Es tremendamente difícil ponerse en el lugar de quienes vivieron en los siglos pasados, pero lo cierto es que muchos de sus artefactos —edificios, carreteras, obras de arte— han sobrevivido y algunos de ellos continúan en uso. De la misma forma, aunque suele ser difícil comprender el pensamiento de los científicos del pasado, quienes no conocían mucho de lo que conocemos hoy, las grandes ecuaciones que llevan sus nombres continúan con nosotros y siguen siendo útiles (las ecuaciones de Maxwell para el campo electromagnético, las de Einstein para el campo gravitatorio, la ecuación de Schrödinger para la función de onda de la mecánica cuántica y otras muchas examinadas en este libro). Esas ecuaciones son monumentos del progreso científico, al igual que las catedrales lo son del espíritu de la Edad Media. ¿Llegará el día en que no enseñemos esas grandes ecuaciones a nuestros estudiantes?
Aunque dichas ecuaciones formarán siempre parte del conocimiento científico, ha habido profundos cambios en nuestro conocimiento de los contextos en el marco de los cuales son válidas y de las razones por las que son válidas en esos contextos. Ya no pensamos en las ecuaciones de Maxwell como en una descripción de tensiones en el seno de un éter, como lo hacía Maxwell, o incluso una descripción exacta de los campos electromagnéticos, como lo hacía su colega físico Oliver Heaviside. Sabemos desde la década de 1930 que las ecuaciones que gobiernan los campos electromagnéticos contienen un número infinito de términos adicionales, proporcionales a potencias cada vez más altas de esos campos y a la frecuencia con la que dichos campos oscilan. Esos términos adicionales son diminutos para las frecuencias de la luz visible, pero a frecuencias mucho más altas pueden conducir a que la luz sea dispersada por la propia luz. La teoría de Maxwell es una teoría de campos eficaz, una teoría que constituye una buena aproximación sólo para campos que sean lo suficientemente débiles y que varíen de forma suficientemente lenta.
Los términos adicionales que hay que añadir a las ecuaciones de Maxwell provienen de la interacción de los campos electromagnéticos con parejas de partículas y antipartículas cargadas que continuamente emergen y se aniquilan en el espacio vacío. En la década de 1930, los cálculos relativos a esos términos fueron desarrollados mediante la electrodinámica cuántica, la teoría cuántica del electromagnetismo que abarca electrones y antielectrones. Pero la electrodinámica cuántica tampoco es en sí misma la respuesta última. Proviene de las ecuaciones de una teoría más fundamental, el modelo estándar de las partículas elementales, en una aproximación en la que se asume que todas las energías son demasiado pequeñas para dar lugar a los cuantos de los campos W y Z, los hermanos del campo electromagnético en dicho modelo estándar. Y el modelo estándar tampoco es la última palabra; pensamos que es sólo una aproximación de baja energía a una teoría aún más fundamental, cuyas ecuaciones no tendrían por qué tratar de los campos electromagnéticos o de los campos W y Z.
Las ecuaciones de la relatividad general han sufrido una reinterpretación similar. Al deducirlas, Einstein partió de una idea básica, el principio de equivalencia entre gravitación e inercia, pero también introdujo una premisa ad hoc de simplicidad matemática, la de que las ecuaciones debían ser del tipo conocido como ecuaciones diferenciales parciales de segundo orden. Esto significa que Einstein supuso que las ecuaciones implicaban sólo tasas de variación en los campos (primeras derivadas) y tasas de variación en esas tasas de variación (segundas derivadas), pero no tasas de mayor orden. No conozco sitio alguno en el que el gran físico explicara el motivo por el que adoptaba una premisa así. En su artículo de 1916 sobre la relatividad general admitía la existencia de «un mínimo de arbitrariedad a la hora de elegir esas ecuaciones», ya que se trataba, esencialmente, de las únicas ecuaciones diferenciales parciales de segundo orden para los campos gravitatorios que eran consistentes con el principio de equivalencia entre gravitación e inercia; pero, al menos en ese artículo, no hacía intención alguna de explicar por qué las ecuaciones tenían que ser de segundo orden. Tal vez se basaba en el hecho, tampoco explicado, de que cuando la teoría de la gravitación de Newton es descrita en términos de un campo gravitatorio, la ecuación que gobierna ese campo (la ecuación de Poisson) es de segundo orden. O quizás intuía que unas ecuaciones tan trascendentales tenían que ser lo más simples posible.
En la actualidad, la relatividad general es ampliamente, aunque no universalmente, considerada como otra teoría de campos eficaz, aplicable sólo a distancias mucho mayores que 10−33 centímetros y para energías de las partículas muy inferiores a la equivalente a la masa en reposo de 1019 protones. Hoy nadie se tomaría en serio cualquier consecuencia de la relatividad general a distancias más cortas o para energías más altas.
Cuanto más importante sea una ecuación, más atentos debemos estar a los cambios en su significado. El caso más drástico a este respecto lo constituye la ecuación de Dirac. No sólo se ha alterado nuestra forma de ver por qué una ecuación es válida y bajo qué condiciones lo es, sino que se ha operado un cambio radical en nuestra comprensión del propio objeto de aquélla.
En 1928, Paul Dirac trataba de encontrar una versión de la ecuación de Schrödinger para la mecánica cuántica que fuese consistente con los principios de la relatividad especial. La ecuación de Schrödinger gobierna la función de onda, una magnitud numérica que depende del tiempo y de la posición en el espacio y cuyo cuadrado en cualquier instante y posición expresa la probabilidad de encontrar una partícula determinada en esa posición y en ese instante. La ecuación de Schrödinger no trata el espacio y el tiempo de manera simétrica, como requeriría la relatividad especial. En lugar de ello, la tasa de cambio de la función de onda con el tiempo depende de la segunda derivada de dicha función con respecto a la posición (es decir, de la tasa de cambio respecto a la posición de la tasa de cambio de la función de onda respecto a la posición). Dirac observó que la versión relativista de la ecuación de Schrödinger para una partícula sin espín (la ecuación de Klein-Gordon) no era consistente con la conservación de la probabilidad, el principio por el que la probabilidad total de encontrar la partícula en alguna parte ha de ser siempre del cien por cien.
Dirac logró elaborar una versión relativista de la ecuación de Schrödinger consistente con el principio de conservación de la probabilidad —la que hoy conocemos como ecuación de Dirac—, pero que describía una partícula con un espín igual a un medio (en unidades de la constante de Planck), y no a cero. El hecho fue considerado un gran triunfo, ya que, a partir de la interpretación de los espectros atómicos realizada unos años antes, se sabía que el electrón tenía un espín de valor un medio. Por otra parte, al estudiar el efecto de un campo electromagnético externo sobre su ecuación, Dirac pudo demostrar que el electrón es un imán que posee la fuerza magnética que los experimentadores holandeses Samuel Goudsmit y George Uhlenbeck habían inferido de los datos espectroscópicos y fue capaz de calcular la «estructura fina» del hidrógeno, las minúsculas diferencias de energía entre estados que difieren sólo en su momento angular total. Cuando Dirac murió en 1984, una de las reseñas necrológicas le atribuía el haber explicado por qué el electrón tiene que tener un espín de un medio.
El problema es que no existe una teoría cuántica relativista como la que buscaba Dirac. La combinación de relatividad y mecánica cuántica conduce inevitablemente a teorías con un número ilimitado de partículas. En estas teorías, las verdaderas variables dinámicas de las que depende la función de onda no son las posiciones de una o varias partículas, sino campos del tipo del campo electromagnético de Maxwell. Las partículas son cuantos —paquetes de energía y momento— de esos campos. Un fotón es un cuanto de campo electromagnético, con espín de valor uno, y un electrón es un cuanto de campo del electrón, con espín igual a un medio.
Si los argumentos de Dirac eran correctos, debían ser aplicables a cualquier clase de partícula elemental. El análisis de Dirac no hacía uso de propiedades especiales del electrón que lo distinguieran de otras partículas: el que, por ejemplo, los electrones posean una masa diminuta y se encuentren orbitando en torno al núcleo en todos los átomos ordinarios. Pero, al contrario de lo que pensaba Dirac, la mecánica cuántica y la relatividad no prohíben la existencia de partículas elementales con espines diferentes de un medio, y se sabe que dichas partículas existen. Además del fotón, con espín unidad, hay partículas masivas como la W y la Z, también con espín unidad y tan elementales como el electrón. Tampoco hay nada en la mecánica cuántica relativista que prohíba la existencia de partículas con espín nulo. De hecho, estas partículas aparecen en nuestras teorías actuales sobre las interacciones entre las partículas elementales, y los físicos experimentales dedican no pocos esfuerzos a encontrarlas.
El mayor éxito de la teoría de Dirac se considera que es su predicción correcta de la antipartícula del electrón, el positrón, descubierto pocos años después en los rayos cósmicos. Dirac había observado que su ecuación tenía soluciones con energía negativa. Para evitar el colapso de todos los electrones atómicos hacia estados de energía negativa, supuso que esos estados estaban casi todos ocupados, con lo que el principio de exclusión de Pauli (que prohíbe que dos electrones ocupen el mismo estado) preservaría la estabilidad de los electrones ordinarios de energía positiva. Los estados de energía negativa ocasionalmente vacíos serían interpretados como partículas de energía positiva y carga eléctrica opuesta a la del electrón, es decir, como antielectrones.
Pero, desde la perspectiva de la teoría cuántica de campos, no existe razón alguna por la que una partícula de espín un medio deba tener una antipartícula distinta. En algunas de las teorías actuales aparecen partículas con espín un medio que son sus propias antipartículas, aunque ninguna de ellas se haya detectado todavía. Por supuesto, la teoría cuántica de campos nos dice que una partícula con carga eléctrica tiene que tener una antipartícula distinta, pero esto es válido tanto para partículas de espín cero o uno (que no obedecen al principio de exclusión de Pauli) como para partículas con espín un medio, y dichas antipartículas de espín entero son bien conocidas experimentalmente.
Tras los trabajos de Dirac, las controversias sobre este punto continuaron durante muchos años y podrían incluso proseguir hoy en día. En la década de 1950 se propuso construir en Berkeley un nuevo acelerador que, por vez primera, tendría la suficiente energía como para producir antiprotones. La principal objeción era que, si todo el mundo sabía que el protón tenía que tener una antipartícula, ¿para qué gastar dinero en un acelerador destinado a descubrirla? A ello se respondía que el protón parecía no satisfacer la ecuación de Dirac, ya que poseía un campo magnético considerablemente mayor que el que la teoría predecía, y si no satisfacía la ecuación de Dirac, no había razón para esperar que tuviera una antipartícula distinta. Todavía no estaba claro que la ecuación de Dirac no tiene nada que ver con la necesidad de antipartículas.
Entonces, ¿por qué la ecuación de Dirac funciona tan bien a la hora de predecir la estructura fina del hidrógeno y la intensidad del campo magnético del electrón? Resulta que la fusión de la mecánica cuántica con la relatividad especial requiere que un campo, cuyo cuanto tiene un espín de valor un medio e interacciona sólo con un campo electromagnético externo de tipo clásico, tenga que satisfacer una ecuación matemáticamente idéntica a la de Dirac, pero con una interpretación totalmente distinta. El campo no es una función de onda; no se trata de una magnitud numérica, como la función de onda de Schrödinger, sino de un operador mecanocuántico que no tiene una interpretación directa en términos de probabilidad de encontrar la partícula en distintas posiciones. Al considerar la acción de ese operador sobre estados que contienen un único electrón, se puede calcular la intensidad del campo magnético de la partícula y las energías de los estados de dicha partícula en los átomos. Al ser la ecuación para el operador del campo del electrón matemáticamente la misma que la de Dirac para su función de onda, los resultados del cálculo resultan ser los obtenidos por Dirac.
Lo anterior es sólo aproximado. El electrón interacciona también con las fluctuaciones cuánticas del campo electromagnético —por lo que su campo magnético y sus energías en los estados atómicos no son exactamente iguales a las calculadas por Dirac— y experimenta, asimismo, interacciones débiles no electromagnéticas con el núcleo atómico. Aunque los cálculos de la estructura atómica basados en la ecuación de Dirac son sólo aproximados, se trata de estimaciones muy buenas que siguen siendo utilizadas.
Así son las cosas. Cuando una ecuación es tan afortunada como la de Dirac, nunca se convierte en un error. Puede dejar de ser válida por las razones que suponía su autor y, sacadas de contexto, llegar a significar cosas que el autor jamás hubiera imaginado. Debemos estar siempre abiertos a la reinterpretación. Las grandes ecuaciones de la física moderna son una parte permanente del conocimiento científico, algo que podría sobrevivir incluso a las bellas catedrales de los tiempos antiguos.