preciso, ágil, que revelaba seguridad. No se echó el saco al hombro, sino que lo acunó entre sus brazos, y cantó bajito al salir de la cabaña y enfilar hacia el camino.
De allí al río había más de un kilómetro. Conocía un sitio donde había un saliente de piedra que se adentraba sobre la superficie del agua. La corriente se tragaba las cosas, y él sostendría el saco mientras el saliente y la corriente hacían el resto; nada de palos, ni de brutales tirones para mantener bajo el agua el saco palpitante. Había ahogado muchas criaturas allí, y luego había enterrado sus cuerpos. Nunca se notaba que había habido lucha, porque MacIver lo hacía todo con suavidad, con suma reverencia.
Efectuaba aquellos menesteres al amanecer o a la puesta del sol, por las tardes; en una ocasión lo hizo a la luz de la luna. Según él, nadie lo observaba por manifiesta ignorancia. Fuera cual fuese el momento del día, los pobladores lo rehuían, cerraban los postigos, se apartaban del camino. Festejaban los nacimientos y las bodas, los compromisos y las conmemoraciones, ¿por qué no podían celebrar el momento de la extinción? El paso de una vida a la siguiente era, sin duda, el más significativo de todos, y, sin embargo, huían de él como si se tratara de la peste. Si se hubiese tratado de un asesinato, acompañado de gritos, sangre y furor, lo habría comprendido, pero se trataba de un ritual que ellos mismos autorizaban, y todo lo que ocurriese bajo aquella saliente de piedra sucedía entre Dios y el celebrante. No podía ser impío.
Testigos. Se habría sentido agradecido de tenerlos. Exceptuando a los niños. Por eso, cuando Bobby Garrick se acercó corriendo por el camino. MacIver cantó bajito, acunó su carga y se descorazonó.
No pronunciaron ni palabra, pero el niño era como un tizón ardiente saltado del hogar. Su calor, y su aliento siseante envolvieron a MacIver. El niño corría delante de él para poder ver mejor el saco; debajo de la frente húmeda, sus ojos eran enormes, inquisitivos. Entonces, un breve gimoteo salió del saco. El niño tendió la mano de dedos frágiles y blancos.
—No, hijo. —MacIver se detuvo, se hizo a un lado y continuó andando—. Será mejor que no lo toques. Se irá en paz, no lo toques.
—Tiene miedo —murmuró el niño.
—Ha estado tranquilo hasta ahora —dijo MacIver.
Siguió cantando bajito. Pero en su canto hubo una especie de urgencia, y el gimoteo continuó.
—Está muy asustado —declaró el niño.
—Es porque has venido.
—A mí no me tiene miedo. Déjeme que lo coja y verá.
MacIver se detuvo otra vez.
—Le ha llegado su hora, hijo. Si piensas en soltarlo, no servirá de nada. Ésta es la manera más piadosa.
Continuaron.
—¿Por qué es piadosa? —inquirió el niño.
—Porque Dios comete errores y espera que nosotros los corrijamos.
Del saco salió un prolongado gemido quejumbroso.
—Para él no es piadoso —arguyó el niño.
—Para él, también. Es una carga para sí mismo y para tu madre. No debió haber nacido nunca. En el pueblo no hay sitio para él.
—Puede compartir mi casa.
—… y sin embargo, arrancarás las hierbas del huerto —observó MacIver.
—¿Cómo?
MacIver anduvo en silencio unos momentos y después preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Mamá no quiso que le pusiéramos nombre.
—Sabia medida. Debió de sospecharlo desde el principio. A los de su clase no se les pone nombre.
—Yo lo llamo Cascabel.
MacIver gruñó.
—Mamá solía atarle cascabeles alrededor del cuello —le explicó el niño—. Así podíamos vigilarlo cuando se acercaba a la despensa.
—Piensa en cuánto os habríais ahorrado si no hubierais esperado tanto.
El niño no supo qué decir. Pero para MacIver estaba claro: al crío no le importaban las penurias, la pobreza, las condiciones de vida. Su madre debió haberlo sabido. Ella había postergado la decisión lo más posible, había conservado a Cascabel todo lo que pudo. La vida estaba llena de pequeños martirios, pequeños martirios descaminados.
Ya estaban llegando al río, y MacIver notó que la crisis del niño iba en aumento.
—La naturaleza lanza sus semillas al viento, hijo mío. Pero no espera que todas germinen. Si lo hicieran, el mundo se hundiría en una maraña. Puedes mirar, si quieres, pero no debes molestar. Te juro que a él no le importará. Los que son como él nunca se enteran de lo que pasa.
MacIver se dirigió al lugar donde se interrumpía la orilla y emergía una enorme lasca de piedra. El niño lo siguió; estaba tenso y tragaba saliva, pero el hombre de la muerte ya no se fijaba en él. Era como un sacerdote que se pusiera su vestimenta de celebración, se subió primero una manga, después la otra, y luego se arrodilló sobre la piedra. El murmullo litúrgico del río lo envolvió; hundió la mano en el agua, como si estuviera palpando seda. Poco a poco se inclinó hacia afuera, torciendo el brazo al hacerlo, y aterrándose al saliente, limpió la zona de basura.
El niño quedó petrificado. El corazón se le había vuelto de hielo y cada latido era como el golpe de un escalpelo.
MacIver se incorporó una vez, dos, y cada vez sacó una rama mugrienta. Posó las manos sobre sus rodillas, justo al borde de la losa de piedra y contempló el agua que fluía veloz. Aquél era el material del bautismo, la esencia de la vida.
—Tranquilo… Cascabel —dijo.
Cascabel lloriqueó una vez y cuando MacIver izó el saco y luego lo hundió, se quedó quieto.
La corriente lo arrastró de inmediato bajo la losa; MacIver mantuvo el saco aferrado, al tiempo que se inclinaba hacia afuera. Si el niño tenía intención de protestar, tendría que hacerlo en ese momento. Pero no se oyó nada. No podía, pensó MacIver. Porque debajo de la losa de piedra, le tocaba el turno a Dios.
Cuando acabó, izó el saco de nuevo, para lo cual necesitó incorporarse y emplear las dos manos. El agua, pura y plateada, se coló por la arpillera, con lo cual dejó marcada la silueta de Cascabel, ahora más corpulenta que antes.
—¿Quieres echar un vistazo? —preguntó MacIver.
El niño, pálido y mudo, asintió una sola vez con la cabeza.
MacIver desenvolvió a la criatura.
—¿Ves? —dijo por fin—, ahora estás en paz. Igual que el pueblo. Nunca fue como nosotros, Bobby. Tenía algo en la cabeza que no le funcionaba, y ahora está entero. Si quieres, puedes quedarte con sus zapatos.