I

Festejamos las revoluciones cuando ya no son peligrosas.

Pierre Boulez,

13 de enero de 1989,

durante la conmemoración del bicentenario de la Revolución francesa

El siglo XX eligió entre sus celebridades a algunos personajes verdaderamente indignos, pero tuvo un exquisito gusto a la hora de escoger a su científico favorito. Albert Einstein, tan brillante en la identificación de problemas científicos a la vez que los resolvía, hizo más que ningún otro por el avance del conocimiento humano en el siglo científicamente más productivo de la historia. Lástima que su obra más revolucionaria permanezca hoy en día ampliamente ignorada.

Si se le pregunta al hombre de la calle cuál fue la más famosa contribución de Einstein a la ciencia, con toda certeza responderá que la teoría de la relatividad. Un trabajo brillante, sin duda, pero no revolucionario, como el propio Einstein solía subrayar. Partiendo de la obra de Newton y Galileo, Einstein produjo una nueva teoría del espacio, el tiempo y la materia que engranaba suavemente con las teorías de aquéllos. Sólo en un punto se había apartado radicalmente de sus predecesores: al proponer la extraordinaria idea de la energía de la luz.

El sentido común nos dice que la luz entra en nuestros ojos mediante un flujo continuo. A finales del siglo XIX, los científicos parecían confirmar esta idea intuitiva mediante su universalmente aceptado modelo de onda, según el cual la luz es transmitida suavemente, como la energía de las olas chapoteando en el muelle. Pero, como Einstein decía, «el sentido común es el conjunto de todos los prejuicios adquiridos antes de los dieciocho años». El gran físico afirmó en 1905, cuando trabajaba como examinador de patentes en Berna, que la idea era incorrecta y que la energía de la luz no se propagaba de forma continua, sino en cantidades discretas que denominó «cuantos». Poco después, se aventuró a especular que las energías de los átomos de un sólido estaban también cuantizadas —sólo eran posibles ciertos valores de energía—. Esta cuantización de la energía iba en contra del sentido común. La energía del movimiento de la manzana que había caído en el jardín de Newton parecía incrementarse gradualmente y no a saltos.

Einstein vio con mayor claridad que nadie que el mundo submicroscópico está lleno de cuantos: la naturaleza es básicamente granular, en vez de continua. Aunque en la época en la que llegó a estas conclusiones trabajaba solo, Einstein no lo consiguió por inspiración divina. Se basó en los artículos escritos por un físico veintiún años mayor que él, Max Planck, que por aquel entonces trabajaba en Berlín y era el decano de los físicos germanos. Planck había sido el primero en hablar de cuantos de energía a finales de 1900, aunque no está claro si era consciente de las implicaciones de la idea.

Cierta ecuación engañosamente simple inquietó de manera especial a los pioneros de la física cuántica. Escrita en primer lugar por Planck, pero interpretada en todo su alcance sólo años después por Einstein, la ecuación relaciona la energía E de un cuanto con su frecuencia, f: E = hf, donde h es una cantidad constante que acabaría recibiendo el nombre de su descubridor. La expresión se convirtió en la primera ecuación científica importante del nuevo siglo (el káiser Guillermo II había decretado que 1900 era el primer año del siglo XX y no el último del XIX). Los alumnos de instituto la aprenden hoy de memoria y sin quebradero de cabeza alguno, pero a los primeros físicos cuánticos les costó casi veinticinco años descifrar su significado. Durante ese tiempo, los trabajos de Einstein en torno a las ideas subyacentes en E = hf le condujeron a ser la primera persona en predecir la existencia de una partícula fundamental y, en unión de otros científicos, a poner las bases de una teoría cuántica totalmente articulada, la que posiblemente sea la idea científica más revolucionaria del siglo.

Albert Einstein y Max Planck dominan la historia de esta ecuación tan enormemente fecunda desde el punto de vista intelectual. A primera vista, ambos personajes eran muy distintos. Planck era alto, delgado y calvo, mientras que Einstein era fornido, de estatura ligeramente superior a la media y dotado de una resplandeciente melena. Planck era sociable con sus colegas, en tanto que Einstein mantenía cierta distancia intelectual con ellos. Planck era nacionalista; Einstein, declaradamente liberal y cosmopolita. Planck tenía inclinaciones políticas de derechas; Einstein, de izquierdas. Planck era un puntilloso administrador; Einstein huía en cuanto podía de los papeles. Planck era un hombre hogareño; la vida familiar de Einstein fue casi siempre anómala.

Pero también tenían muchas cosas en común. Los dos eran físicos teóricos, una raza de científicos relativamente nueva con un marcado interés por explicar la naturaleza en términos de principios universales. Adictos ambos al trabajo, valoraban cualquier nuevo resultado experimental, pero eran más felices trabajando en el laboratorio mental que alojaban sus cerebros. Los dos pensaban que los principios científicos existen con independencia del ser humano y que hay muchos otros principios que aguardan ser descubiertos. Como todos los buenos científicos, Planck y Einstein abordaban sus trabajos de una forma muy prudente. Eran muy cautelosos con los nuevos resultados experimentales, remisos a innovaciones que contradijeran las teorías establecidas y conscientes de que, para que una nueva teoría pueda ser tomada en serio, debe reproducir los éxitos de sus predecesoras e, idealmente, hacer ella misma nuevas predicciones.

Para ambos, la física era su primer amor y la música, el segundo. Einstein era ferviente admirador de Bach, Mozart y Haydn y le gustaba tocar el violín, que llevaba con él a todas partes. Las opiniones sobre la calidad de su técnica varían: según el gran pedagogo del instrumento Shinichi Suzuki, su sonido era «de una hermosa delicadeza», pero algún otro experto afirmó que Einstein «movía el arco como un leñador». Cualquiera que sea la verdad sobre sus dotes musicales, Einstein no era benévolo con los críticos: «Disfrutaba más con las disputas musicales que con las científicas», según afirmaba uno de sus conocidos. Planck era un músico mucho más refinado y afable, un pianista suficientemente bueno como para formar dúo con el genial violinista Joseph Joachim en sus últimos años. A Planck le gustaba la música de un buen amigo y colaborador de Joachim, Johannes Brahms, y también las de Bach y Schubert.

Al poner los cimientos de la teoría cuántica, Planck, Einstein y sus colegas se hallaban en la vanguardia del movimiento más amplio del modernismo, pues reinventaban conscientemente su propia materia de estudio y exploraban los métodos y límites de las técnicas clásicas.[12] En este sentido, eran como Igor Stravinsky en San Petersburgo, Virginia Woolf en Londres, Pablo Picasso en París o Antonio Gaudí en Barcelona. Pero, a diferencia de los artistas, Planck y Einstein eran modernistas a pesar de ellos mismos: no trataban de remover los cimientos de la ciencia como fin último. Mientras los artistas eran libres de crear nuevas formas para reemplazar las que parecían anticuadas, los científicos no tenían más remedio que crear nuevas teorías para sustituir las que habían demostrado ser irremediablemente defectuosas. Fue una minúscula pero inquietante disparidad entre la teoría y los experimentos lo que condujo a la revolución cuántica. La cuestión empezó a cocerse en algunos fogones de Berlín.

II

Berlín nunca ha sido un destino preferente para los finos gourmets. Éstos admiten, no obstante, que en la actualidad al menos es posible tomar un café exprés decente en alguna de las cafeterías Einstein® esparcidas por la ciudad. Aunque el nombre de esos pulcros establecimientos no se deba al gran científico, los rótulos de sus fachadas nos recuerdan el tiempo, hace un siglo, en el que Berlín no sólo era la ciudad europea más rica y de crecimiento más rápido,[13] sino la capital mundial de la física.

Poco antes de que concluyera la guerra franco-prusiana en 1871, Bismarck convirtió Berlín en la capital del victorioso nuevo Reich. Algunos de los más grandes experimentadores del mundo vivían en esta ciudad, un suculento guiso cultural desde los días de gloria del erudito déspota prusiano Federico el Grande, un siglo atrás. Berlín era también el cuartel general de una élite de físicos teóricos, miembros de una nueva disciplina que los experimentadores más prestigiosos habían comenzado a emplear a finales de la década de 1860 para enseñar las teorías, abrumadoramente matemáticas, que cada vez estaban más en boga. La comunidad se hallaba, en un principio, formada exclusivamente por hombres, y sólo fue a partir del verano de 1908 que las universidades de Berlín comenzaron a admitir a mujeres.[14] Un siglo después, el panorama había cambiado poco: la inmensa mayoría de los físicos teóricos continuaba estando constituida por hombres.

Miembro destacado de la nueva comunidad científica berlinesa, Planck concibió el concepto de cuanto de energía y escribió la ecuación E = hf. Para comprender la obra de Planck, necesitamos examinar dos grandes teorías que cautivaron la imaginación de los físicos en la segunda mitad del siglo XIX. La primera consiste en el tratamiento matemático unificado de la electricidad, el magnetismo y la óptica, establecido en 1864 por James Clerk Maxwell, un brillante y versátil físico escocés. Mediante el conjunto de ecuaciones que lleva su nombre, Maxwell demostró que la luz visible es una onda electromagnética que viaja a través de un omnipresente éter, de manera similar a como las ondas sonoras se propagan en el aire. Como toda onda, la electromagnética posee una longitud de onda y su correspondiente frecuencia. La longitud de onda es simplemente la distancia entre dos picos consecutivos, y la frecuencia, el número de veces que la onda oscila arriba y abajo cada segundo. En el extremo rojo del espectro, las ondas de luz tienen una longitud de onda de siete diezmilésimas de milímetro y se mueven arriba y abajo 430 billones de veces por segundo, mientras que en el extremo violeta la longitud de onda es más corta y la frecuencia, más alta. La teoría de Maxwell explicaba correctamente por qué existen ondas electromagnéticas fuera del espectro visible, con frecuencias más altas o más bajas. La luz es, simplemente, una parte del espectro de radiación electromagnética.

Otro de los muchos intereses de Maxwell era la termodinámica, la segunda gran teoría física que alcanzó su madurez a finales del siglo XIX. La teoría trataba de las diferentes formas de energía y hasta qué punto pueden ser convertidas unas en otras; por ejemplo, el movimiento de un volante en calor. Se ocupaba sólo de la materia como un todo y no decía nada sobre el comportamiento individual de los átomos que la constituyen. Las máquinas de vapor que impulsaron la revolución industrial en la Europa occidental sirvieron inicialmente para estimular las investigaciones teóricas sobre la termodinámica. A mediados del siglo XIX, los avances teóricos llevaron a mejorar la tecnología, lo que a su vez condujo a perfeccionar los aparatos diseñados para ensayar la teoría.

La termodinámica y el electromagnetismo, junto con los trabajos de Newton sobre las fuerzas, forman parte de lo que hoy conocemos como «física clásica». No es que sus inventores pensaran que estaban trabajando en el marco de una tradición inmemorial —creían, simplemente, que estaban haciendo física—, sino que la aparición de la teoría cuántica de Planck, Einstein y sus colegas hizo que, a posteriori, se les aplicara esa etiqueta.

Uno de los más grandes físicos clásicos alemanes fue Rudolf Clausius, tal vez el primer físico teórico.[15] Hombre polémico, fue el primero en proponer un enfoque matemático para la termodinámica que se concentrara en la búsqueda de unos pocos principios o axiomas fundamentales. Era crucial, según él, que éstos fueran consistentes desde el punto de vista lógico y que llevaran a resultados que concordaran con los experimentos. Esta aproximación de arriba-abajo contrastaba abiertamente con el estilo tradicional, paso a paso, de hacer física matemática, e implicaba escribir ecuaciones para describir un fenómeno antes de comprobar si respondían a los resultados experimentales.

Otros habían establecido ya que la energía ni se crea ni se destruye: la primera ley de la termodinámica. Pero, en 1850, Clausius se hallaba entre los que pergeñaron la que acabaría siendo conocida como segunda ley, la cual más o menos afirma que el calor no fluye de forma espontánea de algo frío a algo caliente. Esto es perfectamente creíble: un cappuccino frío nunca se calentará si lo dejamos solo. Las dos leyes parecen ser absolutas, es decir, universalmente válidas, las comprobemos o no.

Aunque ambas son en apariencia simples, Clausius tuvo que emplear toda su artillería intelectual para formularlas de manera rigurosa. Su precisión matemática y lingüística, unida a la meridiana claridad de sus razonamientos, fascinaron a Max Planck cuando era un impresionable graduado.[16] Nacido en 1858 en el seno de una patriótica e influyente familia de eruditos, abogados y funcionarios públicos, estaba profundamente imbuido de valores conservadores. Ciertos recuerdos de infancia asociados a la inestabilidad política de la época le acompañarían toda su vida, así como el hecho de haber presenciado con ocho años el desfile victorioso de las tropas prusianas y austríacas, tras vencer a Dinamarca, en su ciudad natal de Kiel. Diligente estudiante universitario, aunque no especialmente brillante, Planck recibió una amplia educación en matemáticas, física, filosofía e historia. Estudió asimismo música, su principal hobby, y llegó a componer una opereta para ser interpretada en las veladas musicales que tenían lugar en la residencia de sus profesores.

Indeciso sobre qué materia acometer, eligió finalmente la física, a pesar de las advertencias de su profesor en la Universidad de Munich, Philip von Jolly. En lo que hoy se conoce como uno de los más grandes fiascos en la historia de los consejeros universitarios, Von Jolly trató de disuadir a un Planck de veintiún años para que emprendiese la carrera de físico porque, según él, tras el descubrimiento de las dos leyes de la termodinámica, todo lo que quedaba por hacer a los físicos teóricos era «atar los cabos sueltos». Con su proverbial conservadurismo, Planck replicó cándidamente que sólo deseaba profundizar en los fundamentos legados por sus predecesores y que no tenía deseo alguno de hacer nuevos descubrimientos. Como ya veremos, su primer deseo tuvo que lograrlo a costa del segundo.

Planck se enamoró de la termodinámica cuando, trabajando en su tesis doctoral, quedó fascinado por la potencia y generalidad de sus leyes. Le incomodaban, no obstante, dos aspectos cuyo paladín era un gran físico teórico austríaco, el apasionado y depresivo Ludwig Boltzmann. En primer lugar, Planck no estaba convencido de que la materia estuviese constituida por átomos: nadie había observado realmente uno, así que, tal vez, se trataba tan sólo de una abstracción oportuna. Era escéptico también sobre el argumento de Boltzmann de que la segunda ley de la termodinámica resultaba cierta sólo estadísticamente: que era abrumadoramente probable —pero no totalmente seguro— que el calor fluyera desde algo caliente hacia algo más frío. Esta ausencia de certidumbre era contraria a la pasión de Planck por los absolutos, por lo incontestable, por la seguridad.

No obstante, cierto absoluto había captado su atención. Se refería a un problema tan sutil que pocos científicos fuera de Berlín se habían ocupado de él, algo que cualquiera ajeno al mundillo científico habría pasado por alto por considerarlo ridículo. Imaginemos una cavidad herméticamente cerrada, como un horno eléctrico, pero sin puerta ni ventana alguna. Supongamos ahora que la cavidad se encuentra a una temperatura estable y uniforme. Las paredes de la cavidad generan una radiación electromagnética que continuamente rebota por todo el interior de aquélla, siendo absorbida y re-emitida o reflejada directamente. Los experimentadores observan esta radiación mediante un diminuto agujero practicado en una de las paredes, con lo que una pequeñísima parte de la radiación se escapa. Asimismo, una fracción de la radiación presente en los alrededores de la cavidad entra en ella, aunque de inmediato es absorbida, re-emitida y reflejada por todo el interior de la cavidad, lo cual la lleva a tener las mismas características que la radiación que existía previamente. Dado que toda la radiación procedente del exterior que pasa a través del agujero es «absorbida», el agujero parece negro cuando es observado a temperatura ambiente y la radiación emergente —una muestra de la que hay dentro de la cavidad— suele recibir el nombre de «radiación de un cuerpo negro».[17] La cuestión que fascinaba a los físicos era la siguiente: dada una temperatura de la cavidad, ¿cuál es la intensidad de la radiación para cada color o, más exactamente, para cada longitud de onda? Fue el tratar de responder a esta pregunta lo que condujo a Planck a la ecuación E = hf.

Uno de los asesores de Planck ya había probado que cualquiera que resultara ser la ley para la intensidad de la radiación, no dependería ni del tamaño de la cavidad, ni de su forma, ni del material de las paredes. Esta ley sería un ejemplo clásico de lo que Plank denominaba un «absoluto», algo que «mantendría necesariamente su importancia en el marco de cualquier época y cultura, incluso para las ajenas a la Tierra y al Hombre». La radiación de la cavidad no tenía únicamente un interés académico: era trascendental para la industria alemana del alumbrado, una de las muchas florecientes ramas de la economía del país en la época en que las tecnologías eléctrica y química revolucionaban el capitalismo. En su permanente búsqueda de nuevas fuentes de iluminación que produjeran la máxima luz y el mínimo calor posibles, los ingenieros que trataban de diseñar lámparas eléctricas cada vez más eficientes necesitaban saber cuánta radiación emitían sus filamentos. Cuantos más datos tuvieran sobre la radiación de la cavidad, mejor preparados estarían para producir lámparas más eficaces, del tipo de la inventada en 1897 por el norteamericano Thomas A. Edison.

Éste era uno de los temas de investigación en el lujosamente equipado Physikalisch-Technische Reichsanstalt (Instituto Imperial de Física y Tecnología) de Charlottenburgo, justo a las afueras de Berlín y a apenas cinco kilómetros de la universidad en la que Planck trabajaba desde 1889. Financiado conjuntamente por el gobierno alemán y el industrial Wemer von Siemens, el Reichsanstalt fue creado a raíz de la guerra franco-prusiana (1870-1871) con el fin de perfeccionar las técnicas de medida y de establecer normas en las que pudieran basarse los científicos e ingenieros. Conscientes de los potenciales beneficios económicos para el nuevo Reich, los fundadores del Reichsanstalt se propusieron crear unos laboratorios de investigación sin parangón en la época, cuyo objetivo fueran las aplicaciones prácticas para la industria alemana.[18] Hasta el diseño clásico de sus edificios de ladrillos amarillos, ubicados en medio de casi cuatro hectáreas de inmaculadas zonas verdes, nos habla de las ambiciones imperiales de la institución.

Los físicos alemanes llevaban treinta años investigando la radiación de la cavidad. Sus conocimientos podían ser resumidos en leyes matemáticas simples que predecían la intensidad de la radiación para cada longitud de onda. Mientras dos equipos de investigadores del Reichsanstalt trabajaban en el tema, Planck intentaba descifrar la más lograda de las leyes de radiación, escrita en marzo de 1896 por su buen amigo Wilhelm Wien, uno de los mejores físicos del Reichsanstalt. Wien era todo un personaje: hijo de un terrateniente de la Prusia del este, había planeado repartir su tiempo entre la física y la agricultura hasta que una desastrosa cosecha obligó a su padre a vender la granja y a hacer lo necesario para que el joven Wien se dedicara de lleno a su carrera científica. Wilhelm Wien, por otra parte, era un chauvinista y un antisemita reaccionario. Pocos días después de finalizar la primera guerra mundial, encabezó un grupo de voluntarios, veteranos de guerra fundamentalmente, dispuestos a abatir a tiros a comunistas y a otros militantes de izquierdas en las calles de Würzburg y Munich para prevenir lo que él mismo denominaba «la bolchevización de Alemania».

La ley de Wien para la radiación de la cavidad predecía correctamente la intensidad de la radiación para cada color en un amplio margen de temperaturas. Planck deseaba explicar la ley de su colega por medio de la termodinámica y el electromagnetismo y estaba convencido al principio de que, a tal efecto, no tenía por qué asumir la existencia de átomos o emplear una versión de la segunda ley de la termodinámica que implicara probabilidades en lugar de certidumbres. Sin embargo, a comienzos del verano de 1899 ya había tenido que renunciar a ambas premisas. A regañadientes, concluyó que sólo podía justificar la radiación de la cavidad si aceptaba que los átomos existían y adoptaba la formulación estadística de Boltzmann. Cuando estaba corrigiendo las pruebas de imprenta del artículo que presentaba la teoría, los experimentadores —«las fuerzas de choque de la ciencia», como él las llamaba— le trajeron preocupantes noticias: la ley de Wien parecía estar en dificultades. Subestimaba claramente la intensidad de la radiación, especialmente en longitudes de onda grandes, que eran las que los nuevos aparatos les estaban permitiendo empezar a investigar (figura 1.1).

Figura 1.1. Los puntos de esta gráfica fueron la semilla de la teoría cuántica. Planck observó que no concordaban con las predicciones de la ley de Wien, mostradas aquí como líneas continuas. El desarrollo teórico de una nueva ley capaz de ajustarse a todos los datos le condujo a proponer la idea de los cuantos de energía.

El domingo 7 de octubre de 1900, el experimentador del Reichsanstalt Heinrich Rubens y su esposa visitaron a Planck y a su familia en su hermosa villa de Grünewald, el elegante suburbio de Berlín en el que residía el profesorado. Los dos físicos charlaron sobre temas de trabajo y, apenas los Rubens abandonaron la casa, Planck puso manos a la obra para encontrar una ley mejor. Aquella noche, en su estudio —seguramente, de pie ante su elevado escritorio, como solía—, creó una versión modificada de la ley de Wien que podía explicar los datos registrados por los experimentadores. Planck escribió enseguida una tarjeta postal a Rubens, hablándole de su nueva ley para la radiación de la cavidad que, doce días después, presentaría por primera vez en público en una reunión oficial de sus colegas de Berlín, Rubens incluido. Más tarde, el propio Rubens volvió a su laboratorio y a la mañana siguiente tuvo el placer de confirmarle a Planck que su ley había explicado correctamente los nuevos datos. Hasta la fecha, nadie ha encontrado una ley que se ajuste mejor a la intensidad de la radiación de la cavidad.

Desde el mismo día en que trasladó al papel su ley de la radiación de la cavidad, Planck comenzó a tratar de explicarla en términos de lo que realmente tenía lugar en el interior de un horno, al principio usando las leyes de la física clásica.[19] Pronto se dio cuenta de que no tenía otra opción que hacer uso de los razonamientos estadísticos de Boltzmann, que hasta entonces había abominado, para entender cómo interacciona la radiación con los átomos de las paredes del horno. Partió de la definición estándar de las paredes, es decir, de la idea de que éstas consisten —como cualquier sólido— en un conjunto de átomos que vibran en torno a posiciones fijas, con una energía media que se incrementa a medida que calentamos el horno. Pero, en este caso, la manera en la que Boltzmann trataba las energías de los átomos no servía, con lo que a Planck no le quedó más remedio que abandonar algunas de las premisas provenientes de la física clásica, que hasta aquel momento habían sido para él inamovibles, y hacer algo que le desagradaba profundamente: improvisar. Era como si, de repente, Artur Rubinstein tuviera que transformarse en Duke Ellington.

Durante las ocho semanas más agotadoras de su vida, encontró que sólo podía deducir su ley si modificaba drásticamente las técnicas estadísticas de Boltzmann y adoptaba una idea particularmente extraña. Tenía que dividir la energía total de los átomos que vibraban en las paredes del horno a cada frecuencia en cantidades discretas, poseyendo cada una de ellas la energía dada por la ecuación E = hf. Era la primera manifestación del cuanto de energía, el primer indicio de que la energía a nivel molecular es fundamentalmente distinta de la energía a la escala a la que estamos acostumbrados.

El concepto de cuanto de energía chocaba abruptamente con la idea de energía que tenía cualquier científico de la época. Se suponía que la energía, como el agua, podía existir en cualquier cantidad —podemos extraer agua del mar o devolverla a él en el volumen que deseemos—. La idea de que el agua pudiera tomarse sólo en cantidades discretas, por ejemplo en barriles de cierto tamaño, contradice la experiencia diaria y, sin embargo, ése es el modo en que parece comportarse la energía a nivel molecular. ¿Podría ser que, al igual que el agua en última instancia está compuesta por moléculas, la energía se diera en cuantos discretos o paquetes?

Planck presentó su ecuación por primera vez en una conferencia. El viernes 14 de diciembre, poco después de las cinco de la tarde, abordó la lectura de un breve artículo sobre su obtención de la ley de la cavidad ante un auditorio de físicos berlineses y en el marco de una de las reuniones quincenales de la Sociedad Alemana de Física. La primera vez que Planck mencionó la ecuación E = hf durante su discurso lo hizo sin mayor énfasis y sus colegas, al parecer, se mostraron interesados pero no especialmente impresionados.

Según la opinión más extendida, esta presentación supuso la revelación al mundo de la idea del cuanto por parte de Planck.[20] Sin embargo, muchos historiadores de la teoría cuántica, entre ellos Thomas Kuhn, consideran que esta forma de verlo es simplista. Planck escribió que consideraba la cuantización de la energía «una premisa puramente formal, a la que no hubiera prestado demasiada atención de no ser porque debía obtener un resultado positivo bajo cualquier circunstancia y a cualquier precio». Afirmaciones como ésta convencieron a Kuhn de que, en 1900, Planck no comprendía realmente el significado de «cuanto de energía» y no creía que la energía estuviera cuantizada. Antes bien, según Kuhn, Planck creía como los demás que los átomos podían tener cualquier energía, pero él dividía esa energía en cuantos, simplemente porque dicho artificio matemático hacía que sus cálculos resultaran correctos.[21]

En lo que todos los expertos están de acuerdo es en que Planck apreció en toda su magnitud la trascendencia de su nueva constante, h.[22] Durante varios años intentó justificarla en términos de física clásica y más tarde escribió que muchos de sus colegas consideraron erróneamente que su fracaso en este sentido había sido una tragedia. Al final tuvo que aceptar haber descubierto la última de un reducido grupo de auténticas constantes fundamentales —entre las que se encuentran la velocidad de la luz y la constante de la gravitación de Newton— que aparecen en las ecuaciones de física y cuyos valores no pueden ser deducidos. Un descubrimiento así es extremadamente infrecuente en la historia de la ciencia: desde que Planck encontró la constante h, no se ha identificado ninguna otra constante fundamental.

La teoría de Planck implicaba una segunda constante, k, relacionada con la teoría estadística de Boltzmann, por lo que Planck le dio su nombre con una generosidad que llegaría a lamentar, ya que ni Boltzmann la introdujo ni pensó nunca en averiguar su valor. Comparando las predicciones de su ley matemática con los datos de radiación de la cavidad del Reichsanstalt, Planck halló el valor de las dos constantes. La obtención de la constante de Boltzmann fue especialmente grata para Planck, pues le permitió efectuar la medición más exacta de la masa del átomo realizada hasta la fecha.[23] El valor de la constante permitió posteriormente a los científicos calcular la energía media de un átomo de cualquier sustancia en cualquier lugar del universo y a cualquier temperatura.[24]

Aunque hoy nos parezca extraño, Planck se entusiasmó menos con su teoría cuántica y con la ecuación E = hf que con la posibilidad de que la teoría diera lugar a un conjunto de unidades de medida de longitud, masa y tiempo de aplicación natural en cualquier punto del universo. En la Tierra medimos la longitud en metros o pies, el tiempo en segundos y la masa en kilogramos o libras por tradición o comodidad, pero no existe razón alguna de peso que haga que estas unidades sean mejores que otras. Si la historia hubiera seguido otros derroteros, tal vez ahora mediríamos la longitud respecto al tamaño del dedo meñique de Julio César y la masa y el tiempo, en relación con el peso de su corona y la frecuencia con que latía su corazón.

Planck se dio cuenta de que la nueva constante h le permitía establecer unidades que, en vez de ser arbitrarias, emergían de las leyes de la naturaleza. Observó que podía calcular valores únicos de longitud, masa y tiempo empleando combinaciones especiales de su nueva constante universal con otras dos, la velocidad de la luz y la constante de la gravitación de Newton.[25] Planck razonó que si esas tres constantes habían sido siempre las mismas en todo lugar, los valores calculados de masa, longitud y tiempo debían ser también válidos en cualquier punto del universo y, por lo tanto, más naturales que los establecidos por una autoridad terrestre, por muy augusta que ésta fuera. Encontró que el valor único resultante para la masa corresponde más o menos a la de una ameba gigante (10−8 kilogramos), que el de la longitud es alrededor de una billonésima de una billonésima del tamaño de un átomo (10−35 metros) y que el relativo al tiempo resulta ser 10−43 segundos, en torno a una millonésima de una billonésima de una billonésima de una billonésima de lo que se tarda en pestañear. Ninguno de los tres resulta adecuado para la vida diaria, desde luego, pero lo importante es que Planck se encontró ante un nuevo hecho esencial: que no sólo existían algunas leyes que tenían validez universal y absoluta, sino que había un conjunto de unidades que la tenían también.

En general, los colegas de Planck vieron su ley de la radiación de la cavidad como poco más que una fórmula matemática que, casualmente, se ajustaba a los datos. Ninguno de los gurús de la física afincados en Berlín vio claramente las implicaciones del trabajo de Planck y, en particular, de su nueva ecuación E = hf. Ese honor le correspondería a un joven licenciado que trabajaba casi en solitario en Suiza.

III

El poeta Paul Valéry tenía la costumbre de llevar un cuaderno en el bolsillo para anotar sus ideas. Cuando le preguntó a Einstein si él hacía lo mismo, Einstein replicó: «Oh, no es necesario», y añadió con melancolía: «se me ocurren tan pocas…». El comentario es de la década de 1920, cuando la parte más creativa de su carrera se aproximaba a su fin. Sólo Dios sabe cuántos cuadernos llenaría cuando aquélla estaba en sus comienzos.

En el otoño de 1900, cuando Planck escribió por primera vez su ecuación E = hf, Einstein se encontraba en Zurich, dando clases particulares para ganarse la vida.[26] Algunos años antes había leído acerca del problema de la radiación de la cavidad, y en la primavera de 1901 estaba al tanto de los trabajos de Planck. Su reacción frente a ellos prueba que era poseedor de un talento especial. Nadie había visto más allá del virtuosismo matemático de Planck y del éxito superficial de su fórmula a la hora de explicar los datos del Reichsanstalt. Sin embargo, Einstein se dio cuenta enseguida de que era el principio de una revolución. Más tarde escribiría que, tras la aparición de los trabajos de Planck, «fue como si nos hubieran retirado la tierra bajo los pies y no existiera cimiento alguno sobre el que empezar a construir».

Einstein reflexionó durante casi cuatro años sobre las implicaciones de la obra de Planck antes de publicar sus revolucionarias ideas sobre la luz —o, de forma más general, la radiación— y lo que sucede cuando ésta interacciona con la materia. Por aquel entonces, el joven y alegre físico había logrado empleo estable como examinador de patentes de «categoría III» en la oficina de patentes de Berna y se había casado con una antigua compañera de estudios. A comienzos del otoño de 1904 había nacido su hijo Hans, la familia se había mudado a un apartamento de dos habitaciones y Einstein disponía de un contrato fijo. De algún modo, en los intersticios de su vida en el hogar y en la oficina, desarrollaba sus ideas sobre la luz, la relatividad y la estructura molecular de la materia, asunto que adoptó como tema de su tesis doctoral. En lo que hoy se considera como una de las más espectaculares explosiones de talento en la historia de la ciencia, las tres líneas de investigación einstenianas dieron simultáneamente su fruto en 1905.[27] El primer artículo que publicó ese año, reconocido hoy como su primera gran contribución a la ciencia, se refería a los cuantos de luz, una idea que él mismo calificaba de «muy revolucionaria» en una carta a un amigo.

El artículo es una joya. Aunque su lenguaje es moderado, buscando la comprensión, los razonamientos tienen la audacia de la que sólo las mentes más brillantes y libres son capaces. Einstein iba directamente al grano al afirmar con timidez que, contrariamente a lo establecido por la teoría ondulatoria de Maxwell sobre la luz, «la energía (de un rayo de luz emitido por una fuente puntual) no está distribuida de forma continua a lo largo de volúmenes de espacio siempre crecientes, sino que consiste en un número finito de cuantos de energía localizados en puntos del espacio, los cuales se mueven sin dividirse y sólo pueden ser absorbidos o generados como unidades completas». Para los seguidores de Maxwell —lo que equivale a decir para todos los grandes físicos de la época— se trataba de una auténtica herejía.

Einstein continuaba después enmendándole la plana a Planck, demostrando que el razonamiento que éste había utilizado para estudiar la radiación de la cavidad presentaba un fallo grave. Mediante matemáticas simples, Einstein demostraba que la energía total de dicha radiación era infinita según la física clásica. Si Planck se hubiera dado cuenta de ello, probablemente habría descartado su teoría y obviado el gran descubrimiento de los cuantos de energía, como el mismo Einstein comentaría más tarde. Desconfiando de la fórmula de Planck para la intensidad de la radiación de la cavidad, Einstein empleó la más antigua de Wien, que se ajustaba mejor a los datos obtenidos para longitudes de onda pequeñas o, lo que es lo mismo, para frecuencias altas. Einstein observó que la ecuación para la densidad de esta radiación era exactamente la misma que la correspondiente a un gas de cuantos, cuando todos ellos rebotan independientemente unos de otros. Así pues, y aquí estaba el audaz paso, Einstein sugería que la radiación descrita por la ley de Wien se comportaba como si fuese un gas, ya estuviera dentro o fuera de la cavidad. La comparación le proporcionaba también una ecuación simple para la energía de cada «cuanto» en el gas de radiación: se trataba de E = hf donde h es la constante de Planck y f la frecuencia de la radiación.

Aunque la fórmula de Einstein parece idéntica a la de Planck, ambas hablan de cosas totalmente diferentes: la del primero se refiere a la energía de cualquier cuanto de luz, mientras que la del segundo se ocupa del caso especial de la energía de los átomos en una cavidad cuando éstos interaccionan con la luz. Además, Einstein decía algo más sobre esa interacción: proponía que la materia absorbía o emitía radiación no mediante un flujo continuo —como afirmaba la teoría clásica—, sino como si (en palabras de Einstein) la radiación estuviera compuesta por cuantos. De este modo, la materia podía absorber o emitir uno, treinta y siete o cualquier otro número entero de cuantos de radiación, pero no dos y medio o, en general, un número fraccionario de ellos.

Si la energía es liberada en cuantos, ¿por qué no somos conscientes de que a nuestros ojos llegan paquetes individuales de energía? Aunque Einstein no se detuvo en esta cuestión explícitamente, sabemos que conocía la respuesta: la energía de un cuanto es tan diminuta y el número de cuantos que inciden en nuestros ojos tan inmensamente grande, que nuestro cerebro no es capaz de diferenciar la llegada individual de cada uno, con lo que los percibe como un flujo continuo. Cada cuanto de luz visible tiene sólo una billonésima parte de la energía del batido del ala de una mosca, lo que equivale a decir que una simple vela emite alrededor de mil trillones de cuantos por segundo —demasiados para que nuestros ojos puedan distinguir uno de otro.

Einstein concluía su artículo indicando cómo se podría verificar experimentalmente su idea de los cuantos de luz. Su propuesta más notable estaba relacionada con otro problema aparentemente oscuro: qué sucede cuando la radiación incide sobre un metal (el denominado efecto fotoeléctrico). El metal refleja y absorbe la radiación, pero los experimentadores habían constatado que ésta hacía que del metal se desprendieran algunos electrones. Si el concepto cuántico de la radiación es correcto, argumentaba Einstein, parece razonable suponer que cada electrón resulta desplazado por un único cuanto de radiación, de energía E = hf. Asimismo, si el cuanto cede toda su energía al electrón, la energía del electrón emergente es simplemente igual a la energía de la radiación —el cuanto— menos la energía necesaria para extraer el electrón del metal. Einstein expresaba matemáticamente esta idea mediante lo que se conocería como su ley fotoeléctrica.

Einstein calificaba de «heurístico» —algo que sirve de ayuda para el estudio— su punto de vista sobre la luz, con lo que parecía evadir la cuestión de si los cuantos de luz eran reales. Es comprensible su postura; si su razonamiento era correcto, la venerada teoría de Maxwell estaba equivocada y la radiación se comportaba de forma corpuscular y no como una onda. Y si había algo sobre lo que todos los físicos estaban de acuerdo acerca de la radiación era que ésta respondía realmente al comportamiento ondulatorio. Disponían, además, de una prueba irrefutable: si se hace pasar un haz de luz por una rendija lo suficientemente estrecha, la luz resulta difractada —en términos menos técnicos, se difunde—. La luz difractada suele presentar patrones característicos de máximos y mínimos de luminosidad que sólo son explicables si se admite que la luz es una onda.

Einstein era consciente de ello y comprendía la fuerza del argumento, pero no le iban a intimidar unos hechos experimentales incómodos. Completó su artículo a mediados de marzo y lo envió a la revista de investigación física más importante del mundo, Annalen der Physik, editada por Planck y Wien. Planck era un editor particularmente eficaz: rechazaba sistemáticamente las propuestas mediocres, pero publicaba con gusto todo tipo de artículos, ortodoxos o heréticos, con tal de que estuvieran bien argumentados y su lógica fuese consistente. El revolucionario artículo de Einstein fue publicado algunos meses después.

Es muy habitual rechazar una idea verdaderamente revolucionaria porque, simplemente, resulta incomprensible en el marco de los conceptos que trata de reemplazar. Así sucedió con el artículo de Einstein, cuya publicación pasó totalmente inadvertida en el mundillo de los físicos profesionales —algunos miles— y en el del resto de los científicos. No sería justo condenarlos: las ideas einstenianas no tenían sentido alguno en el marco de la teoría de Maxwell, la cual llevaba cuarenta años ajustándose a todos los experimentos. La propia ecuación E = hf parecía un contrasentido, pues vinculaba la energía de un cuanto con la frecuencia de la radiación, un concepto que sólo tenía sentido si la radiación era una onda. Y además, ¿quién diablos era ese Einstein, después de todo?

Einstein no se desanimó. En enero de 1906, los artículos que había escrito el año anterior habían sido publicados sin que Planck o Wien plantearan objeción alguna y él se había convertido en «Herr Doktor Einstein». Aunque era feliz trabajando sus ocho horas en la oficina de patentes, empezaba a acariciar la idea de dedicarse por completo a la enseñanza. Mientras tanto, seguía pensando en la relación entre sus cuantos de luz y los trabajos de Planck. Inicialmente, Einstein había pensado que las dos teorías eran complementarias, pero ahora estaba convencido de que Planck había empleado la idea de los cuantos de luz, aunque fuera de forma implícita. Einstein se dio cuenta asimismo de que, en la teoría de Planck, la energía de cada uno de los átomos de las paredes de la cavidad estaba también cuantizada —algo en lo que, desde luego, Planck no había caído—. Si todo átomo vibraba un número fijo de veces por segundo, es decir, con una frecuencia fija, su energía sólo podía ser un múltiplo entero del producto de la constante de Planck por la frecuencia. Así pues, la energía mínima de un átomo en vibración era E = hf y los valores que esa energía podía adoptar eran 2hf, 3hf, 4hf, etc. Einstein pretendía decir con ello que la ecuación E = hf era aplicable a cada uno de los átomos de un sólido. No se trataba, pues, de una subdivisión matemática de la energía total del conjunto de los átomos, como Planck había propuesto.

En noviembre de 1906, Einstein mostró cómo comprobar su teoría mediante el proceso por el que los sólidos absorben calor, algo que la física clásica no sabía explicar. Imaginó un sólido cristalino ideal, con todos sus átomos, uniformemente espaciados en una matriz tridimensional, vibrando a la misma frecuencia e independientemente unos de otros. Einstein sabía que ese escenario no era del todo realista, ya que los átomos no se mueven de manera independiente, pero supuso que se trataba de una simplificación aceptable. Asumiendo también que la energía de vibración de cada átomo estaba cuantizada, predijo que la energía media de los átomos del sólido caía lentamente con la temperatura, hasta convertirse en cero. Sus predicciones concordaban con las enigmáticas medidas realizadas veinticinco años atrás. Su exitosa comparativa, la primera de las tres únicas ocasiones en las que Einstein publicó una gráfica que contrastaba sus predicciones teóricas con los experimentos, inyectó credibilidad en la recién nacida teoría cuántica. Como no se hablaba de radiación, los físicos quedaron impresionados sin que tuvieran que enfrentarse a las molestas contradicciones con la teoría de Maxwell.

Debido sobre todo a su teoría de la relatividad, la fama de Einstein se propagó rápidamente entre los físicos, muchos de los cuales se sorprendían al descubrir que el autor de esa gran teoría trabajaba ocho horas diarias en una oficina de patentes. El primero en reconocer el talento de Einstein fue uno de los teóricos que él más admiraba, Max Planck. Ambos se encontraron por primera vez en septiembre de 1909 en un congreso celebrado en Salzburgo, en el que Planck le había invitado a dar la conferencia inaugural ante las luminarias de la física teórica. Para sorpresa de su anfitrión, Einstein no eligió como tema su aclamada y elegante teoría de la relatividad, sino «La naturaleza y constitución de la radiación».

Su conferencia fue toda una hazaña. Siguiendo la tradición de Clausius, obvió cualquier tipo de material experimental y toda clase de detalles matemáticos para concentrarse solamente en los principios. Su audiencia debió quedar sobrecogida al oír a ese nuevo miembro de su comunidad; en lugar de a una tímida disertación de principiante, asistían a un revolucionario manifiesto sobre la naturaleza de la luz. Einstein llevó más allá sus ya polémicas ideas sobre los cuantos de radiación al afirmar que, al igual que un electrón, todo cuanto viaja en una dirección específica —en lenguaje técnico— posee un momento. Por primera vez, Einstein sugería en público que la radiación se componía de partículas. Por otra parte, y dado que la teoría de la relatividad había convertido el éter en algo superfluo, ya no era necesario pensar que la radiación necesitaba un «soporte» para existir, sino que era «algo que existía de manera independiente, al igual que la materia». En opinión de Einstein, el problema de comprender la radiación era tan importante que «todos deberían trabajar en él».

Los asistentes debieron de quedarse tan perplejos como quienes presenciaron el estreno del segundo cuarteto de Schoenberg en la vecina Viena, nueve meses atrás. Planck, hablando en nombre de casi todos sus colegas, indicó respetuosamente que le parecía prematuro abandonar las ecuaciones de Maxwell y que no era proclive «a asumir que las ondas de luz estaban constituidas por átomos». Planck, sin embargo, había suavizado su oposición a la idea de los cuantos y llegado a aceptar a regañadientes que cuando la radiación interacciona con la materia, la energía se transfiere a los átomos constituyentes en cuantos discretos. Pero, al igual que la práctica totalidad de los físicos, no aceptaba que la propia energía de la radiación estuviese cuantizada.

En julio de 1909, Einstein presentó su renuncia en la oficina de patentes con objeto de asumir su primer cargo académico como un extraordinario profesor adjunto de física teórica en la Universidad de Zurich. Empleaba la mayor parte de su tiempo en reflexionar sobre su problema favorito: la comprensión de los cuantos de luz. Probó muchas aproximaciones diferentes e incluso trató de enmendar, sin éxito, las ecuaciones de Maxwell. El lenguaje que empleaba para describir los cuantos de radiación era invariablemente cauto, evitando afirmar de manera rotunda que los cuantos existían; en lugar de ello, hablaba de que la radiación se comportaba como si su energía estuviera cuantizada. No es raro que muchos de sus colegas pensaran que su compromiso con los cuantos era poco entusiasta.

Uno de los que no habían pasado por alto la ambigüedad de Einstein frente a los cuantos de luz era el norteamericano Robert Millikan, un excelente experimentador energético con una proverbial habilidad para incidir en las cuestiones más candentes del momento. En 1912, durante un semestre sabático de la Universidad de Chicago, visitó a sus colegas de Berlín y pasó gran parte del tiempo con Planck, con quien compartía su interés por la medición de las constantes fundamentales. Ambos discutieron sobre los cuantos de radiación y Planck le comentó lo mucho que discrepaba de las ideas de Einstein. Como otros visitantes, Millikan fue invitado a asistir a una velada musical en el hogar de los Planck. El físico acompañaba a su mujer en un recital de canciones alemanas y, según recordaba el propio Millikan cuarenta años más tarde, improvisaba hábilmente al piano.

Millikan era consciente de la importancia de realizar experimentos que aclarasen el modo en el que la radiación hace que se desprendan electrones de la materia, el efecto fotoeléctrico. Aunque en absoluto creía que la teoría de Einstein fuese correcta, valoraba el hecho de que efectuara predicciones comprobables que contrastaban abruptamente con las de las teorías competidoras. Se trataba de una excelente oportunidad, si lograba superar las dificultades que acarreaban los experimentos, para arrojar luz sobre lo que los mejores físicos consideraban el problema más trascendente de aquel tiempo: comprender la radiación. Apenas regresó a Chicago, Millikan inició sus experimentos fotoeléctricos, que tardaría tres años en completar.

Mientras tanto, los cuantos de luz de Einstein habían despertado escaso interés y cosechado muy pocos partidarios. En junio de 1913, Planck puso sus reservas por escrito de modo confidencial cuando él y tres de sus colegas berlineses propusieron a Einstein como miembro de la prestigiosa Academia Prusiana de las Ciencias. En lo que, por otra parte, constituía un empalagoso reconocimiento de los logros de Einstein, Planck pedía disculpas en nombre de su joven colega por «haberse entusiasmado en exceso con sus especulaciones» y rogaba que esto «no se le tuviera en cuenta en su contra, ya que, incluso en las ciencias más exactas, no es posible alcanzar la verdadera innovación sin asumir algún riesgo». Einstein, en cambio, no era tan lisonjero con Planck, a quien describía como «tercamente aferrado a opiniones preconcebidas que son, sin duda alguna, falsas».

Ambos, sin embargo, estaban intrigados por las noticias procedentes de Copenhague acerca de la aplicación de las ideas cuánticas a la estructura atómica por parte del más brillante de los físicos daneses. Niels Bohr, un joven en apuros por aquel entonces, había reelaborado la conocida imagen del átomo como un diminuto núcleo rodeado de electrones. En tres artículos publicados en 1913, Bohr afirmaba que, en cada tipo de átomo, los electrones sólo podían adoptar ciertas órbitas permitidas, las cuales correspondían a los valores característicos de energía de ese átomo.[28] Aunque no tuviera sentido en el marco de la física clásica, la teoría justificaba de un plumazo por qué cada átomo emite o absorbe luz de ciertas longitudes de onda —éstas corresponderían a los saltos cuánticos entre los valores característicos de energía—. Y lo que era aún mejor: hacía predicciones que concordaban con los experimentos. El modelo del átomo de Bohr se ajustaba perfectamente a las longitudes de onda de la luz emitida o absorbida por el átomo más ligero de todos, el de hidrógeno. Esta circunstancia convenció rápidamente a los teóricos cuánticos de que debían concentrar sus esfuerzos en comprender el átomo. Einstein reflexionó largamente sobre el tema y más tarde mostró cómo el modelo de Bohr explicaba la ley de Planck para la radiación de la cavidad, mediante una imagen en la que los cuantos de radiación, dotado cada uno de una energía E = hf, eran emitidos o absorbidos por los átomos de la cavidad.

Cuatro meses antes de estallar la primera guerra mundial, Planck atrajo a Einstein a Berlín desde Praga, donde había estado trabajando durante un año. Mientras Planck participaba en la ola de patriotismo que precedió a la guerra, llegando a apoyar públicamente la causa alemana, el pacifista Einstein deploraba el conflicto, que constituía para él un alarde de insensatez colectiva. Ambos hombres, sin embargo, dejaron a un lado sus diferencias políticas y congeniaron bastante. Pocas semanas después de su llegada, Einstein fue invitado por Planck a una de sus veladas musicales. Interpretaron el Trío con piano en re mayor de Beethoven en compañía de un vilonchelista profesional. Einstein ejecutó la brillante parte del violín de un modo un tanto irregular, mientras el maestro Planck se lucía en el segundo movimiento. Los dos grandes físicos disfrutaban haciendo música juntos; durante los dieciocho años siguientes, mientras socavaban irremediablemente los cimientos de la física clásica por el día, se limitaban a explorar las formas musicales más ortodoxas por la noche. El revisionismo musical del Wozzeck de Alban Berg, del Oedipus Rex de Stravinsky o de la Salomé de Richard Strauss no estaba hecho para ellos.

En la primavera de 1915, Millikan había completado sus experimentos fotoeléctricos, constatando con sorpresa que la ley de Einstein era correcta. Pero ello no quería decir que su modelo cuántico de la radiación fuese acertado, como el propio Millikan se encargó de puntualizar.[29] En la primera frase del artículo en el que publicó sus resultados escribió que la ley de Einstein «no puede, en mi opinión, ser considerada hoy en día como basada en ningún fundamento teórico satisfactorio». A pesar de ello, los resultados de Millikan añadieron credibilidad a la ecuación E = hf, como Einstein indicaría después al escribir sobre su ley fotoeléctrica.

A la por naturaleza escéptica comunidad científica no le iba a convencer una única evidencia experimental a favor de una ecuación que parecía estar reñida con decenas de otros experimentos. Algunos físicos cuestionaron los resultados de Millikan y varios grupos se dedicaron durante años a contrastar y ampliar dichos resultados, pero ninguno encontró discrepancia importante alguna respecto a las predicciones de Einstein. En cualquier caso, esto no demostraba que la radiación estuviera compuesta por partículas: la teoría del efecto fotoeléctrico trataba de la energía de la radiación, pero no decía nada sobre las direcciones en las que viajaban los cuantos. Para comprobar la validez del modelo de partículas, los experimentadores necesitarían demostrar que cada cuanto de radiación se desplaza a través del espacio en una dirección concreta. Los resultados de Millikan, junto con la credibilidad cada vez mayor de la teoría que los soportaba, convencieron a Einstein hacia 1917 de que las partículas de radiación existían realmente. «Ya no albergo duda alguna acerca de que los cuantos de radiación sean reales», escribía a un amigo algunos meses después, «aunque soy la única persona que opina así»; sin embargo, Einstein olvidaba a un buen puñado de científicos de inferior nivel que estaban claramente de acuerdo con su teoría.

Así estaban las cosas a principios de noviembre de 1919, cuando Einstein se convirtió en una celebridad internacional de primera categoría al anunciar a un grupo de astrónomos británicos que los resultados obtenidos parecían confirmar la superioridad de la teoría einsteniana de la gravitación frente a la teoría de Newton. Exhausto y desmoralizado tras la guerra, el mundo parecía dispuesto a venerar a un héroe.

Haydn confesaba en cierta ocasión que, aunque sus amigos alabasen a menudo su talento, siempre había tenido claro que su joven colega Mozart era mucho mejor que él. Planck pensaba lo mismo de Einstein, a quien denominaba «el nuevo Copérnico», por lo que no le sorprendió demasiado que éste se convirtiera en algo tan singular como una celebridad científica. Su teoría de la relatividad —y no su trabajo sobre los cuantos— dio pie a todo tipo de chistes en media Europa y se convirtió en tema de conversación en las reuniones de sociedad. Mucha gente ha creído que dicha teoría fue la principal preocupación de Einstein, pero en realidad fue al revés; como escribiría más tarde: «He reflexionado cien veces más sobre la teoría cuántica que sobre la teoría de la relatividad general».

La «fiebre Einstein» alcanzó su apoteosis en Nueva York en abril de 1920, cuando el famoso científico atravesó la gran manzana vitoreado por miles de entusiastas admiradores alineados a lo largo de sus calles. Al mismo tiempo, en San Luis, sus argumentos sobre la naturaleza corpuscular de la luz estaban a punto de ser verificados en una serie de experimentos por Arthur Compton, uno de los físicos jóvenes más dotados de Estados Unidos.[30] Compton había reflexionado sobre la dispersión de las ondas de radiación por los electrones e imaginaba el fenómeno como si se tratase de olas que hacen oscilar las boyas de un puerto. Si la idea era correcta, la frecuencia de la onda tras la dispersión debía seguir siendo la misma que antes. Sin embargo, Compton halló que la frecuencia variaba: la radiación tenía una frecuencia más alta antes de ser dispersada. Era como si el simple hecho de dispersar la luz convirtiera el azul en rojo. Tras varios años de ensayos, Compton había sido incapaz de explicar su extraño descubrimiento, ni siquiera revisando los supuestos ampliamente aceptados acerca del tamaño y forma del electrón o adaptando el modelo cuántico de la radiación. En noviembre de 1922, las nubes se disiparon.

La clave del tema, según concluyó Compton sin conocer la propuesta que había hecho Einstein años atrás, era que los cuantos de radiación tenían un momento. De este modo, tanto la radiación como los electrones podían ser imaginados como si fueran partículas, y sus colisiones, como la versión microscópica de un billar. Compton elevó a teoría las consecuencias de esta idea y se dio cuenta de que explicaba perfectamente los resultados de sus experimentos. En el fondo estaba la ecuación E = hf: la energía del fotón de rayos X dispersado es más baja que la del fotón original debido a que parte de ella se transfiere al electrón. De esto se deduce que la frecuencia de la radiación dispersada debe ser también menor. Compton se apresuró a anunciar sus conclusiones tres semanas antes de Navidad en una reunión de físicos celebrada en un gélido Chicago. La sensacional noticia de que los cuantos de radiación se comportaban realmente como si fueran partículas —que poseían a la vez energía y momento— pasó como un maremoto sobre las tranquilas aguas de la comunidad física internacional.

Como toda observación verdaderamente importante, la de Compton fue puesta en duda por los cautos y los escépticos. Tras dos años de comprobaciones, a finales de 1924 se había extendido el convencimiento de que los resultados de Compton eran correctos y de que cabía afirmar que su descubrimiento suponía «un cambio revolucionario en nuestras ideas acerca del proceso de dispersión de las ondas electromagnéticas». La hegemonía del modelo de Maxwell sobre la naturaleza ondulatoria de la luz había terminado. Ignorante de las ideas einstenianas sobre la naturaleza corpuscular de la radiación, Compton no mencionaba a Einstein en el artículo en el que relataba su descubrimiento. Pero Einstein quedó tan encantado como si lo hubiese hecho: se convertía en la primera persona en predecir correctamente la existencia de una partícula fundamental.

Tal vez «einstenón» hubiera sido un nombre plausible para esa nueva partícula pero, afortunadamente, nadie lo sugirió. En 1926, al químico norteamericano Gilbert Lewis se le ocurrió una denominación que se hizo popular inmediatamente. La acuñó en un artículo, hoy desacreditado, en el que proponía la idea de que la radiación estaba compuesta por átomos. Lewis usaba para esos «átomos» un término que se ha convertido actualmente en el sinónimo universal de partícula de radiación: el fotón.

IV

Mientras tanto, algunos científicos ajenos al entorno de Planck y Einstein habían utilizado la ecuación E = hf para abrir otra rica veta en el mundo subatómico. Mientras la flor y nata de los físicos se dedicaban a averiguar si era aplicable a la radiación y, en caso afirmativo, de qué modo, en 1923 un oscuro físico francés hizo la asombrosa sugerencia de que la ecuación no sólo describía la radiación, sino la propia materia. Este crucial punto de vista condujo rápidamente a la moderna mecánica cuántica.[31]

El desconocido físico era Louis de Broglie, un estudiante universitario de treinta años que había comenzado su carrera científica formal sólo dos años antes, tras ser desmovilizado en la primera guerra mundial. De Broglie, un hombre taciturno y reflexivo, no era un estudiante cualquiera. Era un verdadero príncipe, miembro de una de las familias más ilustres de Francia (su tatarabuelo Charles, de tendencia liberal, había celebrado en su día el advenimiento de la Revolución francesa, lo que no le evitó ser condenado a la guillotina un mes antes de la caída de Robespierre). De Broglie se graduó en historia y leyes en la Sorbona en 1913, pero decidió emprender la carrera de física persuadido por su hermano el duque Maurice de Broglie, un distinguido experimentador lo suficientemente acaudalado como para poseer un laboratorio en su propia casa. Los planes de Louis se vieron interrumpidos algunos meses después, al ser llamado a filas. Pasaría la mayor parte de la guerra trabajando, sin especiales privilegios, como operador de radio en la Torre Eiffel, que había sido habilitada como puesto de telegrafía sin hilos.

De Broglie comenzó su doctorado en teoría cuántica trabajando en el laboratorio privado que su hermano tenía en su lujosa mansión, un edificio de varias plantas a dos minutos del Arco de Triunfo y a un tiro de piedra de los Campos Elíseos. Mientras Compton trataba de interpretar sus datos en San Luis, Maurice de Broglie iniciaba a su hermano en las últimas técnicas experimentales y dirigía su atención hacia la necesidad de conjugar el modelo de ondas de la radiación con el modelo corpuscular. Como el propio Louis escribiría después, «las largas conversaciones con mi hermano sobre las propiedades de los rayos X […] me llevaron a reflexionar en profundidad sobre la necesidad de asociar siempre los aspectos relativos a las ondas con los de las partículas». Fue esta línea argumental la que le condujo a plantearse una profunda cuestión cuya respuesta iba a cambiar el curso de la ciencia: si las ondas electromagnéticas se pueden comportar como partículas, ¿las partículas como los electrones pueden comportarse como ondas?

Einstein había tocado el tema un año antes, pero el planteamiento de Louis de Broglie era más profundo y enérgico. De Broglie recordaba después haber tenido una especie de revelación, uno de esos eureka que son mucho más infrecuentes en la ciencia real de lo que cuentan las leyendas: «Tras una larga meditación en soledad, en agosto del 1923 vi que el descubrimiento hecho por Einstein en 1905 debía ser generalizado a todas las partículas materiales y, en particular, a los electrones». De Broglie había caído en la cuenta de que la ecuación E = hf era aplicable tanto a la materia como a la radiación. Cuando Einstein utilizaba la ecuación para describir la radiación, tenía que explicar cómo estaba relacionada la energía de un cuanto con cierta propiedad de una onda, la frecuencia. De Broglie tenía el problema opuesto: todos estaban familiarizados con los electrones y con la existencia de otras partículas de materia, pero ¿qué diablos era esa onda asociada a ellas? Según De Broglie, toda partícula tiene asociada cierta onda de materia. Usando una analogía con la ecuación E = hf escribió una sencilla fórmula para la longitud de onda de la onda asociada a una partícula libre —aquella en la que la resultante neta de las fuerzas que actúan sobre ella es nula—.[32] A medida que se incrementa el momento de la partícula, argumentaba De Broglie, su longitud de onda disminuye y el valor de esa longitud de onda depende del de la constante de Planck, h.

«Parece un disparate, pero es una idea muy sólida», le dijo Einstein a un colega tras leer, en diciembre de aquel mismo año, la tesis doctoral de De Broglie. Era estupendo contar con la aprobación del maestro, pero ¿qué opinaba la naturaleza? De Broglie se había dado cuenta enseguida de que si la materia tenía propiedades ondulatorias, un haz de electrones debía poder ser dispersado —difractado— como si fuera un rayo de luz. Fue, sin embargo, un estudiante a quien se le ocurrió la mejor manera de comprobar la teoría. Walter Elsasser, un joven físico de la universidad alemana de Gotinga, hizo observar que si De Broglie cataba en lo cierto, un simple cristal debería difractar un haz de electrones que se hiciera pasar a su través. Elsasser calculó que, si los electrones eran acelerados bajo una diferencia de potencial de 150 voltios, debían tener una longitud de onda de una diezmilésima de micra, algo menos que la distancia entre átomos en un metal típico. Eran las condiciones ideales para la difracción, por lo que, si De Broglie tenía razón, los experimentadores debían detectar picos y valles en el número de electrones dispersados por un cristal a diferentes ángulos. Al igual que las ondas de agua o las de luz, los electrones debían resultar también difractados.

«Joven, está usted sentado sobre una mina de oro», le dijo Einstein a Elsasser. Sin embargo, el estudiante se convertiría en un mero «espectador catalítico» cuando dos experimentadores llevaron su idea a la práctica. En agosto de 1926 habían tenido la suerte de asistir a una reunión en Oxford en la que las ideas teóricas de De Broglie y Elsasser flotaban en el aire. La reunión era la conferencia anual de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, en la que los científicos tenían la oportunidad de contactar unos con otros y con el público. Aunque los dos experimentadores no llegaron a relacionarse durante la conferencia, salieron de ella dándole vueltas a cómo podrían confirmar las ideas de De Broglie. Poco después, escribirían el capítulo final de la historia de E = hf.

El primero de ellos era Clinton Davisson, un enjuto y frágil experimentador que había ido adquiriendo una buena reputación como experto en la dispersión de electrones gracias a sus trabajos en los laboratorios de la Bell Telephone ubicados al sur de Manhattan, a pocas manzanas del mercado de carne.[33] Durante cinco años había llevado a cabo un programa de experimentos rutinarios, aunque cada vez más complejos, para ver lo que sucedía cuando un haz de electrones incidía sobre un blanco metálico. Hacer colisionar una cosa con otra puede parecer una forma un tanto pedestre de hacer ciencia, pero los experimentos de este tipo han demostrado ser especialmente fructíferos (recordemos los éxitos obtenidos por los aceleradores de partículas tras la segunda guerra mundial). Los resultados de Davisson no arrojaron nada especial hasta abril de 1925, fecha en la que estalló una botella de aire líquido en sus instalaciones: uno de los accidentes de laboratorio más afortunados en la historia de la ciencia. Antes del incidente, el blanco de níquel empleado por Davisson consistía en un conglomerado aleatorio de diminutos cristales pero, al reparar los daños causados por la explosión, convirtió sin darse cuenta la muestra en un único cristal de níquel. Cuando empleó este nuevo blanco para dispersar el haz de electrones, los resultados habían cambiado por completo, aunque la difracción de los electrones aún no fuera evidente.

Davisson había llevado sus resultados a la conferencia de Oxford y, al regresar, volvía con la sospecha de que la teoría cuántica podría explicarlos. De nuevo en Nueva York, utilizó la teoría de De Broglie para predecir la posición de los picos de difracción, pero no fue capaz de encontrarlos. Sin desanimarse por ello, inició, en compañía de un colega, un detallado programa de investigación para determinar de una vez por todas si los electrones eran difractados realmente. Su recompensa llegó en enero de 1927, cuando detectó varios picos de difracción claramente definidos. Unos sencillos cálculos demostraron que su situación correspondía exactamente a lo que predecía la fórmula de De Broglie, inspirada a su vez en la ecuación E = hf. Era la prueba de algo que apenas cinco años antes nadie hubiera siquiera considerado: que las partículas de materia podían ser difractadas.

A 4.000 kilómetros de allí, en la austera ciudad de Aberdeen, el físico inglés George Paget Thomson realizaba también parecidos experimentos con haces de electrones, pero usando energías mucho mayores que las de Davisson.[34] Tras su regreso de la conferencia de Oxford, había empezado a trabajar junto a uno de sus estudiantes en la detección de la difracción de electrones, aunque en vez de un único cristal como blanco empleaba películas delgadas preparadas a tal efecto. Los experimentos fueron enormemente exitosos; usando una película de celuloide, Thomson observó un patrón de difracción cuya forma era exactamente la que predecía la fórmula de De Broglie. La observación cerraba un círculo singular para la familia Thomson: George Paget Thomson descubría que el electrón era una onda, apenas veintiocho años después de que su padre, «J. J.», descubriese que era una partícula. Y, como en tantas discrepancias entre padres e hijos, ambos tenían razón: el electrón se comporta como una partícula cuando los experimentadores comprueban sus interacciones, mientras que lo hace como una onda cuando estudian su propagación.

La consecuencia de todo lo anterior es que tanto la luz como la materia se pueden comportar a la vez como ondas y como partículas. Ésta es la historia de E = hf. Los científicos actuales usan rutinariamente la ecuación sin apenas recordar los veintiséis años de trabajo que costó desentrañar su significado. La ecuación es más conocida por predecir la energía de un fotón que por su papel clave a la hora de estimular el debate sobre la dualidad de la materia. De Broglie fue el primero en ver que la radiación y la materia tienen dos caras: muestran la faceta corpuscular en sus interacciones y la faceta ondulatoria en su propagación. Todo estudiante de física se queda un tanto perplejo cuando se enfrenta a esta dualidad, lo cual es comprensible: mantuvo en jaque a los mejores científicos durante años. La solución al problema llegó a finales de la década de 1920, cuando los físicos desarrollaron la teoría cuántica de campos,[35] que hacía posible una descripción unificada de materia y radiación. En medio del formidable aparato matemático de la teoría cuántica de campos, la sencilla ecuación E = hf sobrevive como un vestigio original de la historia cuántica.

V

«Hay revoluciones científicas, pero no existen los revolucionarios», según el historiador científico Simón Schaffer. Para él es indudable que, de vez en cuando, se dan cambios importantes en la forma en la que los científicos contemplan y estudian la naturaleza, pero no cree en el tópico de científico innovador como un héroe solitario que transforma el modo de hacer ciencia tras un rapto de inspiración. «Nadie encabeza una revolución científica por sí mismo. Ni siquiera Planck o el propio Einstein».

¿La historia de los cuantos de energía confirma el punto de vista de Schaffer? No hay duda alguna de que se trató de una revolución —la aceptación de la teoría cuántica supuso una ruptura total con la tradición clásica—. Planck y Einstein merecen, por supuesto, su aureola de grandes científicos, pero ¿podemos atribuir el origen de la revolución cuántica a uno de ellos dos en solitario? Tradicionalmente, los científicos consideran a Planck el padre de la teoría cuántica, pero no está nada claro que el gran físico comprendiera inicialmente el impacto que su teoría cuántica podía tener en nuestra forma de pensar sobre la energía, tal como Thomas Kuhn ha subrayado. Para Kuhn, la revolución cuántica empezó con Einstein. Pero ¿es justo considerarlo un revolucionario solitario? Es bien conocido que se basó ampliamente en la obra de Planck y que durante catorce años su defensa de los cuantos de radiación fue un tanto ambigua. Ni siquiera en 1924, entusiasmado ante la importancia de los resultados obtenidos por Compton, que avalaban el modelo corpuscular de la radiación, Einstein quemó las naves, afirmando que las partículas fueran reales. En lugar de ello, escribió en un artículo que «[El experimento de Compton] demuestra que la radiación se comporta como si estuviese compuesta de proyectiles de energía discretos…». Obsérvese el como si.

En mi opinión, la revolución cuántica no fue obra de un único revolucionario, sino de una «junta» desorganizada. No hubo divisa ni manifiesto alguno y muchos de los que pertenecieron a ella se hubieran sentido mucho más a gusto bajo el antiguo régimen. Tampoco está claro cuándo se constituyó la hermandad y quiénes fueron sus verdaderos miembros. Además de Einstein y Planck, habría que incluir a De Broglie y a una legión de experimentadores: los expertos en radiación de la cavidad del Reichsanstalt, que proporcionaron a Planck datos cruciales; Robert Millikan, que verificó la ley fotoeléctrica de Einstein; Arthur Compton, que fue el primero en demostrar la existencia de los fotones, y, por supuesto, Clinton Davisson y George Thomson, quienes demostraron que los electrones se pueden comportar como ondas.

La junta tenía también sus disidentes. Millikan y Compton, por ejemplo, realizaron gran parte de sus trabajos experimentales al tiempo que rechazaban las explicaciones cuánticas a las que se adherirían más tarde. Nadie se esforzó más que Planck por preservar la herencia de la física clásica y siempre nos quedará la duda de si realmente llegó a asumir todas las implicaciones de la revolución cuántica. En 1927, dos años después de que la práctica totalidad de la comunidad científica hubiera aceptado que los fotones existen, Planck escribió un breve artículo para el Instituto Franklin de Filadelfia en el que explicaba por qué aún no estaba preparado para creer en ellos. No consta que posteriormente cambiara de opinión.

La amistad entre Einstein y Planck fue durante años muy estrecha, pero cesó abruptamente cuando este último llegó a un acuerdo con Hitler. Se habían reunido por primera vez en 1933, poco después de que Hitler se convirtiera en canciller, y Planck hizo muchas concesiones al régimen nazi, pues hacía uso habitualmente del saludo hitleriano, daba las clases en aulas decoradas con esvásticas y en sus discursos omitía sistemáticamente los nombres de importantes físicos judíos, incluido Einstein. Horrorizado ante la corrupción del aparato estatal propiciada por el Führer, la devoción de Planck por las instituciones alemanas de física, su patriotismo y, probablemente, su ingenuidad le llevaron, a pesar de todo, a realizar concesiones cada vez más humillantes. En muchos aspectos, se comportaba como el protagonista de cierta novela de Kazuo Ishiguro: alguien cuya manera de contemplar el mundo que le rodea está cada vez más lejos de los acontecimientos.

Hacia el fin de la guerra, en la noche del 15 de febrero de 1944, un ataque aéreo destruyó el suburbio de Grünewald en el que Planck había vivido durante casi cincuenta años. Su biblioteca, en la que probablemente había escrito por primera vez la ecuación E = hf, así como las habitaciones en las que había hecho música junto a Einstein, quedaron destruidas. El estoicismo de Planck fue puesto a prueba hasta unos límites insoportables: había perdido a su hijo mayor en las trincheras de la primera guerra mundial y a sus dos hijas en el parto, y su hijo pequeño sería asesinado por la Gestapo en febrero de 1945.

La muerte le llegó a Planck, casi como una liberación, en octubre de 1947, pocos meses antes de cumplir los noventa años. En la ceremonia realizada en su memoria en Gotinga, una brillante mañana de primavera, la música de Bach, Brahms y Beethoven se entremezcló con los elogios. Seguramente, todos los físicos allí reunidos consideraban ya que el fotón era una partícula más, algo en lo que Planck no había logrado ponerlos de acuerdo en vida. La razón nos la había dado él mismo en las notas autobiográficas escritas pocos meses atrás: «Un nuevo paradigma científico no triunfa convenciendo a los escépticos y haciéndoles ver la luz, sino gracias a que esos escépticos acaban muriendo y crece una nueva generación acostumbrada a él».

Einstein fue uno de los dignatarios que enviaron un mensaje de condolencia. Aunque nunca perdonó a Planck el haber colaborado con los nazis, escribió un sentido homenaje a su antiguo amigo, en el que afirmaba que «Un hombre al que le ha sido dado bendecir al mundo con una grande y creativa idea no necesita alabanzas de la posteridad». Einstein escribió estas palabras en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, lugar donde residía desde 1933. Había abandonado Alemania en diciembre del año anterior, siete semanas antes de la llegada de los nazis al poder, y ya nunca regresaría.

A los ojos de mucha gente, Einstein era una autoridad capaz de darle una oportunidad a Dios con sólo mencionarlo, como escribiría Saúl Bellow. Pero para la mayoría de sus colegas científicos, Einstein era por aquel entonces una desconcertante figura que se obstinaba en no aceptar la teoría cuántica que los físicos habían terminado de formular en la década de 1920. El gran físico era feliz, como siempre, trabajando en solitario, siendo un individualista intelectual. La música continuaba apasionándole. Aunque había dejado de tocar el violín poco después de la segunda guerra mundial, el Cuarteto Juilliard logró persuadirle para que improvisara una interpretación con ellos con motivo de una visita a su casa en el otoño de 1952. Cuando le propusieron elegir la pieza, Einstein escogió de inmediato el conmovedor Quinteto en sol menor de Mozart, del que interpretó el segundo violín, aunque sin ser demasiado fiel a la partitura.

Si Planck había sido el Moisés de la ciencia cuántica, Einstein fue su Josué. Desde su Monte Nebo en Berlín, Planck vio la Tierra Prometida y envió a sus seguidores a ella, pero él nunca realizaría el viaje. Fue Einstein quien los condujo hasta allí, aunque para él el recorrido aún no había terminado, como se deduce de sus últimas palabras sobre los cuantos de radiación, escritas en diciembre de 1951: «Estos cincuenta años de reflexión no me han permitido aún responder a la cuestión de “¿qué son los cuantos de luz?”. Hoy en día hay muchos que creen conocer la respuesta, pero se equivocan». Para entender de verdad el fotón, según Einstein, la teoría cuántica no era suficiente.

Cincuenta años después, la teoría no ha sido cuestionada por los experimentos y, menos aún, sustituida por otra. En todo caso, si sobreviniera una contrarrevolución, Einstein se convertiría en el miembro fundador de su junta, a título póstumo. Y su fama recibiría un impulso adicional que subrayaría su más grande contribución a la ciencia.

AGRADECIMIENTOS

Son muchos los colegas y amigos que me han proporcionado un valioso asesoramiento durante la preparación de este ensayo. Me complace dar especialmente las gracias a David Cahan, Stuart y Corinne Freake, John Heilbron, Dieter Hoffmann, Russell McCormmach, Simón Schaffer, Chuck Schwager y Andrew Warwick.