Shag tropezó con una botella de vino y lanzó una maldición. La botella había estado a punto de hacerle soltar la que él llevaba y que aún contenía un cuarto de litro largo de tokay. Se apoyó contra la pared del drugstore y respiró hondo durante un minuto. Llevaba tantos años bebiendo que estaba hecho una piltrafa.

Al oír unos pasos rápidos por la acera, se enderezó y procuró ofrecer un aspecto sobrio y respetable. No tenía intención de pasarse aquella noche tan fría en la celda de Halesburg. Ya había estado allí, y apestaba de muchas maneras, aparte de la ya conocida. Era capaz de aguantar la mugre y a los borrachos con mala uva; de hecho, llevaba años aguantándolos. Pero de las palizas, pasaba, muchas gracias.

Se alejó de prisa de los pasos que se aproximaban, y logró mantenerse en pie con la firmeza suficiente como para pasar revista, hasta que el policía siguiera de largo y se internara en un callejón. El abrigo que le habían regalado en el Ejército de Salvación de tres ciudades dejadas atrás era, probablemente, lo que lo había salvado; la prenda tenía un buen corte y era de tela de calidad. En la oscuridad, su estado ruinoso no se notaba.

A su derecha, tenía ahora unos altos pilares de ladrillo. Entre ambos colgaba un portón de hierro forjado con un cartel que decía HALESBURG MEMORIAL PARK. A Shag le gustaban los parques, porque solían tener refugios, lavabos, fuentes. Eran casi casi como hoteles al aire libre.

Esperó a que los pasos se perdieran por completo en la distancia. Miró hacia uno y otro lado de la calle mal iluminada. En ella sólo se movía un viento helado. Metió la mano entre las ornadas volutas de hierro forjado y posó con sumo cuidado la botella en el suelo. Después, trepó desmañadamente el portón y se encontró en una oscuridad iluminada sólo por la estrecha franja de luz que se colaba a través del portón.

El parque aparecía cubierto de enormes árboles. Shag se hizo de nuevo con la botella y avanzó con paso torpe, tanteando con la mano derecha una pared cubierta de plantas trepadoras siempre verdes. Cuando el paseo describió una curva, Shag perdió la escasa luz que le había estado iluminando.

No se veía un solo destello por ninguna parte. Se dijo que por las noches, cuando cerraban aquel lugar, lo cerraban a cal y canto. Pero eso no significaba que no lograra encontrar un sitio donde dormir guarnecido del viento. Shag tenía un talento especial para encontrar refugios en los lugares más impensados.

El paseo se bifurcaba en un sendero y Shag avanzó con cautela por él; tanteaba el camino con los pies, mientras intentaba encontrar algo que sirviera de guía a sus manos. Al cabo de una decena de pasos, se dio un fuerte golpe contra un muro sólido. ¡Ah! Era probable que los lavabos y las instalaciones de esparcimiento estuvieran allí.

Tanteó a lo largo de la pared en busca de una puerta o una ventana. Cuando encontró una ventana, la notó cubierta por volutas ornamentales cuyo bonito diseño no lograba ocultar sus intenciones prácticas. Encontró dos puertas, ambas cerradas con llave. Ya se le había pasado la época de abrir puertas a patadas; había quedado atrás, junto con su uniforme de infantería.

—¡Maldición!

Con el transcurrir de los minutos, el viento se volvía cada vez más penetrante. La nieve o el aguanieve comenzó a golpear el rostro de Shag, anunciando la muerte por congelación antes del amanecer. Tenía que encontrar un refugio.

Otro sendero se alejaba del edificio; se internó por él. Lo condujo a un laberinto de juegos para niños, donde se despellejó las espinillas contra algo hecho de hormigón y se enganchó la barbilla en una especie de trapecio. Sus maldiciones habían adquirido ya la temperatura suficiente como para aminorar el frío de la noche.

Después, contra un cielo ligeramente menos cargado, libre de los árboles abrumadores, vio un bulto. Un bulto familiar. «¡Joder, un carro Sherman!».

Por supuesto. Probablemente se trataba de algún tributo de guerra, acorde con el tema del Memorial Park. Había seguido a aquellos cacharros a través de media Francia, refugiándose en su cuerpo a prueba de balas cuando su grupo se topaba con francotiradores.

Shag lanzó una risita ahogada. ¡A nadie iba a ocurrírsele cerrar con llave un viejo carro de combate!

Metió la botella en uno de los bolsillos interiores del abrigo y tanteó en busca de un sitio donde apoyar los pies. Ah. Listo. En cierta ocasión había estado en uno, sólo para verlo por dentro. Sí, así era como el cabo le había enseñado a entrar en aquel cacharro.

Su superficie comenzaba a tornarse resbaladiza con la helada, pero Shag consiguió llegar a lo alto, sintiéndose triunfante y, en cierto modo, un poco más joven de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Encontró la escotilla cerrada, pero no con candado. Estaba oxidada y casi sellada, pero tiró de ella con fuerza, recordando con toda claridad aquella remota experiencia. Por fin se abrió con un chirrido y Shag metió la cabeza en el negro agujero.

El interior olía tan mal como una celda…, aunque se trataba de un hedor diferente. Herrumbre, moho y orina… alguien debía de haberlo utilizado para eso no hacía mucho. Pero estaba vacío; y era un sitio privado. Frío, sí, pero podía envolverse en su buen abrigo y beberse su cuarto de litro de tokay hasta calentarse un poco los pies y las piernas helados. En noches más crudas que aquélla había dormido en sitios peores.

Se arrastró hasta el interior del tanque, y al final estuvo a punto de caerse. De todos modos, tenía demasiado frío como para notar los golpes: se acurrucó en un rinconcito y se envolvió en el abrigo. Le habían arrancado los asientos y los mandos, con lo que el mastodonte se había convertido en una cáscara vacía. Allí dentro hacía frío, era verdad, pero con sólo encontrarse al abrigo del viento y del hielo, ya empezaba a entrar en calor.

Con dificultad sacó la botella del bolsillo enredado del abrigo y fue sorbiendo con moderación. El alcohol no contribuía mucho a darle calor. Cerró los ojos. En el interior del viejo tanque se sentía casi como en casa.

Recordó que una vez, en Francia…, ¿había sido en un bosque? Quizá fuera en un bosque…, tirado debajo de un Sherman, cómodo como un pachá, mientras las balas y los fragmentos de metralla alemanes silbaban y arrancaban esquirlas del grueso metal. Entonces le había salvado la vida. Quizá el viejo trasto volviera a salvársela ahora. A su edad, no podía pedir demasiado.

Suspiró. Hacía mucho tiempo que no dormía en una cama de verdad. Entre sábanas limpias… y después de haberse dado un baño caliente. Casi podía oír a su madre dando vueltas por la cocina, mientras preparaba la cafetera para la mañana siguiente. En cierta época había tenido todo aquello que cualquiera podía necesitar o desear…, no, todo lo que podía desear, no. Había deseado demasiado. Y obtenido demasiado.

Se volvió de lado, encogió las rodillas contra el vientre abultado. ¿Había sido la guerra? ¿Acaso él era uno de esos chalados que tardan toda la vida en manifestar sus síntomas? Había renunciado a su educación, un buen empleo, la promesa de una buena esposa, y quizá hasta de hijos. Por nada. Por una botella de escocés. Después, cuando el escocés se había vuelto demasiado costoso para su flaca cartera, una botella de whisky barato. Y ahora una botella de cualquier vino que estuviera de oferta en los supermercados.

Bebió otro sorbo. Se atragantó y tosió, y el sonido reverberó con ecos fantasmales en el interior irregular del tanque.

—¿Estás avergonzado de mí, viejo? —preguntó—. Me salvaste la vida…, y después te defraudé de mala manera. —Hipó y lanzó una risita tonta—. Perdona, se me ha escapado.

Se relajó lentamente a medida que el cuerpo se le fue calentando. No se dio cuenta de cuándo lo venció el sueño.

El Sherman se sacudía, subía y bajaba como un barco navegando con mar gruesa. Le resultaba difícil mantener los pies firmes y concentrarse en el bosque que flanqueaba la ruta que habían tomado. A la derecha se oían disparos… de armas de pequeño calibre. Un tiroteo limitado, de eso estaba seguro.

El carro se abrió paso a través de una arboleda medio destrozada por las descargas de artillería del día anterior. Tinsley, que estaba por debajo de él, a los mandos, le dio unos golpecitos en el tobillo.

—¿Ves algo? Los alemanes tienen que andar cerca. Los huelo. Mantén los ojos abiertos, ¿me oyes?

Dio un golpecito en la plancha del tanque a manera de respuesta. Desde allá abajo, Tinsley no lograba oír muy bien.

Avanzaban hacia una agrupación de infantería. Los hombres levantaron la mirada y sonrieron cuando el Sherman pasó pesadamente junto a ellos. Quizá fuera el grupo que se había refugiado alrededor de Gran Mamá el día anterior, después de haber sufrido el asalto de un puñado de francotiradores. Críos. Sólo críos. Al dejarlos atrás, notó que incluso después de semanas de combate, a la mayoría de ellos no le hacía falta afeitarse.

Les hizo la señal; ellos se rieron y se apartaron para dejar paso a la enorme máquina.

De la distancia les llegó el sonido de las armas pesadas. Ametralladoras…, sí. Entró en el tanque y aseguró la escotilla. Revisó su 76 mm, ensayando todas sus posiciones. Tendió la mano hacia abajo para indicar con golpecitos sobre el hombro de Tinsley el código privado.

—Prepárate. Nos estamos acercando.

El tanque que se encontraba más a la izquierda de la posición ocupada por ellos surgió a lo lejos y entró en su campo visual. Se oyó un tremendo «¡CRRUUMP!» y las llamas lo envolvieron.

Notó que el sudor que le bajaba por entre los omóplatos se le helaba. Buscó un objetivo desesperadamente, divisó algo que se movía, y disparó una ráfaga. De entre los arbustos donde había esperado emboscado, salió un hombre y cayó boca abajo…, pero ya lo habían dejado atrás, y no logró ver si se movía. Rodearon el tanque incendiado. Le llegó el olor del metal al rojo, de la gasolina quemándose… y de algo mucho peor. Lo apartó de su mente.

El bosque era ahora más espeso y aparecía surcado de pequeños arroyuelos. El Sherman hubo de realizar un esfuerzo para superar aquel terreno. Se sintió terriblemente expuesto, indefenso. De pronto, le entraron unas ganas tremendas de orinar, pero se controló; Tinsley jamás le habría perdonado que lo duchase de aquel modo.

A tumbos salieron de un claro y se internaron en un bosque en el que los árboles ardían. La artillería había hecho picadillo aquel lugar, y el suelo del bosque estaba sembrado de ramas y hojas caídas de los grandes árboles. El tanque se llenó de humo; tosió con fuerza y oyó que Tinsley hacía otro tanto.

A través del humo vio moverse algo que avanzaba hacia ellos. Disparó espasmódicamente, una y otra vez. Tenía el corazón frío y firme, pero sentía las manos demasiado ligeras para los brazos.

Bajaron por otra hondonada. Cuando comenzaban a ascender la cuesta para salir, se produjo un terrible sonido metálico seguido de un rugido. Se golpeó contra el costado del tanque y oyó un ruido de huesos rotos.

Todo quedó patas arriba. Su ametralladora apuntaba a las copas de los árboles. Tinsley había caído de lado, sin sentido. Anderson, que servía la otra ametralladora, estaba muerto o desmayado. El tanque aparecía inclinado de un modo inverosímil, y el motor no funcionaba. El rugido que lo había acompañado todo había cesado.

Pasó por encima de Tinsley y por debajo de Anderson. Se izó hasta la escotilla y la empujó hacia arriba. No logró moverla.

¡Dios santo! ¡Qué calor!

Oyó el cercano crepitar del fuego, dentro del tanque mismo o en el bosque de fuera. El metal estaba al rojo vivo, y el aire se había vuelto irrespirable de tanto humo. Golpeó contra la tapa de la escotilla hasta hacerse sangre. El humo había comenzado a filtrarse por los bordes.

—¡Socorro! —Los pulmones le ardían y tenía la garganta irritada—. ¡Socorro! ¡Estoy aquí dentro!

Se dejó caer en el interior del Sherman y le tomó el pulso a Tinsley. Estaba muerto. ¿Y Anderson? No, pero seguía inconsciente.

Volvió a subir, y gritó de nuevo; la cabeza le estallaba a causa de la presión, y la piel comenzaba a llenársele de ampollas y a pelársele.

—¡Qué me estoy cociendo vivo aquí dentro!

Su voz fue un murmullo apenas. Se dejó caer sobre el cuerpo de Tinsley, utilizándolo para protegerse del hirviente metal.

Sintió como si se derritiese. Literalmente, era como si el cuerpo se le derritiera; la piel se le aflojó, y la carne comenzó a burbujear con sus propios humores. El dolor no era tan grande como el miedo.

Tanteó a ciegas en busca del arma de Tinsley. Dio con ella.

Sin pensárselo dos veces, se metió el cañón del revólver en la boca y apretó el disparador.

Shag encogió las rodillas, el quejido que nacía en su garganta se apagó en un gorgoteo. En el instante fugaz que separa el sueño de la muerte, volvió a ver el Sherman, enorme y recio, con el bosque francés al fondo, que protegía su joven carne asustada.

Los ojos del anciano se abrieron, miraron la oscuridad con fijeza, y se vidriaron nada más abrirlos.

El olor a orina se acentuó en la vieja carcasa de metal oxidado. El hielo continuó con su tarea de volver a cerrar la escotilla de un modo firme y eficaz.

Y si la herrumbre la sellaba para siempre, ¿quién iba a interesarse…, o a quién podría importarle?