Cierta fotografía tomada desde una nave Apolo captaba el sentir de la Tierra en la década de 1970. La imagen fue tomada en un fugaz y luminoso momento y revelaba la belleza de nuestro planeta como nunca antes se había contemplado. Evidenciaba su soledad: un oasis azul flotando en la negra inmensidad del cosmos. Pero, sobre todo, el planeta parecía enormemente frágil: desde la perspectiva del espacio, sus habitantes tenían que compartir un fuerte interés en preservar su delicado hogar.[142]
La imagen constituía un símbolo del sentimiento, nacido en la década anterior, de que la humanidad poseía ya la capacidad de destruir su entorno y, como consecuencia de ello, destruirse a sí misma. El mensaje de universalidad de las misiones Apolo exhortaba a los humanos a contemplarse a ellos mismos como «pasajeros todos de la nave Tierra».[143] Ese sentimiento fue el que llevó a decenas de millones de personas a manifestarse en protesta contra las agresiones a la naturaleza en el primer Día de la Tierra, en 1970.
Durante ese despertar colectivo de la conciencia ambiental se publicaron unas breves líneas que iban a tener más impacto sobre nuestra forma de ver el medio ambiente terrestre que cualquier imagen cósmica.[144] Se trataba de una prosa sin palabras, escrita en símbolos de otro lenguaje. Profetizaba una calamidad global, confirmando que los humanos estaban dañando uno de los sistemas que dan soporte a la vida en nuestro planeta. Con sublime concisión, esas ecuaciones químicas describían la destrucción de la capa de ozono.
Las líneas eran, en parte, deudoras del sentir de la época y, a la vez, conformaban ese sentir. Desde el punto de vista político, dieron comienzo a una era en la que los pasajeros de la Tierra se veían obligados a negociar entre ellos para defender su hábitat. Desde el punto de vista científico, ampliaron los límites de las disciplinas empleadas en los proyectos internacionales de investigación que combinaban numerosos enfoques para intentar comprender el más complejo de los ciclos naturales. Finalmente, desde el punto de vista medioambiental, nos proporcionaron dos símbolos: el de la vulnerabilidad de la Tierra bajo el dominio del hombre y, viceversa, el de la capacidad del ser humano para evitar la catástrofe tecnológica.
La historia de esas ecuaciones se extiende a lo largo de un periodo de casi medio siglo, desde 1930 hasta mediados de la década de 1980. Es, en parte, el relato de la comprensión científica de la atmósfera (que antaño se pensaba simple e inerte y que hoy se sabe es un tumulto de miles de sustancias que interaccionan). Fue a lo largo de ese relato cuando las cuestiones acerca del ozono comenzaron a emerger. El proceso de darles respuesta contribuyó a forjar la idea del planeta como un sistema único: largas y proliferantes cadenas de relaciones causa-efecto que enlazan todo, desde los microbios del suelo hasta los remotos gases de la estratosfera.
Para entender cómo los científicos han podido extraer sus conocimientos sobre el ozono de entre la maraña de gases de la atmósfera, debemos tener una idea acerca del modo en que trabajan los químicos. Históricamente, el destino de los químicos ha sido buscar, entre las confusas manifestaciones de la materia, la esencia de ésta; atravesar el mutable mundo material en busca de lo inmutable; hallar lo que es permanente y predecible, encontrar las reglas de esa materia. La química es considerada a menudo el pariente pobre de la familia científica, contemplada erróneamente como una ciencia puramente descriptiva sin el glamour de la física o la biología. El químico parece hallarse lejos de la lucha del físico con las fuerzas y partículas fundamentales o del pensamiento puro y abstracto del matemático. Sin embargo, eran los químicos quienes poseían las herramientas con las que buscar en el crisol de las reacciones atmosféricas y hallar la que constituía la clave. Fueron capaces de expresarla usando un lenguaje simple y simbólico que ha llevado siglos crear. Los químicos supieron predecir interacciones que tenían lugar 50 kilómetros por encima de la Tierra —sin ir hasta allí— e incluso determinar la velocidad de esas reacciones. Y, en cualquier caso, los químicos demostraron todo el poder de su ciencia al combinarla con otras disciplinas para producir modelos de la atmósfera y hacer predicciones que se verían confirmadas en las décadas siguientes.
Pocas ecuaciones han expresado mejor la relación entre el ser humano y su entorno o han producido un efecto tan dramático en la opinión pública. Ningún otro químico ha alumbrado un trabajo que, en su brevedad, haya sido considerado potencialmente como nuestra «salvación de la catástrofe medioambiental». Éstas fueron las palabras del comité que en 1995 concedió a Mario Molina, Sherry Rowland y Paul Crutzen el Premio Nobel de Química por sus estudios sobre la destrucción del ozono. Era la primera vez que el Premio Nobel reconocía una investigación sobre el impacto humano en el medio ambiente.
La existencia de algo capaz de sufrir daño en la atmósfera es una idea moderna. El aire y su inmutabilidad se habían dado siempre por supuestos. Desde la antigüedad, se pensaba que el aire era inerte: la química del mundo tenía lugar más abajo. La idea de que existe un tercer estado físico, además de los de sólido y líquido —de que alrededor y encima de nosotros podía haber diversos gases interaccionando entre ellos, con la Tierra debajo— fue una innovación del siglo XVIII. Tras este avance conceptual, los científicos han ido haciendo cada vez más compleja su visión de la atmósfera. Las ecuaciones químicas en su forma moderna han proporcionado un modo de expresarla.
Las características de los gases atmosféricos individuales, tales como el dióxido de carbono, el oxígeno y el nitrógeno, sólo empezaron a ser perfiladas a partir de 1750. En el siglo XX, el estudio de la atmósfera condujo al descubrimiento de nuevas técnicas para desvelar sus rincones más ocultos. Hoy visualizamos esa atmósfera como una serie de capas esféricas de aire, progresivamente más tenues, que protegen a la Tierra de las amenazas procedentes de un espacio frío, sin oxígeno y plagado de radiación. La primera aloja la mayor parte de la actividad humana: es en ella donde vivimos, vuelan nuestros aviones y tienen lugar los fenómenos meteorológicos. Esos primeros 10-15 kilómetros son conocidos como troposfera. Más arriba, allí donde los reactores supersónicos hacen breves incursiones, está la capa siguiente, la estratosfera. Las esferas siguientes están virtualmente vacías y se desvanecen tras pocos cientos de kilómetros, en lo que constituye la frontera más próxima del espacio.
Pero el uso de una división tan simple es engañoso. La Tierra es, a la vez, espectador y actor de una compleja representación atmosférica. Miles de diferentes sustancias revolotean sobre el globo. Flotan a merced del calor y el frío, el día y la noche, las presiones crecientes y decrecientes, las fluctuaciones de la radiación solar, las estaciones y demás dinámicas diarias, anuales y a más largo plazo. Las moléculas chocan unas con otras y reaccionan siguiendo los dictados de la posición, el tiempo, la temperatura, la luz, la presión y la presencia o ausencia de otras moléculas, y muchos de esos factores son, hasta cierto punto, desconocidos. A principios de la década de 1950, los científicos conocían catorce componentes atmosféricos. En la actualidad, han llegado a identificar más de tres mil.
Las raíces de la química moderna se hunden en una amplia variedad de campos: en las artes de la metalurgia y la elaboración de bebidas; en los enigmas de los antiguos filósofos sobre la naturaleza de la materia bruta y la diferencia entre sustancia y forma; en la obsesión mística de los alquimistas. Para explicar los fundamentos de la materia, estos últimos perseguían principios subyacentes, tales como los cuatro elementos aristotélicos (tierra, aire, fuego y agua), los siete metales, el espíritu universal y la piedra filosofal. Trataban de explicar la naturaleza de las sustancias a través de sus conexiones con los planetas, los personajes mitológicos y la teología, y las representaban por medio de símbolos, colores, imágenes y códigos y nombres secretos.
El mayor logro de la química en los últimos doscientos años ha sido desembarazarse de esos basamentos románticos. La que era una materia «confusa, misteriosa y caótica»[145] consiguió reconstruirse a sí misma sobre principios fundamentales menos esquivos. Sus rudimentos emergieron en la forma de una explosión de descubrimientos y revelaciones a lo largo del siglo XVIII, en un periodo que hoy se conoce como la Revolución química. El misterio y la oscuridad fueron sustituidos por la transparencia y la simplicidad de expresión. Las interacciones de la materia dejaron de estar asociadas a una nebulosa imaginería de animales, reyes y doncellas, y pasaron a ser expresadas mediante ecuaciones sencillas que reducían una historia química a lo fundamental: principio, desarrollo y final.
Actualmente clasificamos la materia en algo más de un centenar de elementos básicos, desde los muy conocidos, como el carbono y el oro, a otros más misteriosos, como el ununquadio y el rutherfordio, cuya breve existencia ha logrado algún científico caprichoso. La idea de que en toda materia subyacen ciertos elementos básicos proviene de la gran figura de la Revolución química y víctima de la Revolución francesa Antoine Lavoisier. Lavoisier era un ambicioso intelectual parisino cuyas acciones en la Ferme Générale, la compañía privada que recaudaba los impuestos en el anden régime, financiaron su ciencia pero le costaron la cabeza durante el Terror. Definía, pragmáticamente, los elementos como sustancias que no pueden ser descompuestas en algo más simple. El concepto que había detrás era el de inmutabilidad y pureza, la idea de que un elemento es siempre el mismo, no importa su origen o el método de fabricación. Cada elemento, según él, debía tener un nombre, y si dos o más se combinaban para formar una sustancia más compleja, el nombre de ésta debía reflejar el de los elementos de partida. Los nombres, según los ideólogos de la Revolución química, tenían que ser abstractos, carentes de significado en el lenguaje ordinario, de modo que «no indicasen idea alguna que pudiera sugerir falsas semejanzas».[146] En la práctica, algunos evocan el nombre de su descubridor, el color del elemento o, incluso, un planeta.[147]
Aún quedaba por resolver la cuestión de cuál era la composición de los propios elementos básicos. Se solía suponer desde muy antiguo que, en última instancia, todo estaba compuesto de cierta popular sustancia, la materia primaria, que Platón y Aristóteles consideraban como una sustancia sin propiedades en la que cabía imprimir cualquier cualidad o característica. John Dalton, un profesor de Manchester que, junto a Lavoisier, es uno de los padres de la química moderna, propuso que los elementos fundamentales estaban compuestos por átomos. Todos los átomos de un elemento dado eran idénticos, pero diferían de los de otro elemento. Un átomo consiste en un núcleo cargado positivamente, rodeado de una nube de electrones cargados negativamente. Su identidad única se debe al número de protones con carga positiva que hay en el núcleo. Al químico, lo que le interesa principalmente es comprender el modo en que las interacciones entre átomos están gobernadas por el intercambio de los electrones más externos. Es como si los átomos estuvieran empeñados siempre en buscar la pareja perfecta con la que formar un enlace estable a base de compartir e intercambiar electrones.
En cada tipo de átomo, dotado de una distribución de electrones diferente, la estabilidad se logra con un número y combinación de socios distinto. Algunos átomos, como el cloro (que representaremos mediante su símbolo, Cl), son demasiado reactivos para existir como átomos individuales y generalmente se encuentran formando moléculas diatómicas (representadas en este caso por Cl2). Lo mismo sucede con los átomos de oxígeno (O), cuya configuración más estable es O2, el oxígeno común. Pero los átomos de oxígeno también pueden existir en una forma menos estable: tres átomos interconectados, la forma conocida como ozono (O3). Esta diferencia entre oxígeno diatómico y ozono triatómico se traduce en que el primero es un gas incoloro e inodoro, esencial para la respiración, y el segundo, un gas picante de color azul claro (un componente de la niebla humosa, notable por su toxicidad).
Cinco mil millones de toneladas de ozono flotan en la estratosfera, a 50 kilómetros de altura, protegiendo la vida que hay debajo de las formas menos benignas de la luz ultravioleta. El ozono permite el paso hacia la Tierra de las componentes más suaves (las de mayor longitud de onda), conocidas como UVA, las cuales sirven para fines útiles, como provocar la fabricación de vitamina D en la piel humana. Por el contrario, el ozono bloquea el paso de las formas más agresivas de la luz ultravioleta, UVB y UVC, que harían imposible la vida. Los UVB y UVC pueden debilitar nuestro sistema inmune, reduciendo su capacidad para enfrentarse a las enfermedades. Pueden atacar la piel y los ojos, contándose el cáncer y las cataratas entre sus secuelas. Destruirían la forma de vida denominada fitoplancton, que se halla en el extremo inferior de la cadena alimenticia marina y cuya ausencia podría hacer que se derrumbaran ecosistemas enteros. Las plantas verdes —y, por lo tanto, los cultivos agrícolas— son vulnerables también a sus rayos. De hecho, la vida no pudo emerger del agua y poblar la superficie hasta que hubo una cantidad suficiente de ozono en la atmósfera (lo cual sucedió hace unos cuatrocientos veinte millones de años). El ozono surgió como parte del proceso por el que la atmósfera terrestre pasó gradualmente de ser rica en dióxido de carbono a ser abundante en oxígeno.
Mil millones de años después de que se empezara a formar el ozono, los humanos han evolucionado hasta un estado en el que son capaces de destruirlo. Por suerte, ha sido casi exactamente el mismo momento en que han empezado a comprenderlo. Entender el mecanismo natural de formación y destrucción de la capa de ozono y descubrir sus puntos débiles requirió un cierto número de pasos conceptuales.
El año en que da comienzo la historia es 1930, por tres motivos. En primer lugar, los científicos desvelaron el delicado mecanismo por el cual el ozono es producido y destruido de forma natural en la estratosfera. En segundo, el célebre ingeniero químico norteamericano Thomas Midgley anunció su invención de unos útiles compuestos químicos conocidos como CFC (clorofluorocarburos). Y en tercero, el Premio Nobel de Física Robert Millikan (descubridor de los rayos cósmicos) señaló que la probabilidad de que la humanidad pudiera causar un daño significativo a algo tan colosal como la Tierra era mínima.[148] Llevaría cuarenta años relacionar los dos primeros factores para concluir que el tercero era erróneo.
Cuando la luz ultravioleta de energía media (UVB) alcanza la capa de ozono, se encuentra normalmente con moléculas de este gas. La luz ultravioleta puede romper los enlaces de la mayoría de las moléculas (es sólo cuestión de encontrar las frecuencias frente a las que dichos enlaces son vulnerables). El UVB puede romper el ozono, dividiéndolo en oxígeno diatómico y átomos de oxígeno libres. Cuando esto se produce —un fenómeno conocido como fotolisis—, el átomo libre resultante queda en un estado altamente excitado y busca nueva pareja. La luz ultravioleta puede romper también el robusto enlace de una molécula de oxígeno, pero en este caso se requiere la forma de energía más alta, el UVC. Éste rompe la molécula de oxígeno, convirtiéndola en dos átomos. En la primera reacción, se destruye ozono; en la segunda, oxígeno común. Una tercera reacción completa el ciclo. Los átomos libres de oxígeno generados en las dos primeras reacciones son criaturas agresivas, ansiosas por formar nuevos enlaces. En cuanto uno de esos átomos solitarios encuentra una molécula diatómica de oxígeno, se une a ella para formar ozono de nuevo. Si, por el contrario, choca con una molécula de ozono puede robarle uno de sus átomos y dar lugar a dos moléculas de oxígeno diatómico.
El ciclo puede ser descrito mediante algunas ecuaciones sencillas y los símbolos citados con anterioridad: O representa un átomo de oxígeno; O2, una molécula diatómica de oxígeno común y O3, una molécula de ozono. Utilizando una flecha para indicar un cambio químico, ésta sería la ecuación para la descomposición del ozono:
O3 → O2 + O
y esta otra, la de la descomposición del oxígeno ordinario:
O2 → O + O
La ecuación que completa el ciclo con la nueva generación de ozono es:
O + O2 → O3
En vez de un signo igual, lo que enlaza los lados de una ecuación química es una flecha. Esto se debe a que dichos lados no son iguales en un sentido absoluto. Se trata de sustancias químicas diferentes, con distintas características (el azulado y venenoso ozono y el incoloro y vivificante oxígeno). La flecha representa el proceso temporal durante el que se producen las interacciones químicas que dan lugar a las nuevas entidades. Pero ambos lados son iguales en el sentido de que se conserva el número de átomos: ninguno aparece o desaparece mágicamente. Hay tres átomos de oxígeno a cada lado de la primera ecuación (y el argumento es válido también para las otras dos).
El ciclo sigue su proceso: destruyendo y reconstruyendo ozono; cada ruptura de un enlace absorbe energía y cada creación de uno nuevo la libera en forma de calor.
La descripción de este ciclo por parte del científico inglés Sidney Chapman tiene una continuación que no se produjo hasta cuarenta años después. Las ecuaciones de Chapman no explican del todo la producción y destrucción naturales del ozono. Los cálculos basados en sus trabajos y en las tasas de las distintas reacciones químicas involucradas implicaban que el ozono debería estar presente en la estratosfera en cantidades mucho más altas que las observadas. Los científicos sabían que tenía que haber en juego otro mecanismo que favoreciera la descomposición del ozono en cuanto éste se generaba, haciendo que su concentración se mantuviera en los niveles registrados por los instrumentos. Se tardó cuatro décadas en identificar al último protagonista del ciclo natural del ozono, y cuando se encontró, resultó estar aquí abajo: en el suelo.
El descubridor de este ciclo, Paul Crutzen, ha realizado muchas aportaciones a la comprensión de la capa de ozono, la primera de las cuales data de cuando tenía veintiséis años y empezaba a trabajar en el departamento de meteorología de la Universidad de Estocolmo. Eran los últimos años de la década de 1960 y Suecia bullía con el descubrimiento de la lluvia ácida, quizás el primer problema ambiental que se extendía a regiones enteras y que era un preludio de la destrucción del ozono. Pero Crutzen deseaba estudiar procesos naturales, así que, en cuanto tuvo la oportunidad de investigar, eligió trabajar en el ozono estratosférico.
Hacia 1970, Crutzen había encontrado que el agente que faltaba en la destrucción natural del ozono residía decenas de kilómetros más abajo. Las bacterias del suelo producen cierto tipo de óxido de nitrógeno (N2O) en pequeñas cantidades. Crutzen observó que este óxido se difunde hacia arriba, a través de la troposfera, transformándose gradualmente en otros óxidos de nitrógeno más reactivos. Esos gases alcanzan finalmente la capa de ozono. El ozono, como hemos visto, es descompuesto fácilmente. Uno de los citados óxidos, el denominado óxido nítrico (NO), puede arrebatarle un átomo de oxígeno a una molécula de ozono y transferírselo después a un átomo de oxígeno libre, convirtiéndolo en oxígeno diatómico. El resultado neto es la transformación de ozono en oxígeno ordinario.[149] Crutzen había hallado el eslabón perdido en la química de la capa de ozono e introducido dos importantes conceptos que los científicos iban a emplear más tarde en esta historia: que las moléculas estables de la Tierra podían llegar a difundirse hasta la estratosfera y que, una vez allí, podían descomponer el ozono.
El protagonista del segundo hecho fundamental de 1930, Thomas Midgley, era un ingeniero químico norteamericano, nacido en una familia de inventores. Al final de su vida, Midgley era titular de más de un centenar de patentes y presidente de la Sociedad Química Americana.[150]
Se había hecho famoso en 1921 al descubrir que añadiendo plomo a la gasolina se podía reducir el golpeteo del motor. Años después, tras pasar a pertenecer al departamento de investigación en refrigeración de la General Motors, anunció la invención del diclorodifluorometano, el primero de los productos químicos que serían conocidos como CFC. Por esas dos invenciones, cierto historiador medioambiental le concedió el dudoso honor de haber sido el organismo aislado de efecto más destructivo en la atmósfera en toda la historia del planeta.[151]
El invento de Midgley era un compuesto químico extraordinariamente inerte. No ardía, apenas se disolvía en agua y no era tóxico. Su arquitectura —un átomo central de carbono rodeado de átomos de flúor y cloro— era extremadamente estable. En la búsqueda atómica de la pareja ideal con la que, a base de compartir electrones, se obtenía la estabilidad, Midgley había conseguido la suprema combinación de átomos, una molécula a la que no le interesaba en absoluto interaccionar con el resto del mundo. Midgley demostró esa pasividad ante una audiencia de químicos inhalando una bocanada del gas y exhalándola sobre una llama, la cual se apagó. El hecho de que saliera indemne de la demostración y no exhalara lenguas de fuego hizo que los CFC tuvieran una acogida memorable por parte del mundo científico. Aunque pasaría algún tiempo hasta que la industria los dominara, los CFC fueron considerados moléculas milagrosas, refrigerantes ideales, pues tenían un punto de ebullición entre −40 °C y 0 °C (dependiendo del CFC) y eran baratos de fabricar y fáciles de almacenar. Y, sobre todo, eran seguros.
Los símbolos químicos representan un CFC de una forma más sucinta que las palabras, utilizando C para el átomo de carbono, C1 para el de cloro y F para el de flúor. Un CFC sencillo, compuesto por un átomo de carbono, tres de cloro y uno de flúor, por ejemplo, se representa como CFC13. Los CFC se empezaron a usar extensivamente tras la segunda guerra mundial como propulsores en los aerosoles, como refrigerantes, en los aparatos de aire acondicionado y como líquidos limpiadores para componentes electrónicos; las emisiones crecieron desde las 20.000 toneladas anuales en la década de 1950 hasta las setecientas cincuenta mil en 1970. Su carácter inerte fue la clave tanto de su capacidad para hacer daños devastadores en la estratosfera como de la incapacidad de los científicos para reconocer su poder destructivo.
No fue hasta finales de los años sesenta cuando surgió la sospecha de que los CFC podían ser capaces de trastornar ciclos naturales a escala global. Este cambio de actitud fue motivado en parte por los desarrollos científicos, pero requirió también un cambio en los paradigmas intelectuales, en el marco de los cuales ciertas cuestiones debían ser planteadas de nuevo. Hicieron falta esos años sesenta —una era de gran inquietud social— y, en particular, el antibelicismo, los derechos civiles, el feminismo y los movimientos medioambientales. De ese activismo, de ese fermento social, emergió una nueva conciencia medioambiental, de naturaleza apocalíptica y enfoque globalizador, retratada por Rachel Carson en su libro Silent Spring. Era distinta del sentimiento medioambiental anterior, que había sido una reacción contra la industrialización y la añoranza romántica de una arcadia preindustrial. En Estados Unidos, el temor y el descontento de la población ante la polución de los campos con pesticidas, la muerte de los lagos y el envenenamiento de los ríos llevó al gobierno a crear la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Dos años después, en la primera conferencia internacional sobre el medio ambiente, celebrada en Estocolmo, se escucharon las primeras quejas oficiales sobre el hecho de que la polución producida por ciertos países fuera depositada por la lluvia en otros. Norteamérica y Europa se vieron obligadas, ante el hecho innegable de la lluvia ácida, a aceptar la idea de que las sustancias químicas producidas artificialmente podían interaccionar con procesos atmosféricos naturales a una escala que excedía las fronteras nacionales.
La gente se empezó a plantear el potencial impacto ambiental, a nivel planetario, de algunas nuevas tecnologías. La primera que podía afectar a la capa de ozono eran los planes de desarrollo de aviones supersónicos. Un grupo anglofrancés había propuesto (y finalmente construyó) el Concorde y los soviéticos preveían también desarrollar un avión similar. En Estados Unidos, la Boeing tenía un plan menos avanzado para poner en el aire ochocientos aviones de este tipo entre 1985 y 1990.
Ochocientos reactores supersónicos rugiendo en la estratosfera, dejando enormes estelas de gases de escape. Sus rutas atravesarían la capa de ozono, inundándola de óxidos de nitrógeno. Apenas un año antes, Crutzen había hecho ver que los óxidos naturales del nitrógeno destruyen el ozono. Los científicos no tardaron en darse cuenta de que lo mismo podía suceder con los óxidos de nitrógeno producidos artificialmente. Cierto investigador calculó que quinientos aviones supersónicos podían reducir la cantidad de ozono en un diez por ciento en tan sólo dos años. Los científicos relacionaron el hecho con el cáncer, prediciendo que una disminución de un uno por ciento en la concentración de ozono podía causar entre cinco mil y diez mil nuevos casos al año, sólo en Estados Unidos. De esta forma, una opinión pública ya preocupada por el deterioro del medio ambiente se habituó a la idea de la capa de ozono como un delicado escudo protector alrededor del planeta cuya integridad resultaba vital para el bienestar de todos. Pronto, la atención se centró en los planes de la agencia espacial norteamericana, NASA, para mantener una flota de lanzaderas espaciales que realizaran vuelos semanales al espacio exterior, con sus gases de escape repletos de compuestos químicos a base de cloro. Los científicos, y en particular Richard Stolarski y Ralph Cicerone, de la Universidad de Michigan, constataron que el cloro tenía los mismos efectos destructivos sobre el ozono que los óxidos de nitrógeno de Crutzen.
Desde el punto de vista químico, todas las piezas del puzzle estaban ya sobre la mesa, esperando que alguien las organizara y descubriera la destrucción del ozono por parte de los CFC. Desde el punto de vista filosófico, el mundo occidental esperaba pruebas de estar empujando a la Tierra hacia la catástrofe. Pero había un abismo entre lo que los científicos sabían por aquel entonces acerca de la destrucción del ozono y la idea de que los CFC pudieran ser los culpables. Sus indagaciones giraban en torno a la espectacular y violenta emisión de agresivos químicos en la capa de ozono por parte de futuristas aviones y naves espaciales. Los CFC eran discretos e inertes y llevaban ya en escena un par de décadas. En el teatro de la atmósfera parecían meros espectadores.
Las mentes que establecieron la conexión entre los CFC y la destrucción del ozono se habían ido forjando a través de los acontecimientos de las décadas anteriores. Sin saberlo, Mario Molina y Sherry Rowland poseían virtualmente todos los conceptos químicos necesarios para establecer ese vínculo. Por otra parte, estaban preocupados ya por el impacto adverso de la tecnología. El activismo estudiantil había hecho sufrir en carne propia a Molina las fobias de los profanos a los demonios surgidos de los laboratorios. En 1968, cuando era investigador en la Universidad de California en Berkeley, tuvo que enfrentarse a las protestas contra las investigaciones sobre el láser en el marco de un amplio movimiento contra el posible uso de láseres de alta potencia como armas. Molina se confesaba «consternado» por el vínculo armamentista: «Deseaba participar en una investigación que fuera útil para la humanidad y no en una que tuviera aplicaciones potencialmente dañinas».
La curiosidad científica, aderezada con unos toques de conciencia medioambiental, fue lo que, según el propio Molina, le condujo a relacionar los CFC con la disminución del ozono. «Había cierto sentido medioambiental en mí, pero muy vago. Era más bien la idea de que los humanos estaban alterando su entorno sin ser del todo conscientes de las consecuencias que ello podía tener; nos sentíamos responsables, en cierto modo, de la valoración de esas consecuencias».[152]
Molina y Rowland comenzaron sus trabajos sobre los CFC por una vía inesperada: una sugerencia de un científico inglés de que podían ser útiles como herramientas de investigación para los estudiosos de la atmósfera. La idea era que la capacidad de los CFC para flotar, eternos e imperturbables, a través de la atmósfera podía ser aprovechada por los meteorólogos para seguirles la pista a las corrientes de aire. El uso extensivo de los CFC en las décadas precedentes significaba que el ser humano los había distribuido alrededor del globo como si deliberadamente hubiese preparado un experimento científico.
Fue una de esas ideas disparatadas y brillantes que a menudo no prosperan pero que, de vez en cuando, dan en la diana. James Lovelock, un científico que trabaja por libre en su casa de campo en Devon, ha tenido varias de ellas a lo largo de su vida.[153] Otra fue el modelo Gaia, nacido en la década de 1970, según el cual la vida en la Tierra regula su propio entorno a fin de mantenerlo saludable. Gaia es la Tierra concebida como un único y gigantesco organismo, el cual, mediante una gran variedad de procesos biológicos realimentados, tiende siempre a preservarse a sí mismo. Los ejemplos de esa regulación son hoy en día abundantes; por ejemplo, se cree que las plantas y las bacterias contribuyen al control de la temperatura del planeta retirando dióxido de carbono de la atmósfera y depositándolo en el suelo. Pero la idea, con sus connotaciones de un planeta vivo y sensible, fue cuestionada por muchos científicos, en particular por su incompatibilidad con la selección natural darwiniana. Como resultado de ello, Lovelock, que es de hecho un científico muy riguroso, ha sido blanco habitual de acerbas críticas.[154] Su propuesta de seguirle la pista a los CFC fue rechazada también por la clase científica; cierto erudito afirmaba incluso que no le veía utilidad alguna a los resultados, aun suponiendo que la misión constituyera un éxito. Así fue cómo Lovelock, pagándolo de su propio bolsillo, embarcó en la Shackleton, la nave de suministro de la Estación Antártica Británica. Llevó con él un instrumento muy sensible que había desarrollado, capaz de medir niveles extremadamente bajos de ciertos gases en la atmósfera. La invención tenía una década y había sido utilizada ya para detectar minúsculas concentraciones de pesticidas y otros contaminantes, lo que permitió a los científicos constatar hasta qué punto el DDT se había extendido por el planeta. El hecho fue un ladrillo más en la construcción de la conciencia medioambiental en los años sesenta.
Lovelock recorrió de norte a sur el océano Atlántico midiendo niveles de CFC y a su regreso era portador de una información enormemente valiosa. Había logrado calcular, extrapolando a partir de sus medidas, la cantidad de CFC libres en la atmósfera. Cuando estimó, basándose en los datos de la industria, la cantidad de CFC que se debían haber liberado en la atmósfera, constató que ambas magnitudes eran muy similares. ¿La conclusión? Que los CFC no se descomponen y que probablemente vagarían por la atmósfera para siempre.
Esta valiosa información fue recogida de un modo un tanto casual por Sherry Rowland, un reputado químico de la Universidad de California en Irvine. Con cuarenta y tres años, Rowland tenía en su haber una brillante carrera en química radiactiva. Había entrado en la escuela a toda velocidad, propulsado por una brillante familia, y atravesado como un meteoro el instituto y la universidad. Tras obtener el posgrado de química en la Universidad de Chicago, trabajó para el inventor de la datación por carbono radiactivo, Willard Libby. En los cinco años anteriores, Rowland había dirigido el departamento de química, cargo que abandonó en 1970 a raíz de comenzar a investigar en un nuevo tema. Por aquel entonces, se había ido interesando por el medio ambiente debido a la relevancia pública del tema y al interés que su familia tenía en él. En estas circunstancias, no es extraño que atrajera su atención el programa de una conferencia sobre la aplicación de su propia materia —la radiactividad— a asuntos medioambientales. Tras asistir a la conferencia en Salzburgo, Austria, en el tren de vuelta se encontró con un compañero que le habló de una serie de grupos de trabajo cuyo objetivo era mejorar el conocimiento de la atmósfera mediante el trabajo conjunto de meteorólogos y químicos. Rowland siempre había albergado un interés por la atmósfera desde sus tiempos de joven graduado en que trabajaba junto a Libby, por lo que acabó asistiendo a uno de los grupos, el organizado en 1972 en Fort Lauderdale, Florida. Allí fue donde oyó hablar —a través de terceros— de los hallazgos de Lovelock y de su sugerencia de usar los CFC inertes para rastrear los movimientos atmosféricos.
Pero Rowland era químico y sabía que no hay molécula que perdure eternamente en la atmósfera, aunque sólo sea porque, cuando tarde o temprano alcanza la estratosfera, queda a merced de la radiación ultravioleta. Se preguntó cuál sería el destino final de los CFC y su curiosidad le llevó al núcleo mismo de la historia. Rowland se llevó el problema a la Universidad de California en Irvine, donde, en 1973, comenzó a trabajar en él junto a Molina, un mexicano de treinta años que acababa de concluir su doctorado. Molina era un apasionado por la ciencia que había hecho experimentos de química desde los once años en un cuarto de aseo que sus padres habían transformado para él. Abordó de inmediato el problema, cuyo sujeto se alejaba mucho de todas sus empresas científicas anteriores, y en tres meses tuvo listo el trabajo que iba a conmocionar al mundo industrializado y a cambiar nuestras vidas para siempre.
En primer lugar, Molina analizó todos los posibles destinos finales de los CFC en la troposfera: los «sumideros», tales como la oxidación o la disolución en agua de lluvia, mediante los cuales la atmósfera se deshace de la mayoría de las moléculas. No encontró nada que les impidiera alcanzar la capa de ozono. A continuación, calculó el tiempo que tardaría una molécula de CFC, recién salida de un bote de aerosol, en ascender lo suficiente para ser destruida: medio siglo, aproximadamente. Según eso, un soplo de aerosol que hubiera servido para perfumar a Brigitte Bardot en 1970 estaría circulando treinta años después y aún le faltarían dos décadas para desintegrarse.
Molina y Rowland se dieron cuenta de que, una vez los CFC hubieran alcanzado la suficiente altura, sufrirían el inmediato ataque de los rayos ultravioleta de alta energía, capaces de romper uno de sus enlaces y de liberar un agresivo átomo de cloro. Podían haberse detenido aquí, en la descomposición de los CFC, pero decidieron seguir y descubrir el destino final de sus fragmentos. En primer lugar, tuvieron que considerar las interacciones moleculares y, seguidamente, integrar esta escena química en el teatro de la dinámica atmosférica. A medida que trabajaban con las diversas sustancias que podían interaccionar químicamente, hacían uso de investigaciones anteriores sobre cinética química, el estudio de la velocidad con la que interaccionan las moléculas y del modo en que las reacciones tienen lugar. El concienzudo trabajo de los químicos había demostrado ya que un experimento de laboratorio puede revelar cuán rápidamente se desarrolla una reacción, aunque esa reacción implique átomos de cloro que pululen en un lugar inaccesible, tal como las frías y enrarecidas regiones de la estratosfera. Los científicos habían realizado ya muchos de esos experimentos y registrado los resultados, con lo que algo que podría haberles llevado décadas de trabajo a Molina y a Rowland fue conseguido en pocos días.
Ambos introdujeron esos datos en modelos de los procesos dinámicos que controlan el movimiento del ozono. Molina, que actualmente trabaja en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, me decía:
«La cuestión es cómo se comporta la química en el sistema real, en vez de en el laboratorio. Es fácil perderse en los detalles. Hay que sintetizar las características esenciales de los procesos del sistema para poder confiar en los resultados. Es algo que ahora sabemos muy bien: cómo funciona la atmósfera. Pero, como científicos atmosféricos, entonces estábamos en pañales».
Molina recordaba su soledad de esa época; trabajando por su cuenta en lo que a menudo eran prosaicas labores, informando regularmente a Rowland y avanzando sin descanso hacia una conclusión que cada vez parecía más emocionante. Mucho de ese trabajo lo hacía con papel y lápiz, efectuando cálculos o dibujando rudimentarias representaciones de moléculas, como hacen los químicos cuando exploran las posibles alternativas de una reacción. También llevaba a cabo sencillos experimentos para analizar con detalle lo que le sucedía a los distintos CFC cuando se hallaban en presencia de la luz ultravioleta.
En aquel tiempo, los modelos de la atmósfera se ocupaban sólo del movimiento de los gases hacia arriba y hacia abajo, representándolos como si fuesen columnas. Los modelos no les decían nada a los investigadores acerca de las variaciones debidas a los cambios de estación o de latitud. Aun así, manejados con habilidad, esos toscos modelos arrojaban una chocante respuesta: los reactivos átomos de cloro harían lo mismo que los óxidos naturales de nitrógeno que había estudiado Crutzen: devorar ozono. Comenzarían por extraer del ozono un átomo de oxígeno, convirtiendo aquél en oxígeno ordinario, y luego transferirían ese átomo de oxígeno a otro átomo de oxígeno libre, creando una nueva molécula de oxígeno diatómico. El cloro, pues, estaría absorbiendo O3 y O y generando O2 en el proceso. Y, lo que era crucial: cuando el átomo de cloro terminara de realizar el ciclo, estaría listo para comenzarlo otra vez; de hecho, así es en la realidad: un solo átomo de cloro puede destruir miles de moléculas de ozono. Sólo se detendría cuando encontrara una sustancia distinta, una a la que se enlazara más rápidamente, dando lugar a una denominada molécula terminal. Una vez alcanzada esa forma estable, las fechorías del cloro habrían finalizado; la nueva molécula descendería en el seno de la atmósfera hasta ser arrastrada por la lluvia.
En promedio y según el modelo, un único átomo de cloro podía desintegrar cien mil moléculas de ozono antes de hallar su propio destino. Al final, la producción y destrucción del ozono alcanzaría un nuevo equilibrio, en el cual la presencia de CFC habría causado aproximadamente una disminución de un diez por ciento en los niveles de ozono estratosférico. La consecuencia era que los rayos UVB penetrarían con mayor facilidad y alcanzarían a los seres vivos de abajo, desencadenando decenas de miles de nuevos casos de cáncer de piel al año y haciendo que los animales fuesen más vulnerables a las enfermedades por el debilitamiento de sus sistemas inmunes.
Mediante el lenguaje de la química, Molina y Rowland plasmaron la esencia de su perturbador mensaje. El CFC se descompone, liberando cloro:
CFCl3 → CFCl2 + Cl
El cloro ataca el ozono y produce una molécula de oxígeno:
Cl + O3 → ClO + O2
A continuación, da origen a otra más:
ClO + O → Cl + O2
Las ecuaciones son más fáciles de seguir si nos centramos en la historia de uno solo de los actores: el cloro que aparece en la primera de ellas. Durante cincuenta años ha existido en la forma representada a la izquierda de la primera ecuación —formando parte de un CFC estable—. Es abruptamente arrojado fuera de este confortable estado por efecto de la luz ultravioleta, emergiendo como un átomo agresivo y solitario a la derecha de esa misma ecuación. En la segunda, se topa con una molécula de ozono. El cloro le arrebata al ozono uno de sus átomos y tiene con él una breve relación. El desenlace de la historia se produce cuando nuestro átomo de cloro pierde a su compañero y vuelve a aparecer de nuevo como un cloro libre y agresivo al final de la tercera ecuación.
Ambos químicos fueron conscientes de la sensacional naturaleza de su descubrimiento y de la importancia de comunicarlo lo antes posible al resto del mundo. Publicaron sus ecuaciones, junto con una descripción del trabajo realizado, en la revista científica Nature del 28 de junio de 1974, condensándolo todo en menos de tres páginas y aguardando ver la reacción del público. Nada sucedió.
Su trabajo pasó inadvertido para el público y para los periodistas científicos que, teóricamente, se lo debían interpretar. Molina y Rowland concluyeron que, quizás, el artículo resultaba inaccesible y sus advertencias quedaban enmascaradas por el lenguaje de las publicaciones científicas. Su artículo, «El fin estratosférico de los fluorometanos: la destrucción del ozono catalizada por el átomo de cloro», hacía una breve referencia en el penúltimo párrafo a la posibilidad de que, de las reacciones descritas por las ecuaciones, «se derivaran consecuencias importantes» que dieran lugar a «problemas medioambientales». El editorial que lo acompañaba era también muy cauto.
Así las cosas, los dos científicos dieron una conferencia de prensa durante un congreso de la Sociedad Química Americana celebrado en Atlantic City en septiembre de 1974, donde presentaron dos artículos más sobre el destino de los CFC. Molina recuerda:
«Pensamos que la única alternativa para la sociedad era involucrar a la gente. No nos sentíamos demasiado cómodos en actividades como las de tratar con la prensa y la industria, pero creímos que era importante dar aquel paso extra. No fue difícil tomar la decisión de hacer una conferencia de prensa; nos proponíamos atraer la atención del gobierno y del público hacia nuestros descubrimientos, pero éramos conscientes de que, en la comunidad científica, no todos aplaudirían nuestra decisión. Suele causar cierto resentimiento que los científicos difundan sus ideas en los medios de comunicación».
Durante la conferencia de prensa abogaron por la prohibición total de las emisiones de CFC a la atmósfera. A partir del momento en que habían decidido saltar desde el terreno científico al de la opinión pública, no había marcha atrás. A finales de 1974, sus trabajos se convirtieron en gran noticia en Estados Unidos; aparecieron en la primera página de los periódicos y constituyeron el tema de algunos programas de televisión, viéndose también refrendados por artículos publicados por otros especialistas del campo. Los dos años siguientes fueron un auténtico «torbellino», como reconocían después. Obviamente, sus comentarios suponían toda una amenaza para la industria química estadounidense, que en aquel tiempo encabezaba la producción mundial de CFC. Los fabricantes arremetieron contra los científicos, señalando que sus pretensiones eran pura teoría y que no se podía socavar toda una industria, provocando un desastre económico de imprevisibles dimensiones, a partir de unos argumentos tan débiles. Contra esto, los científicos argumentaron que la amenaza era tan seria que no era posible esperar a que emergiera la «prueba».
«Las ideas científicas no eran fáciles de explicar al principio, así que no era nada sencillo cuando teníamos confrontaciones con la industria o con otros expertos. Ése era nuestro reto», relata Molina, que piensa que su actuación contribuyó a hacer cambiar la actitud de los científicos sobre su responsabilidad a la hora de comunicar al público sus hallazgos.
Durante dos años, «El increíble circo estratosférico y su sociedad de debate» recorrió Estados Unidos.[155] Molina y Rowland comparecieron en numerosas audiencias legislativas, federales y estatales junto a Ralph Cicerone, de la Universidad de Michigan, que había realizado una investigación similar. El gigante químico DuPont, mientras tanto, encabezaba la oposición científica. Uno de sus testigos era nada menos que Lovelock, quien, en 1974, compareció como tal ante el Congreso de Estados Unidos. Aunque la historia le hará justicia por sus contribuciones al esclarecimiento de la historia de los CFC, Lovelock fue en un primer momento escéptico respecto a las afirmaciones de Molina y Rowland. Años después, se vio obligado a decir en su descargo en la revista New Scientist: «Algunos puede que piensen que era un estúpido, pero creo que me limité a hacer lo que me pareció más lógico. Me gustaba aquella gente [de la industria], me parecía un grupo de científicos simpáticos y honrados».[156] De hecho, escéptico siempre sobre la capacidad del hombre para destruir la Tierra —la formidable fuerza de Gaia—, nunca estuvo convencido del todo de que una exposición algo mayor a la radiación ultravioleta fuera motivo de preocupación.
Mientras tanto, la industria química se sacó de la manga a otro científico, Richard Scorer —que había calificado la investigación de «ampulosa idiotez»—, y difundió su mensaje por toda Norteamérica. Quienes hacían campaña contra los CFC y eran pelirrojos y de tez clara solían ser acusados de partidismo, con lo que, a menudo, el debate se volvía «personal y violento», en palabras de Molina y Rowland, que, no obstante, nunca se arrepintieron de sus decisiones.
En esta etapa el debate se centraba casi exclusivamente en el uso de los CFC en los aerosoles y se hacía escasa mención a su empleo como refrigerantes o como agentes de expansión en la fabricación de plásticos como el poliestireno. Dos años después, en 1976, la Academia Nacional de Ciencias hizo una revisión general de la técnica, apoyada por nuevas investigaciones. En la citada revisión recomendaba la restricción drástica de las aplicaciones no esenciales de los CFC, salvo que en un plazo de dos años se hallase algún modo de mitigar el problema. El informe inclinó definitivamente la balanza y, en 1978, varias entidades, entre ellas la Agencia de Protección del Medio Ambiente, habían emitido regulaciones que tendían a la eliminación de los CFC. Canadá, Noruega y Suecia tomaron también medidas. A comienzos de los ochenta, crecía la respuesta internacional al problema. El Programa Medioambiental de las Naciones Unidas (puesto en marcha en 1972, tras la celebración en Estocolmo de la primera conferencia internacional sobre el medio ambiente) promovía discusiones sobre los CFC. En 1985 logró que veinte naciones firmaran el Convenio de Viena para la Protección de la Capa de Ozono.
Lo más sorprendente de esta historia es que se tomaran tantas medidas a pesar de la ausencia total de evidencias empíricas que demostraran que los CFC estaban destruyendo el ozono. Los científicos no habían conseguido registrar dato alguno que probara que el ozono estaba desapareciendo. De hecho, y tal como ellos mismos reconocían, no se había detectado en ningún lugar de la estratosfera la presencia de sustancias que contuvieran cloro.[157] El Convenio de Viena supuso la primera vez que las naciones acordaban atajar un problema medioambiental global antes de que nadie hubiera sentido o demostrado empíricamente sus efectos.
La explicación de este hecho se halla en parte en la conciencia ambiental de Estados Unidos de los años setenta, en la que algunas organizaciones recién creadas, como la Agencia de Protección del Medio Ambiente, deseaban mostrar sus poderes. En cuanto Ronald Reagan sustituyó a Jimmy Cárter como presidente en 1981, el panorama cambió y muchos de los planes para reducir la producción de CFC fueron archivados.[158] Si Molina y Rowland hubiesen presentado su trabajo sólo unos años más tarde, la respuesta inicial podría haber sido muy diferente. Colaboraba también la naturaleza siniestra de la amenaza, que iba asociada a conceptos terroríficos para el gran público, tales como rayos mortales invisibles y cáncer de piel. Finalmente, la solución no era, a grandes rasgos, costosa. No implicaba grandes cambios en la forma de vida individual y las industrias afectadas —los fabricantes de objetos de lujo, como los sprays desodorantes— no despertaban excesivas simpatías.
El desarrollo de la historia supuso un primer ejemplo de aplicación del principio de precaución: la idea de que no siempre se puede esperar a la prueba de un potencial perjuicio cuando están en juego la salud humana y la degradación del medio ambiente. Era obvio que los fabricantes pensaban de otra manera: los CFC eran inocentes mientras no se demostrara lo contrario.
«Pedían [para ellos] los mismos derechos que [tenían] los individuos», señala Molina. En realidad, la teoría de la destrucción del ozono por parte de los CFC era una base ideal para la aplicación del principio de precaución. Podía haber consecuencias desastrosas para la salud humana si se hacían oídos sordos a las advertencias de los científicos —es decir, el coste de posponer la acción podía ser muy elevado— y la solución propuesta no era, en términos relativos, costosa o perjudicial. Un caso muy similar fue el ocurrido en torno a otro de los inventos de Thomas Midgley: la gasolina con plomo. En el Reino Unido, la decisión de eliminarla se tomó aunque no había pruebas de que pudiera dañar a los niños. El alto riesgo se unía al hecho de que existían alternativas tecnológicas y los automóviles podían ser adaptados sin grandes costes.
Las ecuaciones químicas representan sólo fragmentos de la realidad. El mérito de Molina y Rowland fue ser capaces de aislar un fragmento significativo, de distinguirlo entre la multitud. Sus ecuaciones no pretenden ser una relación completa de las actividades que tienen lugar en la capa de ozono. Por el contrario, tratan de describir las más significativas, contempladas desde la perspectiva del ser humano. El carácter incompleto de las ecuaciones reflejaba también las limitaciones del conocimiento químico de la época, algo que quedó patente once años después, cuando tres científicos británicos anunciaron en 1985 su descubrimiento del agujero de ozono. Fue el momento en que el ozono atrajo la atención internacional y los europeos abanderaron la causa contra los CFC; la segunda fase de la campaña había comenzado. El descubrimiento, en cualquier caso, conmocionó a los científicos tanto como al resto. Nadie se esperaba un gigantesco agujero en la capa de ozono sobre la Antártida, donde apareció: lo que estaban buscando eran erosiones más ligeras en latitudes medias.
El problema fundamental para la química —un problema que ilustran vigorosamente los esfuerzos de Molina y Rowland— es que trata de describir el mundo real y material, un lugar infinitamente complicado. La química —y las ecuaciones que la representan— nunca puede ser correcta en la plena acepción de la palabra. Las ecuaciones no pueden enumerar todas las condiciones necesarias para que la reacción tenga lugar o para impedir que se produzca. Su pureza, pues, se logra a expensas de su completitud. Una ecuación afronta el riesgo de convertirse en falsa o irrelevante cuando cambian las circunstancias externas. Esto es lo que sucedió con el descubrimiento del agujero de ozono.
Los tres científicos que se toparon con el agujero sobre el polo sur se hallaban en aquellos días en sus despachos de Cambridge, trabajando para la Estación Antártica Británica.[159] Una de sus tareas de rutina era procesar los datos que llegaban de Halley Bay, donde se venían monitorizando los niveles de ozono en la estratosfera desde la década de 1950. Desde comienzos de los ochenta, el instrumento de medida —un dispositivo conocido como espectrofotómetro Dobson— había comenzado a registrar sistemáticamente bajas lecturas de ese gas. Brian Gardiner, Joe Farman y Jonathan Shanklin sospechaban que se trataba de un error del aparato. Los tres tenían un amplia experiencia en la Antártida. Habían trabajado en medio de fantásticos paisajes de ventiscas, blancos precipicios y llanuras sin fin con los pingüinos y el crujir del hielo como única compañía. Conocían las gélidas noches en tiendas de campaña y las caminatas de horas sobre el hielo para recoger las lecturas de algún lejano instrumento. Sabían que el frío extremo y las dificultades técnicas para manejar instrumentos remotos podían distorsionar las lecturas, por lo que se requería cierta cautela a la hora de interpretar los datos.
«La Antártida era, lógicamente, el último lugar de la Tierra en el que cabía esperar ver la disminución del ozono», comenta Gardiner.[160] Pero cuanto más riguroso era el trabajo y mayor la precisión de las medidas, más grandes se hacían los números que expresaban la magnitud de la reducción. Todos los años sucedía lo mismo: en octubre, a principios de la primavera antártica, se producía de pronto una disminución muy significativa que duraba unos dos meses, tras la cual los niveles se recuperaban gradualmente. El espectrofotómetro Dobson parecía, de hecho, estar contemplando un gigantesco vacío de ozono que emergía de las inmensidades antárticas. Para mayor desconcierto de los científicos británicos, el instrumento rival tecnológicamente más avanzado, ubicado a bordo del satélite de la NASA Nimbus, que orbitaba sobre la Antártida, no detectaba nada anómalo en relación con la capa de ozono.
Al cabo de tres años, Farman, Gardiner y Shanklin estaban seguros de haber comprobado sus medidas con el suficiente rigor. No podían negar lo que los datos revelaban: que, cada mes de octubre, un tercio del ozono antártico desaparecía. Gardiner, que en la actualidad dirige la unidad de meteorología y ozono de la Estación Antártica Británica, habla de la «terrible conclusión» de que el efecto era real, de que habían detectado un problema de trascendencia planetaria. Conjugar la precaución científica con la responsabilidad de disparar las alarmas lo antes posible constituyó una experiencia angustiosa.
En 1985 publicaron un artículo que describía un vacío enorme y repentino sobre Halley Bay, un agujero mucho más profundo que el Everest —se extendía hacia arriba entre 10 y 24 kilómetros—. Cada año, el agujero de ozono parecía rellenarse a sí mismo poco a poco hasta evaporarse de nuevo, como una cenicienta atmosférica, con la primera señal de que la larga noche antártica había terminado. El satélite Nimbus, que contemplaba la Tierra desde arriba con toda una variedad de ojos mecánicos, fue corregido de inmediato y confirmó los mismos datos. Resultó que los científicos de la NASA habían transmitido a los ordenadores su despreocupación por los niveles de ozono en la forma de una orden a los instrumentos del Nimbus para que ignoraran las lecturas de bajos niveles de ozono que parecieran erróneas. Una vez reajustado, el satélite comenzó a generar impactantes imágenes del globo en las que una oscura sombra sobre la Antártida crecía ominosamente todos los años. El vivido retrato de esa gigantesca mancha causada por el hombre conmocionó tanto al público como a la comunidad científica.
«Recuerdo muy bien la llegada de los resultados», relata el profesor Alan O’Neill, un importante especialista atmosférico de la Universidad de Reading. «Nadie tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo».
Eso era lo que Molina y Rowland no habían sido capaces de predecir. La química es mucho más compleja que lo que sus ecuaciones podrían nunca describir; aparte de los factores que habían considerado, había muchos otros en juego.
Los posteriores esfuerzos por reconciliar las ideas de Molina y Rowland con los hallazgos de la Estación Antártica Británica demostraron ser una fuerza unificadora en la ciencia atmosférica, al revelar que la atmósfera era un sujeto de estudio más amplio que cualquier otra disciplina científica. Entre los meteorólogos, físicos, matemáticos y químicos, habituados a no rebasar los límites de sus respectivas materias, surgió una nueva mentalidad, una forma de trabajo capaz de saltar de una disciplina a otra, de aceptar datos imperfectos, resultados parciales, modelos con interrogantes y áreas en las que nadie sabe con certeza qué sucede.
En los dieciocho meses siguientes hubo que trabajar bajo presión, debido a la urgente necesidad de precisar los límites del agujero y a la conveniencia política de que los científicos, que representaban la verdad para el resto del mundo, alcanzasen un consenso al respecto. Las ecuaciones de Molina-Rowland eran, obviamente, un buen punto de partida, por lo que ambos científicos, junto a Crutzen y a otros importantes investigadores, se pusieron manos a la obra para encontrar una explicación. Varias disciplinas se enzarzaron en batallas intelectuales por explicar las causas del agujero.[161] Según Gardiner, todos pretendían llevar el problema a su terreno. El lobby troposférico argumentaba que era un efecto originado en la parte baja de la atmósfera, que se difundía hacia arriba. Los científicos de la mesosfera afirmaban que procedía de arriba. Los expertos en la estratosfera hablaban de efectos laterales; la reducción tenía lugar en alguna parte del globo y se desplazaba hacia el sur, hasta la Antártida. Los físicos solares buscaban una respuesta en las fluctuaciones de la actividad solar. Mientras tanto, los físicos bosquejaban diagramas de flujo para explicar que no se trataba de una reducción, sino de una redistribución del ozono alrededor del planeta, debida a los cambios de temperatura que tenían lugar al comienzo de la primavera antártica. Los químicos, por su parte, jugaban con las circunstancias inusualmente frías del invierno antártico para ver si creaban unas condiciones de partida que provocasen la explosión de un proceso químico de destrucción del ozono al iniciarse la primavera. Algunas de las teorías parecían claramente absurdas desde un principio, pero se consideró preferible analizarlas y descartarlas ordenadamente para evitar que pudieran resurgir más tarde con cierta credibilidad. Los científicos alcanzaron el consenso con sorprendente celeridad y muchos comentaristas consideran hoy el proceso como un modelo de respuesta científica a un problema medioambiental.
Vencieron los químicos. Varios equipos sugirieron que la respuesta se hallaba en la química del implacable invierno antártico. De abril a agosto el Sol evita la Antártida y fuertes vientos azotan el polo sur, aislando su aire del resto de la atmósfera. En ese mundo incomunicado y glacial, se crean nubes altas en forma de corona. Los exploradores han hablado muchas veces de esas nubes espectrales, que retienen el resplandor del Sol mucho después de que éste haya dejado de alumbrar la tierra. Las nubes están llenas de cristales de hielo, sólidos finamente dispersados en los que se halla la causa de la rápida destrucción del ozono. Nadie conoce con exactitud el mecanismo, pero se sabe que en la superficie de esas partículas de hielo sólido pueden producirse reacciones que de otro modo no tendrían lugar. Los cristales actúan como un «punto de encuentro» estratosférico en el que los gases, que atravesarían la noche antártica sin detenerse de no existir aquéllos, pueden hacer una pausa, reunirse unos con otros e interaccionar.
Los científicos pudieron demostrar que las moléculas que se detienen allí e interaccionan son las famosas «moléculas terminales» (fundamentalmente, ácido clorhídrico y nitrato de cloro) que Molina y Rowland ya habían descrito. Como vimos, el desbocado átomo de cloro, tras implicarse en miles de reacciones con el ozono, es capturado finalmente para formar una molécula más estable, momento en el que sus travesuras cesan y comienza a descender hacia el suelo. Pero en presencia de los cristales de hielo, esas moléculas terminales se demoran y reaccionan en su superficie para formar nuevas sustancias, a veces la propia molécula de cloro (Cl2). En cuanto la luz del Sol baña de nuevo la Antártida, sus rayos ultravioleta se dedican a romper los enlaces cloro-cloro, dejando átomos de cloro libres, los cuales vuelven a sus actividades destructivas. El invierno antártico, pues, crea unas condiciones únicas para un posterior episodio de destrucción de ozono.
Cuando los científicos anunciaron su descubrimiento del agujero de ozono en la Antártida —un fenómeno que las imágenes del Nimbus hacían claro y comprensible—, la noticia sacudió las conciencias de todo el mundo civilizado. Por primera vez se estaba ante la inminencia de un desastre medioambiental que la gente común podía contribuir a evitar. Todo lo que tenían que hacer era alterar ligeramente sus hábitos de compra. Ese vínculo entre lo apocalíptico y lo cotidiano captó la imaginación de la gente, difundió el concepto de consumidor preocupado por el medio ambiente e hizo que muchos leyeran la letra pequeña de los envases de aerosol. Incluso el príncipe Carlos de Inglaterra anunció que la princesa Diana se limitaría a utilizar vaporizadores ecológicos.
El descubrimiento del agujero estimuló las negociaciones internacionales. En la actualidad son más de noventa los signatarios de la última enmienda del Protocolo de Montreal, que incluye el compromiso de eliminar progresivamente toda una gama de otras sustancias sospechosas de destruir el ozono. Aunque existe el temor de que la producción china de CFC podría arruinar los avances logrados, muchos se atreven hoy a hablar como si el problema hubiera quedado resuelto. La mayoría de los científicos predicen que el agujero quedará cerrado entre 2050 y 2075.[162] El agujero de ozono antártico sigue creciendo todavía, pero el hecho se atribuye al tiempo que los CFC tardan en alcanzar la estratosfera. Tal vez a lo largo del presente siglo podamos contemplar una capa de ozono intacta y la solución a su destrucción se convierta en un ejemplo de libro de respuesta medioambiental. Molina cree que la mayor virtud de su obra ha sido crear la conciencia de que el mundo es un único sistema, lo que a su vez ha reforzado la idea de que las actividades humanas pueden afectar a la atmósfera de todo el planeta.
«En cierto sentido, constituyó un primer ejemplo: la ciencia tenía perfectamente claro que una cosa así podía ocurrir. Pero también es un precedente importante de que ese tipo de cosas pueden tener solución». Gardiner es más específico; argumenta que deberíamos aprender de las negociaciones en torno al ozono de cara a abordar temas como el calentamiento global:[163] deberíamos «atacar el problema más grave del cambio climático implementando acuerdos internacionales que limiten el empleo de combustibles fósiles antes de que las consecuencias sean irreparables».[164]
El ozono, pues, nos ha hechizado, haciéndonos creer que, si hemos podido impedir la primera catástrofe medioambiental global, podremos evitar futuros problemas del mismo modo. Igual que las naciones lograron restringir su producción de CFC, ¿podrían limitar el empleo de combustibles fósiles para mitigar el calentamiento global?
El siguiente capítulo en la historia de los problemas medioambientales es demasiado complejo para admitir una solución tan simple como la del ozono. El ozono era limpio y sencillo; se trataba de algo urgente y abrumador. Los problemas actuales más importantes —el calentamiento global, la deforestación, la disminución de la biodiversidad— son confusos, clandestinos y de manifestación lenta. En el caso del calentamiento global, los combustibles fósiles forman parte de los cimientos de culturas y estilos de vida. Como el propio Rowland le decía en 1997 a Bill Clinton, siendo éste presidente de Estados Unidos, «En el caso de los CFC, se trataba de gases fabricados por no más de una veintena de empresas en el mundo, todas ellas de origen científico, y su empleo se concentraba en aplicaciones típicas de la sociedad opulenta. La energía de los combustibles fósiles, en cambio, es usada por todos casi todos los días y en todas las actividades».[165] La historia del ozono supuso un problema extraordinario con una solución extraordinaria.[166] Sobre todo, fue la sencillez de las ecuaciones del ozono lo que hizo que el mundo creyera erróneamente que era fácil encontrar soluciones que impidieran otros desastres medioambientales.[167]
Dos visiones de nuestro planeta han dominado esta historia. La Tierra como un vulnerable paraíso, perfecto en su belleza delicada y azul. Y la Tierra violada, mancillada en el polo sur por nuestros efluvios industriales. La química relaciona ambas visiones y las ecuaciones químicas no hacen sino expresar la esencia de ese vínculo. Nuestra historia comenzaba con una Tierra indefensa, tan desvalida como la princesa en la torre. Llegaban entonces los guerreros medioambientales, dispuestos a defender su honor. Habían sido convocados por sabios científicos que se arriesgaban a ser proscritos por anunciar sus vaticinios. En el último capítulo, se unían todas las naciones y evitaban la tragedia.
Las ecuaciones de Molina-Rowland yacen en el corazón de ese cuento de hadas.