—… Johnny…

Oyó (¿o creyó oír?) la voz; creyó reconocerla (¿su viejo? No, ni hablar…) y volvió a perder su asidero y quedó flotando (aunque yaciera en una cama de cuidados intensivos). Podía ver (a pesar de tener los ojos cerrados, aunque se encontraba por debajo del nivel de conciencia) un círculo de luz incolora y serena que le hacía señas.

Sabía que era la Muerte…

Y tenía miedo.

Aunque no creas o no sabes si crees, creces, oyes todo tipo de cosas: el cielo con el benévolo Gran Jefe siempre sonriéndote mientras tú vives en una perpetua pausa para el café, y el infierno con el Diablo traspasándote el alma a un millón de grados… O tal vez nada, simplemente nada, ni siquiera la negrura, el polvo vuelve al polvo…

Él temía a la muerte.

De manera que declaró (en silencio): ¡Estoy vivo!

La verde línea montañosa del electrocardiograma probaba que vivía. Podía observarla (verla, de un modo que no era exactamente como ver, pero no por eso menos verdadero que la vista misma). Los médicos (los había «oído») dijeron que había alguna esperanza, que su estado era crítico, pero estable.

Flotando, regresó a la vida…

Y al dolor, el dolor representado por un cuerpo en ruinas, lleno de tubos de plástico que, gota a gota, iban suministrándole líquidos o extrayéndoselos, el Santo cielo, ¿todavía sigo gritando? dolor que le indicaba, sin lugar a dudas, que estaba vivo, el dolor que lo abotargaba con un lastre pesado y punzante, un dolor ancla que le aferraba la vida.

Aunque, pensándolo bien, esa vida no fuera nada del otro mundo.

Una cagada tras otra.

Supongo que a ésta podrías llamarla la Gran Cagada, la Cagada Definitiva, más o menos la Cagada Número Uno, comparable al haber nacido.

Un poco de lástima por ti mismo, ¿eh, Johnny? Claro. Si no podemos sentir lástima por nosotros mismos, entonces…

Bueno, no olvidemos que lo ocurrido fue divertido. Los Tres Chiflados. Jerry Lewis. Pee Wee Herman.

Vamos, que me cubrí de gloria. Si seré imbécil. Allí estaba yo…

… diciéndole al tipo con cara de paquistaní que se encontraba detrás del mostrador del siete once que llevaba un revólver en el bolsillo…

… por el amor de Dios, si todo lo que llevo es el dedo con la poca pasta que tengo, ¿quién iba a comprarse un revólver?

… y que era mejor que le diera todo lo que había en la caja…

… y el tipo va y se pone a gritar:

—¡Soy un ciudadano! ¡No vas a atracar a un ciudadano! ¡Busca trabajo, basura, inútil!

… Entran dos polis que acababan de terminar su turno, uno se parece a Andy Griffith y el otro a Don Knotts… Tal vez quieran tomarse una taza de café, o unos donuts, o comprar un paquete de cigarrillos…

… así que el paquistaní grita:

—¡Ahí viene la policía a proteger a un ciudadano honrado!

… tal vez la mujer de «Don» le pidiera que comprase un ejemplar de National Enquirer

… y el paquistaní venga a gritar:

—¡Me está robando!

… pero para qué cuernos han entrado…

… y me encuentran a mí, Johny Forrester, el señor Cagadas… Y tal como pasa en la televisión, me dicen: «¡No te muevas!»; entonces, lo que no se mueve es la mano del bolsillo porque el dedo se me ha enganchado en el forro de la chaqueta, y los dos polis llevan revólver y disparan…

… y él no paraba de gritar —eso sí que tiene gracia— ¡ay!, cuando una bala se le hincó en el muslo… ¡ay! —una en la tripa, en plena panza— ¡ay!… cuatro veces dispararon contra él. Y llegó a decir, o al menos creyó que dijo (o se acordaba que trató de decir):

—¿Queréis cortar el rollo de una vez?

Oye, eso son recuerdos; ya pasó… ¿hace cuánto tiempo? Seguro que la cabeza me va y me viene. No puedo permitir que esto ocurra. Tengo que quedarme aquí, en el presente, donde sé que estoy vivo.

… ¡Volver al presente y al dolor!

No estaré más muerto que vivo, pero, por lo menos, tan vivo como muerto.

Lanzó un quejido.

—Johnny…

Supo que en esa ocasión había sido una voz, no como la que había oído antes, si no diferente…

La voz de ella…

—Johnny…, no te me mueras. —Un susurro—. No, Johnny, si te mueres, todo terminará, lo nuestro acabará. —Un susurro—. Te necesito.

Abrió los ojos.

Nancy, cabello negro con raya en medio que deja ver la piel sonrosada del cuero cabelludo, ojos grandes y verdes (grandes como en las fotos de los niños que se ven en K-Mart), y la boca toda suave (boca de niña), rostro cubierto de lágrimas. Nancy, con ese aire tan juvenil (iban a algún bar a tomarse unas cervezas, y siempre le pedían la documentación y de qué modo estudiaban su carnet de conducir en el que decía que tenía veintitrés años). Nancy no era demasiado guapa, de manera que le encantaba oírlo cuando él le decía que era bonita y a él le encantaba decírselo, porque cuando lo hacía, ella sonreía de un modo que la hacía «casi» guapa, y lo sería cuando tuvieran dinero para que se arreglara aquel diente. Nancy (le había hecho dibujos a lápiz: hasta le había regalado uno el día de San Valentín). Nancy, de pie junto a la cama, con una camiseta de Disneylandia (los dos soñaban con viajar a Disneylandia) y sus viejos tejanos…

—Johnny… ponte bien. Verás…

Quiso decirle que la quería (la única cosa buena, amable y correcta en una vida de cagadas); sus labios intentaron decírselo, pero lo único que logró fue quejarse.

—Me duele…

—Ya lo sé, cariño, ya lo sé. —Mantuvo la mano en el aire, como si tuviera miedo de tocarlo—. Johnny, no sé qué hacer. No puedo hacer nada…

La «luz». Era más brillante. Le hacía parpadear.

Allí, en un rincón de la habitación, donde la pared se juntaba con el techo…

Un fulgor rielante.

La luz era la Muerte.

Y ahí, en el centro.

Unos ojos

no podían ser los ojos de su viejo porque los ojos de su viejo eran tan duros y brillantes como el vidrio de las botellas de cerveza

vio los ojos de su viejo, tan amables

vio el rostro de su viejo

largo, equino, apuesto, contraído como el de un vaquero de Hank WiIliams…

Vio a su padre,

que estaba muerto

en la luz

Y su padre le dijo:

—Todo saldrá bien, Johnny. Ahora estoy contigo.

Y Johnny contestó:

—Maldito hijo de puta, ¿cuándo has estado tú alguna vez conmigo?

Se liberó del dolor y de su padre y se puso a recordar.

Un recuerdo:

Su madre sentada, llorando, noche tras noche, y su padre no estaba en casa, noche tras noche, y ahora, su madre bebía whisky, igual que hacía su padre. Él seguía preguntando (sí, incluso cuando somos niños, hacemos preguntas cuya respuesta ya conocemos: algo perverso que llevamos dentro nos obliga a aferrarnos al dolor, del mismo modo que no dejas de meterte la lengua en una muela cariada para sentir la punzada de dolor): «¿Dónde está papá? ¿Cuándo volverá a casa?». Y después de las respuestas que su madre creía que debía darle: «Ha tenido que marcharse por un tiempo, para ocuparse de algunas cosas». «Hace lo que tiene que hacer», venía la verdadera respuesta: «Andará visitando todos los bares, tabernas apestosas y antros de mala muerte del sur de Illinois, andará por ahí, de putas, liándose con todas las furcias que se le abren de piernas y le contagian enfermedades».

Su padre regresó a casa. Pálido, tembloroso, arrepentido.

—Lo siento. No sé qué me pasa, es como si llevara algo malo dentro, como si un demonio me obligara a salir y hacer lo que hago. Pero ésta ha sido la última vez. Ya lo verás. Cambiaré. Esta vez me lo he sacado todo de dentro…

Su madre y él se lo creyeron. Esa vez. Y durante muchos años, casi todas las demás veces.

Recuerdo:

Su padre pasaba por una de sus buenas temporadas. El viejo tenía un trabajo fijo (operario de maquinaria pesada, ganaba un montón de pasta cuando trabajaba, pero para trabajar hay que estar sobrio —siempre quise que el viejo me sentara a su lado, en aquel enorme Caterpillar amarillo—), y por las tardes, nada del otro mundo, pero descansaban juntos y miraban la televisión; a veces comían palomitas de maíz y tomaban Coca-Cola. En el aire flotaba la sensación de que tendrían la oportunidad de seguir las pautas familiares de vida que hacían que todo saliera bien.

De manera que cuando su viejo le dijo que iría a la ceremonia de los Webelos[5] —gran acontecimiento, pasar del nivel de infantiles (los niños son así) a ese otro nivel tan importante, justo por debajo de los niños exploradores—, aquel momento en tu vida cuando creíste que tendrías la oportunidad de ser «alguien», bueno, aquella vez creíste que, por fin, podías contar con el viejo.

Pero ¡sorpresa, sorpresa! (Si eres un pobre infeliz, todo lo que te ocurre es una sorpresa). Fueron el padre de Charley Hawser, y el de Mike Pettyfield, y el de Clint Hayworth…, ¡por el amor de Dios, si hasta el padre de Hayworth fue, y eso que estaba postrado en una silla de ruedas, paralítico del cuello para abajo!

¿Y el padre de Johnny Forrester? Pues él estaba en el Double Eagle Lounge, mirando el reloj de Budweiser, escuchando a Patsy Cline en el tocadiscos automático, emborrachándose como una cuba.

Cuando el nuevo Webelo llegó a casa, se echó a llorar, no se acostó y esperó y esperó. Su viejo llegó, todo sonrisas, oliendo a cigarrillos Camel y a whisky.

—¡Me has mentido! Me dijiste que irías. ¡Y me has mentido!

El viejo se empezó a reír, escupiendo flema.

—Supongo que soy un jodido mentiroso.

Entonces me alborotó el pelo. Eso fue lo que hizo. ¡Me alborotó el pelo! ¿Cómo iba a perdonarle aquello?

Recuerdo:

Quizá el viejo llevara dentro un demonio de verdad, la bebida no hacía que uno se volviera grande y fuerte; porque a medida que los años fueron transcurriendo, algo hizo que el viejo pasara de ser sólo un borracho a ser un borracho con mala uva. El viejo comenzó a pegarnos. (Ja, ¿qué te parece? ¿Es esto lo que buscabas? Tengo más, un montón, y te daré todo lo que necesites).

Como aquella llamada telefónica (yo tenía trece años) de la tienda de baratijas (me habían pescado robando unos tebeos). El viejo (¿Un ladrón? ¡Te daré una paliza que no se te olvidará en la vida!) venga pegar, mamá se tapa la cara con las manos (Basta, que lo matarás, ¡para ya!), no puede hacer nada. Y el viejo le ha pillado el ritmo y no para, un golpe, coge aire, otro golpe…

—¡Venga, viejo de mierda, pégame otra vez, anda!

—¿Quieres más? ¡Toma otra, desgraciado! ¡Toma, que hay más!

—¡Anda, pégame! Te gusta, ¿no? ¡Te sientes bien pegándome!

—Claro que me gusta. ¡A ver si te gusta a ti!

Recuerdos:

(Mis) fallos y mis cagadas. En quinto curso de primaria me castigaron con permanencias después de la hora de salida. «Ha sido Johnny Forrester. Me ha quitado el dinero para el bocadillo». En octavo, le pedí a Darlene Woodman que me acompañara al baile de graduación. Me dijo que no podía. Fui hasta su casa y le tiré huevos, entonces Mike y Dallas, sus hermanos mayores, me agarraron y me dieron una paliza que me dejaron tieso. A la semana siguiente, le destrocé las ruedas al Ford de Dallas. Llego al instituto y desde el principio no hago más que catear. Biología, por ejemplo. Había que diseccionar una rana para verle las tripas. Yo voy y la dejo hecha una birria. O inglés, no tengo ni idea del significado de la mitad de las palabras de los libros que se supone que tenemos que leer. O las clases de mecánica automotor, por favor, si hasta los más burros aprueban las clases de mecánica automotor, pero yo… por lo único que logro distinguir un filtro de aire de mi culo es que mi culo tiene dos partes. Quizá todo se deba a que no tengo a nadie que se sienta orgulloso de mí si logro hacer algo como es debido, o quizá sea porque he nacido para cagarlo todo y se acabó.

Hubo una ocasión en la que creí que tal vez, sólo tal vez…

Tenía dieciséis años y me apunté a uno de esos cursos de dibujo por correspondencia (trabajé de ayudante en un supermercado para reunir el dinero con que pagármelo). Siempre me había gustado dibujar; en el instituto no pude apuntarme a las clases de dibujo, porque no eran para «los alumnos pertenecientes a los grupos de rendimiento inferior». Pero aquí estaba yo, sentado ante la mesa de la cocina, trabajando en la primera lección, horizontes y perspectiva, cuando el viejo se me acercó.

—¿Qué es esa mierda?

Yo, ni caso.

—Te he preguntado que qué es esa mierda.

Pero claro, entonces ya no puedes hacerte el sordo, o sea que le contestas. Y el tío venga a partirse el pecho de risa.

—Cuando tú seas dibujante, yo seré emperador de Etiopía.

Entonces es cuando le dices que lo odias, que no puedes ni verle, y él se sonríe, con los puños preparados

—No más de lo que yo te odio a ti.

entonces le sacudes con toda el alma

pero el viejo continúa siendo fuerte, o bien está tan borracho que ya no siente nada; te agarra del cuello y te estampa contra la mesa y te atiza un puñetazo tras otro en el rostro, y caes de rodillas al suelo y el viejo te destroza el bosquejo y el libro de Aprenda dibujo por correspondencia y se ríe como un loco

—Emperador de Etiopía…

Un recuerdo:

Mamá murió. Algo en su cerebro le hizo paf y se acabó. Entonces quedaron el viejo y él.

Un recuerdo:

Hasta que tuvo la edad precisa para alistarse en el Ejército. El viejo le dijo:

—Vaya, el soldadito que defenderá el país; a partir de ahora, todos podremos dormir tranquilos…

Y volvió a cagarla al fumarse un porro una noche, y al liarse a hostias con un negro que le dijo que hablaba como un jodido paleto del campo. Le aventó un puñetazo en la boca al negro y el negro le rompió la mandíbula, por lo que tuvo que llevarla cerrada con alambre durante diez semanas.

Le dieron de baja por mala conducta, lo que venía a ser lo mismo que si el Ejército dijera que no tenía obligación de darle ningún beneficio y que proclamara al mundo: «He aquí un inútil garantizado, apto para cualquier puesto en el que se exija realizar cagadas monumentales». Se fue a vivir a Chicago. Trabajaba haciendo trabajos de mierda, cuando los encontraba, a veces vivía del paro y de los bonos de comida, y casi siempre estaba al borde de la quiebra, o en la pura miseria.

Un recuerdo:

El viejo murió. Infarto de miocardio. Se le paró el corazón. Y claro, entonces vinieron las preguntas, los «si yo hubiera» y los «ojalá yo» y los «por qué» y los «cómo habrá sido que»… que se resumían en una sola pregunta: «¿Por qué?».

Un recuerdo:

Conoció a Nancy. Trabajaba en una fábrica de contrapuertas. En aquella época, él no tenía empleo. Le gustaba ir al Instituto de Arte los jueves, cuando no cobraban entrada y, una vez por semana, a la hora del almuerzo, Nancy iba al Instituto de Arte porque, como ella misma le explicó más tarde (cuando supo que él no se reiría), quería estar en un edificio donde hubiera cosas bonitas.

Un buen recuerdo:

Quiero a Nancy.

—Johnny, no puedes morirte… Por favor, cariño, ay, cariño…

Se le ocurrió pensar que si ella supiera lo terrible que era el dolor, no le pediría que siguiera vivo. Morirse… sería tan fácil…, el dolor terminaría…, morirse, morirse ahora…

pero tenía miedo.

—No, hijo

La voz del viejo le llegó desde la luz

—No tengas miedo

Maldito desgraciado, hijo de puta, estás muerto

muerto y en el infierno, donde te corresponde

—No

en el infierno

—No, hijo, no es el infierno ni el cielo. No sé cómo lo llamarías: el Más Allá, la Eternidad, o tal vez, simplemente, otro lugar. Es un sitio mejor, Johnny. Aquí el tiempo no existe, o sea que hay de sobra. Así, como te lo cuento. Hay tiempo para pensar en las cosas, para darte cuenta de todo lo que has hecho mal y buscar la forma de arreglar las cosas. Escúchame, Johnny. Quiero ayudarte.

¿Ayudarme? ¡Para ti ayudarme significó siempre llenarme de mierda y revolearme en ella!

—Johnny, ya te he dicho que hice muchas cosas mal. Ahora lo sé. No he sido un buen padre…

¿Que no has sido un buen padre? ¡Joder! Has sido un borracho, un mierda, un hijoputa…

—Sí, Johnny, echa fuera toda la rabia que llevas dentro, todo el veneno, y déjalo todo ahí, para siempre.

Te odiaba. Te odio.

—Ya lo sé, Johnny, ya lo sé. Pero no era eso lo que querías, ¿verdad, Johnny?

—¿Johnny?

No

—Dilo, Johnny.

Yo quería «quererte».

—Ya lo sé

Quería tu amor

—Johnny, las cosas no fueron buenas para nosotros, al menos cuando estábamos vivos. Pero pueden cambiar. Ahora. Eres mi hijo. Quiero decirte una cosa, Johnny, con el corazón…

—Johnny, lo siento, lo siento.

Flotando, se alejó del dolor y de su cuerpo, y se acercó a la luz y a la promesa de un tiempo eterno, de la paz y la reconciliación

—¡Johnny! —gritó Nancy

—Te quiero, Johnny

El viejo tendió el brazo:

—Toma mi mano, hijo

No tenía miedo

Ya no

Tomó la mano de su viejo

Murió

y lanzó gritos agónicos cuando la médula de sus huesos (aunque no tenía huesos, aunque no tenía cuerpo) comenzó a hervir y mil látigos le azotaron la espalda y unas cuchillas le cortaron los ojos (aunque no tenía ojos, aunque no tenía cuerpo) y unos sacacorchos se lo hundieron en el cráneo perforándole los sesos

y a su alrededor se oía un coro cacofónico de aullidos

las almas en el infierno

y llamas teñidas de negro

somos todas almas en el infierno

y el hedor de la mierda y las heridas supurantes

Y el viejo, riéndose como un loco

—Es para mearse, ¿no, Johnny?

cagándose de risa.

—¡Me has mentido!

riéndose…

Supongo que soy un jodido mentiroso.