Un buen amigo de Erwin Schrödinger relataba que éste «había realizado su gran obra durante un tardío arrebato amoroso». El acontecimiento tenía lugar en las Navidades de 1925, cuando el físico vienés de treinta y ocho años pasaba sus vacaciones con un antigua novia en la estación de esquí suiza de Arosa, cerca de Davos. La pasión fue el catalizador de una explosión de actividad creadora que duraría todo un año. Como en el caso de la dama desconocida que inspiró los sonetos a Shakespeare, la identidad de esa mujer hoy día es un misterio —aunque probablemente no lo fuera para la esposa del físico, que solía estar al tanto de todas sus infidelidades conyugales—. Tal vez debamos a esa dama misteriosa el extraordinario hecho de que varias líneas de investigación, aparentemente inconexas, se fundieran y Schrödinger descubriera la ecuación que lleva su nombre.

En su forma, al menos, la ecuación de Schrödinger era ya conocida por muchos científicos y su presencia resultaba casi reconfortante ante el continuo ataque a los conceptos tradicionales llevado a cabo por los nuevos físicos cuánticos. Esta largamente esperada expresión de la física cuántica fue formulada por primera vez por su contrariado descubridor, Max Planck, en 1900 y refinada después por Albert Einstein y Niels Hohr, entre otros. En esencia, la ecuación venía a ser para el mundo subatómico lo que las leyes de Newton eran para el universo a gran escala desde hacía siglos: permitía a los científicos hacer predicciones detalladas sobre el comportamiento de la materia, a la vez que se visualizaban los sistemas atómicos objeto de estudio. Mediante la ecuación de Schrödinger se podía entender por primera vez la estructura atómica en detalle, allí donde las ecuaciones de Newton perdían todo sentido.

Seis meses antes de la explosión creativa de Schrödinger se había encontrado una nueva física cuántica para el átomo. El autor del descubrimiento era Werner Heisenberg, un joven y brillante teórico alemán perteneciente a la Universidad de Gotinga. A sus veinticuatro años, Heisenberg había propuesto un enfoque completamente distinto de la física atómica, soportado por una matemática inusual y difícil que no permitía visualizar los procesos atómicos ni ofrecía ecuaciones análogas a las de Newton para los sistemas clásicos. De hecho, uno de los motivos que llevaron a Schrödinger a formular su versión de la física atómica fue el rechazo a la propuesta de Heisenberg. Schrödinger llegó incluso a demostrar que ambas versiones eran equivalentes —¿cuál era, pues, la mejor?—. Ni qué decir tiene que tanto Schrödinger como Heisenberg fueron defensores acérrimos de sus respectivas propuestas y sumamente críticos con la del rival.

Pero existe una paradoja. Aunque, a primera vista, la ecuación de Schrödinger era fácil de utilizar, involucraba un concepto, denominado función de onda, que era extremadamente difícil de interpretar e imposible de observar directamente. Heisenberg discrepaba abiertamente de la interpretación que Schrödinger daba a la función de onda como representación de la «nube» de carga asociada a un electrón que gira alrededor del núcleo atómico. La áspera controversia surgida aún no está resuelta en la actualidad. El propio Schrödinger nunca estuvo satisfecho con la interpretación más extendida del significado de la función de onda.

En el presente ensayo quisiera explorar el modo en el que la interpretación de Heisenberg llegó a prevalecer sobre la de Schrödinger, a pesar de que el método de este último, adecuadamente reinterpretado, sustituyó al del primero en casi todas las áreas de la teoría física. Los temas sometidos a intenso debate en aquella época —cómo visualizar el comportamiento del átomo y si éste se puede explicar en términos de probabilidad exclusivamente— todavía colean hoy. Desde un punto de vista práctico, sin embargo, la teoría cuántica ha demostrado ser extraordinariamente fructífera. Ha puesto las bases de nuestro conocimiento del mundo microscópico, permitiendo a los técnicos desarrollar transistores, microprocesadores, láseres y cables de fibra óptica cada vez más eficientes. La piedra angular de esta teoría es la ecuación de Schrödinger, la cual se ha convertido en una herramienta de investigación habitual para los científicos de todo el mundo.

Nacido en 1887 en Viena, la capital cultural y política del imperio austrohúngaro, Schrödinger asistía a un gymnasium (instituto) que hacía un especial énfasis en el estudio de los clásicos griegos y latinos. Schrödinger aprendió también por su cuenta inglés y francés.[51] Tuvo un excelente expediente escolar y se le consideró un alumno superdotado. Esta amplia y profunda educación sirvió para inculcar en él un enorme respeto por la tradición clásica. Su libro La Naturaleza y los griegos, publicado en 1948, es una elegante exposición de las antiguas teorías físicas y de su importancia. Schrödinger tuvo también gran interés por la filosofía, lo que le llevó a una lectura más que anecdótica de textos orientales, tales como el Vedanta, sobre el que escribió en 1925 en Buscando el camino, una intensa e íntima confesión de sus creencias. Influido por el hinduismo, el ensayo aboga por el carácter unitario de la consciencia humana y por la unión entre humanidad y naturaleza. No sería publicado hasta 1961, un año antes de su muerte, formando parte del volumen titulado Mi concepción del mundo.

Aunque Heisenberg asistió también a un gymnasium y tenía talento para la música y la filosofía, su personalidad difería radicalmente de la de Schrödinger, que era catorce años mayor que él y tenía un carácter más conservador.[52] Heisenberg se sentía como pez en el agua en las situaciones de cambio. No en vano alcanzó la madurez en uno de los periodos más turbulentos de la historia alemana, entre la derrota en la primera guerra mundial, el colapso de la monarquía y la revolución que se extendía por todo el Reich. Al igual que Schrödinger, Heisenberg provenía de una familia culta; tocaba el piano casi al nivel de un concertista. La música desempeñó un papel importante en su vida, a diferencia de Schrödinger, que no tuvo interés alguno por ella. Compartían, en cambio, la energía y el espíritu joven, cualidades que mantuvieron hasta avanzada edad.

En 1906 Schrödinger ingresó en la Universidad de Viena, donde tuvo excelentes profesores. Creció intelectualmente en esa atmósfera, ampliando sus conocimientos de física y añadiendo el interés por la biología, a la que aportaría cuarenta años después algunas ideas radicales en su breve pero trascendental libro ¿Qué es la vida? (James Watson, descubridor de la estructura del ADN junto a Francis Crick, hablaba de él como fuente de inspiración).

Por aquella época, el altamente desarrollado instinto erótico de Schrödinger comenzaba a aflorar. Sus planteamientos al respecto diferían del objetivo machista tradicional: en lugar de tratar de dominar a la mujer, su filosofía se orientaba a explorar la esencia de la sensualidad femenina. Mantenía un cuaderno de bitácora en el que anotaba comentarios, nombres y fechas de los encuentros, su Ephemeridae. Como el artista de vanguardia Gustav Klimt, Schrödinger siempre intentaba «atrapar la sensación de feminidad». Cabe imaginar que su calculada naturalidad en la vestimenta y en la apariencia, su frente despejada, su pelo cuidadosamente peinado y su intensa mirada, unidos a una cultura aparentemente inagotable, debían resultar muy atractivos para las mujeres. A pesar de su porte burgués y correcto, había siempre algo byroniano en él.

Al igual que otros compatriotas vieneses, tales como Ludwig Wittgenstein, Schrödinger tuvo un papel activo en la primera guerra mundial, sirviendo con distinción en el frente italiano en una unidad de artillería del ejército austrohúngaro. Schrödinger fue citado por su valentía ante el fuego enemigo en octubre de 1915 en el curso de una de las sangrientas batallas que Ernest Hemingway hizo famosas en Adiós a las armas. Poco después fue ascendido a teniente y terminaría la guerra en Viena en el tranquilo puesto de profesor de meteorología elemental para oficiales del ejército, desde el que publicaría artículos sobre la teoría de gases y la relatividad general.

En 1925, Schrödinger era la antítesis de los jóvenes e insolentes científicos recién llegados a la mecánica cuántica. Hasta su elegante forma de vestir contrastaba con la de Heisenberg, de quien se dice que parecía «un muchacho de pueblo, con el pelo corto, los ojos claros y brillantes y una expresión encantadora».[53] Comparado con Heisenberg y con su colega y confidente, el hipercrítico y áspero Wolfgang Pauli, Schrödinger era ya todo un personaje al frente de una cátedra en la Universidad de Zurich.

La formación universitaria de Heisenberg fue excepcional. Casualmente, al ingresar en la Universidad de Munich, durante el semestre invernal de 1920-1921, le correspondió como profesor de física atómica dentro del ciclo de física teórica el famoso físico Arnold Sommerfeld. De este modo, Heisenberg se enfrentó directamente a la investigación más avanzada en ese campo. A menudo decía que había aprendido física al revés, empezando por la física atómica antes de estudiar la de Newton, la cual se considera imprescindible para abordar temas más avanzados.

La teoría atómica en vigor en la época había sido formulada en 1913 por el físico danés de veintisiete años Niels Bohr. Bohr buscó obsesivamente la claridad durante toda su vida, sometiendo sus ideas a discusiones profundas y críticas con sus colegas y alumnos. Por esta razón, muchos de sus artículos científicos son crípticos; reelaborados una y mil veces, la omisión de una sola palabra puede alterar por completo su significado. Cuando mejor funcionaba su mente era conversando, cuando tenía alguien en quien «rebotar» sus ideas. En 1913 era un joven apresurado, en buena forma gracias al fútbol que practicaba. Diez años después comenzaría a acusar en su aspecto el peso de los problemas que había cargado sobre sus hombros, la búsqueda del significado de una nueva física, una física que desafiaba todas las reglas sobre lo que se supone debía ser una teoría.[54]

La teoría atómica de Bohr de 1913 es recordada hoy por su metáfora del átomo como un minúsculo sistema solar. Era un magnífico pastiche de la mecánica celeste newtoniana con algunas dosis de la teoría de la radiación de Planck. La aplicación de la teoría de Newton permitió a Bohr trasladar el modelo del físico inglés al dominio atómico. Aquí, los electrones se ven constreñidos a seguir determinadas órbitas alrededor de su Sol central, el núcleo. Esas órbitas permitidas se denominan estados estacionarios o niveles de energía. Consideremos el átomo de hidrógeno, el más simple de todos, ya que consta de un único electrón ligado a un núcleo cargado positivamente. Según la teoría de Bohr, ese electrón sólo puede existir en determinadas órbitas. La órbita permitida más baja —la más cercana al núcleo— corresponde al estado fundamental del átomo. Una consecuencia chocante de la teoría de Bohr es que, cuando se halla en un estado permitido, el electrón se limita a estar «posado» como un pájaro en un árbol, no haciendo otra cosa que «esperar». Según la teoría electromagnética aceptada entonces —combinada con la mecánica de Newton—, el electrón debía orbitar en torno al núcleo como un planeta alrededor del Sol. De acuerdo con las leyes físicas tradicionales, el electrón en órbita estaría emitiendo energía de radiación continuamente. Debido a ello, perdería energía para acabar cayendo en espiral hacia el núcleo. El resultado es que la materia sería totalmente inestable. El lector sabe de sobra que no es así, ya que, por ejemplo, está leyendo el presente ensayo en lugar de hacer explosión. Explicar la estabilidad del átomo era considerado un asunto clave en aquel momento. Bohr fue lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que el problema era, por el momento, insoluble y de que el hecho debía ser aceptado sin más. Por ello, postuló la existencia de una órbita o estado estacionario fundamental, en el cual el electrón no cae hacia el núcleo ni emite energía alguna —y no se admiten preguntas.

Iluminando el átomo con luz, por ejemplo, es posible excitar el electrón hasta una órbita permitida más alta. Una vez allí, el electrón vuelve a ser como el pájaro en el árbol, a la espera solamente de descender al estado fundamental, estado que finalmente alcanzará, ya sea directamente o mediante transiciones entre estados. Esas transiciones no son suaves, sino discontinuas y se denominan saltos cuánticos. Al realizarlos, el electrón emite radiación en ráfagas —es decir, de forma discontinua—. Uno de los mayores éxitos de la teoría de Bohr fue su capacidad para predecir la longitud de onda de la radiación emitida por el átomo de hidrógeno con un margen de error de un uno por ciento respecto a los valores observados por los experimentadores. La teoría predijo también y con similar precisión longitudes de onda correspondientes a transiciones aún no observadas en aquella época.

La teoría de Bohr causó un gran revuelo en la comunidad científica. Un eminente físico como Max Born —que, más tarde, se mostraría menos drástico— llegó a afirmar que la teoría no era sino «un truco de magia para la mente; en realidad, se basa en la superstición (tan antigua como la historia del pensamiento) de que el destino del hombre está escrito en las estrellas». Einstein, en cambio, saludó de inmediato la teoría como «un gigantesco logro».

En 1925, no obstante, la situación en la física atómica se había vuelto tremendamente confusa. La impresión general entre los físicos era que la teoría de Bohr constituía un callejón sin salida. No podía explicar con precisión más allá de escenarios simples basados en el átomo de hidrógeno. Hacia 1923, los datos que comenzaban a acumularse sobre la interacción de los átomos con la luz parecían sugerir que aquéllos no se comportaban en la práctica como diminutos sistemas solares.

Los físicos improvisaron rápidamente una versión híbrida de la teoría de Bohr que pudiera resolver provisionalmente la situación. En ella no se trataba de visualizar lo que sucedía a nivel subatómico, sino que se asumía que los átomos podían de alguna manera perder energía mediante una transición entre un nivel de energía dado y otro comparativamente más bajo —por medio de un «salto cuántico»—. Del mismo modo, el átomo podía ganar energía saltando desde un nivel a otro más alto. En estos procesos, la energía cedida o adquirida era transportada por una ráfaga de luz, correspondiente a una radiación de una longitud de onda concreta. Esto explicaba por qué los átomos emiten y absorben radiación en longitudes de onda específicas, conocidas como líneas espectrales. Otra característica importante de esta teoría improvisada era la novedosa idea de que no es posible predecir exactamente cuándo se producen los saltos cuánticos —sólo cabía establecer la probabilidad de que tuvieran lugar en un instante determinado—. Bohr adoptó este «probabilismo», que llegaría a ser la piedra angular del pensamiento cuántico, partiendo de una idea exitosa que Einstein había propuesto en 1916, en el marco de su teoría sobre la interacción entre la radiación y el átomo. Esos tres aspectos de la teoría mejorada —probabilismo, saltos cuánticos y no visualizabilidad— permitieron que la teoría se mantuviera en pie hasta comienzos de 1925, momento en que terminó por venirse abajo.

Los físicos interpretaban las probabilidades como un signo de que los mecanismos de un proceso concreto no se conocían en su totalidad. Pensaban que, tarde o temprano, el mecanismo por el que los electrones realizan las transiciones en los átomos llegaría a comprenderse y se podría formular una nueva versión, desconocida aún, de la mecánica newtoniana. Al final, las cosas se calcularían como siempre y las probabilidades se harían innecesarias. Resultó que éste no era el caso. Aunque la versión modificada de la teoría de Bohr acabó fallando, sirvió de punto de partida a Heisenberg para su nueva y drástica teoría atómica, basada en electrones invisibles y discontinuidades radicales. En sus cimientos se hallaba una matemática extremadamente difícil de aplicar. Ni siquiera el propio Heisenberg, en su primer artículo sobre mecánica cuántica, sabía cómo hacerlo.

Había ido a parar a unos objetos matemáticos denominados matrices, movido por su interés por contabilizar todas las transiciones atómicas posibles entre estados estacionarios. Las matrices proporcionan una manera natural de realizarlo y, además, suministran herramientas para calcular las características de las líneas espectrales. Para ser algo más preciso: las matrices son disposiciones de números en filas y columnas y en mecánica cuántica cada elemento representa una posible transición atómica, perdiendo o ganando energía. Mediante un procedimiento matemático bien conocido es posible calcular las energías del átomo. Son los denominados valores propios de la matriz y su cálculo suele resultar bastante arduo. A Wolfgang Pauli, uno de los más grandes calculistas de la época, le llevó más de cuarenta páginas deducir los niveles de energía de un simple átomo de hidrógeno a partir de la teoría Heisenberg. A finales de 1925, algunos problemas que aguardaban solución desde hacía mucho tiempo habían quedado resueltos por Heisenberg y sus colaboradores, que habían eludido la teoría de Bohr. La versión «matricial» de la mecánica cuántica parecía prometer grandes avances.

La educación híbrida de Heisenberg fue, sin duda, una de las causas de su desafiante y revolucionaria aproximación a la física atómica. Menos de un año después de entrar en la universidad escribió su primer artículo, en el cual renunciaba a la seguridad de las reglas que trasladaban los resultados de la física de Newton a la física cuántica —el método aceptado entonces— y adoptaba un modelo ya en cierto modo de acuerdo con las ideas cuánticas. Como uno de sus colegas diría después, «una maravillosa combinación de profunda intuición y virtuosismo formal inspiró a Heisenberg concepciones de una enorme brillantez».

En aquellos momentos, Schrödinger perseguía, como era su costumbre, gran variedad de intereses. Junto a investigaciones sobre la relatividad general, llevaba estudiando desde 1917 la percepción de los colores. Además, se interesaba por ciertos temas relativos al sonido y a los medios elásticos, lo que le condujo a investigar la teoría de ondas, que en breve tiempo le iba a resultar tan útil.

En el terreno personal, Schrödinger vivía en Zurich con Annemarie, su esposa desde hacía cinco años, conocida cariñosamente como Anny. Vivían en una versión suavizada y «a la suiza» de la cultura bohemia de Weimar que tanto escandalizaba a los alemanes conservadores y nacionalistas: el tormentoso, sexual y ambiguo mundo que solemos asociar con Marlene Dietrich y el arte expresionista. La reacción violenta a ese ambiente liberal la personificaban Hitler y su Partido Nazi, cuyo imparable ascenso hizo reconsiderar a Schrödinger, en 1927, la idea de abandonar Zurich y aceptar el puesto de Planck en Berlín. El matrimonio estaba ensombrecido, por una parte, por la incapacidad de Anny para concebir el hijo que tanto deseaba Erwin y, por otra, por las continuas infidelidades del físico. Constituían una singular pareja. Anny había sacrificado sus intereses intelectuales para dedicarse en cuerpo y alma a su marido. Cuando la pasión se enfrió —lo cual tuvo lugar cuando apenas llevaban un año de casados— cada uno buscó el sexo por su lado, si bien permanecieron unidos tratándose el uno al otro como amigos. Como Anny comentaría años más tarde, «sé que es más fácil vivir con un canario que con un caballo de carreras, pero yo prefiero el caballo». Schrödinger no tuvo un solo amigo íntimo (varón) en toda su vida. Su gusto en el vestir y su intensa vena romántica se alimentaron también de su pasión por el teatro.

A partir de argumentos basados en la teoría de la relatividad, Louis de Broglie sugirió en 1923 que los electrones podían ser también ondas, en contra de la opinión general que los consideraba exclusivamente partículas. Einstein reconoció la importancia de las observaciones de De Broglie y, a su vez, basó en ellas sus investigaciones sobre la teoría de gases. Einstein estaba entusiasmado y escribió a un colega que De Broglie «había desvelado una esquina del gran secreto». Pero De Broglie y Einstein sólo representaron una parte de la inspiración que animó a Schrödinger en su orgía creativa, tal como explicaba en el tercero de los artículos publicados en la primavera de 1926:

«Mi Teoría se ha inspirado en el artículo de L. De Broglie publicado en Ann. de Physique (10) 3, pág. 22, 1925 (Thèses, París, 1924) y en comentarios breves e incompletos de A. Einstein, publicados en Berl. Ber. (1925) pp. 9 y sig. Hasta donde conozco, no tengo relación genética alguna con Heisenberg. Conozco su teoría, por supuesto, pero producen cierto rechazo en mí (por no decir repulsión) sus métodos de álgebra trascendental, que me parecen harto difíciles, y la ausencia de visualizabilidad».[55]

El sentido estético al que Schrödinger alude indirectamente aquí es una preferencia por una matemática más asequible y menos desagradable que el «álgebra trascendental» (las matrices) de Heisenberg y que, además, permita visualizar los procesos atómicos. Este punto se clarifica a continuación.

En clave más objetiva, una de las principales críticas de Schrödinger a la mecánica cuántica de Heisenberg es que le parecía «extraordinariamente difícil» abordar procesos tales como los fenómenos de colisión desde la óptica de una «teoría del conocimiento» en la que «se renuncia a la intuición y se opera sólo con conceptos abstractos, tales como probabilidades de transición, niveles de energía y similares». De hecho, en la formulación realizada por Heisenberg durante 1925-1926 solamente era posible calcular niveles de energía del átomo, es decir, trabajar sólo con electrones ligados a átomos. Por otra parte, el concepto de abstracto es relativo: Bohr, Heisenberg y Pauli consideraban que los niveles de energía «y similares» eran completamente concretos. En 1926, Schrödinger admitía la existencia de «cosas» que no pueden ser comprendidas mediante nuestras «formas de pensar», y que pueden no tener una descripción espaciotemporal newtoniana pero, «desde el punto de vista filosófico», estaba seguro de que «la estructura del átomo» no pertenecía a esta categoría.[56]

En cualquier caso, al igual que Heisenberg y otros físicos de la época, Schrödinger se dio cuenta de que los modelos visuales tomados tal cual del mundo de la percepción sensorial no eran adecuados. Prescindiendo por completo de ellos, Heisenberg basó su mecánica cuántica en partículas que no se podían visualizar. Schrödinger buscó un modo de visualizar electrones que fuera distinto del que los científicos se habían acostumbrado a utilizar cuando pensaban en el átomo, es decir, como partículas. Se dio cuenta de que ese nuevo modo podía derivarse de las observaciones de De Broglie y decidió explorarlo. Tal vez era una simple cuestión de estética, pero se trata de una opción más a la hora de construir una teoría. Partiendo de la revolucionaria idea de De Broglie, según la cual los electrones pueden ser ondas a la vez que partículas, Schrödinger aplicó la hipótesis a los electrones del átomo.

La idea básica de Schrödinger fue formular una teoría en la que los electrones atómicos semejaban cuerdas vibrantes sujetas por ambos extremos. El modo en el que vibra la cuerda es un indicador de la energía del electrón. Este tipo de teoría de ondas evita también los saltos cuánticos. Las transiciones atómicas tenían lugar en la forma de ondas que representaban la densidad de carga del electrón rodeando el núcleo y reduciendo o incrementando su radio para pasar de un estado permitido a otro.

Examinemos una particularización de las ideas de Schrödinger para el átomo más simple de todos, el constituido por un único electrón que órbita en torno al núcleo —el átomo de hidrógeno—. A modo de experimento mental, consideremos ese electrón como una cuerda sujeta por ambos extremos, es decir, ligada al átomo de hidrógeno. Cuando la cuerda vibra con la energía mínima como si fuera una onda estacionaria, hay exactamente media longitud de onda entre los extremos. Para el siguiente nivel de energía habrá dos medias longitudes de onda, en el que viene a continuación, tres, y así sucesivamente. La idea es que cada configuración de la cuerda vibrante corresponde a una energía concreta, o valor propio, de la cuerda.

Al aplicar la ecuación de Schrödinger al átomo de hidrógeno obtenemos el mismo tipo de relación entre niveles de energía y funciones de onda permitidas. La ecuación predice los posibles valores (o niveles) de energía que un electrón puede adoptar (representados por E), junto a las denominadas funciones de onda que describen su comportamiento (simbolizadas por la letra griega Ψ, psi). La ecuación dice:

La letra Ĥ representa la expresión matemática (conocida técnicamente como operador) que simboliza la energía total del átomo. Tras efectuar los cálculos, se obtiene un conjunto de niveles de energía, a cada uno de los cuales le corresponde al menos una función de onda.[57]

Lo más sorprendente es que esta simple operación matemática predecía exactamente los niveles correctos de energía para el átomo de hidrógeno, reproduciendo el éxito del modelo planetario de Bohr. Pero ¿cómo debemos visualizar los electrones atómicos en el modelo de Schrödinger? Ahí está la dificultad. Schrödinger imaginaba los electrones del átomo como nubes de carga eléctrica, cuya distribución espacial está implícita en la función de onda.

Un importante problema al que Schrödinger tuvo que enfrentarse al escribir su ecuación es que ésta se halla en desacuerdo con la teoría especial de la relatividad. Básicamente, la ecuación es inconsistente con las líneas maestras del principio de relatividad einsteniano, según el cual toda ecuación debía adoptar una forma matemática que le permita incluir medidas realizadas en sistemas que se muevan a altas velocidades, próximas a la de la luz. Lo cierto es que Schrödinger probó inicialmente una aproximación relativista, pero no tuvo éxito. Insertó los resultados de De Broglie en la ecuación relativista que liga energía, masa y momento y, después, particularizó la fórmula para la referencia de todas las teorías cuánticas, el átomo de hidrógeno, con objeto de calcular su espectro de valores energéticos. Fracasó, debido a que su ecuación relativista no incluía el espín del electrón, una propiedad que apenas se comenzaba a entender en aquella época. Por otra parte, Schrödinger encontró que una versión no relativista daba lugar a resultados que concordaban con las observaciones. El problema quedaría superado en 1928, cuando el teórico inglés Paul Dirac propuso una ecuación cuántica para el comportamiento del electrón que era consistente con la relatividad especial. Esta ecuación explicaba de manera natural por qué el electrón tiene espín.[58] Recordando el episodio, Dirac escribió que Schrödinger debería haber insistido con la ecuación relativista, ya que, en su opinión: «Es más importante que una ecuación sea bella que el hecho de que concuerde con los experimentos».[59]

¿Cómo dedujo Schrödinger su ecuación? Las deducciones que Schrödinger presentó en sus artículos no eran, de hecho, deducciones, sino argumentos de plausibilidad: sabía de antemano adonde quería llegar. En realidad, la ecuación de Schrödinger debería ser considerada un axioma, es decir, no deducible: su validez proviene de las soluciones correctas que proporciona a ciertos problemas, tales como el espectro del átomo de hidrógeno, algo que Schrödinger despachaba en pocas páginas —frente a las piruetas matemáticas de Pauli con la mecánica cuántica de Heisenberg.

Schrödinger continuaba demostrando la equivalencia matemática entre la mecánica ondulatoria y la mecánica cuántica, y empleaba el resultado para justificar su desdén hacia esta última: al hablar de teorías atómicas «podía, sin duda alguna, hacerlo en singular».[60] Para Schrödinger, sic transit la mecánica cuántica. Pero ¿qué clase de escenario ofrecía él? Schrödinger mantenía que, frente al equívoco sistema solar en miniatura de Bohr, más valía no ofrecer modelo visual alguno; en este sentido, era preferible la mecánica cuántica, debido precisamente a su «ausencia total de visualización». Pero ello contradecía el punto de vista filosófico de Schrödinger, quien argumentaba que la función de onda de, por ejemplo, el electrón en el átomo de hidrógeno tenía relación con la distribución de la carga eléctrica de ese electrón alrededor del núcleo. La argumentación de Schrödinger, sin embargo, resultó ser incorrecta, tal como Heisenberg demostró en 1927: en general, las ondas que representan al electrón no permanecen localizadas, es decir, no se mantienen juntas.[61] En cualquier caso, el propio Schrödinger había admitido desde el principio que su representación visual no era aplicable a sistemas que contuvieran más de un electrón. El motivo era que la función de onda que representa a un único electrón podía ser visualizada como una onda en tres dimensiones, ya que dependía de la posición del electrón en un espacio tridimensional, mientras que la función de onda para un sistema con, por ejemplo, dos electrones tenía tres más tres, es decir, seis dimensiones, algo que está fuera de nuestro alcance visualizar.

El estado de la mecánica cuántica en la primera mitad de 1926 podría ser resumido así: No había existido ninguna teoría atómica adecuada hasta junio de 1925, pero en aquel momento había dos y, en apariencia, completamente distintas. Aunque basada en el concepto de partícula, la teoría de Heisenberg renunciaba a toda visualización de la partícula en sí, su aparato matemático resultaba inusual y difícil de aplicar para los físicos y se apoyaba específicamente en discontinuidades. Pero la discontinuidad es anatema en la física de Newton y en la versión del electromagnetismo anterior a los cuantos, en la que todos los procesos tienen lugar de forma continua y son visualizados como ondas. En el polo opuesto, la mecánica ondulatoria de Schrödinger contemplaba la materia como si se tratara de ondas, ofrecía una representación visual del fenómeno atómico (si bien limitada a un único electrón) y era capaz de explicar las líneas espectrales discretas sin recurrir a los saltos cuánticos. El aparato matemático, más convencional, de la teoría de Schrödinger (basado en ecuaciones diferenciales) creó el marco para un descubrimiento en el ámbito del cálculo, soportado por la demostración de Schrödinger de que ambas teorías eran matemáticamente equivalentes.[62] La mecánica ondulatoria era del agrado de los físicos que se resistían a incorporar la discontinuidad a su ciencia y preferían una versión de la física atómica basada en una teoría similar a la newtoniana. Aunque las evidencias concluyentes de la dualidad onda-partícula de los electrones no llegarían hasta 1927, experimentos realizados en 1923 confirmaban ya la hipótesis de De Broglie, por lo que muchos físicos la habían empezado a aceptar. Como Einstein escribía a Schrödinger el 26 de abril de 1926: «Estoy convencido de que ha hecho usted un avance decisivo […], al igual que estoy convencido también de que la vía de Heisenberg […] es incorrecta».

El primer comentario de Heisenberg sobre la mecánica ondulatoria de Schrödinger del que se tiene noticia es una carta del 8 de junio de 1926 a su amigo y colega Pauli, en la que decía enfurecido: «Cuanto más examino los aspectos físicos de la teoría de Schrödinger, más me desagrada ésta. Lo que Schrödinger afirma acerca de la visualizabilidad de su teoría no es, probablemente, del todo correcto. En otras palabras, es mierda».

Durante ese difícil periodo de su vida profesional, Heisenberg fue especialmente franco con Pauli, quien a la sazón se hallaba en la Universidad de Hamburgo. Los intereses de Pauli eran muy amplios e incluso abarcaban temas esotéricos como la numerología y la cábala. Tampoco se privó de explorar el inframundo de la droga y el sexo de Hamburgo. A principios de los años treinta, Pauli se convirtió en seguidor del psicoanalista suizo Carl Jung. Ambos serían coautores de un libro en el que Pauli escribió un memorable análisis jungiano del gran astrónomo Johannes Kepler, un personaje no muy distinto de él en lo que a intereses extracientíficos se refiere.

Además de los ásperos comentarios en sus cartas a Pauli, Heisenberg pronto publicaría también sus opiniones, si bien en tono más mesurado. En un artículo de junio de 1926, escribía que, a pesar de que las interpretaciones físicas de ambas teorías diferían, su equivalencia matemática permitía dejar a un lado esas diferencias; por «conveniencia», utilizaría en sus cálculos la función de onda de Schrödinger, con la advertencia de que no cabía imponer sobre la teoría cuántica «imágenes intuitivas» del tipo de las de Schrödinger.[63]

Schrödinger y Heisenberg se encontraron por primera vez en julio de 1926 en Munich, ciudad en la que Arnold Sommerfeld había invitado a Schrödinger a dar dos conferencias sobre su nueva teoría. Sólo había sitio para estar de pie. Tras el segundo discurso, Heisenberg no se pudo contener más e inició un improvisado monólogo en el que atacaba la mecánica ondulatoria de Schrödinger por su aparente incapacidad para explicar el modo en que la radiación interacciona con la materia mediante saltos cuánticos. Ante las voces de protesta del público, el enojado presidente, un eminente físico muniqués, conminó a Heisenberg a que se sentara y guardara silencio. Más tarde, le diría a Heisenberg que su física «y, con ella, todas esas tonterías como los saltos cuánticos, se han acabado». Heisenberg quedó abatido; al parecer no era capaz de convencer a nadie sobre la validez de sus ideas. Pero siguió insistiendo y en agosto del mismo año Schrödinger comenzó a recibir cartas preocupadas de algunos colegas, en las que le preguntaban cómo se podían explicar ciertos efectos cuánticos sin recurrir a las discontinuidades. El propio Schrödinger comenzó a dudar.

La tensión entre la mecánica cuántica y la mecánica ondulatoria aumentó con la publicación, en julio de 1926, de los resultados obtenidos por el mentor de Heisenberg en la Universidad de Gotinga, Max Born (quien, por cierto, llegaría a ser citado en los libros de música pop por ser abuelo de Olivia Newton-John). A sus cuarenta y cinco años, el tímido y reservado Born era el director de una de las tres instituciones en las que Heisenberg estudiaba. (Los otros dos eran Sommerfeld, de la Universidad de Munich, y Bohr, de la de Copenhague). Heisenberg había descubierto su mecánica cuántica durante una temporada pasada fuera de Munich, en Gotinga. En el instituto de Born, los físicos estudiaban la naturaleza de los electrones como partículas observando su dispersión al colisionar con el átomo. Los electrones atómicos eran un tipo de problema físico muy diferente. Born estaba interesado en los electrones «libres», es decir, aquellos en los que la fuerza neta que actúa sobre ellos es nula. En aquel momento, ni la mecánica cuántica ni la mecánica ondulatoria se ocupaban de los electrones libres en su movimiento por el espacio.

Procedente del campo matemático, Born había dominado enseguida las sutilezas de las formulaciones de Schrödinger y Heisenberg, además de su contenido físico. Por ello, todos escuchaban con respeto cuando Born hablaba de las deficiencias de ambas teorías a la hora de explicar los experimentos de dispersión de electrones. Finalmente, Born decidió que hacían falta «nuevos conceptos» y que la mecánica ondulatoria sería su vehículo, ya que al menos permitía la posibilidad de algún tipo de metáfora visual.

Born hizo la extraordinaria propuesta de que la función de onda de Schrödinger no representaba ni la distribución de la carga del electrón alrededor del núcleo, ni un grupo de ondas de carga que se mueven por el espacio. En lugar de ello, la función de onda era una magnitud totalmente abstracta, en el sentido de que no admitía visualización alguna. No se obtenía a partir de ella una densidad de electricidad, sino algo que actuaba como si fuese una densidad —la densidad de probabilidad de que el electrón se halle en cierta región del espacio—. Esta sensacional premisa convertía la ecuación de Schrödinger en algo radicalmente nuevo, en un concepto nunca antes contemplado. Mientras las ecuaciones del movimiento newtonianas proporcionan la posición espacial de un sistema en cualquier instante, la de Schrödinger produce una función de onda, a partir de la cual se puede calcular una probabilidad. La ecuación de Schrödinger no nos dice el camino seguido por la partícula, sino el modo en que la probabilidad de detectarla varía con el tiempo. El objetivo de Born era, nada más y nada menos, asociar la función de onda de Schrödinger a la presencia de materia.

En el otoño de 1926, Heisenberg había llegado a odiar a Schrödinger no sólo porque su ecuación era empleada cada vez más —los celos profesionales no son por completo ajenos a las mentes creativas—, sino también debido a otro importante motivo que impactaba de lleno en lo más profundo de su programa de investigación. Como recordaría después, «Schrödinger trataba de retrotraemos a un lenguaje en el que teníamos que describir la naturaleza por “métodos intuitivos”. No lo podía admitir. Ésta era la razón por la que me incomodaban tanto los desarrollos de Schrödinger, a pesar de sus enormes éxitos.[64] Después de todo, su ecuación era muchísimo más sencilla de utilizar que la matemática implicada en mi mecánica cuántica». Heisenberg describía esos desarrollos como muy perturbadores para su «estado psicológico en aquella época».

En noviembre de 1926, Heisenberg publicó un artículo que llamó poco la atención, pero que, en sus propias palabras, «fue muy importante para mí».[65] Estaba escrito por un hombre airado y no citaba en ninguna parte la teoría de la dispersión de Born, pero criticaba duramente a Schrödinger. Heisenberg demostraba que una interpretación en términos de probabilidad sólo puede ser entendida si existen los saltos cuánticos, es decir, las discontinuidades. El principal objeto del artículo de Heisenberg era demostrar que las probabilidades implican la existencia de fenómenos discontinuos, lo que a su vez requiere la presencia de partículas, las cuales, al fin y al cabo, no son sino discontinuidades en la estructura de la naturaleza. Con ello, Heisenberg apostaba firmemente a favor del punto de vista corpuscular y, como consecuencia, en contra de la mecánica ondulatoria de Schrödinger.

En posteriores artículos, Heisenberg subrayaba que los fenómenos que tienen lugar en los diminutos volúmenes del mundo subatómico contradicen nuestra intuición. Con ello pretendía decir que, al contrario de lo que afirmaba Schrödinger, es engañoso aplicar al átomo conceptos extraídos de nuestra percepción diaria, tales como «onda» o «partícula». Fenómenos tales como la dualidad onda-partícula de la luz, enunciada por primera vez por Einstein en 1909, o la dualidad onda-partícula del electrón, propuesta por De Broglie en 1923, son antiintuitivos e inimaginables. ¿Cómo una cosa puede ser continua y discontinua a la vez? Por esta razón, los físicos tardaron en aceptar los cuantos de luz de Einstein. Su principal argumento, establecido por Planck en 1910, era que cuando la luz atravesaba un material dotado de franjas alternativamente opacas y transparentes (conocido como retícula de difracción), se comportaba como las ondas de agua, produciendo un patrón de luces y sombras que variaban suave y continuamente, algo que no era posible explicar si se asumía que la luz estaba formada por partículas. Esta objeción fundamental sólo quedaría resuelta en 1927, cuando Born propuso su interpretación de la función de onda, en la que explicaba esos patrones de difracción en términos de millones de diminutos impactos de partículas individuales de luz. Para muchos físicos, no obstante, la mezcla de elementos corpusculares y ondulatorios en la explicación seguía siendo problemática.

Al igual que el modelo corpuscular para la luz, el modelo ondulatorio del electrón, propuesto por De Broglie en 1923, fue mal acogido al principio. Los físicos aceptaron finalmente la dualidad onda-partícula del electrón gracias a ciertas evidencias experimentales que surgieron aquel mismo año, pero los resultados concluyentes no llegarían hasta 1927. Las primeras evidencias de la existencia de los cuantos de luz aparecieron también en 1923, pero la persona que realizó los experimentos, Arthur Compton, no se creyó los resultados. Su principal objeción provenía de la relación entre la energía del cuanto de luz (que, al fin y al cabo, era una partícula y, como tal, debía estar localizada) y su longitud de onda (que no lo estaba). ¿Cómo podían verse vinculadas dos magnitudes tan diferentes? ¿No era como tratar de relacionar un pez con una piedra? La naturaleza ondulatoria del electrón, que en 1927 ya era aceptada sin discusión, no perturbó a los físicos tanto como ese ataque a la sacrosanta representación de la luz como una onda.

Tanto para Heisenberg como para Schrödinger, el objetivo último de la teoría cuántica consistía, tal como admitía el primero, en explorar la «clase de realidad» que subyacía en el mundo atómico. La física se convertía así en una rama de la metafísica, debido, ni más ni menos, a que aspiraba a comprender la naturaleza de la realidad física. Heisenberg asumía el hecho en su clásico artículo de 1927, titulado «Sobre la componente intuitiva de la mecánica y la cinemática en la teoría cuántica» y conocido también como el artículo del «principio de incertidumbre».[66] El término «intuitivo» en el título subraya que este concepto fundamental tiene que ser redefinido a nivel atómico. Heisenberg deja claro enseguida que un aspecto clave a la hora de abordar la mecánica cuántica es el significado de ciertos términos cuando son extrapolados al dominio del átomo: «El presente artículo establece definiciones exactas de los conceptos: posición, velocidad, energía, etc. (p. ej., de un electrón)». Heisenberg insiste en que es la propia interpretación de la mecánica cuántica lo que está en juego: «Hasta ahora, la interpretación intuitiva de la mecánica cuántica está llena de contradicciones internas que se hacen evidentes cuando se debate sobre continuidad y discontinuidad o sobre ondas y partículas». Una nueva interpretación intuitiva de la teoría atómica, llena de imágenes visuales, se derivaría, según él, de sus ecuaciones y estaría basada en el «principio de incertidumbre». Esto se traduce en que, a diferencia de la física clásica, en el dominio atómico las incertidumbres en las medidas de posición y momento no se pueden reducir a cero a la vez. El producto de ambas es una cantidad extremadamente pequeña, pero no nula. En otras palabras, cuanto más precisa sea la medida de la posición de una partícula, con menos exactitud se podrá determinar su momento, y viceversa.

Heisenberg logró dar a sus ideas una forma matemática precisa. Utilizó el concepto de incertidumbre o «indeterminación», la «imprecisión en el conocimiento» de las medidas simultáneas de posición y momento (para las situaciones que consideraba, el momento p = masa × velocidad). Representando la incertidumbre en posición mediante Δx (delta x) y la incertidumbre en momento como Δp (delta p), la relación de Heisenberg dice que el producto ΔxΔp vale al menos h/(2π), donde h es la constante de Planck (6,6 × 10−34 julios × segundo).[67] Dejando aparte sus quizá poco usuales unidades, lo cierto es que aunque diminuta, la constante de Planck no vale cero. Ésta es la razón por la que, de acuerdo con el principio de incertidumbre, cuanto mayor sea la precisión con la que midamos la posición de una partícula en un instante dado, peor conoceremos su momento en ese mismo instante. El hecho es contrario al sentido común y a la idea intuitiva en la física de Newton de que no hay razón que impida conocer en cualquier momento y con la precisión deseada tanto dónde se encuentra una partícula como a qué velocidad se mueve. Según Newton, la exactitud con la que conocemos la posición de una manzana al caer no debería, en principio, tener nada que ver con la precisión con la que sabemos su velocidad al mismo tiempo.

Tras demostrar que las discontinuidades y una representación de las partículas resultaban esenciales en cualquier nueva teoría atómica y que las imágenes que proponía Schrödinger, tomadas de los fenómenos conocidos, eran insuficientes, Heisenberg se ocupaba de responder a las alusiones hechas por aquél en su tercera comunicación de 1926. Lo hacía en una nota a pie de página, como una ocurrencia de última hora. Recordaba el comentario de Schrödinger sobre la versión matricial de la mecánica cuántica en el sentido de que era una teoría «amedrentadora y hasta repulsiva por antiintuitiva y en exceso abstracta», y continuaba haciendo un elogio de doble filo a su rival por haber formulado una teoría que podía no llegar a ser suficientemente estimada debido a que permitía una «penetración matemática de las leyes de la mecánica cuántica». No obstante, seguía Heisenberg, en su «opinión», una «intuitividad popular» apartaba a los científicos del «camino recto» a la hora de abordar los problemas físicos.

En esa época estaba claro que Schrödinger no tenía intención de polemizar por escrito, pero en privado persistía en la idea de que era posible una imagen ondulatoria de las partículas elementales, sin probabilidades y sin saltos cuánticos. El 4 de octubre de 1927, Schrödinger llegaba al instituto de Bohr en Copenhague para dar una conferencia sobre su teoría. Heisenberg recordaba lo sucedido de este modo:

«Las discusiones entre Bohr y Schrödinger comenzaron en la propia estación de ferrocarril y continuaron todos los días desde primera hora de la mañana hasta avanzada la noche. Schrödinger se alojaba en casa de Bohr, así que no había nada que interrumpiera sus conversaciones. Y aunque Bohr normalmente era muy amable y considerado en su trato con la gente, me sorprendió esta vez que se comportara como un fanático intransigente, alguien incapaz de hacer la menor concesión o de aceptar la remota posibilidad de estar equivocado. Es difícil describir cuán apasionados fueron los diálogos y hasta qué punto arraigaban en lo más profundo de las convicciones de ambos, un hecho que se traslucía en cada una de sus palabras».[68]

Al analizar diversos modos en los que el electrón podía efectuar transiciones atómicas, Schrödinger concluyó: «La idea de los saltos cuánticos es pura fantasía». La respuesta de Bohr fue simplemente: «Tiene usted razón. Pero esto no demuestra que los saltos cuánticos no existan. Sólo prueba que no podemos visualizarlos».[69] Uno de los argumentos finales de Schrödinger fue que «si todos esos condenados saltos cuánticos estuvieran realmente ahí, lamentaría haber tenido alguna vez que ver con la teoría cuántica».[70] A estas alturas, la tensión había hecho que Schrödinger cayera enfermo y tuviera que guardar reposo. La esposa de Bohr se ocupó amablemente de él; sin embargo. Bohr se sentó junto al lecho e, implacable, continuó: «En cualquier caso, debe admitir que…».[71] Schrödinger se negó a dar su brazo a torcer. Continuaba creyendo que los procesos atómicos podían ser visualizados mediante imágenes tradicionales, convenientemente retocadas. Pero Bohr era de otra opinión y se había interesado cada vez más por el principio de incertidumbre de Heisenberg, el cual indicaba que las ecuaciones de la mecánica cuántica abrirían camino a unos modelos visuales completamente nuevos. Tras cerrar un círculo, la física había regresado al punto de vista platónico, dos mil años atrás, cuando las matemáticas eran la guía hacia lo que constituye la realidad física.

La ecuación de Schrödinger resultó tener una enorme gama de aplicaciones. En el campo de la química, dio pie al nacimiento de una nueva rama, la química cuántica, que estudia los enlaces entre átomos y cuestiones tan complejas como el enlace molecular y la reactividad química. El primer éxito de la ecuación en esta área fue la descripción del enlace de la molécula de hidrógeno realizada en 1927 por Walther Heitler y Fritz London. Este tipo de problemas eran, por supuesto, imposibles de abordar siquiera con la vieja teoría atómica de Bohr. La solución se basaba en otro de los espectaculares hallazgos de Heisenberg, quien en 1926 había deducido el espectro del átomo de helio, una cuestión insoluble en el marco de la teoría de Bohr. El aspecto más notable del descubrimiento era que, según la teoría cuántica, las partículas se podían atraer unas a otras mediante un intercambio extremadamente rápido de sus posiciones. Este fenómeno era la base de la teoría de Heitler y London, y también supondría la clave de la primera teoría sobre la fuerza que mantiene unido el núcleo, que el propio Heisenberg formuló en 1932.

La ecuación de Schrödinger puede ser utilizada también para estudiar el modo en que los elementos químicos reaccionan a nivel molecular; algo que es extremadamente difícil —cuando no imposible— observar experimentalmente con detalle. La función de onda de cada molécula es muy compleja: ha de tener en cuenta tanto las posiciones relativas como las interacciones de todas las partículas que la constituyen. Computar a mano esas funciones a partir de la ecuación de Schrödinger es casi imposible; por este motivo, el cálculo de esas funciones de onda y la comprensión de los procesos químicos a nivel molecular han ido parejos al desarrollo de los ordenadores —imprescindibles en este terreno— desde finales de los años setenta. Todo lo cual ha obtenido como fruto un avance en casi todas las ramas de la química, desde la producción de nuevos fármacos hasta el estudio de la atmósfera terrestre.

El ámbito de la ecuación de Schrödinger no se limita a los dominios atómico y subatómico. Sirve también para explicar algunos extraordinarios efectos que observamos a mayor escala, por ejemplo, la superconductividad y la superfluidez. Los superconductores son materiales especiales cuya resistencia eléctrica se reduce bruscamente a cero cuando la temperatura desciende por debajo de un valor crítico que, por lo general, es inferior a −250 °C, una temperatura extremadamente baja incluso respecto al más frío de los entornos naturales. Dichos materiales poseen un gran número de cualidades extraordinarias, entre las que cabe destacar la generación de campos magnéticos como consecuencia de la superconducción. El fenómeno de la superfluidez es igualmente enigmático. Sólo tiene lugar en el helio líquido a temperaturas extremadamente bajas, momento en el que se producen cosas muy extrañas: fluye prácticamente sin viscosidad y puede incluso ascender por las paredes del recipiente que lo contiene, desbordándolo. Lo más notable es que tanto la superconductividad como la superfluidez pueden ser analizadas teóricamente aplicando la ecuación de Schrödinger a las moléculas y átomos que constituyen el material.

Además de desempeñar un papel importante en la física y en la química, la ecuación de Schrödinger se ha convertido en objeto de reflexión filosófica. Consideremos el denominado problema de la medida. Mientras en la física clásica podemos ignorar la interacción entre el aparato de medida y el sistema bajo observación, en la teoría cuántica esto no es así. Pensemos, por ejemplo, en el experimento siguiente. Deseamos medir la posición de una canica que cae, lo cual puede realizarse, entre otros métodos, mediante una fotografía. El proceso implica iluminar la canica y recoger la luz que ésta refleja en una placa fotográfica. El hecho de que la canica sea bombardeada con cuantos de luz no produce efecto apreciable alguno sobre el resultado. En la práctica, la posición, la velocidad e, incluso, el momento de la canica pueden ser determinados simultáneamente con la precisión que se desee.

Pero ¿qué ocurre si la canica es un electrón? Según la mecánica ondulatoria, el electrón que cae puede estar en cualquier sitio, ya que su función de onda se halla esparcida por todo el espacio; por el contrario, la canica se encuentra localizada desde el principio.[72] Está claro que la pregunta «¿Cuál es la posición del electrón?» no tiene verdadero sentido hasta que realmente se realice una medida, una fotografía en este caso. Fotografiar el electrón significa iluminarlo con al menos un cuanto de luz, el cual forma parte del sistema de medida. La interacción de ese único cuanto de luz con el electrón ubica a éste en un instante determinado. Este hecho es conocido como «colapso de la función de onda», porque la interacción entre el sistema de medida (el cuanto de luz) y el sistema observado (el electrón) reduce la función de onda, previamente extendida, de este último a una región concreta del espacio. En otras palabras, de todas las posiciones posibles que el electrón puede adoptar cuando la función de onda se halla esparcida en el espacio, el proceso de medida selecciona una sola. El estado del electrón, por lo tanto, cambia irreversiblemente de encontrarse en potencia en cualquier parte a hallarse con certeza en un lugar concreto. El principio de incertidumbre nos dice que el coste es una enorme indeterminación en el momento del electrón. Uno de los enigmas aún no resueltos en la teoría cuántica es lo que le sucede a la función de onda de un electrón (o de cualquier otra partícula) durante una medida. Antes de realizar ésta, el electrón es una combinación de varios estados cuánticos, pero, según la tradición cuántica, el mero acto de medir sitúa el electrón en un estado particular. ¿Qué mecanismo subyace detrás de esto? Frente a dicha cuestión trascendental, tanto la de Schrödinger como otras ecuaciones fundamentales guardan un respetuoso silencio.[73]

Hay una curiosa fotografía de los galardonados con el Premio Nobel en 1933, tomada en la estación de ferrocarril de Estocolmo. Dirac aparece a la derecha de Heisenberg y Schrödinger, a su izquierda. Dirac y Heisenberg visten indumentaria formal y llevan abrigo. En la mayoría de las fotografías, Heisenberg aparece sonriente o en una pose digna y seria, pero aquí semeja apartarse de Schrödinger con aire casi de disgusto. Schrödinger es el único de los tres que sonríe y parece estar en su salsa. Viste a la última moda: pantalones bombachos y calcetines largos, una informal cazadora de ancho cuello de piel y su inseparable pajarita. Otra memorable fotografía en la que están presentes ambos adversarios también nos habla de sus estilos tan radicalmente distintos. Corresponde a un encuentro anual de físicos, la Conferencia Solvay celebrada en Bruselas en 1933. Como era habitual en estas fotos, los asistentes de mayor edad aparecían sentados y los más jóvenes, de pie. Por orden, estos últimos van ocupando asientos. En este retrato, Schrödinger está sentado y Heisenberg se queda de pie casi exactamente detrás de él.

Aunque muchos físicos consideran que la teoría cuántica es un libro cerrado, aún existen algunos puntos fundamentales que permanecen sin resolver y la mayor parte de ellos provienen de la ecuación de Schrödinger. Éste escribía a Einstein el 23 de marzo de 1936 acerca de su reciente encuentro con Bohr en Londres: «Me pareció bien que trataran de atraerme al punto de vista de Bohr-Heisenberg de una forma tan amigable. […] Le dije a Bohr que me encantaría que pudieran convencerme y que me quedaría mucho más tranquilo si lo lograban».[74] Bohr nunca lo consiguió,[75] y en lugar de ello, optó por dejar de lado a Schrödinger.

La frontera en el conflicto entre ondas y partículas quedó rápida y claramente establecida. Las cosas parecieron ir bien para la causa de Schrödinger durante algún tiempo hasta que, en el invierno de 1926, Bohr convocó a Heisenberg a Copenhague para debatir las bases de la física cuántica. Sus deliberaciones ocuparon casi todo el año siguiente. Durante ese tiempo, ambos elaboraron lo que hoy se conoce como interpretación de Copenhague, un enfoque que hace énfasis en las probabilidades, las discontinuidades y el colapso de la función de onda, conceptos que eran anatema para Schrödinger. Pero éste no presentó batalla. Schrödinger no se enfrentó a ellos ni por escrito ni en la famosa Conferencia Solvay de 1927, y dejó que fuera Einstein, nada menos, quien mantuviera la bandera en alto. Pero Einstein tampoco se entendió con Bohr y compañía, a pesar de algunas contrapropuestas ingeniosas. Esta guerra se prolongó durante un año. Mientras que Schrödinger nunca acabó realizando otro gran descubrimiento antes o después del de la ecuación que lleva su nombre, Heisenberg ya había cosechado varios éxitos notables antes de junio de 1925 y realizaría otros importantes trabajos hasta mediados de los años treinta. Sería siempre alguien a tener en cuenta; en el panteón de los físicos ilustres del siglo XX, Heisenberg sólo tendría por encima a Einstein.

Ironías del destino, aunque Heisenberg venció en la batalla y quedó convencido de haber ganado la guerra, la ecuación de Schrödinger se utiliza con mucha mayor frecuencia que la versión heisenbergiana de la física atómica. Y esto es así a pesar de que la ecuación de Schrödinger es incompatible con la relatividad, algo que no tiene repercusión en las aplicaciones prácticas (lo cual es chocante, ya que muchas de esas aplicaciones involucran cuantos que viajan a ninguna parte a velocidades próximas a la de la luz). Por su parte, el formalismo matricial de Heisenberg encontró su lugar en áreas profundamente teóricas, tales como la teoría cuántica de campos, dentro de la física de las partículas elementales.

Lo que siempre me ha parecido más fascinante de la disputa entre Heisenberg y Schrödinger es que, en el fondo, se trataba de una elección estética. En principio, ambas versiones de la física atómica concordaban con todos los datos experimentales disponibles sobre el átomo de hidrógeno, y eran fundamentalmente equivalentes en el sentido de que hacían los mismos razonamientos, por ejemplo, para el átomo de helio. Ambos físicos defendían apasionadamente su punto de vista sobre la naturaleza. En este sentido, el gran mérito de Bohr consistió en introducir una tercera estética. Ni Heisenberg ni Schrödinger se planteaban la idea de la dualidad onda-partícula en la luz y en la materia. Bohr aportó la idea de que ondas y partículas debían ser consideradas a la vez, mediante una interpretación adecuada de la ecuación de onda de Schrödinger, algo que ya había realizado Born.

El que existan dos enfoques de la física del átomo no debería sorprendernos, ya que en nuestro mundo de percepciones las cosas siempre se dan por parejas: partículas y ondas, ying y yang, blanco y negro, sí y no, amor y odio, luz y oscuridad; no existen los quizás intrínsecos, como en el dominio atómico. Sólo mediante la abstracción, a través de la concepción y no de la percepción, podemos ascender a un plano más elevado y apreciar el poder de la ambigüedad. Se trata de algo, por lo general, incómodo para el día a día, en el que sistemáticamente intentamos resolver situaciones ambiguas mediante la decisión, regresando de nuevo al familiar terreno de esto o lo otro. Como Einstein y Picasso demostraron en la primera década del siglo XX, la ambigüedad es la clave para descubrir representaciones de la naturaleza que están más allá de la superficial apariencia. La vista puede engañar, tal como Einstein descubrió en la física y Picasso en el arte. En la teoría de la relatividad de 1905, el espacio y el tiempo son relativos y cada observador los interpreta de distinta manera. Por ejemplo, dos sucesos que ocurren al mismo tiempo para un observador no serán simultáneos para otro que se halle en movimiento relativo al primero. En el gran óleo de 1907 Les demoiselles d’Avignon, que constituiría el germen del cubismo del propio Picasso y del de Georges Braque, el pintor español descubre un modo de representar las figuras en el que en un mismo lienzo se muestran varias perspectivas a la vez.[76] A su manera, tanto Schrödinger como Heisenberg trasladaron la aventura de la abstracción al dominio atómico.

El crítico literario William Empson ha argumentado elocuentemente que las revelaciones de la teoría cuántica podrían también iluminar la literatura.[77] Antes de pasarse a la literatura en 1928, y siendo estudiante en Cambridge, Empson había estudiado matemáticas y tenía una buena formación en física. Desarrolló nuevas interpretaciones de la obra de Shakespeare, tratando de «unir la noción de probabilidad al objeto natural en vez de a la infalibilidad de la mente humana».[78] Empson abogaba por renovar el estudio de la literatura desde la perspectiva de una realidad alterada por la teoría cuántica. Así pues, Shakespeare no debía ser analizado en el modo «esto o aquello», sino centrando la atención en las ambigüedades, es decir, en el modo «todas las opciones», lo que podría sacar a la luz significados del texto ocultos hasta la fecha. Es posible que un texto tenga simultáneamente dos significados contradictorios, como en la dualidad onda-partícula. Uno de los ejemplos de Empson es la interpretación de un personaje tan complejo como Falstaff, alguien que debemos contemplar como la suma de dos aparentes opuestos: «la suprema expresión de la parodia y la idealización cómica de la libertad, alguien a la vez infame y trágicamente maltratado».[79] En opinión de Empson, el lector debería «tener en mente todo el espectro de significados que [Shakespeare] podría haber querido expresar y ponderarlos […] según sus probabilidades»,[80] al igual que el físico representa el estado de un átomo mediante funciones de onda.

Los conceptos de la teoría cuántica, con sus profundas abstracciones, impregnan en la actualidad cualquier aspecto de nuestras vidas. Han exigido que nos replanteemos una amplia gama de materias y transformemos nuestro conocimiento intuitivo de la naturaleza. Casi todos los físicos emplean la teoría cuántica a diario, aunque muy pocos se hayan parado a pensar sobre las sutilezas de su interpretación. Como una gran obra literaria, la teoría cuántica está abierta a multitud de interpretaciones. La mayor parte de los físicos no son conscientes de ello y asumen que lo que leen en los libros de teoría cuántica es una especie de catecismo. La actitud está tan arraigada que los autores ni se molestan ya en advertir que se basan en la interpretación de Copenhague, establecida en 1926-1927 por Bohr y Heisenberg. Como profesor de historia y filosofía de la física he observado que los alumnos más reflexivos son a quienes más sorprende e incómoda la teoría, pues esperan certezas en la exposición del texto y se topan con ambigüedades en la interpretación. John Bell, el físico que más ha profundizado en los cimientos de la teoría cuántica después de Bohr, Einstein y Heisenberg, decía que la teoría funcionaba bien «a efectos prácticos»,[81] pero recordaba que, no obstante, aún no se entendía en su totalidad la ecuación de Schrödinger. Como escribía el intuitivo físico Richard Feynman con su mordaz estilo: «Creo poder afirmar con seguridad que nadie comprende la mecánica cuántica».[82]