Desde Galileo, la mirada del astrónomo ha sido siempre el símbolo de una poderosa forma de percepción. El astrónomo ve más y ve más allá que ningún otro ser humano, y el objeto de su mirada es el que más lejos se halla de nuestro alcance. Es indudable que el poder atribuido a la mirada del astrónomo deriva en parte de connotaciones astrológicas. No obstante, el poder del astrónomo como símbolo de la forma de observación científica más pura tiene una profunda relación con el hecho obvio de que no existe conexión alguna entre quien hace la observación y el universo observado. El astrónomo lo ve todo y todo lo que hace es ver, y la circunstancia de que lo haga desde lo alto de una montaña hace que todo sea más romántico.
En las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, los astrónomos abandonaron las cumbres. La tecnología ofrecía cada vez más posibilidades de observar mediante instrumentos remotos y en distintas longitudes de onda. Una de esas nuevas formas de ver consistía en el uso de ondas de radio. El método condujo a la creación de una nueva y fascinante forma de astronomía, algo que polarizó a la ciencia y atrajo al público en igual medida. La radioastronomía ha proporcionado un nuevo modo de abordar la cuestión de si existe vida inteligente fuera de la Tierra, una cuestión que se halla, a la vez, en las fronteras de las ciencias naturales y en su mismo núcleo. En las fronteras no sólo por la dificultad de concretar el objeto, sino también porque éste escapa al alcance de la ciencia natural; por su propia naturaleza, se trata de algo artificial. Y esto, a su vez, lo coloca en pleno corazón de la ciencia. El uso de radiotelescopios para buscar civilizaciones alienígenas supone abordar la cuestión del lugar del hombre en el universo con las herramientas de una ciencia natural. Se trata de responder a la pregunta «¿Qué es el hombre?» no mediante la introspección subjetiva, sino a través de la mirada objetiva del astrónomo: escudriñando a lo lejos, identificando cierto fenómeno lejano y diciendo: «El hombre es una cosa como ésa».
La radioastronomía se hallaba aún en su infancia, a finales de la década de los cincuenta, cuando un joven operador llamado Frank Drake se dio cuenta de que había algo muy singular en ella. Él y el resto de los radioastrónomos eran las primeras personas que podían, en principio, detectar la presencia de gente como ellos haciendo su vida alrededor de otras estrellas. Gracias a los radares militares y a las emisoras comerciales de radio y televisión, la Tierra estaba emitiendo ya más energía en la banda de radio del espectro electromagnético que el propio Sol alrededor del que estaba orbitando. Una señal transmitida en forma de haz estrecho desde un radiotelescopio como en el que trabajaba Drake —la parábola de 26 metros del Observatorio Nacional de Radioastronomía de Green Bank, en las montañas de Virginia occidental— podría ser captada por un telescopio similar en un sistema solar cercano. El observatorio en el que trabajaba podía dedicarse no sólo a detectar estrellas y galaxias, sino también civilizaciones.
Drake no fue la única persona a la que se le ocurrió esta idea; el mismo año, 1959, dos físicos de Cornell, Giuseppe Cocconi y Philip Morrison, publicaron en Nature un artículo sobre el tema.[100] Pero Drake no ha sido famoso por la prioridad en la publicación, sino por ser el primero que puso la idea en práctica. El 8 de abril de 1960, antes de que despuntara el alba, trepó hasta el foco de la parábola —una altura de cinco pisos— e instaló en él un amplificador ajustado para captar señales en la estrecha gama de frecuencias que consideró de interés. (El amplificador era un préstamo del MIT y se lo había traído expresamente, colocado en el asiento del acompañante de un Morgan deportivo, su creador, Sam Harris, reputado ingeniero y radioaficionado). Durante más de una hora, Drake manipuló los potenciómetros de ajuste; después, de vuelta en la sala de control, apuntó el telescopio hacia Tau Ceti, situada a 12 años-luz. No detectó nada. Cuando Tau Ceti se ocultó, movió la parábola hacia Épsilon Eridani, a 10,5 años-luz, y entonces recibió una fuerte señal, aunque fugaz. Durante cuatro días, los observadores no supieron interpretar su significado; al quinto, estuvo claro que se había tratado del paso de un avión, en lo que se convirtió en la primera de las muchas falsas alarmas que han sobresaltado a esta ciencia desde entonces.
Drake no sólo fue pionero en el campo de la comunicación con mentes extraterrestres (práctica denominada al principio CETI y más tarde SETI, Search for Extra-Terrestrial Intelligence o búsqueda de inteligencia extraterrestre). Un año después de su primer intento elaboró un dispositivo retórico sorprendentemente sólido con el que estructurar toda futura discusión sobre el tema. Aunque la investigación de Drake —conocida como «Proyecto Ozma», en honor de la hija del Mago de Oz— no arrojó resultado alguno, unida al artículo publicado en Nature por Cocconi y Morrison, generó el suficiente interés como para que pareciera adecuado organizar un congreso al respecto. La reunión tuvo lugar en Green Bank a finales de 1961 y Drake se encargó de dar forma al programa científico. Decidió estructurarlo como una investigación sobre el número probable de civilizaciones emisoras de radio en la galaxia. Contar las fuentes de diferentes clases de señales era un método de trabajo típico en radioastronomía. Y una estimación del número de fuentes, N, no sólo serviría para establecer los límites de la probabilidad de que los radioastrónomos captaran señales de inteligencias alienígenas; determinaría también la mejor estrategia de búsqueda. Si N era grande, merecería la pena investigar de forma individualizada las estrellas cercanas. Si, por el contrario, era pequeño, sería necesario explorar todo el firmamento.
Si la reunión iba a girar en torno a un número, ese número tenía que ser calculado. El punto de partida de Drake era la tasa, R*, con la que son creadas en nuestra galaxia estrellas razonablemente semejantes al Sol. Establecida ésta, se trataba de estimar el porcentaje de esas estrellas que poseen planetas, un área de investigación en la que había abierto camino Otto Struve, el jefe y principal valedor de Drake. A continuación, había que determinar el número de planetas en torno a una estrella dada que pudieran ser habitables. Después, la fracción de esos planetas habitables en los que se habría originado la vida. Seguidamente, el porcentaje de estos parientes de la Tierra en los que habría evolucionado la inteligencia y, por último, la fracción de esas inteligencias que producirían civilizaciones tecnológicas. En la asombrosamente pragmática argumentación que dio forma a la idea, la civilización era definida como la infraestructura que hace posible la radioastronomía.
Cada una de esas consideraciones puede ser expresada mediante un simple número. Drake decidió que el porcentaje de estrellas con planetas sería fp; el número medio de planetas habitables alrededor de tales estrellas, ne; las probabilidades de la existencia de vida, inteligencia y civilización serían fl, fi y fc, respectivamente. Por último, era preciso considerar la vida media de una civilización tecnológica, L. Con relativamente poco esfuerzo, Drake creó una fórmula para calcular N. Expresada en palabras, N es igual a la tasa con la que los planetas habitables aparecen, multiplicada por la probabilidad de existencia de una civilización tecnológica en un planeta habitable dado y por el periodo típico en que esas civilizaciones se comunican. Expresada al modo en que Drake la escribió en la pizarra del Congreso de Green Bank dice así:
N = R* × fp × ne × fl × fi × fc × L
Esta simple expresión llegaría a ser conocida como la ecuación de Drake, aunque la fórmula de Drake sería probablemente más precisa. No expresa ley alguna de la naturaleza, simplemente nos dice cómo calcular un número a base de multiplicar siete factores numéricos, tales como R*, fp, ne, etc. La mayoría de las ecuaciones suponen la conclusión de un proceso creativo; destilan nociones profundas, las generalizan y extienden su alcance. La ecuación de Drake, por el contrario, supone un punto de partida. No es una herramienta analítica, sino pedagógica; no es una ecuación para ser utilizada, sino para hablar sobre ella. «No me supuso ningún esfuerzo intelectual ni una profunda reflexión», recordaría Drake más tarde. «Pero […] expresaba una gran idea de una forma que cualquier científico, incluso un principiante, podía asimilar».[101] La síntesis realizada por Drake poseía una elegancia retórica que la ha hecho perdurar. Estructuraba el tema bajo un formato de aspecto científico y, al hacerlo, parecía que sus gigantescas incógnitas se hacían más abordables. En definitiva, creaba la ilusión de un puente entre los radicalmente distintos tipos de problemas que surgen al pensar en civilizaciones alienígenas, un puente entre cuestiones como de dónde proceden las ondas de radio y de dónde proceden los propios radioastrónomos.
Por medio de sus factores, la ecuación de Drake recorre desde conceptos astronómicos hasta otros de biología y sociología. En ese recorrido, se mueve desde cuestiones de tipo ordinario hasta las del todo excepcionales. A menudo, los astrónomos se dedican a descubrir cosas tales como la tasa de formación de estrellas en una galaxia similar a la nuestra; los sociólogos, en cambio, es raro que consideren la probabilidad de que una especie inteligente dada desarrolle una civilización. Al ignorar esas diferencias, la ecuación de Drake cae en el clásico error de confundir la capacidad de expresar una cuestión en el lenguaje de la ciencia con la de resolver tal cuestión mediante las prácticas de esa misma ciencia. Lo primero tan sólo requiere pensar; lo segundo exige un conjunto de conocimientos y saber aplicarlos.
Los once científicos reunidos en Green Bank se entusiasmaron de inmediato con la ecuación y dedicaron la mayor parte de los tres días del congreso a asignar valores a sus coeficientes. Estaban de acuerdo en que había alrededor de diez mil millones de estrellas de tipo solar en nuestra galaxia y, dado que ésta tenía una edad de unos diez mil millones de años, parecía razonable pensar en una tasa de formación de estrellas de una por año. Struve estimó que la mitad de ellas podían poseer planetas. A juicio de Phil Morrison, la fracción debía ser menor, en torno al veinte por ciento. Las conjeturas acerca del número de planetas por sistema que podían ser habitables variaban entre uno (sobre la base de que en el nuestro sólo la Tierra lo es) y cinco (sobre la base de que Marte, Júpiter y algunos de los satélites de los planetas exteriores podrían serlo también). El más joven de los presentes, Carl Sagan, opinaba que la aparición de vida en el planeta adecuado constituiría una certidumbre; la vida surgió en la Tierra a partir de acciones y reacciones físico-químicas predecibles de materiales muy comunes a nivel cósmico y emergería en cualquier otra parte del mismo modo. El reputado biólogo Melvin Calvin compartía esa opinión. La inteligencia se consideraba también más o menos segura; basándose en sus estudios sobre los delfines, John Lilly argumentaba que, en la Tierra, la inteligencia había surgido no una, sino dos veces, aunque —como Morrison señaló— era difícil imaginar a los delfines dedicándose a la radioastronomía.
La segunda sesión comenzó con un terremoto —o, al menos, una cierta conmoción— al llegar a Green Bank la noticia de que Calvin acababa de obtener el Premio Nobel. En un brindis con champán tras el almuerzo, Struve nombró a Calvin delfín honorario. El nombramiento fue extendido a todos los presentes, lo que dio lugar a la fundación de la Orden del Delfín, de la que Elvar —el delfín del investigador jefe John Lilly— se convirtió en mascota, representando así a los cetáceos en el proyecto CETI. Al regresar al trabajo, Calvin se mostró convencido de que, tarde o temprano, toda criatura inteligente haría uso del espectro electromagnético. No se examinó la cuestión de si el desarrollo de una civilización que desplegara dicha habilidad de una forma tecnológica era imprescindible o no. Se debatió tanto la idea de que algunas de esas criaturas tal vez no desearan comunicarse, como el que esos alienígenas de clausura no podrían evitar la fuga al espacio abierto de sus señales de uso doméstico. Finalmente, a fc se le asignó, de forma provisional, el valor de una décima parte.
El siguiente parámetro era L, la vida probable de una especie tecnológica. Debió de parecerles obvio a todos los de la Orden que el valor de L tenía una inquietante actualidad en el marco de la guerra fría, incluso aunque uno de sus miembros, Phil Morrison, no hubiera sido el encargado de armar la bomba de Nagasaki en Tinian, una remota isla del Pacífico. Todos albergaban temores acerca de un futuro nuclear, por no mencionar otros peligros, tales como la superpoblación y la polución del medio ambiente. Una vida probable de menos de cien años parecía, por desgracia, plausible, aunque no inevitable. Al final, el margen adoptado fue muy amplio: entre mil y cien millones de años. Reuniendo todas las estimaciones (R* = 1 a 10; fp = 0,5; ne = 1 a 5; fl = 1; fi = 1; fv = 0,1; L = 103 a 108), los delfinianos ubicaron N en algún punto entre mil y mil millones, una cifra que satisfizo a todos. La estimación concordaba con la premisa astronómica —atribuida a Copérnico— de que la Tierra no ocupa lugar especial alguno en el universo. Si la humanidad fuese una civilización más entre un millón de civilizaciones, sólo en nuestra galaxia, ese principio de mediocridad se cumpliría puntualmente. La idea de que el hogar del ser humano sea un lugar sin relevancia podrá repugnar a muchos, pero para los astrónomos y los biólogos, acostumbrados a transitar a través de las revoluciones copernicana y darwiniana, otra opción hubiera resultado impropia.
Para algunos —Sagan, en particular— la idea más importante que se derivaba de la ecuación de Drake era que SETI podía contemplarse como un modo de medir la probabilidad de supervivencia de la especie humana. Si SETI tenía éxito gracias a un valor alto de N, esto implicaría también un valor grande para L, lo cual significaría que las civilizaciones tecnológicas no estarían condenadas a la autodestrucción. Barney Oliver, un importante investigador de Hewlett-Packard que participó en la reunión de Green Bank, consideraba prioritario este punto en su informe sobre el «Proyecto Cyclops», publicado en 1971. Cyclops consistía en un costosísimo conjunto de cientos de radiotelescopios dedicados al Proyecto SETI. En la propaganda del proyecto, Oliver hacía unas estimaciones sobre el número de planetas, la tasa de formación de estrellas, el origen de la vida, etc., que se compensaban unas con otras. En el informe Cyclops, la ecuación de Drake quedaba reducida a N = L. Y L «resulta ser ¡el factor más incierto de todos!».[102]
El argumento no bastó para que Cyclops fuera financiado. (La única manera de obtener la inmensa suma de dinero requerida, como señaló el agudo comentarista sobre política espacial John Pike, hubiera sido distribuir las antenas de tal modo que cada distrito del Congreso poseyera una). Pero L aún era capaz de causar cierto impacto político. En 1978, el senador William Proxmire decidió de pronto retirar la financiación a una propuesta de la NASA para el desarrollo de un programa de radioastronomía SETI mucho menos ambicioso. Sagan, ya famoso entonces, fue a ver al senador —un hombre que Sagan sabía que estaba preocupado por las armas nucleares— y le explicó la ecuación de Drake punto por punto, haciendo un énfasis especial en L. En palabras de Ann Druyan, la esposa de Sagan, la actitud de Proxmire pasó de «en cuanto este sabiondo termine de hablar le echo educadamente del despacho» a «me ha dejado boquiabierto, sorprendido y asombrado», tras lo cual «reconoció su error, afortunadamente».[103]
Aunque sugerentes y provocadores, esos argumentos basados en L tenían sus fallos. Por una parte, los programas SETI no van a proporcionar el valor de L, simplemente, porque en realidad no tratan de medir N. Todo lo que buscan es un único contacto: nadie está pensando en hacer un censo. Dejando esto aparte, el argumento de que L tiene cierta relevancia para la humanidad asume implícitamente que las vidas de las civilizaciones se hallan uniformemente distribuidas. Pero ¿y si no fuera así? De hecho, esto es lo que los asistentes al Congreso de Green Bank temían y lo que les llevó a proponer una gama tan amplia de valores para L. Sebastian von Hoerner, uno de los radioastrónomos de Green Bank, señaló que bastaría con que unas pocas civilizaciones duraran miles de millones de años para que L, la vida media, tuviese un valor alto aunque la mayoría de las civilizaciones se autoinmolaran en holocaustos nucleares. Si el uno por ciento de las civilizaciones tecnológicas durara mil millones de años y el otro noventa y nueve por ciento, sólo un siglo, L valdría nada menos que diez millones de años, aunque la probabilidad de extinción para cualquier civilización en el umbral nuclear fuera abrumadoramente grande. Podemos apostar a que Sagan no se detuvo en estas minucias en su entrevista con Proxmire.
La relevancia de SETI en relación con el fin del mundo no se limitaba a cálculos cuestionables sobre su proximidad inminente. El primer libro popular acerca del Congreso de Green Bank y sus ideas, We are not alone, del periodista del New York Times Walter Sullivan,[104] está dedicado a «quienes, desde cualquier lugar, tratan de que “L” sea grande». Y eso era parte de lo que los delfinianos confiaban en lograr de varias maneras. La más obvia de ellas era establecer contacto. Si L era superior a algunas décadas, la mayoría de las civilizaciones tecnológicas serían más antiguas que la de la Tierra. En este caso, si se establecía contacto, sería, casi con toda seguridad, con una civilización más antigua y sabia, tanto en tecnología como en ética. Más sabia en tecnología, simplemente, porque habría dispuesto de más tiempo para desarrollar cosas. Más sabia en el aspecto ético porque habría sobrevivido a los peligros de una era nuclear erradicando de algún modo las causas de los conflictos. De este modo, mientras la cosmología de un universo en expansión convertía los telescopios en máquinas para ver el pasado, SETI hacía de ellos instrumentos para observar el futuro. Tal como señalaba A. G. W. Cameron, uno de los primeros promotores de la idea, «Si logramos dar el paso siguiente y nos comunicamos con una de esas sociedades, cabe esperar obtener un inmenso enriquecimiento en todas las áreas de nuestras ciencias y nuestras artes, y tal vez recibiríamos también valiosas lecciones sobre cómo gobernar el mundo».[105] Aunque los alienígenas no nos aportaran ningún beneficio práctico, su mera presencia debería hacer que los pueblos de la Tierra se sintieran unidos. Los alienígenas no constituirían una amenaza contra la que unirse —las primeras discusiones en SETI fueron unánimes al respecto, basándose en que ninguna civilización belicosa sobreviviría mucho tiempo tras desarrollar tecnologías nucleares—, pero su majestuosa y profunda alteridad nos haría olvidar nuestras insignificantes disputas.
El escritor Ed Regis subrayaba que los proponentes de SETI —Sagan, en particular— empleaban argumentos como el anterior de una forma poco sólida y aparentemente contradictoria. Por un lado, afirmaban que encontrar vida por ahí nos haría olvidar nuestras diferencias y, por ello, ser menos propensos a exterminamos nosotros mismos. Y por otro, que si finalmente no se hallaba vida fuera de nuestro planeta, esto nos llevaría a apreciar más profundamente nuestro valor y a renunciar a las guerras. Como decía Regis, ninguno de los dos argumentos resulta verosímil. ¿Se imaginan a LBJ apartando el dedo del botón y explicando a sus ayudantes: «Si hubiera otras especies inteligentes ahí afuera, pulsaría el botón sin dudarlo, pero, como estamos solos en el universo, no sé si debo…»? El hecho de que Sagan llegara a la conclusión de que la humanidad debía renunciar a las armas de destrucción masiva —tanto si el proyecto SETI tenía éxito como si no— sugiere que dicha conclusión fue en realidad un punto de partida (y, en efecto, lo fue).
La relación entre SETI y la salvación iba más allá de la mera retórica, sin embargo. Para Sagan, SETI no era un simple instrumento para medir la probabilidad de supervivencia. Era una forma de promover el tipo de valores que podían incrementar esa probabilidad: la racionalidad científica y la cooperación internacional. Para que una civilización pudiera sobrevivir a la crisis nuclear, debería estar unida y ver más allá. Debería ser consciente de su lugar en el cosmos y mirar lejos en el espacio y el tiempo. El proyecto SETI, concebido como una empresa en la que soviéticos y estadounidenses podían trabajar juntos, no sólo era un medio para detectar dichas civilizaciones, sino para intentar construir una de ellas.
En este sentido, el SETI de la década de 1960 guarda una notable semejanza con el mundo de Star Trek. A diferencia de la mayor parte de la ciencia ficción escrita, Star Trek albergaba una fuerte carga utópica. Combinando la retórica kennedyana de las «nuevas fronteras» con la «frontera sin límites» del famoso informe de Vannevar Bush sobre ciencia y gobierno, publicado en 1946, la «frontera final» de Star Trek proyectaba un futuro sustentado en la ciencia. Tal como Constance Penley indica en su estudio sobre la influencia de la serie televisiva, NASA/TREK, el programa contribuyó al proceso por el cual «Viajar al espacio se convirtió en la principal metáfora mediante la que intentábamos comprender el mundo de la ciencia y la tecnología, e imaginábamos un lugar en él para cada uno de nosotros».[106] Frente al temor a la guerra nuclear, la superpoblación, el agotamiento de los recursos, la polución, etc., los científicos de SETI trataban de dar sentido a la ciencia y la tecnología, y «viajar al espacio» —con la mirada del astrónomo y no físicamente— era su modo de hacerlo.
Como la Orden del Delfín, la tripulación de la nave Enterprise «buscaba nuevas civilizaciones» y encamaba una de ellas. En el puente de mando había un ruso y un africano, además de varios norteamericanos y un nativo de Vulcano. Según el creador de la serie, Gene Roddenberry, «el planteamiento constituía el “mensaje” de la serie: debemos aprender a vivir juntos si no queremos perecer juntos».[107]
El papel de los soviéticos en SETI era bastante más sustancial que el del alférez Chekov en la Enterprise (el cual consistía básicamente en atraer jovencitas con debilidad por tipos como el David Jones de The Monkees). En los años sesenta, los científicos soviéticos también mostraban interés en escuchar voces del más allá. Mientras, en Estados Unidos, SETI era poco más que un foro de discusión —la única investigación en marcha era la de Drake—, en la Unión Soviética se dedicaban a escudriñar sistemáticamente el cielo con sus antenas (aunque esas antenas fueran poca cosa). De forma aún más explícita que en Estados Unidos, las civilizaciones colonizadoras del espacio eran consideradas en la Unión Soviética como una etapa obligada en una progresión histórica, en una utopía en la que la Unión Soviética lideraría a los pueblos de la Tierra hacia el futuro con sus Sputniks. Según las influyentes teorías de Nicolai Kardashev, la Tierra se estaba convirtiendo en una civilización de «tipo I», en la que una especie ha llegado a controlar los recursos energéticos de todo un planeta. En un futuro lejano se hallaba la posibilidad de que se transformara en una civilización de «tipo II», que controlaría toda la producción de energía de una estrella, o en una de «tipo III», que tomaría el control sobre toda una galaxia. Aunque las civilizaciones de tipo I serían las más comunes, las más fáciles de detectar serían las de los tipos II y III, miles de veces más escasas, pero millones de veces más brillantes. Freeman Dyson, un físico y matemático de Princeton, había especulado sobre civilizaciones que usaran la mayor parte de la energía de una estrella y sugerido que sus residuos térmicos podrían ser detectables mediante satélites sensibles al infrarrojo. Las tecnologías de tipo II que abarcaran una estrella fueron bautizadas como «esferas de Dyson», aunque el propio Dyson reconoció después que la idea se la había sugerido la novela El hacedor de estrellas (Star Maker), de Olaf Stapledon, en la que, en un futuro remoto, «cada sistema solar estaría rodeado de una red de receptores de luz que captarían la energía solar emitida para destinarla a un uso inteligente, con lo que la galaxia en su conjunto se vería oscurecida».[108] Stapledon plasmaba así tanto los anhelos espirituales de SETI como sus especulaciones tecnológicas. Tras la búsqueda de esa inteligencia que retrataba El hacedor de estrellas «no había una simple ansia de observación científica, sino también la necesidad de desarrollar algún tipo de tráfico mental y espiritual con otros mundos, orientado al enriquecimiento mutuo».
Convencido de que SETI debía ser verdaderamente global, y de que había que asegurar la emergencia de una civilización de tipo I, Sagan dedicó parte de sus inagotables energías a organizar una secuela del Congreso de Green Bank en el este. Él y Kardashev convocaron una reunión en el observatorio de Byurakan, Armenia, en 1971. El contingente americano incluía a veteranos de Green Bank y a algún nuevo talento, entre ellos Francis Crick, Thomas Gold, William McNeil y Marvin Minsky (quien llevó consigo algunos frisbees[109] algo nunca visto en Armenia y que causó sensación). Se les unieron unos treinta científicos soviéticos, incluyendo el colega de Kardashev Iosif Shklovskii, quien con ocasión del quinto aniversario del primer Sputnik había publicado un libro titulado Vselennaia, Zhizn, Razum (Universo, Vida, Mente). Sagan se las arregló para que fuera traducido al inglés y añadió una buena cantidad de material propio. El volumen resultante, Intelligent Life in the Universe, que rendía homenaje a la ecuación de Drake, fue el primer tratado científico de envergadura sobre el tema y se convirtió, en palabras del historiador Steven J. Dick, en «la biblia del movimiento SETI».[110]
En Byurakan, la ecuación de Drake volvió a ser el punto de partida. Crick no estaba tan de acuerdo como los astrónomos de Green Bank con la afirmación de Sagan de que la vida era inevitable. Los últimos parámetros de la ecuación, como siempre, fueron los que desencadenaron las mayores controversias. El neurólogo David Hubel admitía tras el almuerzo que, incluso antes de haberse atiborrado de coñac armenio, no tenía ni idea de por qué ciertas criaturas desarrollaban inteligencia, mientras que otras parecían apañárselas perfectamente sin ella. El antropólogo y etnógrafo Richard Lee opinaba que, para una civilización tecnológica, el lenguaje resultaba crucial, pero no era suficiente, tal como demostraba la vida del pueblo bosquimano, culturalmente rica pero tecnológicamente atrasada. (Lee, por cierto, acabaría brindando en la cena en lenguaje Kung). A pesar de todas las discrepancias, se adoptó para N el valor de un millón, el mismo que Shklovskii y Sagan proponían en su libro.
Aunque la ecuación de Drake fuera el punto de partida del congreso, durante la semana que éste se prolongó los participantes divagaron tanto en sus discusiones que el término «amplio espectro» aplicado a ellas se quedaría muy corto. Por la reunión pasó una extraordinaria selección de las fantasías y los temores de unos científicos en libertad total para especular: enormes máquinas horadando la Tierra a 60 kilómetros bajo la superficie, vida en las estrellas de neutrones, inteligencias artificiales, universos atrapados en el seno de partículas elementales, nuevas leyes físicas, efecto de las manchas solares sobre la creatividad, taquiones, «autodestrucción genética de la razón» (es decir, reproducción ilimitada de los imbéciles), la futura edad de oro, nanotecnologías, agujeros negros, agujeros blancos, cohetes de antimateria, etc. El esforzado estenotipista Floy Swanson dejó testimonio de todo ello para la posteridad.[111]
A lo largo de la primera década de estudios SETI, los radioastrónomos consiguieron mantener bajo control los términos del debate que ellos mismos habían iniciado. No es que no hubiera otras ideas que fueran aún más lejos; Byurakan había sido un ejemplo. Pero, como Phil Morrison argumentara allí, añadir al debate alternativas imposibles de comprobar no iba a ser de gran ayuda. SETI comenzó como un proyecto de radioastronomía debido a que a Morrison, Cocconi y Drake les pareció que la radioastronomía proporcionaba el único medio de que una civilización como la nuestra pudiera ser detectada por otra civilización como la nuestra. Los alienígenas que no fueran fuentes potentes de radio simplemente serían ignorados —por ser nubes inteligentes de gas o sibaritas en una edad de oro postecnológica o criaturas de materia nuclear que pululan en la superficie de una estrella de neutrones—. Los aspectos tecnológicos de SETI fueron, pues, los asociados a la radioastronomía y, en particular, la elección de las frecuencias adecuadas (frecuencias que pudieran ser consideradas naturales por los radioastrónomos de cualquier época y especie) y las estrategias de señalización. La diferencia entre las civilizaciones de tipo I y tipo II, por ejemplo, radicaría básicamente en la potencia de sus radiotransmisores y en la estrategia que las hiciera potencialmente detectables. (En la época del Congreso de Byurakan, Drake estaba cada vez más interesado por las civilizaciones de tipo II: las supercivilizaciones. En 1974, Sagan y él iniciaron una búsqueda de ellas. En vez del radiotelescopio de 26 metros de Green Bank en el que Drake realizó su primera búsqueda, emplearon el recién estrenado radiotelescopio de Arecibo, una enorme parábola ubicada en las montañas de Puerto Rico. En lugar de investigar estrellas individuales, exploraron galaxias enteras, muestreando simultáneamente las emisiones de miles de millones de estrellas lejanas y estimando que el reducido número de posibles supercivilizaciones se vería compensado por la potencia de sus radiofaros).
El hecho de que los radioastrónomos fueran las únicas personas que pudieran hacer algo más que hablar sobre civilizaciones más allá del sistema solar no significó que los demás interesados se limitaran a dejar el asunto en sus manos. Muchos biólogos opinaban, por una parte, que el origen de la vida no estaba tan claro como Sagan afirmaba y, por otra, que incluso emergiendo la vida, la probabilidad de que la evolución diese lugar a seres como nosotros era increíblemente pequeña. La versión más influyente de este argumento era «el no predominio de los humanoides», debida al eminente teórico evolucionista George Gaylord Simpson.[112] La evolución, según Simpson, era contingente y no determinista. No tenía interés alguno en producir al hombre y si lo había hecho era por casualidad. No daría lugar otra vez al ser humano, ya que nunca había producido una misma cosa dos veces. Y si jamás generaría de nuevo al hombre en la Tierra, ¿por qué iba a hacerlo en otra parte? La respuesta de Sagan era que, aunque la historia evolutiva específica del ser humano fuera improbable, habría muchas historias evolutivas posibles que condujeran a criaturas tan inteligentes como el hombre. Y aunque cada una de esas historias resultase en sí misma altamente improbable, si su número fuera suficientemente grande, la probabilidad de que una de ellas se diera sería bastante elevada.
La respuesta a la pregunta de cuál sería esa probabilidad —o lo que es lo mismo, de cuántas historias evolutivas podrían converger hacia la inteligencia— se convirtió en una cuestión de gustos. Algunos evolucionistas, como Stephen Jay Gould, opinaban que, aunque la evolución no se repita ciertamente en los detalles, la inteligencia podría ser una de esas cosas que la evolución inventa una y otra vez, como el ojo o el ala.[113] Si así fuera, sería razonable pensar que podría surgir también en otros planetas, con lo que SETI tendría sentido. Otros expertos en evolución, como Jared Diamond, pensaban que, si bien la inteligencia de tipo humano —capaz de construir radiotransmisores— posee claramente cierta utilidad, esto no significa que tenga que evolucionar repetidamente. Picotear los árboles, señalaba Diamond, es una estrategia ecológica muy exitosa, pero de muy difícil evolución. Sólo una especie de criaturas en toda la historia de la Tierra —el pájaro carpintero— ha hecho uso de ella. Si no hubiera surgido el pájaro carpintero, no hay razón para creer que su nicho habría sido ocupado; allí donde nunca hubo pájaros no tendría por qué haberlos. En la opinión de Diamond, la clase de inteligencia que buscaba SETI se parecía más a la estrategia de picotear árboles que a la de ver o volar.[114]
Después de Simpson, hubo que aceptar que, aunque fuera lícito mantener una opinión concreta al respecto, no había un modo real de estimar la frecuencia de la inteligencia. Esta incertidumbre hacía que la ecuación de Drake resultara un tanto problemática. En rigor, multiplicar factores como fi y fc implica multiplicar también las incertidumbres con las que estimamos dichos factores. Las incertidumbres en las estimaciones realizadas en Green Bank para R* (entre uno y diez) y L (entre mil y diez millones) se traducían en una gran incertidumbre en el resultado final, que podía oscilar entre mil y mil millones. Y, tal como Francis Crick subrayó en Byurakan, las incertidumbres a la hora de estimar cosas como la probabilidad de emergencia de la vida eran enormes. Podía ser algo seguro o una posibilidad en mil billones. No había forma de saberlo. Y esa incertidumbre se trasladaba ineludiblemente a la estimación final de N. El matemático Alfred Adler criticó duramente este punto en su cáustico informe para el Atlantic sobre las actas del congreso.[115] Adler cita a Crick («No es posible […] hacer estimación razonable alguna del factor fl»), L. M. Mukhin («No entiendo cómo podríamos estimar fi») y Sagan («Nos enfrentamos a […] graves dificultades para extrapolar […] en el caso de L, del que no hay ejemplo alguno»), y concluye que «el propósito de la conferencia, realizar una estimación del número N, fue un completo fiasco».
«Es increíble», continúa Adler, «que científicos distinguidos como los que había entre los asistentes (y, de hecho, había unos cuantos) participasen de buen grado, y hasta con entusiasmo, en una parodia de todo lo que quienes aman y valoran la ciencia y el intelecto consideran con respeto». Adler culpaba de esta actitud a la perniciosa influencia del estilo intelectual del joven Sagan:
«El moderno tecnólogo es un imbécil con talento; bien entrenado y oportunista, aunque poco imaginativo y sin gracia. […] Cabalga en las sutilezas y profundidades que los prudentes apenas se atreven a recorrer de puntillas e invade terrenos de los que no conoce nada. […] El hombre civilizado y racional ya está cansado, harto de soportar las embestidas de estos jóvenes maestros que atraen grandes cantidades de dinero e influencias, les dejan sin aliento en los congresos, lanzan un torbellino de vaguedades y agotan a sus debilitados mayores con una prepotencia natural, ostensible y confiada».
Aunque Adler era especialmente severo, el resentimiento hacia la arrogancia y la financiación obtenida por los científicos del espacio era un denominador común en muchas de las críticas contra SETI y otros proyectos afines en el recién nacido campo de la exobiología.
Adler tenía razón en que la presencia de grandes incertidumbres hace que, en sentido estricto, la ecuación de Drake pierda todo significado. Pero limitar la crítica a ese terreno supone ignorar su verdadero propósito. La ecuación de Drake era una forma de decir que el universo produce civilizaciones del mismo modo que produce estrellas y planetas y que las herramientas que detectan estos últimos, en realidad, también podrían detectar civilizaciones. Todos los implicados eran conscientes de las limitaciones de la ecuación y algunos se hallaban muy molestos con las especulaciones sociológicas a que había dado lugar: «Al diablo con la filosofía. He venido aquí a aprender sobre observaciones e instrumentos», decía Dyson en el Congreso de Byurakan. También eran conscientes de que la ecuación representaba no una respuesta, sino un tipo de aproximación. Para derribarla no bastaba con demostrar que nunca podría proporcionar respuestas; había que demostrar que el enfoque que encarnaba jamás las encontraría. El razonamiento de que el universo nunca habría producido civilizaciones con las que contactar representaba un argumento contra SETI mucho más poderoso que cualquier crítica sobre su metodología.
Ese argumento aparentemente potente surgió a mediados de la década de 1970, cuando a la visión del universo por parte de los astrónomos se añadieron las ideas de los vuelos espaciales. Una de las premisas básicas de SETI era que las civilizaciones permanecían en los sistemas estelares en los que habían evolucionado, comportándose como fuentes puntuales esparcidas por el cielo y titilando durante el tiempo L que les correspondiera. Pero ¿y si las civilizaciones se movían? Si los alienígenas podían viajar de estrella en estrella, aunque lo hicieran muy despacio, el tiempo que les llevaría visitar todos los sistemas solares de la galaxia sería solamente unos cien millones de años. En este caso y suponiendo que la galaxia tuviera una edad de unos diez mil millones de años, cabría esperar que ya nos hubieran encontrado. Muchos remontan este enfoque a una pregunta lanzada por Enrico Fermi, el gran físico experimental constructor del primer reactor nuclear, en un almuerzo en Los Alamos, allá por 1950. Según Edward Teller, Fermi «se descolgó de pronto con una pregunta totalmente inesperada: “¿Dónde diablos están?”. Hubo una carcajada general porque, curiosamente, aunque la pregunta de Fermi era por completo inocente, todos alrededor de la mesa parecieron entender a la vez que se refería a la vida extraterrestre». (En realidad, había habido una conversación previa sobre los extraterrestres, al hilo de una tira cómica publicada en The New Yorker, según la cual la ausencia de cubos de basura en la ciudad se debía a que los platillos volantes se los estaban llevando; a Fermi le pareció una buena teoría, pues explicaba a la vez la presencia de platillos volantes y la falta de cubos de basura).[116]
Los fundadores de SETI interpretaron esta «paradoja de Fermi» como una evidencia de que los viajes espaciales interestelares eran imposibles en la práctica. En un estudio sobre «los límites del viaje a través del espacio», publicado el año anterior al de la reunión de Green Bank, Sebastian von Hoerner escribía: «Personalmente, llego a esta conclusión: los viajes por el espacio, incluso en un futuro remoto, se limitarán a nuestro sistema planetario y una conclusión parecida sería aplicable a cualquier otra civilización, por muy avanzada que ésta fuese. El único medio de comunicación entre distintas civilizaciones, por lo tanto, serían las ondas electromagnéticas».[117] De los delfinianos originales, sólo el profesor de Stanford Ron Bracewell consideraba el contacto directo como la forma ideal de que las civilizaciones antiguas se comunicaran con otras más jóvenes e imaginaba sondas enviadas por civilizaciones avanzadas a sistemas estelares cercanos para buscar vida inteligente y, en caso de encontrarla, conversar con ella. Frente al argumento de que lanzar estas sondas resultaría prohibitivamente caro, Bracewell insistía en que las sondas serían pequeñas, «del tamaño de un balón de fútbol […], con una inteligencia equivalente a la de un ser humano encapsulada en un objeto del tamaño de una cabeza humana»,[118] y que una sola podría visitar varias estrellas si lograba sobrevivir lo suficiente. Aunque fuese tan razonable como muchas otras de las especulaciones en circulación, la idea de Bracewell se alejaba demasiado de la premisa básica —«las civilizaciones son como estrellas»— como para formar parte del punto de vista general en SETI.
La idea de Bracewell presentaba, además, otro problema: situaba a los alienígenas demasiado cerca. Hasta los más imaginativos se abstenían de pensar en civilizaciones extraterrestres que atraviesan los límites de nuestro sistema solar. Cuando, en el Congreso de Byurakan, Dyson expuso su opinión de que el hábitat más grande y apetecible de la galaxia no eran las superficies de los planetas, sino las de los cometas, y de que la vida podría esparcirse poco a poco de una nube cometaria a otra —sin llegar a estar nunca cerca de una estrella caliente que la perturbara—, Thomas Gold le preguntó de inmediato si la vida procedente de alguna parte estaría ya presente en la nube de cometas que giran alrededor de nuestro Sol. Hasta un pensador tan ágil como Dyson tuvo que reconocer que no había considerado esa posibilidad.
Bracewell continuó divagando lejos de SETI y especulando a la manera de Fermi sobre si la primera civilización que se lanzara al espacio acabaría dominando el universo. Pero la idea quedó «escondida en una o dos páginas [de un libro que escribió en 1974], debido a que al editor le pareció mejor transmitir la idea de una inteligencia que se extendía que la de un pensamiento único y colonizador».[119] Un año después, sin embargo, el físico Michael Hart proponía una especie de variante del argumento de Fermi.[120] Hart partía de lo que denominaba el hecho A: «En la actualidad no hay en la Tierra seres inteligentes que procedan del espacio exterior».
Hart imaginaba cuatro clases de explicaciones para este hecho. La primera era física —el viaje interestelar es demasiado duro—. Pero unos alienígenas longevos o que viajaran hibernados o en naves-ciudad autosuficientes, o unos robots, no tendrían por qué desanimarse ante un viaje de siglos de duración, ya que habrían de hacerlo a una velocidad realista por debajo de la de la luz. La segunda clase de explicación era sociológica: a los alienígenas no les interesaría la exploración, sus civilizaciones acabarían estancándose o autodestruyéndose o no desearían perturbar el desarrollo de sociedades primitivas como la nuestra. Pero Hart argumentaba que para explicar la ausencia de extraterrestres en nuestro planeta, dichos razonamientos debían ser aplicables a todas las civilizaciones alienígenas; si tan sólo una de ellas fuera expansionista —en el sentido que imaginamos para nosotros mismos— ya habría llegado hasta aquí. Hart descartaba las explicaciones temporales —el que no hubieran tenido tiempo de llegar hasta la Tierra— sobre la base de que el tiempo necesario para colonizar una galaxia sería despreciable comparado con la edad de la galaxia o los tiempos evolutivos. La cuarta clase de explicación —el que ya nos hubiesen visitado— hacía uso de argumentos similares. Pero si nos hubieran visitado hace poco, ¿por qué se habrían ido tan pronto? Y si hubieran llegado hace mucho, ¿por qué no seguirían aquí? Hart concluía que «la idea de que miles de civilizaciones avanzadas se hallen esparcidas polla galaxia es muy poco verosímil a la luz del hecho A. […] Tal vez nuestros descendientes acaben encontrando algunas […], pero su número debería ser muy pequeño y hasta podría ser nulo».
Algunos años más tarde, el físico Frank Tipler empleó argumentos similares de una forma menos matizada, pero particularmente llamativa.[121] Tipler argumentaba que era plausible que las civilizaciones avanzadas construyeran «máquinas de Von Neumann» —robots autorreproductores, preparados también en este caso para el viaje interestelar— y las enviaran por toda la galaxia. Si así fuera, la evidencia de estas máquinas sería amplia e inconfundible, ya que en unas decenas de millones de años se habrían extendido por todos los sistemas solares. Como no vemos máquinas de Von Neumann por ninguna parte, no existen dichas civilizaciones. Tipler se tomó el argumento lo suficientemente en serio como para hacer campaña activa contra el despilfarro de dinero en SETI, dado que, según sus razonamientos, se trataba de un fraude. Por el contrario, Hart integró sus críticas en el lenguaje de la comunidad SETI, convirtiendo su hecho A en un indicio de que N era muy pequeño y de que la ecuación de Drake debía ser revisada. Según él, la causa estaba en la probabilidad de existencia de planetas habitables, que era muy baja. En un simposio dedicado a SETI durante el Congreso de la Unión Astronómica Internacional celebrado en Montreal en 1979,[122] Hart presentó una gama de valores para los factores de la ecuación de Drake y demostró que, al adoptar supuestos simplemente moderados o ligeramente pesimistas, N se hacía igual a uno o incluso más pequeño.[123]
En realidad, nunca antes se había cuestionado el valor de N; se aceptaba que estaba entre diez mil y diez millones y nadie se había decantado por un valor concreto. En tanto fuera un número similar en tamaño a los que representaban cantidades de galaxias, nebulosas o fuentes de radio en un catálogo astronómico típico, servía para que SETI pareciese una rama astronómica más. La magnitud del impacto causado en SETI por Tipler y Hart queda reflejada en el hecho de que en el simposio de 1979 hubo seis artículos que defendían otras tantas gamas de valores muy diferentes para N y a los cuales se dio precedencia. Los argumentos en la línea del «¿Dónde diablos están?» sacudieron al propio núcleo de SETI como nunca lo habían hecho los razonamientos evolutivos, ganando muchos adeptos. El coautor de Sagan, Shklovskii, fue uno de ellos. Otro fue Von Hoerner, quien sintetizó el tema en la incisiva observación de que a los humanos les gustaría, sin duda, explorar y colonizar y, por lo tanto, «si fuésemos típicos, no deberíamos existir». SETI había partido de la idea de que tenía que haber otros usuarios de ondas de radio más o menos como nosotros esparcidos por el cielo, de que podíamos apuntar hacia las estrellas y decir: «El hombre es algo similar a eso». Si nuestro arquetipo humano era un explorador y no un radioastrónomo, la paradoja de Fermi nos había aguado la fiesta.
En la década de 1970, los viajes espaciales parecían al alcance de la mano y la humanidad, una raza de exploradores espaciales en potencia. Como escribía Hart, «Tras el éxito del Apolo 11, resultaba extraño escuchar a alguien decir que los viajes espaciales eran imposibles». La NASA había lanzado ya cuatro vehículos interestelares en la época en la que Tipler hizo sus contribuciones; las sondas Pioneer 10, Pioneer 11, Voyager 1 y Voyager 2 estaban a punto de abandonar el sistema solar. Otra explicación de por qué la paradoja de Fermi llevó a revisar a la baja las estimaciones sobre N en ese momento fue que el crecimiento exponencial de la población se acababa de convertir en motivo de preocupación. A la bomba atómica se unía la bomba poblacional; el Club de Roma había llegado a la conclusión de que el mundo estaba agotando rápidamente los recursos no renovables. Para la clase de gente que era consciente de estos temas y se tomaba el proyecto SETI en serio, la expansión hacia el espacio era un paso necesario y, por lo tanto, imprescindible también para cualquier otra civilización avanzada; tarde o temprano, la escasez de recursos conduciría a la expansión a través de la galaxia. Finalmente, un N pequeño ponía a SETI en línea con el estado de ánimo del vecino y emergente campo conocido como exobiología. La década inicial de SETI, los años sesenta, había coincidido con los primeros planes para buscar vida en otros planetas; Drake estuvo presente en una de las primeras reuniones de esa nueva comunidad exobiológica y Sagan era su más ardiente defensor. A finales de los años setenta, sin embargo, la exobiología se hallaba en horas bajas. La misión Viking a Marte, cuyo objetivo principal era la búsqueda de vida, no había encontrado nada de interés exobiológico. La vida en el sistema solar parecía confinada a la Tierra, una impresión reforzada por las imágenes de nuestro planeta enviadas por los astronautas del proyecto Apolo (verdaderos iconos de la fragilidad de la vida en la inerte inmensidad del cosmos). En un universo mayoritariamente estéril, la soledad cósmica parecía verosímil, nos gustase o no.
Los partidarios de un N alto disponían de varios contraargumentos, aunque ninguno fuera convincente del todo. Hart y sus colegas podían estar subestimando las dificultades del viaje interestelar. Con las matemáticas usadas para explicar las plagas de ratas, Sagan subrayaba que la expansión de las civilizaciones a través de la galaxia podía ser mucho más lenta que la velocidad de sus naves espaciales, debido a que el tiempo necesario para ocupar y consolidar los mundos recién visitados sería mucho mayor que el que les llevaría alcanzar el siguiente sistema solar. Las civilizaciones avanzadas tal vez encontraran sus interacciones con otras mucho más interesantes —o más destructivas— que cualquier otra actividad, lo que podría también frenar su expansión. Finalmente, nadie construiría máquinas de Von Neumann porque podrían quedar fuera de control y devastar toda la galaxia.[124]
No obstante, el contraargumento de más peso fue ignorado. Se trataba de que el hecho A de Hart no era tal; la ausencia de extraterrestres no necesitaba explicación, sencillamente porque no estaban ausentes. Hart asimilaba la creencia en la presencia extraterrestre con que la observación de OVNI fuera una evidencia de tal presencia, y rechazaba la idea con el argumento poco convincente de que «dado que pocos astrónomos creen en la hipótesis OVNI, juzgo innecesario analizar mis propias razones para descartarla». Pero la creencia de que existen alienígenas de incógnito en nuestro sistema solar, o incluso en la Tierra, no parece más descabellada que muchas otras de las hipótesis que formaban parte del debate SETI. Algunos se la tomaron lo suficientemente en serio como para sugerir la búsqueda de residuos industriales en el cinturón de asteroides. Pero la idea de una presencia más cercana que la del ámbito astronómico era algo que pocos estaban dispuestos a aceptar.
En parte, esto se debía sin duda a que, en la práctica, era muy difícil distinguir dicha idea de las asociadas a la teoría OVNI, las cuales se consideraban poco científicas, a diferencia de las que formaban parte del proyecto SETI. Otra razón para no aceptar extraterrestres cerca podría ser el poder mítico de la mirada del astrónomo. Si hubiera naves espaciales alienígenas por aquí, ya habrían sido detectadas por nuestros telescopios. En realidad, no tendría por qué ser así. Hay una enorme cantidad de sistemas solares que nunca hemos escudriñado. Existen millones de asteroides no clasificados de tamaño suficiente como para ser naves espaciales interestelares. Pero asumimos que no lo son porque, de lo contrario, ya nos habríamos dado cuenta. Acostumbrados a la mirada del astrónomo, asumimos que todo el universo visible está a la vista, aunque la mayor parte de él nunca haya sido inspeccionado. Haciendo una analogía con la vida cotidiana, asumimos que el primer plano astronómico se ve más fácilmente que el fondo, aunque éste no sea el caso. Al igual que las civilizaciones lejanas de tipo II quedarían eclipsadas por otras más próximas de tipo I, todo lo que vemos en el cielo, por muy distante que esté, es mucho más brillante que un trozo de roca cercano (o una nave espacial).
Hay una objeción más profunda a la idea de que el hecho A sea falso. En presencia de inteligencias indetectables, la propia ciencia hace aguas: no se puede establecer claramente qué se entiende por natural. El sujeto de SETI fue siempre una curiosa mezcla de lo natural y lo artificial. Las civilizaciones alienígenas eran tratadas en muchos sentidos como entes naturales —su distribución probable era definible mediante un cálculo científico como el de la ecuación de Drake— pero, a la vez, eran vistas como algo artificial. La habilidad de los observadores de SETI radicaba en distinguir las señales alienígenas tanto de las verdaderamente naturales como de las artificiales terrestres. Se trataba de una tarea conceptualmente difícil, ya que, como Marvin Minsky señalaba en Byurakan, la ley de Shannon establece que las comunicaciones codificadas de forma eficiente son indistinguibles del ruido aleatorio si se desconoce el protocolo de codificación. Lo artificial podría, pues, parecemos natural; sólo dejaría de parecérnoslo si los alienígenas se hubieran propuesto que así fuera, si hubiesen diseñado sus emisiones para que se comporten como un radiofaro. Pero la naturaleza también puede asemejarse a un radiofaro. Cuando se descubrieron los pulsares, llevó tiempo aclarar que la naturaleza podía ser responsable de esas emisiones discontinuas; el equipo de Cambridge que los descubrió se refería jocosamente a esas fuentes de señal como LGM, la abreviatura de little green men (hombrecitos verdes). En 1965, Kardashev afirmó que las emisiones de radio del cuásar CTA-102 eran artificiales, una afirmación retirada poco después, cuando las observaciones ópticas las vincularon a fluctuaciones en el brillo del cuásar. Y, desde Ozma, toda búsqueda SETI ha captado señales de origen humano, desde radiofaros de navegación aérea hasta satélites espía.
Las diferencias entre lo natural, lo artificial y el singular terreno intermedio de los alienígenas inteligentes eran problemáticas, pero manejables en el altamente especializado campo de la radioastronomía SETI, que se ocupaba sólo de objetos demasiado lejanos como para producir cualquier efecto causal sobre nuestro mundo. Si estaban más cerca, sin embargo, la cosa cambiaba. Los científicos confían en que pueden identificar lo natural, pero la presencia de alienígenas entre nosotros cuestionaría esta confianza. Un mundo en el que pulularan extraterrestres de incógnito ya no sería natural, sino engañoso. En un mundo así, la premisa científica más básica —la idea de que es posible «clasificar los iguales»— dejaría de ser válida. Poco después del primer Congreso de Green Bank, y poco antes de su prematuro fallecimiento, Otto Struve escribía: «Hoy deben quedar pocas dudas de que el libre albedrío del ser humano no tiene por qué estar restringido a la Tierra. Hemos de cambiar nuestra forma de pensar a la luz de este hecho». Pero dicho cambio, en la práctica, no es posible en las ciencias naturales, a no ser que los alienígenas aceptaran entrar en nuestro mundo social a través de la comunicación.
Unos extraterrestres libres resultaban inaceptables en la Tierra e inescrutables fuera de ella. Los argumentos posteriores a Hart sobre el valor de N se vieron condicionados por la nueva necesidad de explicar la estrategia de los alienígenas, de hacer hipótesis sobre sus tácticas, sus intenciones, sus temores y aversiones y sus objetivos. Estos supuestos sobre comportamiento resultaron ser mucho más difíciles de reconciliar con la lógica de las ciencias naturales que las premisas relativas a la elección de longitudes de onda y estrategias de señalización que desde siempre venía asumiendo SETI (aunque, en realidad, la diferencia estaba en el alcance y no en el concepto). De ciencia natural sin datos, SETI se convertía en algo aún más difícil de llevar adelante con convicción: una ciencia social sin comunicación. Para muchos fue demasiado; si no era ciencia natural, perdía todo interés, como explicaba Dyson al responder a una petición de apoyo hecha por Sagan. «Me pregunto por qué te tomas tan en serio a Tipler. Creo que a sus argumentos se le presta más atención de la que merecen. No puedo aceptar ni sus números, ni los tuyos. Ningún modelo específico del futuro tiene por qué ser tan absurdamente estrecho y poco imaginativo».[125]
A pesar de los problemas asociados a N, las investigaciones de SETI continuaron en las décadas de 1980 y 1990. Como decía Stephen Jay Gould, uno de los muchos eminentes divulgadores científicos a los que Sagan solicitó suscribir la «petición SETI» en 1982, «Soy lo bastante egoísta como para desear ver algunos resultados exobiológicos […] durante mi vida y SETI es lo único que tenemos por ahora». Más recientemente, sin embargo, nuevos enfoques y descubrimientos han hecho que la exobiología ajena a SETI vuelva a ser un campo mucho más prometedor. Como parte de ese proceso, el campo ha sido redefinido por su principal promotor —la NASA— como astrobiología: la principal diferencia es que la astrobiología trata de incluir aspectos del estudio de la vida en la Tierra en el mismo marco que el estudio de la vida en cualquier lugar del cosmos. Se trata de un paso lógico que también busca acallar la vieja crítica de que la exobiología es una ciencia sin materia de estudio. En el sistema solar, la nueva materia de estudio incluye la posible vida fosilizada en Marte, algo que ha despertado un interés creciente desde mediados de los ochenta, antes incluso de la controvertida evidencia de bacterias en el meteorito marciano ALH 84001. Hay gran interés por la posibilidad de vida en los océanos cubiertos de hielo de Europa, una de las lunas de Júpiter. Ha generado un gran entusiasmo el descubrimiento de sistemas planetarios alrededor de otras estrellas y un sistema de telescopios para detectar planetas similares a la Tierra y buscar indicios químicos de vida en sus atmósferas se ha convertido en pieza clave del programa astronómico de largo alcance de la NASA. (Curiosamente, esos sistemas se derivan de una de las propuestas de Ron Bracewell; la técnica que cabría utilizar en la práctica para detectar vida en planetas lejanos se remonta a una sugerencia hecha por James Lovelock en los años sesenta, cuando compartía despacho con Sagan en el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA).
En lo que se refiere a la NASA, la astrobiología es una fuerte candidata a convertirse en la nueva y revolucionaria ciencia del siglo XXI. Pero en la astrobiología, a diferencia de la exobiología, no hay un lugar para SETI. Esto en parte se debe a una batalla política que la agencia espacial perdió en 1993, cuando el Senado de Estados Unidos retiró la financiación a todos los ambiciosos programas SETI que la NASA se había propuesto finalmente abordar. Pero si SETI no era políticamente factible, tal vez no resultaba ya intelectualmente necesario. Si la vida en planetas semejantes a la Tierra puede ser detectada directamente, a través de la paleontología marciana, la oceanografía de Europa o la espectroscopia infrarroja extrasolar, ya no es imprescindible que «nos hable». La astrobiología se desenvuelve perfectamente en el espacio definido por los cuatro primeros términos de la ecuación de Drake, los relativos a la frecuencia de los planetas habitables y a la probabilidad de vida. Los últimos términos pueden quedar temporalmente en suspenso, junto con todas las preocupaciones características de SETI acerca de lo no natural. Si esta nueva investigación astrobiología arrojara también un valor pequeño para N —hipótesis manejada por Peter Ward y Donald Brown lee en Rare Earth (Copernicus, 2000)—, tanto mejor, al menos desde el punto de vista de la coherencia en la materia. Un bajo valor de N certificado por la astrobiología haría de SETI un callejón sin salida históricamente interesante.
Sin embargo, el proyecto SETI continúa; de hecho, sigue creciendo. Aunque no dispone de una financiación centralizada, la aportación filantrópica y discrecional de distintas universidades ha permitido una amplia gama de investigaciones, entre ellas buena parte de las incluidas en el programa original de la NASA, sostenidas de forma privada a través del Instituto SETI en Mountain View, California. Con motivo del cuadragésimo aniversario del Proyecto Ozma, Drake —en la actualidad jefe de la junta directiva del Instituto SETI— subrayaba entusiasmado que, gracias a los perfeccionamientos en las tecnologías de radio y procesado de señal, que permiten analizar simultáneamente un enorme número de frecuencias, los dispositivos de búsqueda son hoy cien billones de veces más potentes que el equipo original que él había empleado en Green Bank. Las capacidades de SETI han crecido incluso más deprisa que la potencia de los ordenadores, duplicándose cada diez meses más o menos. La mirada del astrónomo se va haciendo aún más poderosa a medida que va escudriñando más lejos.
Pero quizá en absoluto se trate de una mirada. La radioastronomía, debido a las connotaciones de la palabra radio, siempre se ha encontrado a caballo de dos metáforas contrapuestas: la visión y la audición. Cuando la radioastronomía produce imágenes —chorros procedentes de un cuásar, discos alrededor de un agujero negro— es una forma de la mirada del astrónomo. Pero SETI no genera imágenes. Por ello, siempre ha tenido una especial afinidad con la escucha y no con la visión, en particular en su versión popular, y dado que SETI es actualmente una investigación popular, financiada mediante suscripción y sostenida por miles de voluntarios que realizan el procesado de datos en sus ordenadores domésticos, parece oportuno tener esa versión popular muy en cuenta. Una de las primeras novelas basadas en SETI fue The Listeners, de James Gunn. En la representación más famosa del proyecto SETI en los medios de comunicación —la película de 1997 basada en la novela Contact, de Carl Sagan—, al espectador le llama la atención de inmediato el que uno de los investigadores sea ciego (como, de hecho, lo es uno de los miembros del Instituto SETI, Kent Cullers). El fenómeno más llamativo de los que aparecen en el filme no es visual, sino auditivo: una palpitación visceral que satura los sentidos. La protagonista aparece tan deslumbrada por su intelecto que es incapaz de escuchar su corazón; su justificación final, sin embargo, es solamente ruido. A diferencia de la novela en la que está basada, la película contempla favorablemente ese famoso fenómeno ciego: la fe. El hecho ha disgustado a algunos de los partidarios más científicos de Sagan, pero no hay por qué verlo como un comentario negativo hacia SETI como estos partidarios han querido entender.
La mirada del astrónomo es poderosa porque la visión es la metáfora sensorial que define el conocimiento objetivo: «Ver es creer». Por otra parte, la audición es una metáfora primordial de la comprensión. La experiencia de ver se halla necesariamente enmarcada en un modelo espacial del mundo, en el que siempre hay una distancia entre el observador y el sujeto observado. La audición es directa, inmediata; la sentimos en nuestros oídos. La visión objetiviza el mundo; la audición abre la puerta al lenguaje y al sentimiento. Escuchar a alguien y mirarlo son dos cosas muy distintas, pues nadie puede ser invisible y, sin embargo, cualquiera, para ser oído, debe hablar. Escuchar es pasivo; mirar, activo. En todos esos sentidos, SETI resulta más auditivo y menos visual. No necesita números ni catálogos; no precisa de ecuaciones o de cálculos. En última instancia, no es un estudio del universo, sino una comunicación con algo que no podremos conocer hasta que hable.
Cuando rezamos, cerramos los ojos.