El 17 de noviembre de 1945, John Wheeler, físico de Princeton, veterano del Proyecto Manhattan y pionero de una nueva era en la física, daba un repaso al estado de esta ciencia ante los asistentes a un simposio. Empezó recordando aquel primer momento de la era nuclear, a comienzos de la guerra, en la Universidad de Chicago. Una figura clave en el escenario bélico había telefoneado a Washington para relatarle al presidente de Harvard y jefe del Comité Nacional de Investigaciones Científicas, James Conant, los acontecimientos de los que el físico refugiado Enrico Fermi acababa de ser protagonista: «El navegante italiano ha descubierto América». «Espléndido», replicó Conant, «¿y el nuevo continente es seguro?». La respuesta fue: «Sí, y Colón cree que los nativos son amigables». Era el 2 de diciembre de 1942 y la conversación en clave hizo saber a Conant y a todos los responsables del equipo científico norteamericano desplegado para la guerra que el primer reactor nuclear del mundo había iniciado de forma segura una reacción en cadena automantenida. Los físicos habían desembarcado en el continente de la fisión nuclear aplicada y empezaban a vislumbrar la energía y también el poder destructivo que anidaban en el corazón del átomo de uranio. A lo largo de los siguientes treinta y dos meses, los científicos del proyecto de la bomba atómica caminaron inexorablemente hacia la creación de un arma nuclear, hasta culminar —o, más bien, hacer una pausa— en el cataclismo que asoló Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.

Ahora, cuando Wheeler hablaba, apenas habían transcurrido tres meses desde el final de la guerra. La física, hasta hacía no mucho un oscuro reducto académico, era actualmente el centro de la atención del país. Contemplando la física y a la sociedad en torno a ella, Wheeler veía la «formación del nuevo mundo» augurado por la física nuclear, «el gran continente que se extiende más allá [de la fisión] y que representa el último territorio inexplorado para el conocimiento del universo físico». Los matemáticos de la época de Colón, comentaba Wheeler, podían engañarse a ellos mismos sobre cuán lejos había llegado el explorador en su intento de circunnavegar el globo. Los físicos de la década de 1940, por el contrario, no podían hacer lo mismo respecto a lo que aún aguardaba ser descubierto. Los científicos tenían ahora en sus manos un sextante de una simplicidad tal que no dejaba margen para el engaño. Ese instrumento teórico, esa medida del progreso científico le diría en todo momento a la raza humana cuán lejos había progresado hacia la aniquilación total de la materia en energía. Aun siendo poderosa, la fisión del uranio había hecho avanzar a la humanidad apenas una milésima parte del camino hacia la conversión total en energía, pues sólo una milésima parte de la masa del átomo de uranio se transforma en pura energía cuando el núcleo se divide. Una transformación total de materia en energía supondría, por el contrario, el límite último en la generación de ésta, la máxima eficiencia alcanzable en la producción de energía para construir un nuevo mundo industrial. O para crear un arma de inimaginable potencia. Y el sextante de la ciencia moderna que mediría el progreso alcanzado, mostrando a la humanidad su lugar exacto en la escala de la conversión total, era E = mc2, de Albert Einstein, la ecuación más famosa de la historia de la ciencia.

Una ecuación que significa que, si al escindir un átomo de uranio se pierde una masa de m gramos (las partes pesan menos que el todo), la cantidad de energía liberada en el proceso de fisión será E (en ergios), donde E resulta de multiplicar la masa m por el cuadrado de la velocidad de la luz en el vacío (treinta mil millones de centímetros por segundo). Curiosamente, en su primer artículo, Einstein no utilizó la letra E para la Energie o Energía (en alemán y griego, respectivamente) ni la c para la celeritas (velocidad en latín), sino L (simbolizando tal vez lebendige Kraft, energía cinética) y V (para la velocidad de la luz). Aunque hoy los símbolos que componen E = mc2 nos parecen inevitables a quienes hemos crecido con ellos, Einstein utilizó la E y la c sólo a partir de 1912. La energía puede ser liberada de varias formas: en la versión más simple de fisión nuclear, un átomo de uranio se escinde en dos núcleos más pequeños, que se separan el uno del otro a enorme velocidad. La energía liberada por la fisión de un único átomo de uranio sería suficiente para hacer saltar de manera visible un grano de arena encima de una mesa; la energía de fisión contenida en el cuatrillón de átomos de que consta un kilogramo de uranio podría destruir —y destruyó, de hecho— varios kilómetros cuadrados de una ciudad.

A finales de 1945, la fisión, el fenómeno físico que subyace en los reactores nucleares y en las bombas atómicas, todavía presentaba interrogantes, pero era, en gran medida, una técnica dominada. Más allá de la cascada de neutrones de la reacción en cadena (neutrones que escinden núcleos de un modo tal que emergen más neutrones para romper otros núcleos, lo que a su vez genera nuevos neutrones…), existe aún toda una panoplia de fenómenos, por completo fuera del control de los físicos. ¿Qué hace que las colisiones de protones y neutrones produzcan nuevas partículas? Cada mes llegaban nuevos datos sorprendentes sobre esos intrigantes procesos, obtenidos de las observaciones de los rayos cósmicos —compuestos básicamente por protones— que inciden en las capas altas de la atmósfera terrestre provenientes del espacio profundo. Según Wheeler, «la posibilidad de una conversión completa de materia en energía es sugerida por la hoy día incompleta información sobre la producción de partículas de baja masa a partir de los protones en la alta atmósfera de la Tierra». Wheeler soñaba con un proceso que convirtiera la totalidad de una porción de materia en energía.

Comprender la naturaleza de esas transformaciones de las partículas era algo que fascinaba a Wheeler y a sus contemporáneos. Pronto embarcarían equipos de físicos en bombarderos recién llegados del frente a investigar la alta atmósfera; en los polígonos de ensayos de White Sands y junto a científicos alemanes capturados, Wheeler lanzaría cohetes V-2 no tripulados cargados de instrumentos, que alcanzaban más de cien kilómetros de altura. Allí les aguardaban ráfagas de partículas de alta energía procedentes del espacio profundo —especímenes demasiado escasos para justificar una campaña de investigación a gran escala—. Lo que hacía falta era una fuente de partículas energéticas continua y abundante; en este sentido, el espacio no podía competir con el proyecto de construir aceleradores de partículas más grandes y más potentes. También se necesitaban observaciones que registrasen los cambios inducidos en los fragmentos de materia al ser golpeados con partículas de alta energía. Y, por último, los físicos tendrían que formular una teoría nueva y consistente que plasmara las relaciones entre las partículas elementales y las fuerzas que gobernaban sus interacciones.

Según Wheeler, la ecuación del sextante, E = mc2, guiaría a los físicos en el manejo de aceleradores, rayos cósmicos y teorías hacia la creación de un nuevo campo en la ciencia: la física de las partículas elementales. Y así ha sido. En las décadas posteriores, los aceleradores de partículas golpearon blancos estacionarios con proyectiles cada vez más rápidos y luego pasaron a hacer chocar partículas con sus correspondientes antipartículas. En los nuevos aceleradores, los electrones colisionaron contra los positrones y los protones, contra los antiprotones, incrementando progresivamente la cantidad de energía y penetrando cada vez más en la física de lo muy pequeño. Desde finales de la década de 1940 hasta los primeros años del siglo XXI, ese floreciente campo de la física ha venido utilizando la conversión de energía en masa para traer al mundo observable los componentes básicos de la materia. Comenzando con el protón, el neutrón, el electrón y el positrón, la población del zoo de las partículas creció a medida que los físicos utilizaron la energía producida en las colisiones para crear nuevos especímenes. Ya en 1932, el positrón —la antipartícula del electrón— había aparecido en un recipiente de ensayo, mostrando de un modo espectacular que la materia y la antimateria se aniquilan entre ellas, dando lugar a pura energía, y que la simple energía puede producir una partícula y su antipartícula gemela.

En las décadas que siguieron a la segunda guerra mundial se consiguió generar, y luego manipular, partículas como el pión, con una masa intermedia entre las del protón y el electrón. De las colisiones de protones y mesones contra núcleos surgieron variantes más pesadas de neutrones y protones, y la colección siguió creciendo. Cuando electrones y positrones, piones y antipiones o protones y antiprotones pudieron ser dirigidos con precisión los unos contra los otros, su aniquilación fue completa y la totalidad de la energía equivalente a ambas partículas se aplicó a la generación de nuevos entes subatómicos. En los años sesenta y setenta, a esas parejas de partículas se les unieron los quarks y antiquarks en sus distintas variedades, junto con versiones más pesadas del electrón y nuevas partículas portadoras de fuerzas, dando lugar al Modelo Estándar de física de partículas. Tras los enormes aceleradores que durante más de treinta años han hecho colisionar partículas contra sus antipartículas gemelas siempre se ha hallado la ecuación E = mc2. Fruto de las observaciones obtenidas en esas grandes instalaciones, la formulación canónica de la física de partículas, realizada en la década de 1970, permanece intacta desde entonces.

En aquellos meses finales de la segunda guerra mundial, la equivalencia entre masa y energía constituía a la vez una promesa sin límites y una tremenda amenaza. En junio de 1945, Wheeler reflexionaba: «Descubrir el modo de liberar esa energía latente a una escala razonable podría alterar por completo nuestra economía y las bases de nuestra capacidad militar. Por este motivo, debemos prestar especial atención a la rama de la ultra-nucleónica [la física que va más allá de la entonces relativamente bien conocida física de los nucleones, es decir, de los protones y los neutrones]». Ese campo más lejano traería consigo una física nunca vista en los laboratorios del periodo de la guerra: fenómenos de rayos cósmicos, teoría de campo en la física de mesones, producción de energía en las supemovas y física de la transformación de partículas. La investigación abstracta a una escala inferior a la nuclear, según Wheeler, tenía una conexión clara con la «potencia bélica del país». Sabía perfectamente que entre los tópicos de la ultra-nucleónica estaba la posibilidad de un aprovechamiento más eficiente de la energía prometida por E = mc2 que esa minúscula milésima parte liberada por la fisión nuclear.

La liberación parcial de energía por parte de la fisión significaba que Hiroshima había sido destruida por la transformación de una masa considerablemente menor que la de una aspirina. Dichas reflexiones habían llevado a Wheeler —y a otros muchos físicos— a preguntarse si la ecuación del sextante marcaría el rumbo hacia una liberación mucho más eficiente de energía.

Antes de que en el lugar donde sólo había una escuela comarcal se levantara el laboratorio de armamento de Los Alamos, un pequeño grupo de expertos atómicos se reunía en Berkeley para hablar de armas nucleares. J. Robert Oppenheimer estaba allí en calidad del más importante teórico cuántico de Estados Unidos. También estaba Hans Bethe, el físico que, antes de huir de Alemania en 1935, había descubierto la física nuclear que hace brillar al Sol. Les acompañaba un grupo estelar, del que formaba parte el refugiado húngaro Edward Teller, conocido después por ser el «padre de la bomba H». En las toscas instalaciones de aquella primera época, las armas de fisión les parecían triviales: bastaba con reunir la suficiente cantidad de uranio fisible para que éste detonara. Asignaron el proyecto a un joven físico de Berkeley, Robert Serber, y ellos se reservaron un problema infinitamente más sutil y provocativo: la bomba de hidrógeno, o bomba H. La bomba H funcionaría juntando núcleos de baja masa, como los de hidrógeno, en vez de núcleos pesados, como los de uranio. Pero, a medida que el laboratorio de Los Alamos tomaba cuerpo, se hacía cada vez más evidente que construir una bomba atómica distaba de ser trivial. Algunos jefes de proyecto, incluyendo a Oppenheimer y Bethe, dejaron aparcada la bomba H, dando prioridad al objetivo de producir una bomba utilizable antes del fin de la guerra. Edward Teller, sin embargo, se aferró tenazmente a su idea y, abstrayéndose de la guerra, se apartó de la línea principal basada en la fisión y prosiguió su lucha por obtener el arma que cautivaba sus sueños.

El 12 de agosto de 1945, desde la isla de Tinian en el Pacífico, el escenario de sus ensayos nucleares, Wheeler escribía a Teller: «Querido Edward. Con el final de la guerra hoy mi trabajo aquí terminará en breve. […] Lo más provechoso a lo que podría dedicarme a partir de ahora es, según creo, la investigación fundamental. Pero me temo que no me sentiría demasiado cómodo si lo hiciera en los próximos cinco años». Recordaba la antigua invitación de Teller a trabajar en la bomba de fusión y su propio convencimiento de que la bomba H era un arma destinada a la siguiente guerra y no a la actual contra el Eje. Con la capitulación de Japón, ese nuevo conflicto resultaba inevitable a los ojos de Wheeler; estaba convencido de que en breve comenzaría una guerra contra la Unión Soviética y, en ella, la fusión, la conversión de una proporción mayor de materia en energía (según E = mc2), resultaría vital. Por motivos de seguridad, Wheeler continuaba con metáforas:

«Hay un grupo de hombres completamente aislados en una isla. Ha comenzado una pelea. Dos grupos de hombres con formas muy distintas de hacer las cosas se han unido y han intentado apaciguar a los alborotadores. Nuestro grupo ha aprendido a utilizar a la vez un arco y una flecha. Por medio de ellos hemos logrado poner fin a la lucha. Nuestro aliado observaba. Ahora que el conflicto ha terminado ha regresado a su territorio, tras el muro. Sabemos que a muchos de sus hombres les gustaría fabricar un arco y una flecha por ellos mismos. Sospechamos que algunos de ellos no dudarían en usar ese arco y esa flecha contra nosotros si algún día no nos ponemos de acuerdo sobre quién puede coger la fruta de un árbol que hay por aquí. Ya sea por una razón u otra, los antiguos aliados no parecen ser capaces de poner el arco y la flecha en manos de alguien que los custodie y en quien ambos confíen. […] Algunos de nuestro grupo se encogen de hombros y hacen planes para irse a pescar. Yo soy de los que opinan que si va a haber una carrera de armamentos, mejor empezar ahora y tratar de fabricar la mejor arma posible: una ametralladora que deje en ridículo a ese arco y a esa flecha».

Wheeler concluía diciendo que, en su opinión, más valía empezar a pensar ya en la «ametralladora» si el conflicto podía estallar en los próximos cinco a diez años. Consecuente con sus ideas, puso en marcha un proyecto en Princeton para diseñar la bomba H —el proyecto se denominó «Matterhorn B»—, junto a otras investigaciones más pacíficas sobre la transformación de materia en energía. De hecho, puerta con puerta del despacho de Wheeler en el proyecto Matterhorn estaba la sede de otro proyecto, cuyo objetivo era la producción de energía para uso civil mediante la fusión nuclear. Con la fusión, en cada choque de núcleos se liberaría mil veces más energía que en la fisión. Una bomba del tamaño de las empleadas en Hiroshima y Nagasaki podría producir una energía equivalente a la explosión de entre diez y veinte millones de toneladas de TNT, en lugar de las diez a veinte mil toneladas a que equivalían las bombas atómicas de la segunda guerra mundial. Y, en principio, se podía pensar en bombas de una capacidad destructiva sin límites; en pocos años, la gente comenzó a especular sobre la producción de bombas de hidrógeno de 1 gigatón que abrirían un agujero a todo lo largo de la atmósfera. En todo momento, Wheeler veía en la ecuación del sextante la brújula que iba a dar las coordenadas del mapa que conducía hacia la conversión total de materia en energía, tanto en la guerra como en la paz. Porque, a pesar de su tremenda potencia destructiva, hasta en la bomba de hidrógeno mucha de la masa original quedaba sin transformarse en energía.

Una línea de investigación pacífica condujo a Wheeler a imaginar un nuevo tipo de átomo: un electrón y un positrón orbitando el uno en torno al otro. Tras apenas una diez mil millonésima de segundo, el «positronium» se desintegraría debido a que sus dos componentes se precipitarían uno contra otro, aniquilándose mutuamente y liberando su energía en forma de dos fotones. Se trataba de un bello y típico ejemplo de E= mc2: si tanto el electrón como el positrón tenían una masa m, la energía liberada sería 2mc2 y los fotones tendrían una frecuencia f dada por la ecuación hf = mc2 (ya que, como Einstein había demostrado en 1905, la energía de un fotón es E = hf). Cabía, pues, buscar esos dos fotones alejándose en direcciones opuestas. Los físicos del MIT los hallaron poco después en un experimento, en la frecuencia exacta anticipada por Wheeler, por medio de la ecuación de Einstein.

A partir de aquí, el horizonte parecía abrirse a miles de transformaciones. Los nucleones que chocaban entre ellos en las cámaras de niebla (recipientes llenos de vapor de agua, el cual hace visibles las trayectorias) producían toda una constelación de nuevas partículas. ¿En qué grado aumentaba la probabilidad de esas «explosiones nucleares» con la energía de las nuevas partículas? ¿Qué era lo que determinaba el tipo y el número de productos generados por las explosiones? En lo que a Wheeler y a muchos de sus colegas se refería, responder a preguntas como ésas era lo que llevaba a la física cada vez más cerca de aprehender en su totalidad el funcionamiento de su sextante mágico, E = mc2.

Fisión, fusión, positronium, aceleradores, rayos cósmicos, dinámica de los agujeros negros… Buena parte de la física del siglo XX gravita sobre esa ecuación tan simple. Pero su origen se halla lejos de los grandes laboratorios como el Fermilab de Chicago o el CERN, ubicado en la frontera franco-suiza; lejos de los laboratorios de armamento de Los Alamos, Livermore o Arzamas-16. El joven Einstein nunca pudo imaginar todos esos desarrollos cuando escribió por primera vez la ecuación.

Debemos regresar al mundo de Einstein, al mundo que lo rodeaba cuando no era más que un empleado de una oficina de patentes en 1905. Era un mundo en el que la electrificación era la piedra angular de la modernización. Había legiones de obreros levantando las calles para instalar las vías de los tranvías eléctricos y los electricistas sustituían las lámparas de gas por bombillas en techos y paredes. Entrecruzándose a lo largo de Estados Unidos, Europa y Rusia, las compañías eléctricas tejían una inmensa red de líneas de alta tensión, generadores eléctricos y aparatos de medida con objeto de suministrar energía a las fábricas, ciudades y viviendas. La propia familia de Einstein —en concreto, su padre y un tío— poseía un pequeño taller electrotécnico en el que se fabricaban dispositivos de relojería para medir magnitudes eléctricas. Las ecuaciones de Maxwell, que hoy se enseñan en cualquier clase de física elemental, eran tan novedosas en la década de 1870 que no se estudiaban en su totalidad, ni siquiera en las escuelas más avanzadas, y a Einstein todas esas nuevas teorías y dispositivos le parecían fascinantes. La oficina de patentes de Berna había contratado a un Einstein de veintitrés años precisamente para examinar innovaciones electrotécnicas; su trabajo consistía en establecer su grado de novedad y aislar y determinar los principios que les servían de base.

Desde esa oficina de patentes y en su annus mirabilis de 1905, Einstein publicó cinco extraordinarios artículos. El primero de ellos fue recibido en la revista Annalen der Physik el 18 de marzo y presentaba su teoría de los cuantos de luz; en cierto sentido, fue el artículo que dio el pistoletazo de salida a la física cuántica. Seis semanas más tarde, el joven físico presentaba su tesis doctoral, en la que mostraba cómo estimar el tamaño de una molécula mediante un argumento basado en la contribución de las grandes moléculas del tipo del azúcar a la viscosidad del agua azucarada. El 11 de mayo, Einstein presentaba su teoría del movimiento browniano, que demostraba la existencia de choques entre los átomos y moléculas reales y las pequeñas partículas en suspensión —pensemos en las partículas de polvo difundiéndose en el aire—. Se trataba de un poderoso argumento a favor de la realidad física de los átomos; en la teoría de Einstein, los átomos no eran meras ficciones ad hoc para explicar los procesos químicos, eran objetos físicos reales que impactaban estadísticamente contra la partícula en suspensión y era la resultante de esos impactos lo que hacía que aquélla se moviera a través del fluido.

Los artículos más relevantes para el tema que nos ocupa eran el cuarto y el quinto, los que Einstein envió a finales de junio y en septiembre. Fue en esos artículos, sin duda los más famosos, donde Einstein presentaba la teoría especial de la relatividad y deducía como una consecuencia la célebre ecuación de la energía y la masa. El de la relatividad propiamente dicho, titulado «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento», estaba construido en torno a dos simples principios de partida y efectuaba predicciones basándose en ellos. Evitando las premisas detalladas sobre el modo en que los objetos concretos están hechos o interaccionan, la teoría de Einstein apenas se parecía a los trabajos de los grandes físicos de la época. Por el contrario, tenía el estilo propio de un profano, o quizá poseía una rara simplicidad.

Como en su teoría física ideal, la termodinámica, Einstein deseaba por encima de todo empezar desde unos principios. En la termodinámica, todo el edificio descansa sobre dos pilares: la conservación de la energía y la entropía, siempre creciente, del mundo. En la relatividad, Einstein tenía en mente otros dos principios fundacionales. En primer lugar, según Einstein, el viejo punto de partida de la física clásica debía ser válido también para la electricidad y el magnetismo. Desde Galileo, los físicos habían aceptado la proposición de que si alguien se halla dentro de un compartimiento cerrado en movimiento constante, no dispone de medio mecánico alguno que le permita determinar si su movimiento es «real» o no (Galileo imaginaba al observador en la bodega de un barco navegando suavemente por mar abierto; Einstein eligió un tren, desplazándose a lo largo de sus pulidos raíles, como escenario de sus experimentos mentales). El insistente mensaje de Einstein era que Galileo aún tenía algo que decirnos. En el interior del camarote sin ventanas de un barco que se mueve suavemente, ni viendo a un pez nadar en una pecera, ni dejando caer una pelota, ni realizando cualquier otro experimento mecánico seríamos capaces de detectar si nos movemos «realmente». Del mismo modo, añadía Einstein, si nos hallamos en un tren que se desplaza uniformemente, ningún experimento con electricidad, magnetismo o luz nos puede revelar quién se encuentra «en verdadero reposo». Se trata del principio de relatividad.

El segundo punto de partida resultaba a priori —como el propio Einstein admitía— un tanto sorprendente: en el seno de un marco de referencia inercial (que no esté sometido a aceleración), la luz viaja siempre a la misma velocidad, independientemente de la velocidad de su fuente. Si en una estación de ferrocarril medimos la velocidad de la luz que emite el faro ubicado en lo alto de una máquina detenida en ella, obtenemos el valor de 300.000 kilómetros por segundo. Imaginemos ahora un tren que atraviese la estación a la mitad de la velocidad de la luz, es decir, a 150.000 kilómetros por segundo. En la física clásica ordinaria, una pelota lanzada hacia delante desde el tren en movimiento cruzaría la estación a la velocidad del tren más la que el lanzador le imprimiera a la pelota. Sorprendentemente, según Einstein, este razonamiento no es válido para la luz. Desde la estación, comprobaríamos que la luz procedente del faro situado en ese tren ultrarrápido nos llega a 300.000 kilómetros por segundo y no más deprisa. Más aún; aplicando el primer principio (de relatividad), si persiguiéramos a un rayo de luz que se alejase de nosotros, no lograríamos siquiera mantener constante su ventaja. Independientemente del marco inercial de referencia y de la velocidad de la fuente, la medición siempre arrojaría el mismo resultado para la velocidad de la luz: la constante c. He aquí el segundo principio: la velocidad de la luz es absoluta.

Partiendo de estas dos premisas formuladas de forma tan sencilla, la de la equivalencia física de los marcos de referencia inerciales y la del carácter absoluto de la velocidad de la luz, Einstein transformó la ciencia para siempre. Durante el proceso, las nociones de espacio y tiempo que habían sido los cimientos de la física desde Newton resultaron trastocadas por completo. Tras redactar su artículo en mayo de 1905, Einstein comenzó a meditar de inmediato sobre algunas consecuencias de la nueva física. Cierto viernes del verano de 1905 escribía desde Berna a su amigo Conrad Habicht:

«Me habría encantado haberte tenido aquí. Hubieras sido otra vez el viejo bromista de siempre. Mi tiempo no tiene demasiado valor estos días; no siempre dispongo de asuntos que merezca la pena meditar. O, al menos, que sean lo suficientemente atractivos. […] Ronda por mi cabeza una consecuencia del estudio de la electrodinámica. El principio de relatividad, unido a las ecuaciones fundamentales de Maxwell, exige que la masa sea una medida directa de la energía que contiene un cuerpo; la propia luz transporta masa con ella. En el caso del radio tendría lugar una reducción de masa perceptible. La idea es a la vez seductora y divertida; pero tal vez Dios todopoderoso me haya engatusado con ella y se esté ahora mismo riendo a mi costa».

Convencido, obviamente, de que no estaba haciéndole reír a Dios, en septiembre de 1905 Einstein redactó su artículo de tres páginas sobre E = mc2, titulado «¿Depende la inercia de un cuerpo de la energía que contiene?»; Annalen der Physik lo recibió el día 27 del citado mes.

Antes de Einstein ya existía una gran controversia acerca de la relación entre la masa y la energía electromagnética. De hecho, algunos de los principales físicos de la época trataban de explicar la masa inercial (la resistencia de la materia a ser puesta en movimiento) como la existencia de partículas cargadas que, al reaccionar frente a sus propios campos eléctricos y magnéticos, se oponían a la aceleración. Einstein nunca suscribió un programa reduccionista así, es decir, una línea de razonamiento que intentase demostrar que todo, incluso la inercia, era en última instancia sólo carga y campos eléctricos y magnéticos. También se hallaba bien establecido que un contenedor de energía electromagnética (p. ej., una caja formada por espejos, llena de luz) tenía una masa que crecía en proporción a la energía electromagnética almacenada.

Pero Einstein iba mucho más allá. No contento con analizar la luz, argumentaba que toda forma de energía tenía asociada una masa inercial. Como era de esperar, su artículo del E = mc2 hizo estallar la polémica. Uno de los aliados de Einstein, Max Planck —uno de los físicos teóricos alemanes más importantes— se apresuró a indicar que una transferencia de calor también añadía masa. Según esto, una sartén caliente pesaba más que la misma sartén cuando estaba fría. Era una novedad: nada en la física de Newton llevaba a sospechar que la masa pudiera variar por exclusivo efecto de la energía.

Cuando Johannes Stark, un físico muy conocido que más tarde se convertiría en un ardiente nazi, vio los resultados de Planck y Einstein, no dudó en atribuir a Planck el descubrimiento de la equivalencia. Era demasiado para el joven Einstein (que aún no había desarrollado su vena diplomática): «Me sorprende que usted no reconozca mi prioridad sobre la conexión entre masa inercial y energía». Stark rectificó enseguida: «Está muy equivocado, estimado colega, si cree que no le he hecho suficiente justicia a sus artículos. Le apoyo siempre que tengo ocasión y desearía tener la oportunidad de proponerle muy pronto para una cátedra teórica en Alemania». A lo cual un apaciguado Einstein replicó, arrepentido, que «un impulso mezquino me ha llevado a hacer ese comentario sobre prioridades. […] Quien ha tenido el privilegio de contribuir al progreso de la ciencia no debería permitir que el placer por los frutos obtenidos en una labor conjunta lo enturbien semejantes asuntos».

En los años que siguieron a 1905, Einstein trabajó intensamente para generalizar el resultado, para demostrar que la equivalencia entre masa y energía era verdaderamente completa. Obligado una y otra vez a regresar a su famosa fórmula, llegaría a ofrecer tres maneras de deducirla. En la primera, la del artículo original de 1905, Einstein imaginaba un cuerpo que emitía un mismo destello de luz en dos direcciones opuestas. Seguidamente recordaba, según la teoría especial de la relatividad, cómo cabía contemplar la misma situación desde un sistema de referencia no acelerado diferente. Combinando los resultados se podía deducir E = mc2, pero para hacerlo de forma correcta era necesario precisamente observar cómo se transformaba la energía de un marco a otro. Veintinueve años después, en una conferencia dada en Pittsburgh, Einstein presentó un argumento distinto para E = mc2, utilizando esta vez el hecho de que la energía y el momento debían conservarse en todos los marcos inerciales de referencia. Pero su explicación más simple fue la tercera, que ocupaba una sola página. En 1946, Einstein escribió una demostración de E = mc2 para el Technion Journal que no hacía uso de la teoría de la relatividad, sino tan sólo de unas premisas básicas. Examinemos este último método y detengámonos a analizar el razonamiento de Einstein.

Supongamos, como Einstein sugiere, que aceptamos estos cuatro principios:

  • 1.Que el principio de relatividad especial es correcto, es decir, que todos los marcos de referencia no acelerados son equivalentes. Ningún marco de referencia se halla en el «verdadero» reposo y sólo los movimientos relativos tienen significado físico.
  • 2.Que el momento se conserva; al fin y al cabo, este principio es un artículo de fe incluso en la física clásica. Para la materia ordinaria, el momento es igual a la masa multiplicada por la velocidad. La conservación del momento significa que si, por ejemplo, sumamos los momentos de todas las bolas en una mesa de billar antes de que choquen unas contra otras y repetimos el cálculo tras la colisión, el resultado será el mismo.
  • 3.Que la radiación posee un momento; se trata de un hecho verificado experimentalmente y aceptado desde hace mucho. (Es sabido, por ejemplo, que lo que empuja hacia el exterior la cola de los cometas es la luz del Sol).
  • 4.Que un observador en movimiento ve una fuente de luz como si ésta sufriera un cambio en su ángulo aparente («aberración estelar»). En otras palabras, se conocía desde hacía mucho que un observador en la Tierra, por ejemplo, ve la luz de las estrellas como si procediera de un punto desplazado un pequeño ángulo a respecto a la posición verdadera de la estrella en el cielo. Ese ángulo dependía de la velocidad de la Tierra, v, y se aceptaba generalmente que, para velocidades pequeñas comparadas con la de la luz, c, α = v/c aproximadamente. El efecto es fácil de comprender. Aunque la lluvia caiga perpendicular al suelo, si corremos a través de ella la percibimos como si cayera hacia nosotros con un cierto ángulo. Cuanto más rápido corramos, mayor será la «aberración» de la lluvia respecto a la vertical. Si, mientras lo hacemos, transportamos un «telescopio» consistente en un largo tubo de cartón, tendremos que inclinarlo un ángulo para que las gotas de lluvia atraviesen en línea recta el tubo. Del mismo modo, debido al movimiento de la Tierra, los telescopios ópticos tienen que ser apuntados con un cierto ángulo respecto a la posición «verdadera» de la estrella para observar su luz.

Supongamos también, añadía Einstein, que tenemos un marco de referencia —el «marco en reposo»—, el cual podríamos imaginar como un transbordador espacial que flota en el espacio profundo con los motores apagados, lejos de cualquier objeto —como una estrella o un planeta— que pudiera ejercer una fuerza gravitatoria significativa sobre él (figura 2.1). En este marco, un libro flota inmóvil en medio del transbordador, antes de que dos lámparas de flash, ubicadas a idéntica distancia en los extremos opuestos, envíen un destello luminoso de energía E/2 directamente hacia el libro. La luz procedente de ambos flashes es absorbida entonces por el libro, que ve incrementarse su energía en E. En el marco de referencia «en reposo», el libro no se mueve hacia ninguna parte, ya que ha recibido dos impactos luminosos de la misma magnitud procedentes de direcciones opuestas.

Figura 2.1

Ahora, continuaba Einstein, observemos el mismo proceso desde un marco de referencia «en movimiento» (p. ej., una nave espacial rusa) que se desplazara uniformemente hacia abajo con velocidad v. Vista desde este marco, la escena resulta ligeramente distinta. Contemplado desde la nave espacial rusa, antes de ser alcanzado por la luz de las dos lámparas, nuestro valioso libro se estaba moviendo hacia arriba con una velocidad v (figura 2.2). Esto quiere decir que, en el nuevo marco de referencia, antes de que los haces de luz alcancen el libro, de masa M, el momento del citado libro vale Mv. La teoría clásica de la luz nos dice que el momento de un destello de luz de energía E/2 vale exactamente E/2c. Por otra parte, en el marco de la nave rusa, la luz procedente de los flashes parece no viajar horizontalmente, sino (por efecto de la aberración) llegar con un pequeño ángulo, α = v/c, respecto a la horizontal.

Figura 2.2.

En el marco de la nave espacial rusa, el momento del libro tras ser alcanzado por la luz de los flashes es igual a la suma del momento original ascendente (Mv) más el momento que el libro recibe del impacto de los dos haces de luz, que en este marco de referencia llegan con un «ángulo de aberración».[36] En consecuencia, los haces de luz contribuyen con un momento de magnitud Ev/c2 al momento inicial del libro, que ya valía Mv. Tras la absorción de la luz, el momento total del libro en el marco de referencia de la nave rusa vale Mv + Ev/c2.

Aunque el momento del libro se ha incrementado, su velocidad final hacia arriba sigue siendo v, la misma, en valor absoluto, que la de la nave rusa. (La velocidad del libro en el marco de referencia de la nave rusa ha de continuar siendo v necesariamente: en el marco del transbordador espacial, los haces de luz inciden en direcciones opuestas, con lo que el libro sigue estacionario; así pues, tras la absorción, el libro sigue moviéndose a velocidad v respecto al primero). Por lo tanto, según Einstein, la absorción de energía ha tenido que incrementar la masa del libro —ya que la velocidad del libro no aumenta, es la única manera de justificar que el momento sea mayor—. Si llamamos M' a la masa final del libro, en el marco de referencia de la nave rusa:

Momento final del libro = Mv + Ev/c2 = M’v

Dividiendo la ecuación por v y restando M a ambos lados se obtiene: M'M = E/c2, que es lo mismo que decir que E = (M'M)c2. Si expresamos abreviadamente M'M, la diferencia entre la masa del libro antes y después de la llegada de los destellos de luz, como m, masa adquirida, obtenemos el objeto de nuestros deseos:

E = mc2

Ahora bien, dado que toda forma de energía siempre puede ser convertida en otra, el resultado no es solamente aplicable a los haces de luz. Por el contrario, significa que cualquier forma de energía se añade a la masa inercial: una bola de billar caliente tiene más masa que una fría y un planeta en rotación es más masivo que uno que estuviera inmóvil. De hecho, si a la masa se le permite convertirse en energía, lo hará. ¿Qué es lo que pone límite a estos cambios? Las leyes de conservación: una ley de conservación es una afirmación de que ciertas magnitudes no cambian en un sistema cerrado; por ejemplo, no podemos crear una carga eléctrica de la nada. El momento —la tendencia de un cuerpo a moverse en línea recta una vez se ha puesto en marcha— permanece constante, salvo que apliquemos una fuerza. Debido a estas leyes de conservación, en la teoría de la relatividad un único electrón no puede desvanecerse, transformándose en pura energía, ya que esto alteraría la carga eléctrica del universo. Ahora bien, si un electrón choca con un anti-electrón (que tiene la carga opuesta), la historia es muy diferente. En este caso, la suma de las cargas es cero; para la masa conjunta del electrón y el positrón resulta posible la transformación total en energía. En sentido inverso y respetando siempre las leyes de conservación, la energía pura también puede convertirse en masa (p. ej., en un electrón más un positrón).

En las décadas que siguieron a 1905, E = mc2 desembarcó en los laboratorios. En 1932, dos físicos del famoso Laboratorio Cavendish de Cambridge, los experimentalistas John Cockroft y Emest Walton, lograron acelerar protones para desintegrar un núcleo de litio. Observaron que los fragmentos del núcleo resultantes pesaban menos que el núcleo de litio original. Al principio parecía que parte de la masa se hubiera desvanecido. Pero, midiendo la energía total de los fragmentos desprendidos y empleando E = mc2, los científicos de Cambridge hallaron que la masa «perdida» en la desintegración equivalía a la energía adquirida por los veloces fragmentos desprendidos del núcleo. La fórmula de Einstein acertaba de nuevo.

Pero la aplicación de E = mc2 que cambiaría la faz del mundo llegó con el descubrimiento de que los neutrones podían causar la fisión nuclear del uranio. Durante años, la física Lise Meitner había estado trabajando con el químico Otto Hahn en el Instituto Químico Káiser Guillermo.[37] En el frondoso suburbio berlinés de Dahlem, se dedicaban a bombardear núcleos con neutrones, utilizando la química para clasificar los productos resultantes. Tanto ellos como muchos otros —incluyendo el grupo de Enrico Fermi en Roma— pensaban que los productos de la reacción que observaban tras el bombardeo eran realmente nuevos elementos, situados más allá del uranio en la tabla periódica. Esos «transuránidos», como los denominaron, eran sensacionales, tal vez el mayor descubrimiento de la nueva radioalquimia. En la pareja de Berlín, las habilidades de sus miembros resultaban complementarias: Meitner era la físico del equipo y Hahn, el químico. Pero el buen entendimiento terminó abruptamente cuando los nazis cerraron el laboratorio y Meitner, que era judía, vio de pronto su destino pendiente de un hilo. Tras escapar de Alemania por ferrocarril el 13 de julio de 1938, Meitner inició una gris carrera científica en Suecia, desde donde ansiosamente aguardaba noticias de sus colaboradores mientras el mundo avanzaba hacia el abismo de la guerra.

En Berlín, los resultados de laboratorio sólo traían más confusión a Hahn, que seguía adelante con los experimentos. Desde hacía mucho tiempo, él y Meitner estaban acostumbrados a detectar productos de la colisión que, en algunas reacciones, se comportaban como elementos mucho más ligeros que el uranio. Pero eso —Hahn y todos los demás estaban plenamente convencidos— era una mera ilusión química, algo imposible: los elementos tenían que estar cerca del uranio en la tabla periódica. «Romper» un núcleo en partes mucho más pequeñas era, sencillamente, imposible. Cabía desprender, quizás, un protón o una partícula alfa (dos protones enlazados a dos neutrones); pero, tal como diría después cierto físico, romper netamente un núcleo en dos partes era como hacer estallar una casa lanzándole una pelota por la ventana. Si un producto de reacción parecía bario, por ejemplo, debía de ser radio, de características químicas similares. Los resultados eran cada vez más desconcertantes, hasta que una noche de diciembre de 1938 Hahn escribía a Meitner:

«19/12/38. Noche del lunes en el laboratorio. Querida Lise. […] Son ahora las once en punto; a las 23:45 llegará Strassmann [su otro colaborador], con lo que finalmente podré volver a casa. Hemos descubierto algo sobre los “radioisótopos” tan notable que, por ahora, sólo te lo vamos a contar a ti. […] Nuestros isótopos de Ra[dio] se comportan como si fueran Ba[rio]».

«Así que, por favor», rogaba Hahn, «piensa si hay alguna posibilidad de que exista una variedad de bario que sea mucho más pesada que la normal».

Hahn envió su artículo al editor tres días después de escribir a Meitner. En él se reflejaba el mar de dudas en el que se hallaban Hahn y su colega Strassmann. Detectaban lo que parecían ser elementos ligeros conocidos, pero no podían aceptarlo: «Como químicos […] deberíamos sustituir los símbolos [de los elementos ligeros] por los [de los elementos pesados] que hemos citado. Como “químicos nucleares”, próximos también a la física, aún no podemos dar ese paso que contradice toda la experiencia anterior en física nuclear».

Cuando le llegó la carta del 19 de diciembre, Meitner y su sobrino, el físico Otto Robert Frisch, que también se había exiliado, salieron a dar un paseo en la nieve y comenzaron a analizar la misteriosa carta. ¿Qué sucedería —se preguntaron— si el núcleo de uranio, al ser alcanzado por un neutrón, comenzara a oscilar como una gruesa gota de agua? Esta imagen del núcleo había sido relativamente común en aquella época. Supongamos, continuaron, que la gota se hallara normalmente en delicado equilibrio, con los noventa y dos protones repeliéndose furiosamente unos a otros, pero mantenidos juntos por ciertas fuerzas de atracción, potentes aunque de corto alcance, entre los doscientos treinta y ocho protones y neutrones. Podría ocurrir que la gota se dilatara al oscilar, tal vez hasta un punto en el que pareciera una haltera viscosa, un par de esferas unidas por un delgado vástago nuclear. En ese estado, el efecto de la repulsión mutua de los protones situados en las dos esferas podría ser mayor que la atracción debida a las uniones de corto alcance. En un momento dado, la repulsión eléctrica podría hacer que el núcleo se dividiera en dos, con lo que las esferas se separarían una de otra bajo la fuerza debida a los dos grupos de unos 46 protones que contienen. Meitner calculó: dos núcleos ligeros pesarían menos que el núcleo pesado original. Y la energía debida a esa diferencia de masa, de acuerdo con E = mc2, sería enorme. Ella y su sobrino acababan de saber algo que nadie en el mundo sospechaba: que en Dahlem se producía la fisión nuclear.

Los acontecimientos se sucedieron deprisa. Al escuchar la interpretación de Meitner y Frisch, el físico danés Niels Bohr, considerado el padre de la teoría cuántica por muchos de sus colegas, comprendió de inmediato dónde estaba el error en sus anteriores razonamientos. Wheeler, que zarpó hacia América con Bohr en 1939, le ayudó a componer un análisis teórico exhaustivo de la fisión en medio del Atlántico. No transcurriría demasiado tiempo hasta que la idea de la desintegración del átomo saltara del laboratorio a los titulares de los periódicos. Y la inmediata cuestión, crucial en un mundo tan inestable como el de aquellos años, no tardó en plantearse: ¿Podían los neutrones que salían despedidos en la división del núcleo causar fisiones adicionales? Si la respuesta era afirmativa, la gigantesca energía liberada por la fisión crecería geométricamente. En pocos meses, varios físicos empezaron a sospechar que el mecanismo de la fisión podría llevar, en un futuro no muy lejano, a la fabricación de bombas nucleares. Algunos de ellos animaron a Einstein a escribir su famosa y decisiva carta del 2 de agosto de 1939 al presidente Roosevelt:

«En el transcurso de los cuatro últimos meses se ha convertido en probable —con los trabajos de Joliot en Francia y de Fermi y Szilard en Estados Unidos— la posibilidad de desencadenar reacciones nucleares en cadena en una gran masa de uranio, mediante las cuales se generarían enormes cantidades de energía y nuevos elementos similares al radio. Hoy parece casi seguro que esto podría lograrse en un futuro inmediato. En cualquier caso, se trata de algo más que de una mera producción de energía. Este fenómeno nuevo podría también llevar a la construcción de bombas y es concebible —aunque mucho menos seguro— que puedan fabricarse bombas de un nuevo tipo, extremadamente potentes. Una sola bomba de esta clase, transportada por barco y explosionada en un puerto, destruiría por completo tanto ese puerto como una parte del territorio de alrededor».

Einstein insistía en la necesidad de establecer contactos entre la Administración y los físicos. A modo de siniestro augurio, Alemania había detenido la venta de uranio. El 1 de octubre de 1939, un representante de los científicos mantuvo una entrevista con Roosevelt, en la que los partidarios del átomo avalaron sus propuestas con un memorándum más técnico del refugiado húngaro Leo Szilard, el descubridor de la reacción nuclear en cadena. Por entonces, los nazis habían invadido Polonia y la bola de nieve comenzaba a rodar ladera abajo. Se temía que los alemanes poseyeran una bomba atómica; Pearl Harbor fue atacado y los británicos daban los primeros pasos hacia la construcción de un arma nuclear. En Estados Unidos, las comisiones se convirtieron en laboratorios y los laboratorios en las fábricas más grandes jamás vistas. Algunos años después, al recordar esos días, Einstein reflexionaba sobre los aspectos éticos de aquello a lo que él mismo había contribuido a poner en marcha, primero con las especulaciones de un joven empleado en la oficina de patentes y, más tarde, siendo el más famoso científico del mundo:

«Cometí un error cuando firmé aquella carta al presidente Roosevelt dando a entender que la bomba atómica debía ser construida. Pero tal vez se me pueda perdonar por ello, porque entonces todos pensábamos que había una alta probabilidad de que los alemanes estuvieran trabajando en el tema y de que llegaran a tener éxito y utilizaran la bomba atómica para convertirse en la raza dominante».

Cuando a Einstein le preguntaban por qué, en su opinión, había sido posible descubrir los átomos, pero no la forma de controlarlos, respondía: «Muy sencillo, amigo mío: porque la política es más difícil que la física».

Al terminar la guerra, cuando John Wheeler realizaba la exposición con que iniciábamos este capítulo, E = mc2 se había convertido para los físicos en el símbolo de la era atómica. Una era cuyo advenimiento se celebraba por haber forzado el fin de la guerra y, a la vez, se lamentaba por ser el punto de partida de una carrera armamentista de imprevisibles consecuencias. La ecuación era, a la vez, una guía hacia el futuro y el recordatorio de un gigantesco error.

Tras la segunda guerra mundial, E = mc2 se hizo omnipresente, lejos del control de los físicos. Una pequeña firma incluso la adoptó como nombre comercial: «No consiste en trabajar más, sino en hacerlo de forma más inteligente», añadía como lema. «Con la imagen de Einstein repartida por toda la oficina como mascota del negocio, sería difícil hacerlo de otra manera».[38] E = mc2 es también el nombre de un refresco, el de un campamento científico juvenil en Texas y el logo de un consorcio de escuelas de distrito en Nueva Jersey cuyo objetivo es mejorar la enseñanza de la ciencia. La ecuación es, asimismo, el título de un best-seller de Patrick Cauvin (E = mc2, mon amour), una historia de amor entre dos precoces genios de once años que vuelan a Venecia. Y, por supuesto, hay toda clase de pósters con la foto de Einstein adornada con su emblemática ecuación.

No parece que E = mc2 sea el título más adecuado para una pieza musical, pero Big Audio Dynamite no opinó así y, hasta donde conozco, hay al menos otros diez grupos de rock que usaron la ecuación como título en sus canciones. Hay una película —disponible en vídeo— que también lo lleva; su argumento: «Un profesor de física de Oxford intenta llegar más lejos que Einstein mientras trata de satisfacer las demandas de su mujer y las de su amante. ¡Todo sobre la fisión nuclear!». Existe una empresa gráfica japonesa denominada E = mc2 y también ostentan este nombre una compañía de sistemas de Internet francesa, grupos de estudios de Arizona e instalaciones artísticas de varios países. En todas partes es el símbolo del genio, un signo de poder y, a la vez, el heraldo de la destrucción.

Quizá no deberíamos sorprendernos. A diferencia de otras ecuaciones físicas, E = mc2 conecta con la cultura popular por cuatro razones. En primer lugar, la ecuación en sí es compacta, fácil de escribir y dramática en sus consecuencias, tanto en el laboratorio como para el mundo. La ecuación de Einstein para el campo gravitatorio, por el contrario, es casi impronunciable para el hombre de la calle: Rab − 1/2Rgab = −8πGTab, mon amour no tendría el mismo atractivo comercial y me temo que tampoco resultaría como título de una canción de rock, aunque los físicos opinen que la ecuación que gobierna la relatividad general merece aún más respeto que la equivalencia entre masa y energía.

En segundo lugar, la ecuación E = mc2 plasmaba, al menos en parte, la extraordinaria fascinación que en la cultura popular ejercían las nuevas ideas sobre el espacio y el tiempo debidas a la teoría de la relatividad. Antes, incluso de que ésta fuera formulada, al pintor Claude Monet le habían atraído los conceptos de simultaneidad, velocidad y tiempo y la alteración del espacio. Cuando la física proporcionó un nuevo marco espaciotemporal no euclidiano y la fusión de temporalidad y espacialidad, esos conceptos, o al menos sus equivalentes metafóricos, hallaron un suelo fértil.

En tercer lugar, tras la expedición del astrónomo británico Arthur Eddington para observar el eclipse de 1919, que demostró que la teoría einsteniana predecía correctamente la curvatura de la luz solar, Einstein se convirtió en una figura de culto indiscutible (al menos, para sus admiradores), el prototipo de genio individual. Pacifista en los años previos a la guerra y conciliador después, ejemplo ético, incomprendido, vilipendiado y alabado después sin medida, Einstein se transformó en un símbolo de esperanza para todo aquel que fuera contracorriente. Para sus enemigos, por supuesto, era el antihéroe: cosmopolita, antinacionalista, judío, teórico abstracto, demócrata y ajeno a todo sentimiento de raza o de nación. Incluso con anterioridad a la segunda guerra mundial, Einstein y, con él, sus ecuaciones más famosas, arrastraban una mezcla de filosofía, física y modernidad que unas veces seducía y otras tantas aterraba a quienes le rodeaban.

En el largo periodo de tensión comprendido entre 1939 y 1989, primero de guerra real y luego de guerra fría, la ecuación llegó a implicar algo más —las armas nucleares—, encerrando en sus escasos símbolos tanto el poder como el conocimiento. La «ecuación del sextante» adquiría así un cuarto significado, pues esas armas parecían conjugar el conocimiento más esotérico con el más terrible poder destructivo. La ecuación se asociaba de pronto a una fuerza casi mística, a la expresión más sintética y tangible del Apocalipsis.

Todas esas corrientes culturales, todos esos conceptos parecen hoy orbitar en torno a la ecuación. A la vez fantasía filosófica y genial, física práctica y arma aterradora, E = mc2 se ha convertido en sinónimo del conocimiento técnico por antonomasia. Nuestras ambiciones científicas, nuestras ansias de conocer y nuestras peores pesadillas están encerradas en esos breves trazos de la pluma.

LECTURAS RECOMENDADAS

La edición más exhaustiva y erudita de la obra de Einstein es, con diferencia, Einstein’s Collected Papers (Princeton University Press); para el periodo en torno a 1905, véase el volumen 2 y la traducción al inglés de ese volumen realizada por Anna Beck.

La mejor biografía científica de Einstein es Subtle is the Lord…: Science and the Life of Albert Einstein, de A. Pais (Oxford University Press, 1982). [Trad, esp.: El Señor es sutil…, Barcelona, Ariel, 1984. Traducido por F. Alsina].

Gerald Holton, Thematic Origins of Scientific Thought, Harvard University Press, 1973. En este libro hallamos excelentes ensayos sobre la historia cultural y científica de la obra de Einstein.

Una biografía general muy útil: Albrecht Fölsing, Albert Einstein: A biography, Nueva York, Viking, 1997.

Una colección de excelentes ensayos desde distintas perspectivas históricas sobre Einstein: Peter Galison, Michael Gordin y David Kaiser, Einstein’s Relativities, Routledge [en prensa].

A. I. Miller, Albert Einstein’s Special Theory of Relativity: Emergence (1905) and Early interpretation (1905-1911), Reading, Addison-Wesley, 1981. Esta obra constituye una historia técnica y muy útil de la teoría especial de la relatividad.

Sobre Wheeler y la bomba H: Peter Galison, Image and Logic: A Material Culture of Microphysics, University of Chicago Press, 1997.

Para situar a Einstein respecto a la tradición de la electrodinámica, véase: Oliver Darrigol, Electrodynamics from Ampère to Einstein, Clarendon Press, 2000.

Roger Penrose y John Stachel, Einstein’s Miraculous Year: Five Papers that Changed the Face of Physics, Princeton University Press, 1998. Se trata de un breve pero útil volumen que contiene la traducción al inglés de los cinco artículos de 1905. [Trad, esp.: Einstein 1905: Un año milagroso, Barcelona, Crítica, 2001].

No debemos olvidar la exposición que el propio Einstein realizó de su teoría con destino al público en general en Relativity: The Special and the General Theory, Nueva York, Crown Publishers, 1961.

Albert Einstein, Ideas and Opinions, Nueva York, Bonanza Books, 1954. Contiene ensayos sobre toda clase de temas, desde la política hasta la filosofía de la física. [Trad, esp.: Mis ideas y opiniones, Barcelona, Editorial Bon Ton, 2000].

Por último, mi libro de texto elemental favorito sigue siendo, a pesar de los años transcurridos, Special Relativity, de A. P. French, perteneciente a la MIT Introductory Physics Series (Nueva York, W. W. Norton, 1968).