Harriet se había comportado de un modo extraño durante toda la tarde. A la menor provocación, echaba a correr de lado, con el lomo encorvado, y bufaba y escupía a todo aquel que se le acercara demasiado.

Sé que los gatos son criaturas ambivalentes, de naturaleza cambiante, pero, normalmente, Harriet era muy cariñosa y juguetona. Llegaba incluso a permitir que nuestros dos hijos, de seis y tres años, le tiraran de la cola y la tratasen con jocosa rudeza durante horas y horas sin dar la más mínima muestra de desagrado por el trato recibido.

Sin embargo, aquel día del «veranillo de San Martín», a principios de noviembre, Harriet parecía llevar el diablo en el cuerpo. Me disponía a llevármela al veterinario cuando el pequeño Ted me hizo ver algo que tenía que haber notado si hubiera sido más observador.

Harriet está «gorda» —dijo Ted, al tiempo que señalaba los flancos de la gata.

Estaba preñada. Y, además, era la primera vez; quizá por eso no consideré ese aspecto como posible explicación de su extraño comportamiento.

Harriet va a tener gatitos —dije a mi hijo—. Por eso no nos permite que la toquemos. ¿Lo entiendes?

Ted se metió el dedo en la nariz y negó con la cabeza. Pam, su hermana mayor, asintió con aire de sabionda.

Harriet será mamá —comentó, muy seria—. ¡Qué responsabilidad!

Me eché a reír y entré en casa para contárselo a mi mujer.

—Ya sabía yo que esperamos demasiado para operar a Harriet —dijo Jean mientras cargaba el lavavajillas—. Ahora tendremos que buscarles casa a todos esos gatos.

—No es tan grave —repuse, mientras admiraba el panorama que Jean me ofrecía al agacharse.

A los treinta y cinco años. Jean conservaba una buena figura y me convertía en la envidia de un montón de hombres del vecindario cuyas esposas comenzaban a parecer desaliñadas. Su cabello castaño rojizo y sus ojos verdosos contribuían a darle el aspecto general de mujer que se hace más hermosa conforme madura.

Se incorporó y se volvió para mirarme de frente. Estaba sentado a la mesa de la cocina, bebiendo una cerveza no muy fría, baja en calorías.

—Lo cierto es que no recuerdo que estuviese en celo —dijo—. Me pregunto quién será el padre.

—Por aquí hay un montón de gatos vagabundos —comenté—. Y Harriet es guapetona. Con su pinta no le habrá resultado difícil cazar a un marido.

—Venga, no seas tonto —dijo Jean, dándome un ligero beso en la mejilla—. Siempre con el sexo metido en la cabeza.

—¿Tienes alguna queja?

Jean se limitó a sonreír y me preguntó:

—¿Os apetece cenar bocadillos de queso a la plancha? No tengo ganas de preparar mucha comida.

—Por mí, conforme. En cuanto a Harriet…, ¿no te parece que para los niños podría ser una experiencia educativa presenciar el milagro del nacimiento?

Hizo una mueca.

—Creo que todavía no tienen edad suficiente —respondió—, sobre todo Teddy. Quizá deberíamos llevar a la gata al veterinario.

—¡Qué ridiculez! De pequeño, yo veía nacer animales cada dos por tres. No es necesario que protejas tanto a los niños.

—Pero tú te criaste en una granja, Ted.

—Pam ya sabe de dónde vienen los niños. Me parece que se sentirá engañada si no la dejamos presenciar el gran acontecimiento.

—Pero si ni siquiera a mí me hace ilusión verlo.

Me disponía a ofrecerle un argumento convincente cuando Pam entró a todo correr en la cocina, alborotada y sin aliento.

—¡Papá! ¡Harriet está montando un cirio en el sótano! Date prisa o te lo perderás.

—Demasiado tarde —dije—. Bien, Pam, enséñame dónde está Harriet.

Con unas ropas sucias, la gata se había hecho un nido en un rincón del sótano, a unos metros de la parte posterior de la caldera. Di un respingo al comprobar que una de mis camisas preferidas formaba parte de la paridera. El pequeño Ted estaba de pie, junto al nido, con los ojos muy abiertos.

—Ted, sube con mamá.

—¿Harriet va a tener bebés?

—Si, Ted, pero tú no debes ver cómo los tiene. Mamá dice que eres demasiado pequeño.

Observé a Pam, que había adoptado un aire de fiera determinación; no habría manera de que lograra convencerla de que se marchara, pero creí oportuno intentarlo para salvarme de una discusión posterior.

—Pam, llévate a Ted a la cocina.

—Yo quiero ver.

—De acuerdo —suspiré—, pero antes llévatelo arriba. Luego puedes volver, si mamá te da permiso.

Agarró a su hermanito de la mano y, sin decir palabra, le ayudó a subir la escalera. Yo esperaba que Ted protestara; pero parecía confundido con lo que sucedía y no sentía tanta curiosidad.

Me acerqué a la gata con precaución y me incliné para ver si ya había nacido algún gatito. La luz era tenue en aquella zona del sótano, pero logré distinguir dos siluetas por lo menos que se retorcían y luchaban por llegar a las tetas de la madre. Harriet era una gata amarilla y tenía una mancha blanca en la zona del vientre, sin embargo, los dos gatitos eran grisáceos. Observé como tres más salían rápidamente, y después la gata expulsaba la placenta. Harriet levantó la cabeza y me miró como suplicante.

—No me mires así —dije—. Yo no te he metido en esto.

Pam había regresado.

—¡Vaya, me lo he perdido! —exclamó.

—Pues ya se ha acabado todo. Será mejor que…

—¿Y eso qué es? —inquirió señalando la placenta—. ¡Sí que es gordo!

No se me ocurrió ninguna respuesta fácil. Me volví hacia Pam, me agaché para quedar cara a cara con ella, le puse las manos sobre los hombros y le expliqué:

—Cuando los animales tienen hijitos, se… —y no supe cómo continuar.

—¡Muy gordo! —exclamó, y añadió un par de sílabas extra a la palabra «gordo», que últimamente se había convertido en una de las palabras más utilizadas de su vocabulario.

Miré hacia atrás. Yo esperaba descubrir a Harriet haciendo lo que es natural en muchos animales; en cambio, vi algo para lo que no estaba preparado en absoluto.

Los gatitos se estaban comiendo la placenta.

—Eso sí que es gordo —reconocí.

Después de llevar a Pam con su madre, regresé al sótano para echar otro vistazo. Esta vez enchufé el foco de emergencia y lo sostuve por encima del nido de Harriet. Casi de inmediato, las pupilas de sus ojos se convirtieron en unos puntitos negros. Noté un extraño olor que podía ser descrito como una mezcla de orina, sangre y podredumbre. Intenté respirar por la boca, me agaché y me acerqué a la paridera todo lo que mi atrevimiento me permitió.

La placenta había desaparecido. La camada constaba de cinco animales, pero yo no los habría llamado gatitos. El color grisáceo que me había parecido entrever antes resultó ser el tono de la piel, porque ninguno de ellos tenía pelo. Sus ojos, que deberían haber estado cerrados, se encontraban muy abiertos y eran sonrosados. Carecían de cola, pero tenían pequeñas garras. Cielos, no parecían gatos… más bien se parecían a unos feos topos lampiños. Harriet no se había tomado la molestia de lamerlos para limpiarlos, y estaban cubiertos por una costra de sangre reseca. «Mutantes —pensé—, bastardos asquerosos». Por eso Harriet no los había limpiado: probablemente, cuando se diera cuenta de lo que eran, acabaría matándolos.

Uno de ellos, tendido sobre el lomo, boqueaba hacia el techo, mientras movía las patas con desesperación, como si no lograra darse la vuelta. Tenía la boca muy abierta y advertí que los dientes eran largos, más parecidos a los de un animal adulto que a los de un gatito, y muy afilados. Se me revolvió el estómago. Pensé que, de un momento a otro, vomitaría el almuerzo.

—Ted, ¿quieres subir? —gritó Jean desde lo alto de la escalera—. George quiere verte.

—¿No puede esperar? Aquí abajo hay un verdadero desastre.

—Dice que es importante. Parece preocupado.

—¡Maldición! De acuerdo, ya voy. —Subí los peldaños de dos en dos, y cuando llegué arriba me encontré con Jean—. Arréglatelas como puedas —le dije—, pero no permitas que los niños bajen. No quiero explicártelo ahora mismo, pero Harriet nos ha hecho un regalo que no deseamos. Y no se trata de un ratón muerto.

—¿Cómo?

Después de analizar su estado de ánimo, agregué:

—Será mejor que tú tampoco bajes. No te gustará un pelo.

George era nuestro vecino más próximo. Vivíamos en unas parcelas en las que todas las casas tienen revestimiento de aluminio y garaje para dos coches. No había setos y las casas estaban construidas muy próximas, de manera que uno acababa aprendiendo a llevarse bien con los vecinos.

George era un buen tipo. Trabajaba como ingeniero en una de las empresas locales de electrónica. Yo soy contable y cada año le ayudo a hacer la declaración de la renta, de manera que no existen demasiados secretos entre nosotros.

Me esperaba frente a su garaje, una de cuyas puertas permanecía levantada. Había sacado la camioneta y la tenía estacionada en el sendero de entrada. George parecía incómodo; sudaba a pesar de que apenas había dieciocho grados de temperatura ambiente. Rondaba los cuarenta años, como yo, y su cabello comenzaba a tornarse gris. Se encontraba en una excelente condición física: cada mañana corría para no aumentar de peso y mantenerse en forma. Yo le tomaba el pelo siempre porque tenía que correr para mantenerse en forma, mientras que yo era un tipo saludable sin necesidad de esforzarme tanto.

—¿Qué ocurre, George? —le pregunté.

—¡Dios santo, Ted, no vas a creértelo! Pasa y dime lo que piensas de esto.

Me condujo al interior del garaje, a un rincón donde su perra dálmata estaba echada. Se hallaba tendida sobre una bolsa de dormir vieja y sucia y gemía quedo. También oí el agudo gemido de otra cosa que yacía junto a ella, una camada de… no, no se trataba de una camada de cachorros.

—Fíjate en esas malditas cosas —me pidió George—. ¿Habías visto algo así en tu vida?

Desde luego que sí. Los animales que la perra dálmata acababa de parir eran exactamente iguales a los de la camada de Harriet. Eran algo más grandes, pero, por lo demás, parecían un duplicado exacto.

Había ocho en total.

No tengo amplios conocimientos de biología, pero sé que existen ciertas cosas que se supone son imposibles. Los gatos tienen gatitos, y los perros tienen perritos. Maldita sea, así es como se supone que han de ser las cosas.

Toda clase de ideas acudió a mi mente, pero ninguna de ellas me servía de respuesta aceptable a lo que estaba presenciando. ¿Sería producto de la contaminación del aire o del agua? ¿De la radiación? ¿De algo sobrenatural? ¿De algo proveniente del espacio extraterrestre?

Negué con la cabeza. Yo no creía en todas esas tonterías. Creo en los números y en la ciencia, al menos hasta donde yo puedo entenderlos. Si algo no computa, no puede ocurrir.

—Mira, George, quizá me esté volviendo majara, pero creo que esta camada es idéntica a la que Harriet acaba de parir.

—¿Tu «gata»?

—Sí. ¿Lo crees posible?

—¿Me tomas el pelo? Porque, si es así, te advierto que no estoy para bromas.

—De acuerdo, voy a enseñártelo. ¿Tienes un par de guantes por aquí?

—¿Para qué?

—Para coger a uno de tus bastardos y compararlo con mis «gatitos». Al menos, será un punto de partida.

Me dejó un par de guantes de trabajo, de cuero grueso. Logré separar a uno de los animales del resto sin molestar a la perra, a la cual no parecía importarle demasiado todo aquello.

Yo no podía culparle. Al ver aquella extraña criatura más de cerca, pude observar lo fea que era. No sólo tenía la piel lampiña, sino escamosa. Pero lo que me pareció más raro fue que le faltara el ombligo. Reflexionando un poco, que yo recordara, los bichos que mi gata había parido tampoco presentaban ningún tipo de conexión umbilical. No había visto el cordón por ninguna parte.

—Vamos —dije, sujetando aquel bicho baboso delante de mí para mantener el olor lo más lejos posible—. Quizá entre los dos logremos descifrar este asunto.

—Iré contigo, pero esto no me gusta nada —comentó George—. Ted, es imposible que esto le haya ocurrido a mi perra.

—¿Por qué lo dices?

—Porque la primavera pasada la operamos para que no quedara preñada.

Jean se mantuvo alejada de nosotros cuando entramos en la cocina para bajar al sótano. Al ver lo que yo llevaba en las manos enguantadas, palideció, pero no pronunció ni una palabra. Resultaba evidente que, a pesar de mis advertencias, había visto la camada. No sé por qué no me preguntó nada sobre la cosa que llevaba, quizá porque estaba demasiado sorprendida.

—No he pensado qué haremos, pero ¿por qué no te llevas a los niños y te vas a visitar a alguien?

Asintió en silencio. Creo que se alegró de tener una excusa para marcharse.

—Dame un par de horas —pedí—. O, mejor aún, llámame antes de volver a casa. Por si acaso.

—Pero ¿qué vas a…?

—Ya te he dicho que no lo sé.

Procuré dar la impresión de que dominaba la situación, pero si no logré impresionarme a mí mismo, mucho menos a Jean. Algo dentro de mí hurgaba y se retorcía, quizá se tratara de un reconocimiento instintivo de que las cosas no estaban bien, de que la naturaleza estaba patas arriba. Presentí una soterrada urgencia por descubrir realmente lo que estaba ocurriendo.

Bajé al sótano precediendo a George y enfilé directo hacia la paridera. Harriet había abandonado a su descendencia; no la culpé por ello.

Coloqué el «perrito» junto a los cinco «gatitos».

—¿Qué te había dicho, George? Ni una puñetera diferencia.

—Lo único es que los tuyos son un poco más grandes —señaló George. Parecía desgraciado; se le notaba asustado—. Esto no tiene sentido.

—Ya lo sé. Resulta extraño. Acabas de decir que los míos son más grandes, y tienes razón. Pero cuando yo los dejé, eran ¡más pequeños!

—¡Vamos, Ted! ¿Cómo pueden haber crecido en diez minutos?

—No son imaginaciones mías, George. Te digo que están «más grandes».

Observé la masa de feos bichos, movedizos y llenos de escamas. Ahora se les veía más babosos aún, y cubiertos de sangre reseca. Me agaché para verles mejor y noté que uno de ellos masticaba algo; un trozo de carne con pelos. Tendí la mano, le di la vuelta a uno de los bichos y vi más trozos de carne, sobre los cuales los demás se abalanzaron. Aparté algunos de los trapos y prendas que formaban el nido y descubrí algo que, in mente, había rogado no encontrar; o al menos, no allí.

Era lo que quedaba de Harriet: la cabeza, descarnada y sin piel, la cola y una pata. Por algún motivo que no entendí le habían dejado los ojos que, acusadores, me preguntaban: «¿Por qué me has dejado sola?».

Aquello fue demasiado para mí. Me aparté y vomité aparatosamente, salpicándole a George los zapatos y los pantalones.

George se separó de mí de un salto, perdió el equilibrio y cayó sobre la paridera. Uno de aquellos animales se lanzó de inmediato sobre su brazo desnudo, y le pegó un mordisco que le llegó casi hasta el hueso.

—¡Maldición! —aulló George—. ¡Quítame de encima a este hijo de puta!

Me recuperé rápidamente, hice de tripas corazón y arranqué aquella cosa del brazo de George mientras éste se levantaba con torpeza. Con la mano derecha apreté el bicho con todas mis fuerzas; el muy asqueroso no dejaba de retorcerse para morderme. Por suerte, todavía llevaba los gruesos guantes que George me había dejado, de lo contrario, aquella cosa me habría arrancado un trozo de mano. Para una bestia que no superaba en tamaño a un gato pequeño, la criatura tenía una fuerza sorprendente. Ya no pude sujetarla más y la tiré al suelo. Sin pensarlo siquiera e impulsado por un instinto que ni siquiera sabía que tuviese, la aplasté con el pie, hasta reventarla contra el cemento con todo el peso de mi cuerpo.

Hizo pum, como una especie de globo obsceno.

Entonces le tocó a George vomitar.

Levanté el pie y miré los restos que habían quedado en el suelo: una mancha iridiscente, verde grisácea, de un líquido viscoso y temblequeante con una cabeza que no paraba de moverse y de lanzar mordiscos. Poco a poco, la amorfa mancha se recompuso y recobró su forma anterior. Más o menos.

George ya había dejado de vomitar.

—¡Santo cielo, Ted! ¿Qué vamos a hacer?

—Tú mismo has visto lo ocurrido, ¿no? Lo he aplastado con todo mi peso… ¡Dios mío! Se han comido a Harriet… Por el amor de Dios…, se han comido a la gata. ¡Y no mueren!

Me encontraba al borde de la histeria.

—Vamos, Ted, domínate —me ordenó George, que temblaba tanto como yo.

—¡George, se han comido a la gata! ¿Es que no lo entiendes? ¿Qué crees que hacen en este momento los que están en tu garaje?

—¡Dios santo! ¡Ojalá no llegue demasiado tarde!

Subió la escalera del sótano a la carrera, y tropezó dos o tres veces.

Cuando se hubo marchado, creí enloquecer de miedo al oír un sonido de cristales rotos a mi espalda. Cuando me volví para investigar, comprobé que dos de las criaturas se habían encaramado a la estantería donde guardábamos las conservas de fruta y verdura que hacíamos cada año. Habían logrado tirar un frasco de tomate y romperlo. El tarro había caído de lado y fue perdiendo su contenido poco a poco, y mientras uno de ellos intentaba tirar otro tarro, el segundo revolvía los tomates. En aquella situación, parecía como si el bicho estuviera mordisqueando y revolcándose sobre cuajarones de sangre: y mientras escarbaba en aquella pulpa informe con las patas traseras, me salpicó la cara de tomate. Por un momento, la náusea me invadió, pero, de algún modo, logré controlarme.

¿Cómo diablos se las habían arreglado para subir hasta allí? A menos que pudieran volar. La idea me sacudió como una descarga eléctrica. De un momento a otro podían crecerles alas.

—Es el colmo —dije a los animales.

Necesitaba hacer algo de inmediato. Junto a mi banco de trabajo tenía un cubo de basura en el que sabía que cabrían todos. Vacié el cubo de virutas de madera y el aserrín y regresé con rapidez junto al nido.

La náusea me invadió en oleadas y la sangre me latía en las sienes cuando quité a los dos bichos de la estantería y saqué del nido al resto, uno por uno, para dejarlos caer en el cubo. Era como manipular pedazos de carne podrida, olían de un modo horrible, y su pestilencia parecía acentuarse y aumentar con el crecimiento y su apetito voraz.

Sí; crecían a ojos vistas. Continuaban siendo más pequeños que los gatitos normales, pero el aumento de tamaño era apreciable. No se trataba de mi imaginación. ¿O sí?

Tuve que encargarme también de los restos de Harriet; de pronto, la pérdida de la gata me pareció lo peor que me había ocurrido en la vida. Se me saltaron las lágrimas; entonces supe que ya no actuaba de una manera racional, sino que lo hacía impulsado por instintos y emociones que ignoraba que llevaba dentro.

¿Qué diablos iba a contarles a los niños? ¿Qué le diría a Jean?

Entonces, la obsesión por contarlos me asaltó. Decidí que debía contar los bichos varias veces para asegurarme de que estaban todos. En la camada original había cinco bestias, más la que yo había traído del garaje de George… Seis en total. «Sí —me dije—, en el cubo hay seis. Uno, dos, trescuatrocincoseis. ¡Maldita sea, seis! Cuéntalos despacio. Asegúrate de que no te falta ninguno. Unodostres. Cuatrocinco. Seis. ¿No habré contado dos veces a aquél?».

Seis cosas. Un perro. Ningún gato. Seis cosas. Dos niños. Una esposa. Seis…

«George, por favor, cuéntalos tú por mí. Él se alegrará de contarlos».

Estaba demasiado ofuscado y tenía la vista demasiado nublada como para saber qué hacía. «Debo salir de prisa —me dije—, o de lo contrario, esas cosas me vencerán». Cuando miré fijamente en el interior del cubo y vi retorcerse aquellas cosas, noté que la voluntad se me iba debilitando; entonces, de repente, sentí otra emoción nueva: el ansia de matar.

De un golpe, le puse la tapa al cubo y la fijé con unos trozos de cinta adhesiva para que aquellas cosas no se salieran y pudieran llegar al garaje de George.

George me esperaba fuera. Sin necesidad de preguntarle, supe que no había logrado salvar a su perra. Parecía indefenso.

—¿Qué llevas ahí dentro? —preguntó en voz baja.

—¿Qué diablos crees tú que llevo? Los tengo a «todos» aquí metidos.

—¿Y qué vas a hacer?

—Algo, y de prisa, George. Tenemos que destruirlos antes de que crezcan demasiado. ¿Es que no lo entiendes? No tenemos elección.

Se miró fijamente la mancha del brazo, donde lo habían mordido. Estaba hinchada y le supuraba, era una sustancia verdosa, parecida al pus, que olía a podrido.

—Me duele —dijo George.

—Ya sé que te duele. Te llevaré a que te vea un médico…, en cuanto nos hayamos encargado de estas cosas. ¿De acuerdo? ¿Me estás escuchando?

Me lanzó una mirada inexpresiva, como si no hubiese entendido. Dejé el cubo en el suelo, lo agarré por los hombros y lo sacudí.

—¡Vuelve en ti, George! ¡Tienes que ayudarme!

—¡Oye! Déjame en paz.

Me apartó los brazos, se sentó en el suelo, junto al garaje, se tapó el rostro con las manos y fue como si se ovillara dentro de sí mismo.

—¿De qué servirá? —murmuró.

—Nunca imaginé que fueras tan flojo —dije.

En otras circunstancias, me habría avergonzado de mí mismo por tratar de un modo tan brusco a un buen amigo, pero no era del todo dueño de mis reacciones. Tenía miedo y estaba furioso. Pero mi ira no iba dirigida sólo contra las criaturas y el infierno que habían desencadenado. Iba dirigida sobre todo contra George, como si, en cierto modo, él tuviera la culpa de lo que había ocurrido.

Quizá la herida le hubiera afectado la cabeza, o tal vez era la conmoción de haber perdido a su preciada perra dálmata. No importaba el motivo, lo único que contaba en ese momento era que George no me servía para nada.

—No puedo entrar ahí —gimió.

Lo dejé acurrucado fuera, levanté el cubo y lo llevé al garaje, donde me enfrenté a la otra camada.

Y a media perra.

Los quemé.

Rocié con gasolina a los muy bastardos y les prendí fuego; por ese medio descubrí su única virtud: eran «altamente» inflamables.

Detrás del garaje de George hice una pila con todos ellos y les prendí fuego. Los conté, claro está. Trece bolas de fuego que cuando ardieron no emitieron sonido alguno. «Santo Dios, espero no tener que volver a hacer nada parecido».

Uno de los vecinos apareció poco después: me había saltado una ordenanza local que prohibía las fogatas al aire libre. Cuando el jefe de bomberos llegó, sólo quedaba una mancha chamuscada en el suelo; ni siquiera había huesos. Al cabo de unos minutos, el olor a azufre quemado se disipó también.

Ya han transcurrido unas semanas y las cosas han vuelto a una relativa normalidad. George no me habla demasiado, pero sé que se le pasará. Va mejorando poco a poco, y he notado que hay una recuperación en el movimiento de su brazo herido.

Ignoro qué hizo con el cuerpo de la perra dálmata. Aunque todavía no me encuentro en condiciones de preguntárselo.

Jean les dijo a los niños que la gata había muerto durante el parto, y que hubo que eliminar a los gatitos. Al parecer han aceptado esa explicación, aunque no estoy muy seguro de que Pam se lo haya creído. Me niego a reflexionar al respecto, y les he prometido que pronto les regalaría otro animalito… otro «gato», si lo desean.

Es obvio que ni siquiera Jean conoce toda la historia. Siempre me interroga con la mirada. Quizá algún día se lo cuente, cuando todo se halle a una distancia de la realidad lo bastante cómoda como para que pueda hablar de ello sin desmoronarme.

Cuando lo pienso, me doy cuenta de que debí haber guardado una de las criaturas para enseñársela a alguien. De haber actuado de manera racional, me habría quedado con una y llamado a la prensa o a la televisión. En lugar de eso, las destruí, sin pensarlo dos veces, y el recuerdo que guardo de las espantosas emociones que experimenté entonces es lo que más me cuesta erradicar.

Durante unos días me preocupó mucho la idea de que nacieran otras camadas. Incluso cuando me enteré de que una familia que vive a unas manzanas de mi casa tenía una hembra de pastor alemán que había parido una camada de cachorros deformes, me puse en contacto con ellos, pero se negaron a decirme nada. Lo cierto es que no los culpo.

También esperé ver algo en los diarios o en la televisión. Era el tipo de noticia que suele aparecer en los titulares de los periódicos sensacionalistas, pero todavía no he leído ninguna nota en la que se hablara de camadas de animales extraños. Sólo las noticias normales sobre bebés, OVNI y vacas bicéfalas. Supongo que lo ocurrido en nuestro barrio fue un hecho aislado.

Lo cierto es que no dejo de preguntarme por los animales de los bosques que viven justo al norte de nuestro barrio. Ahí hay gran cantidad de mapaches, liebres y zarigüeyas. Si alguno de ellos ha parido extrañas criaturas, pasará cierto tiempo antes de que alguien lo descubra.

Procuro desechar tales pensamientos, y la mayor parte de las veces lo consigo. Tengo cosas más importantes de que preocuparme.

Jean está embarazada. Pronto saldrá de cuentas.

Según el médico, tal vez sean gemelos.