Verano en Nueva York, húmedo y caluroso, como en las películas. Año 1953. Stalin acaba de morir, Isabel II es la nueva reina de Inglaterra y un joven senador, llamado John Fitzgerald Kennedy, está a punto de contraer matrimonio con Jacqueline Lee Bouvier. Los caminos de dos jóvenes se cruzan en el despacho del Laboratorio Brookhaven de Long Island que comparten. Como una rara alineación de planetas, pasan fugazmente a través de la misma región del espacio y el tiempo. La yuxtaposición da lugar a una ecuación que podría constituir la base del Santo Grial de la física: la «teoría del todo».

Robert Lawrence Mills y Cheng Ning Yang nacieron en dos extremos del mundo, pero siempre les unió su pasión por la física teórica. Yang, que cumplía treinta y un años en septiembre de 1953, había llegado a Estados Unidos procedente de China y obtuvo un doctorado en la Universidad de Chicago antes de ingresar en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Nueva Jersey. Mills, de veintiséis, acababa de entrar en el Laboratorio Brookhaven tras estudiar en las universidades de Columbia y Cambridge. En el verano de 1953, Yang pasaba una temporada en Brookhaven y le hicieron hueco en el despacho que ocupaba Mills. Sus trayectorias divergieron enseguida, pero la ecuación de Yang-Mills hizo que, tras ese breve encuentro, sus nombres fueran inseparables.

En la década de 1950, la ecuación de Yang-Mills parecía el resultado de una interesante idea con poca conexión con la realidad, pero a finales del siglo XX el panorama cambió. La ecuación está detrás de los Premios Nobel de Física de 1979 y 1999, y tiene la suficiente importancia matemática como para haber sido incluida por el Instituto Clay de Matemáticas entre los siete «Problemas del milenio», cuya resolución rigurosa supone para quien la obtenga un premio de un millón de dólares.

¿Por qué todo ese interés? ¿Qué hace que la ecuación de Yang-Mills sea tan importante? ¿En qué consiste dicha ecuación? Para poder contestar estas preguntas, primero debemos echar un vistazo a los conceptos que los físicos usan a diario para interpretar los fenómenos del mundo que nos rodea.

Las fuerzas de la naturaleza

La historia de la ecuación de Yang-Mills comienza en el siglo XVII, cuando, según la leyenda, la caída de una manzana condujo a Newton a formular su ecuación de la gravedad. En la actualidad, ponemos satélites en órbita alrededor de la Tierra y enviamos sondas espaciales a lejanos planetas gracias a trayectorias calculadas según sus métodos. Entre las grandes obras newtonianas, hay que destacar los Philosophiae naturalis principia mathematica, publicados en 1687 y conocidos simplemente como los Principia. En esta magna obra, Newton se propuso explicar en términos matemáticos todo lo que conocía del mundo físico, desde las trayectorias de los planetas hasta los ciclos de las mareas. Sus principales herramientas eran ecuaciones que relacionaban movimientos y fuerzas —las mismas ecuaciones que siguen siendo la base de la mecánica y la dinámica que se enseñan en todas las escuelas y universidades del mundo—. No obstante, Newton era consciente de que su obra abarcaba sólo ciertos aspectos del mundo físico. En el prefacio de los Principa, escribe:

«Me gustaría que pudiésemos explicar los demás fenómenos de la naturaleza mediante el mismo tipo de razonamiento que el empleado a partir de los principios mecánicos, pues muchas razones me inducen a pensar que todos ellos dependen de ciertas fuerzas, debido a las cuales las partículas de los cuerpos, por causas hasta ahora desconocidas, resultan, o bien atraídas mutuamente para adherirse en figuras regulares, o bien repelidas y alejadas unas de otras; unas fuerzas desconocidas cuya naturaleza, hasta la fecha, han tratado los filósofos de desvelar en vano».

Trescientos años después, el deseo de Newton va camino de cumplirse, a medida que las investigaciones de los modernos filósofos naturales —los físicos— revelan la estructura de esas fuerzas misteriosas. La ecuación de Yang-Mills parece articular matemáticamente el principio básico que subyace bajo esas fuerzas, tal como Newton deseaba. En cierto sentido, es un equivalente moderno de las ecuaciones newtonianas del movimiento, una fórmula que pone en evidencia la belleza de las interrelaciones naturales, algo cuya potencialidad es tan apreciada hoy como en los tiempos de Newton.

Actualmente, cuando los estudiantes de física dominan la mecánica newtoniana —y son capaces de aplicar sus ecuaciones a bolas de billar que colisionan, cohetes espaciales y similares—, aprenden que la materia que contemplamos a nuestro alrededor y toda la que contiene el universo en general está formada por partículas controladas por fuerzas. Esas fuerzas son conocidas hoy día en su mayor parte, tal como profetizaban las sorprendentes palabras de Newton; dan forma y estructura a ese universo de partículas. Constituyen, en suma, el esqueleto invisible del universo.

Pero ¿qué queremos decir al hablar de fuerzas? Las diversas fuerzas gobiernan las interacciones entre las partículas y las agrupan en estructuras a todas las escalas, desde los diminutos átomos hasta las colosales galaxias. Las fuerzas actúan de manera invisible, unas veces atrayendo las partículas, como cuando la gente se arracima para escuchar a un músico callejero, y otras lanzándolas lejos unas de otras, como el timbre que señala el fin de la jomada escolar. Sin las fuerzas no existiría más que un gas de partículas, sin que éstas tuvieran modo de interaccionar unas con otras o de revelar siquiera su existencia.

La más conocida de las fuerzas que han construido el universo a partir de sus componentes fundamentales es la gravedad, la fuerza que dominaron las matemáticas de Newton hace tres siglos. Algo menos conocida es la electromagnética, la fuerza que hay detrás de las muchas facetas de la electricidad y el magnetismo, desde los fenómenos naturales de los rayos y los imanes hasta la moderna brujería de la televisión y la radio. Otras dos fuerzas, las denominadas fuerte y débil, son mucho menos conocidas, pero sus efectos determinan en gran medida por qué la materia es como es.

Las fuerzas débil y fuerte actúan en el seno del núcleo que constituye el corazón de cada átomo en todo tipo de materia. Ambas compiten ahí con la fuerza electromagnética por el control último de ese átomo. En ocasiones, la fuerza fuerte es la vencedora y logra reunir a los constituyentes del núcleo (las partículas denominadas protones y neutrones) para formar un ente estable. Más a menudo, la fuerza débil o la electromagnética son las victoriosas, produciendo una enorme variedad de núcleos inestables y radiactivos, algunos de los cuales —como el de uranio— se dan hoy día de forma natural en la Tierra.

El descubrimiento de las fuerzas fuerte y débil, escondidas hasta ahora en el dominio submicroscópico del átomo, ha permitido que los físicos de comienzos del siglo XXI se planteen deducir todos los fenómenos naturales a partir de las interacciones de fuerzas fundamentales. Por supuesto, los físicos no pueden deducir una vaca o la hierba que ésta come a partir de esos principios, pero sí las propiedades de los materiales. Pueden calcular las interacciones electromagnéticas colectivas de los electrones que revolotean alrededor del átomo en un sólido y utilizar esos cálculos para diseñar nuevos materiales. Pueden usar su conocimiento de las fuerzas débil y fuerte en el núcleo atómico para calcular de qué modo ciertos elementos vitales, tales como el carbono, el oxígeno o el hierro, son fabricados en el corazón de las estrellas. En cualquier caso, lo más atractivo para ellos es el convencimiento de que están cada vez más cerca de una teoría unificada, un conjunto único de ecuaciones interrelacionadas capaz de describir todas las fuerzas, y la ecuación de Yang-Mills es una pieza clave en esta unificación.

En la década de 1930, la naturaleza de la materia parecía haber sido reducida a unos pocos componentes fundamentales. Por aquel entonces ya se sabía que los elementos químicos, desde el hidrógeno y el helio hasta el uranio, pasando por el carbono, el oxígeno y el hierro, estaban constituidos cada uno por un tipo distinto de átomo. Sin embargo, esa gran variedad de átomos estaba construida, a su vez, a partir de sólo tres componentes básicos: electrones con carga negativa, protones con carga positiva y neutrones carentes de carga eléctrica. Los protones y los neutrones residían juntos en el núcleo, mientras que los electrones orbitaban alrededor de éste a distancias relativamente grandes, determinando el tamaño del átomo y dando a la materia su forma.

La propia existencia del núcleo atómico es, a primera vista, paradójica, ya que los protones, dotados todos de la misma carga eléctrica, deberían repelerse entre ellos. Las fuerzas eléctricas presentes en el núcleo deberían desintegrarlo sin más. Como claramente no es así en la materia estable que nos rodea, tiene que haber una fuerza más potente que la fuerza eléctrica. Pero debe actuar sólo a distancias comparables al tamaño del núcleo; en caso contrario, los átomos adyacentes tenderían a aproximarse y la materia sería mucho más densa de lo que es. Esa fuerza que mantiene unidos los protones y los neutrones del núcleo se denomina, simplemente, fuerza fuerte. Pero ¿cuál es su origen? ¿Puede ser comprendida del mismo modo que los físicos han llegado a dominar el electromagnetismo, la fuerza mejor conocida de todas? Éste fue el reto que condujo a la ecuación de Yang-Mills.

Las claves del electromagnetismo

La esencia del electromagnetismo es la carga eléctrica, la cual puede ser positiva o negativa. Las corrientes eléctricas son cargas en movimiento. Las ondas de radio que nos llegan de una emisora provienen del movimiento sincronizado de cargas eléctricas en el seno de ciertos dispositivos oportunamente denominados osciladores. Los portadores de esas cargas eléctricas son (básicamente) electrones, los componentes de los átomos dotados de carga negativa. Sin embargo, los principios fundamentales del electromagnetismo eran ya conocidos mucho antes de que la estructura del átomo y su contenido estuvieran claros. El motivo de que así fuera es doble. En primer lugar, es el concepto de carga eléctrica y no el de átomo o electrón lo que resulta fundamental a la hora de estudiar la fuerza electromagnética; en segundo lugar, la fuerza electromagnética es de largo alcance y se extiende mucho más allá de los límites de un único átomo, por lo que sus efectos pudieron ser medidos sin dificultad hace más de dos siglos.

Pero ¿qué es la carga eléctrica? Según una definición que parece peligrosamente circular, la carga eléctrica es la fuente del campo electromagnético. Ese campo es la región de influencia alrededor de una carga que determina la fuerza que otra carga percibe a cierta distancia. La fuerza es la materialización del campo (en cierto sentido, es el efecto real y mensurable de ciertos tentáculos invisibles que se extienden desde la carga). Dos cargas del mismo tipo —dos positivas, por ejemplo— se repelen entre ellas: la fuerza que existe entre ellas tiende u separarlas. Esa fuerza decrece rápidamente a medida que las cargas se distancian, hasta que la influencia mutua se hace insignificante. El campo electromagnético que rodea a cada carga determina la fuerza que experimentan las demás.

Las cargas eléctricas estacionarias producen campos eléctricos, pero las cargas en movimiento crean también campos magnéticos. Los electrones que giran en los átomos de un pequeño imán crean los campos magnéticos que atraen clavos o crean patrones característicos en las limaduras de hierro de los experimentos escolares. Sin embargo, las cargas magnéticas no existen, según parece. Serían polos magnéticos aislados; pero los imanes siempre tienen un número par de polos, típicamente dos, denominados norte y sur.

Para calcular la fuerza electromagnética debida a una carga eléctrica, o a un conjunto de cargas, se requieren ecuaciones que describan los campos eléctricos y magnéticos básicos. En la década de 1860, el físico escocés James Clerk Maxwell consiguió sintetizar todo el saber que existía sobre la electricidad y el magnetismo en un bello y conciso conjunto autoconsistente de ecuaciones. Al igual que las ecuaciones del movimiento de Newton, las ecuaciones de Maxwell se siguen utilizando hoy día. Constituyen la receta para calcular los campos eléctricos creados por cargas eléctricas o campos magnéticos y para calcular los campos magnéticos producidos por corrientes eléctricas. Las ecuaciones incorporan también un importante aspecto del electromagnetismo: la conservación de la carga eléctrica.

La conservación de la carga significa simplemente que la carga ni se crea ni se destruye. Cuando cargamos algo —al peinamos en un ambiente seco o al recargar la batería del coche—, nos limitamos a redistribuir cargas ya existentes: básicamente, electrones atómicos. En la naturaleza existen procesos que pueden crear una partícula cargada, como un electrón, pero siempre dan lugar también a otra partícula con la carga opuesta. La fuerza electromagnética puede crear un electrón negativo junto con una partícula similar con carga positiva denominada antielectrón o positrón. El electrón y el positrón surgen siempre en el mismo lugar, lo cual tiene una consecuencia importante. La conservación de la carga es más que una propiedad global de un sistema, por la que una carga positiva creada aquí se compensa con la aparición de otra carga negativa allá. Se trata de una propiedad local aplicable a todos y cada uno de los puntos del universo y en cualquier instante del tiempo. Una de las facetas más bellas de las ecuaciones de Maxwell es que garantizan esta conservación local de la carga eléctrica y lo hacen a través de la simetría inherente al comportamiento de la fuerza electromagnética.

Casi un siglo después de Maxwell, Chen Ning Yang se planteó recorrer el camino opuesto, tratando de comprender la fuerza fuerte entre las partículas. ¿Se podría partir de una magnitud a conservar y hacer uso de la simetría para descubrir las ecuaciones de la fuerza fuerte?

La importancia de la simetría

En matemáticas se entiende por simetría el que algo resulte inalterado tras realizar una acción concreta, como, por ejemplo, un cuadrado que gire 90 grados o un círculo que gire un ángulo cualquiera. En 1918, la joven matemática alemana Emmy Noether descubrió una relación profunda entre la simetría y la conservación de magnitudes físicas, tales como la carga eléctrica. Constató que cada magnitud que se conservaba llevaba aparejada una simetría, y viceversa.

En un sistema dinámico en el que ciertos objetos se mueven por efecto de unas fuerzas, se conservan tanto la energía como el momento; dicho de otra manera, el saldo neto de estas magnitudes permanece constante. Cuando un cohete espacial parte hacia la Luna, posee un momento que no tenía cuando estaba inmóvil en la rampa de lanzamiento. Para compensarlo, el momento terrestre cambia, si bien de manera imperceptible debido a la enorme masa de la Tierra; ambos son iguales en magnitud pero de sentidos opuestos, con lo que la suma vale cero, como antes del lanzamiento; el momento se conserva. Pero ¿qué clase de simetría está involucrada en la conservación del momento? Se trata de la simetría de las ecuaciones del movimiento en distintos puntos del espacio. El movimiento desde la rampa de lanzamiento en la Tierra hasta un punto de la trayectoria hacia la Luna no altera las ecuaciones básicas: ésta es la simetría. La conservación del momento garantiza esta simetría, y viceversa.

El teorema de Emmy Noether dice que, dado que la carga eléctrica se conserva en todo momento, en la fuerza electromagnética debe existir una simetría relacionada. En efecto, la hay y se refiere a algo conocido como potencial, una forma de caracterizar el campo debido a una fuerza, ya sea eléctrica, gravitatoria o de otra clase.

El potencial constituye un modo más compacto de describir un campo, al igual que un mapa hipsométrico bidimensional es una representación abreviada de un paisaje en tres dimensiones. Las curvas de nivel del mapa unen puntos de la misma altitud; cuanto más juntas estén, más escarpado es el terreno. El mapa hipsométrico contiene toda la información que una persona entrenada necesita para recorrer las montañas. De manera similar, el potencial eléctrico de un conjunto de cargas, por ejemplo, contiene toda la información que un físico necesita para calcular el campo eléctrico y, por lo tanto, las fuerzas eléctricas que hay en juego en el sistema.

Muchos de nosotros conocemos el potencial eléctrico a través de su sinónimo, el voltaje (o tensión). Un pájaro posado en un cable de alta tensión puede cantar tan tranquilamente como si estuviera en la rama de un árbol, gracias a que los campos eléctricos que dan lugar a las fuerzas eléctricas dependen de las diferencias de voltaje o potencial eléctrico. Si el potencial de todo el planeta se elevara 1.000 voltios, nuestras centrales y aparatos eléctricos funcionarían exactamente igual que ahora. Lo que importa es la diferencia entre el activo y la masa (o tierra) y no sus valores absolutos. Esta invariancia es un ejemplo de simetría global: el campo eléctrico no varía si se agrega (o se sustrae) el mismo potencial a todo punto del espacio y el tiempo. Del mismo modo, las ecuaciones de Maxwell no se ven afectadas por un cambio global del potencial eléctrico, ya que se refieren básicamente a campos y no a potenciales.

Sin embargo, las ecuaciones de Maxwell contienen también una invariancia o simetría local más rigurosa. Aunque el potencial eléctrico varíe en diferentes cantidades en distintos puntos del espacio y el tiempo, las ecuaciones de Maxwell siguen siendo las mismas. Se trata de una invariancia local y se debe a que las cargas eléctricas llevan aparejados campos magnéticos además de campos eléctricos. Los cambios locales en el potencial eléctrico dan lugar a variaciones también locales en otro potencial, conocido como potencial magnético. El efecto neto de los cambios en ambos potenciales hace que los campos eléctricos y magnéticos descritos por las ecuaciones de Maxwell permanezcan inalterados aunque esos cambios sean locales. Existe una simetría local en las ecuaciones de Maxwell y es esa simetría la que parece estar vinculada con la conservación de la carga eléctrica.

Ondas y partículas

La existencia de una fuerza descrita mediante ecuaciones —la fuerza electromagnética— tras la que se revela un principio de simetría produce una especial sensación de belleza. El hecho plantea la posibilidad de que los procesos físicos que observamos —en otras palabras, las propias interconexiones que constatamos entre la electricidad y el magnetismo— provengan de simetrías locales. Y esto nos lleva de nuevo hasta Yang y Mills, quienes trataban de deducir las ecuaciones de las interacciones fuertes entre partículas a partir del principio de invariancia local.

En los cien años transcurridos entre Maxwell y Yang y Mills, se había producido una gran revolución en la física con el advenimiento de la mecánica cuántica, la cual sustituye a la mecánica newtoniana cuando el sistema a estudiar es muy pequeño. A escala atómica, no es posible saber exactamente a la vez dónde se halla una partícula y a qué velocidad se mueve, ya que el mero acto de observar perturba a la partícula. Podemos medir la velocidad de un coche mediante un radar que haga rebotar ondas de radio en él al pasar por un punto determinado. La energía de esas ondas es tan pequeña que no afecta al movimiento del vehículo. Pero si en lugar de un coche se trata de una molécula, las ondas tendrán la suficiente energía como para desviar la molécula. La mecánica cuántica se enfrenta al problema básico de no conocer simultáneamente la posición y la velocidad (o, en términos más rigurosos, el momento) tratando las partículas como ondas y describiendo matemáticamente una partícula mediante la denominada función de onda, que está relacionada con la probabilidad de encontrar dicha partícula en un estado concreto.

Al igual que los voltajes pueden ser incrementados o disminuidos sin que cambie el campo eléctrico entre ellos, una onda también puede ser modificada de un modo que no altera sus efectos globales. La propiedad de la onda que podemos hacer variar en este sentido es la denominada fase, la cual viene a ser una medida del punto del patrón ondulatorio en el que se halla la onda en un instante dado. El valor de la fase en una posición fija va variando a medida que la onda sube y baja. Un cambio de fase aplicado a la onda en su totalidad desplaza únicamente el patrón y no afecta a propiedades importantes, tales como la intensidad o la longitud de onda.

De la misma manera, si aplicamos un desfase constante a la función de onda que describe a una partícula, el comportamiento observable de ésta no varía. He aquí otro ejemplo de simetría global. ¿Existe también una simetría local, como en las ecuaciones de Maxwell? Supongamos que el desfase es local y que varía en distintos puntos del espacio y el tiempo. ¿Resultan en este caso afectadas las ecuaciones de la mecánica cuántica que describen la partícula?

La respuesta es, en principio, afirmativa, con lo que parece que deberíamos abandonar esta línea de razonamiento y nuestra obsesión por la simetría local. Sin embargo, si tratamos de modificar las ecuaciones de la partícula de un modo que no les afecte ese cambio de fase local, nos topamos con un notable descubrimiento. Las ecuaciones son invariantes suponiendo que la partícula se mueve bajo la influencia de algún campo de fuerzas. La situación reproduce la conexión existente en el electromagnetismo entre los cambios locales en los potenciales eléctrico y magnético, sólo que ahora las variaciones locales en la fase de la partícula están relacionadas con cambios locales en el campo en cuyo seno se mueve la partícula. El descubrimiento es todavía más notable cuando constatamos que el campo electromagnético proporciona justamente las modificaciones requeridas para las ecuaciones de la mecánica cuántica —suponiendo que hacemos depender el desfase de la partícula de la carga eléctrica de ésta—. Según parece, el principio de invariancia local revela la naturaleza de las interacciones electromagnéticas de las partículas cargadas.

El matemático alemán Hermann Weyl fue el primero en darse cuenta de la profunda conexión entre la invariancia local en la función de onda de una partícula y la teoría electromagnética. Llamó a esa invariancia «invariancia gauge»,[98] ya que al principio pensó en cambios de escala o de calibre en vez de variaciones de fase. En su ya clásico artículo publicado en 1929, decía: «Creo que este nuevo principio de invariancia gauge, que no surge de la especulación, sino de los experimentos, nos dice que el campo electromagnético es un fenómeno que necesariamente acompaña […] a los campos de onda del material […]».

Así pues, Weyl se atrevía a proponer que la invariancia gauge —una simetría básica— podía ser utilizada como principio a partir del cual cabría deducir la teoría electromagnética. En el caso del electromagnetismo, se trataba de una idea elegante pero que no aportaba nada nuevo, ya que la fuerza electromagnética era bien conocida y estaba perfectamente caracterizada por las ecuaciones de Maxwell. La propuesta de Weyl resultaba de mucho más interés para una fuerza, como la fuerza fuerte, en la que lo equivalente a las ecuaciones de Maxwell no existía todavía. ¿Sería posible encontrar unas ecuaciones similares partiendo del principio de simetría adecuado? Cuando Weyl publicó su artículo, aún no se conocía del todo la composición del núcleo atómico y no existía la noción de fuerza fuerte. A la aplicación del principio de Weyl a un nuevo campo aún no le había llegado su hora.

Una nueva clase de simetría

Veinte años más tarde, esas profundas ideas que vinculaban la simetría con el electromagnetismo subyugaron a un joven físico chino que empezaba sus estudios en la Universidad de Chicago. Chen Ning («Frank») Yang era hijo de un profesor de matemáticas y había llegado a Estados Unidos en 1945. Había adoptado el nombre de Franklin —de ahí su diminutivo— en honor de Benjamín Franklin, cuya autobiografía había leído en China. En la Universidad de Kunming, en la provincia de Yunnan, y después en Chicago, Yang estudió minuciosamente los artículos que sobre la teoría de campos escribiera Wolfgang Pauli, uno de los físicos teóricos más sobresalientes de la época. Yang confesaba después que le había «impresionado mucho la idea de que la conservación de la carga tenía relación con la invariancia de la teoría relativa a los cambios de fase e incluso más aún el hecho de que la invariancia gauge determinara todas las interacciones electromagnéticas».

Al principio, Yang no sabía que esas ideas se debían a Weyl y seguía sin saberlo cuando ambos coincidieron en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y hasta se reunían de vez en cuando. Weyl había abandonado Alemania en 1933 y obtenido un puesto en Princeton, convirtiéndose en ciudadano estadounidense en 1939, mientras que Yang llegó al Instituto en 1949. Al parecer, Weyl, que falleció en 1955, nunca supo del trascendental artículo que Yang y Mills escribieron, en el que se demostraba por primera vez cómo la simetría de la invariancia gauge podía, en efecto, determinar el comportamiento de una fuerza fundamental.

Durante su estancia en la Universidad de Chicago, Yang había empezado a aplicar esas ideas a otra propiedad de las partículas que, como la carga eléctrica, se conserva en sus interacciones. Su objetivo era hallar las ecuaciones que describen el campo asociado a la invariancia gauge de esa propiedad, denominada con el no muy afortunado nombre de «espín isotópico» o «isospín». El isospín es una especie de etiqueta que acompaña a las partículas dotadas de distinta carga eléctrica pero que, de no ser por este hecho, parecerían la misma. Imaginemos a un par de gemelos idénticos, Peter y Paul, vestidos de la misma manera, salvo que uno de ellos lleva abrigo. Si eliminamos el abrigo, no podremos distinguir a uno de otro, aunque tengan nombres diferentes. Lo mismo sucede con partículas tales como el protón y el neutrón; el protón lleva un abrigo de carga positiva, mientras que el neutrón está desnudo, es decir, sin carga. Los estudios de los núcleos atómicos desarrollados en la década de 1930 revelaban que, dejando aparte las diferencias debidas a la distinta carga eléctrica —una vez retirado al protón su imaginario abrigo de carga—, neutrones y protones, neutrones y neutrones y protones y protones interaccionaban todos de la misma manera. Dicho en otras palabras, la otra fuerza existente entre las partículas —la fuerza fuerte— no apreciaba diferencias entre ellas. El protón y el neutrón, que poseen masas muy semejantes, son, para la fuerza fuerte, dos estados de una misma partícula, el nucleón; como los nombres de los gemelos, el valor del isospín es lo único que los diferencia. La situación reproduce el hecho por el que una partícula puede aparecer en distintos estados de la propiedad cuántica denominada espín; de hecho, la matemática que describe los estados de espín de una partícula sirve también para describir los estados de isospín.

En términos matemáticos, podemos rotar el isospín de un protón, convirtiéndolo en un neutrón, y los efectos de la fuerza fuerte sobre la partícula no cambiarán. Existe una simetría en la fuerza y, según el teorema de Emmy Noether, algo tiene que conservarse; ese algo es el isospín. Ahora ya disponemos de todos los elementos para abordar la ecuación de Yang-Mills.

Un nuevo tipo de campo

Desde 1949, Yang trató en varias ocasiones de aplicar al isospín los procedimientos de la invariancia gauge utilizados en el electromagnetismo. Sus intentos, en palabras del propio Yang, le llevaban siempre «a un callejón sin salida», a tropezar una y otra vez en el mismo punto de los cálculos, cuando trataba de definir la intensidad del campo asociado. Pero no se dio por vencido. Tal como explicaba en sus Selected Papers: «Este tipo de fallo sistemático en una idea aparentemente buena es, desde luego, un lugar común para cualquier investigador. La mayoría de esas ideas son finalmente abandonadas o aparcadas. Pero algunas sobreviven y llegan a convertirse incluso en una obsesión. Y, muy de vez en cuando, una de esas obsesiones resulta ser algo bueno». A este respecto, los experimentos desvelaban muchos tipos de partículas de corta vida, sugiriendo otras tantas ideas sobre las fuerzas que había tras sus interacciones. Para Yang, «la necesidad de un principio que permitiera explicar dichas interacciones se hizo aún más obvia».

Yang retomó esas ideas en el Laboratorio Brookhaven, en el verano de 1953, contagiando su obsesión a Robert Mills, el joven físico con el que compartía despacho. Juntos lograron superar el escollo que siempre había detenido a Yang y descubrieron las ecuaciones del campo asociado a la simetría gauge del isospín.

Si ignoramos los efectos electromagnéticos, la elección entre lo que llamamos protón y lo que denominamos neutrón se convierte en arbitraria; cambiando todos los neutrones por protones y viceversa, las reacciones nucleares seguirían siendo las mismas. Esto equivale a un cambio global de los estados de isospín: habríamos rotado el isospín en todos los puntos del espacio y el tiempo una misma cantidad, con lo que todos los protones se transformarían en neutrones y todos los neutrones, en protones. Pero ¿qué sucedería, se preguntaron Yang y Mills, si hiciésemos cambios diferentes en distintos puntos espaciotemporales? Supongamos que la rotación entre dos estados de isospín es completamente arbitraria o «carente de sentido físico», como decían Yang y Mills en su artículo. Sería como el desfase arbitrario en la función de onda de una partícula cargada, que se ve compensado por una alteración del campo electromagnético. ¿Existe algún campo que compense de manera similar los cambios locales de isospín y asegure que las reacciones nucleares parezcan siempre las mismas?

La teoría asociada al isospín resulta ser más compleja que la electromagnética por un motivo fundamental. El campo compensador debe ser capaz de ajustar las variaciones locales o «rotaciones» de isospín de modo que se mantenga la identidad de un protón o un neutrón en cualquier parte. Para que así sea, el propio campo ha de poseer la propiedad de isospín. En cambio, en el electromagnetismo, las variaciones locales en la función de onda de una partícula no alteran la carga eléctrica de ésta. Lo cual queda reflejado en el hecho de que el campo electromagnético no cambia las cargas eléctricas. La carga eléctrica puede ser definida como la fuente del campo electromagnético, pero el campo electromagnético en sí no es una fuente de carga eléctrica. En la teoría de Yang-Mills, sin embargo y aunque suene endogámico, el campo es una fuente de sí mismo.

La ecuación de Yang-Mills es la ecuación del movimiento de ese campo. Equivale a las ecuaciones de Maxwell —o a las del movimiento de Newton— y se escribe de una forma parecida. En la notación empleada por Yang y Mills, la ecuación dice así:[99]

fμv/∂xv+ 2ε(bv × fμv) + Jμ = 0

Donde fμv representa la intensidad del campo de Yang-Mills y ∂/∂xv indica que la ecuación depende del modo en que la intensidad del campo varía en el espacio y el tiempo; ε desempeña el papel de «carga» y Jμ representa la corriente asociada; bv es el potencial del campo. El término (bv × fμv) plasma la gran diferencia con el electromagnetismo, ya que expresa la dependencia del campo de Yang-Mills respecto a sí mismo. En las ecuaciones de Maxwell, el término equivalente es nulo, ya que los campos fundamentales no se ven afectados mutuamente.

El problema de la masa

En la teoría de Yang y Mills aún quedaba un obstáculo por superar: el relativo a las «partículas de campo». En la teoría cuántica de campos —el marco teórico en el que Yang y Mills desarrollaron sus trabajos—, los campos están representados por partículas. Esas «partículas de campo» son más que una oportuna convención matemática; bajo ciertas circunstancias, emergen de ese campo como entes detectables, tan reales como los protones o los electrones. En la teoría electromagnética, las partículas de campo son los fotones, que pueden emerger del campo electromagnético en forma de luz.

Las partículas de campo se comportan como pelotas de un juego de «captura cuántica» entre «partículas de materia» que interaccionan, tales como los protones y los electrones. En el caso electromagnético, las partículas cargadas interaccionan jugando a capturarse con fotones. Los fotones no tienen masa, con lo cual las interacciones pueden tener lugar a distancias muy grandes; en principio, infinitas. (Podemos imaginar una pelota fotón lanzada infinitamente lejos). En cambio, el alcance de la fuerza fuerte entre protones y neutrones parece estar limitado a las dimensiones del núcleo. (Esto implica que la pelota fuerte ha de tener cierta masa para que el intercambio —la interacción— se desarrolle siempre durante un tiempo limitado o, dicho de otro modo, a corta distancia).

El nuevo campo que Yang y Mills habían hallado ajustaría el isospín lo que fuera preciso en cada punto del espacio y el tiempo, convirtiendo los protones en neutrones o los neutrones en protones o dejándolos a todos inalterados. Para ello, se requerían tres partículas portadoras, con otros tantos estados de isospín. El campo podía también cambiar la carga eléctrica, transformando, por ejemplo, un protón con carga positiva en un neutrón sin carga. Por consiguiente, dos de las partículas portadoras tenían que poseer carga —positiva o negativa—, mientras que la tercera sería neutra y participaría en las interacciones entre protones y protones o entre neutrones y neutrones. Yang y Mills conocían, pues, la carga y el isospín de las nuevas partículas de campo, pero no tenían ni idea de sus masas y admitían que ello constituía un punto débil en su teoría. Cuando, en febrero de 1954, Yang presentó la teoría en un seminario en Princeton, fue increpado nada menos que por Pauli. Apenas había escrito en la pizarra una expresión relativa al nuevo campo, cuando el gran físico le preguntó: «¿Cuál es la masa de ese campo?». Yang explicó que se trataba de un problema complejo y que Mills y él no habían llegado a conclusión definitiva alguna, a lo que Pauli replicó, tajante: «Eso no es suficiente excusa».

Aunque en febrero de 1954 habían completado la mayor parte de su trabajo, Yang y Mills se abstuvieron de publicar artículo alguno. Como escribiría Yang, «La idea era hermosa y debía ser publicada. Pero ¿cuál era la masa de la partícula gauge? No disponíamos de conclusiones firmes, sólo de experiencias frustrantes que demostraban que este caso era mucho más enrevesado que el electromagnetismo. Pensábamos, basándonos en razones físicas, que las partículas gauge cargadas no podían carecer de masa». Es el propio Yang quien pone en cursiva la palabra hermosa y no hay duda alguna de que tenía razón. Mills y él enviaron su artículo a la prestigiosa revista Physical Review a finales de junio de 1954, y fue publicado tres meses después, el 1 de octubre. Su penúltimo párrafo concluía lamentando que aún «no hubieran podido concluir nada acerca de la masa del cuanto b' es decir, el portador de su nuevo campo».

La unificación electrodébil

La progresiva comprensión de las partículas elementales y las fuerzas se derivó, como casi siempre, de una combinación de ideas y descubrimientos: de la teoría y la experimentación. Como en un dúo musical, ambas se complementan recíprocamente: unas veces prevalece una de ellas y otras, la otra. En ocasiones un instrumento desarrolla una nueva melodía, mientras el otro continúa con un tema anterior. Más tarde, uno de los fragmentos puede convertirse en el tema dominante. De manera similar, los físicos exploran distintos caminos mediante ideas teóricas e investigaciones experimentales. Algunos resultan ser callejones sin salida y son abandonados, mientras que otros pueden llegar a constituir el fundamento de una etapa posterior. El enfoque de Yang-Mills tal vez fracasó en su intento de explicar el misterioso comportamiento de la fuerza fuerte, pero hoy es el eje en torno al que gira nuestro conocimiento de las partículas y las fuerzas. En cualquier caso, sólo avances teóricos y descubrimientos experimentales posteriores pusieron de relieve el modo en que dicho enfoque tiene que ver con la naturaleza de las fuerzas entre las partículas.

En octubre de 1979, un cuarto de siglo después de la publicación del artículo de Yang y Mills, tres físicos teóricos fueron galardonados con el Premio Nobel de Física. Sheldon Glashow, Abdus Salam y Steven Weinberg habían construido, de manera independiente, un nuevo marco teórico basado en el principio de invariancia local. Las ideas de Yang y Mills y las de Weyl, antes que ellos, habían fructificado, si bien de una forma inesperada.

La nueva teoría trataba sobre dos fuerzas a la vez: no eran la fuerte y la electromagnética, como cabría esperar de la línea seguida por Yang y Mills, sino las fuerzas electromagnética y débil. La «teoría electrodébil» resolvía también el problema de la masa, incorporando partículas de campo pesadas. Más aún, la teoría predecía las masas de esas partículas (con la ayuda de ciertas magnitudes que era posible medir).

La fuerza débil se halla detrás de algunas clases de radiactividad, en las que los núcleos atómicos «se desintegran» cuando alguno de los neutrones que contienen se transforma en un protón, o viceversa. Estos procesos constituyen verdadera alquimia, ya que alteran el número de protones del núcleo y esto, a su vez, cambia la naturaleza química del átomo al que el núcleo pertenece. El carbono puede convertirse en nitrógeno, el plomo en bismuto, etc. De manera parecida, los protones se transforman en neutrones en la cadena de reacciones nucleares que tienen lugar en el corazón del Sol y otras estrellas. Así pues, aunque la fuerza débil es unas cien mil veces más pequeña que la fuerza fuerte en el seno del núcleo atómico, tiene una influencia directa y profunda en la naturaleza de nuestro universo y, a través de nuestro Sol, en la vida misma.

En el contexto de los fenómenos de la vida diaria, sorprende que las fuerzas débil y electromagnética estén tan estrechamente vinculadas. El elevado alcance de la electricidad y el magnetismo da pie a fenómenos a gran escala, como los relámpagos y las auroras boreales, mientras que la fuerza débil actúa clandestinamente, a escala subatómica. La energía vital que recibimos del Sol nos llega en forma de fotones de luz —las partículas del campo electromagnético—, si bien dicha energía es liberada en reacciones desencadenadas por las interacciones débiles que tienen lugar en núcleos alojados en las profundidades del astro rey. Es esa relación entre fenómenos aparentemente inconexos la que hallaron Glashow, Salam y Weinberg, aunque ninguno de ellos se lo había propuesto.

En el Reino Unido, Abdus Salam trataba de explicar las interacciones débiles entre partículas en términos de invariancia local. La fuerza débil puede alterar la carga eléctrica de aquéllas —al convertir un neutrón en un protón, por ejemplo—. Salam propuso que la fuerza débil podía proceder de un campo como el descrito por Yang y Mills, con tres «partículas de campo» de carga eléctrica positiva, negativa y nula, respectivamente. Era fácil asociar las partículas de campo con carga positiva y negativa a interacciones débiles conocidas que alteraban la carga, pero la partícula neutra resultaba más problemática. Una opción tentadora era identificarla con una partícula de campo neutra ya conocida —el fotón del electromagnetismo—, con lo que la idea de la «unificación electrodébil» comenzó a tomar cuerpo en la mente de Salam.

En Estados Unidos, Sheldon Glashow adoptaba un camino similar, aunque con otro objetivo. El problema que intentaba resolver eran los infinitos sin significado físico que siempre aparecían en las teorías sobre la fuerza débil. Pensaba que, al incluir en una misma teoría tanto la fuerza débil como la electromagnética, las partes de los cálculos que producían esos infinitos se cancelarían. Eligió como punto de partida el enfoque de Yang-Mills y, al igual que Salam, asumió que la partícula neutra era el fotón. No obstante, tanto Salam como Glashow se dieron cuenta, cada uno por su lado, de que la teoría funcionaba mejor si se trataban las simetrías electromagnética y débil de manera independiente. El resultado era una teoría con dos partículas de campo neutras: el fotón del electromagnetismo y una partícula neutra distinta para el campo débil.

La teoría presentó al principio algunos obstáculos, uno de los cuales era el problema de la masa, que ya había puesto en dificultades a Yang y a Mills. Al igual que en el caso de la fuerza fuerte, el alcance de la débil resulta ser muy pequeño, lo que implica que las pelotas débiles en el juego de la captura cuántica debían ser muy pesadas. En la teoría electrodébil, mientras los fotones carecían de masa, las partículas positiva, negativa y neutra del campo débil tenían que poseer una gran masa todas ellas. Pero al dotar de masa a las partículas del campo se destruía la invariancia local y, con ello, la razón de ser de este enfoque. Más aún: para consternación de Glashow, el problema de los infinitos seguía sin resolverse y, lo que era peor, ninguna evidencia experimental avalaba la existencia de la partícula neutra y pesada que la teoría requería.

La solución al problema de la masa tuvo un origen inesperado: un área completamente distinta de la física, que se ocupa del modo en que se comportan colectivamente los átomos de los sólidos. La clave fue el concepto de que un sistema físico puede existir en un estado carente de simetría, aunque las ecuaciones que lo describan sean simétricas. Los átomos de hierro, por ejemplo, se comportan como imanes diminutos. En un fragmento ordinario de hierro, esos imanes atómicos apuntan en direcciones aleatorias, con lo que existe simetría, pues no hay ninguna dirección preferente. Sin embargo, el hierro puede ser magnetizado, en cuyo caso los imanes atómicos se alinean en la dirección del campo magnético. La simetría parece evaporarse, aunque las ecuaciones que describen el movimiento de los átomos mantengan su simetría original. Varios teóricos, entre los que se encontraba Peter Higgs, de la Universidad de Edimburgo, observaron que podían aplicar esas ideas y permitir que las partículas adquirieran masa, introduciendo un campo adicional en sus ecuaciones, un campo que hoy se conoce con el nombre de Higgs.

El campo de Higgs es inusual en el sentido de que, aunque el potencial asociado a él es simétrico, las soluciones de las ecuaciones de movimiento en su seno son asimétricas. En efecto, el potencial de Higgs es como el fondo curvado de una botella de vino: la forma en su conjunto es simétrica, pero un guisante colocado en equilibrio en lo alto de ella acabará rodando en alguna dirección, rompiendo la simetría. Traducido a las ecuaciones que describen las interacciones entre partículas, éstas serían como el guisante: inicialmente no tienen masa, pero al interaccionar con el campo de Higgs, rompen la simetría y la adquieren.

En Estados Unidos, a Steven Weinberg le pareció prometedor usar las ideas de la ruptura de simetrías en una teoría de tipo Yang-Mills para describir la interacción fuerte. Al principio no tuvo éxito al tratar de identificar las partículas de campo con y sin masa de su teoría con las partículas conocidas de la interacción fuerte. Luego, «en cierto momento, a finales de 1967», tal como recordaba en su discurso de aceptación del Premio Nobel, «mientras conducía hacia mi oficina en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, me di cuenta de que había estado aplicando las ideas correctas al problema equivocado». La partícula sin masa que necesitaba era el fotón y las partículas masivas, las correspondientes al campo débil. «Las interacciones electromagnética y débil podían, pues, ser descritas de manera unificada en términos de una simetría gauge exacta, aunque rota espontáneamente».

Cuatro años más tarde, en 1971, tendría lugar el añadido teórico final que convertiría «al sapo Weinberg-Salam-[Glashow] en un príncipe encantado», en la evocadora frase de Sidney Coleman. Gerard ’t Hooft, que trabajaba con Martin Veltman en Utrecht, demostró que los infinitos de la teoría se cancelaban (mediante un proceso conocido como «renormalización»). Glashow contemplaba, pues, cómo desaparecían los últimos obstáculos. «Al buscar la renormalizabilidad», escribiría después, «había trabajado diligentemente, pero en una senda errónea. La simetría gauge es una simetría exacta, pero se halla escondida. No se puede introducir la masa sin más» (como había intentado). Los trabajos de Hooft y Veltman convirtieron el enfoque electrodébil en teoría acreditada. Ambos físicos recibieron el Premio Nobel en 1999 en reconocimiento al toque mágico que había convertido al sapo electrodébil en un príncipe entre las teorías.

En el transcurso de una década, entre 1973 y 1983, muchas de las piezas clave ocuparon su lugar. En 1973, los experimentos revelaron los primeros indicios de «corrientes débiles neutras». Esas reacciones, nunca antes observadas, revelaban la existencia de la partícula neutra pesada de la fuerza débil. En 1983, tanto la partícula del campo débil cargada como la neutra fueron generadas y detectadas en colisiones de alta energía y sus masas correspondieron a las predichas por la teoría electrodébil. Se trataba de una espectacular confirmación de las ideas básicas de Yang y Mills.

La fuerza del color

¿En qué situación quedaba la fuerza fuerte, la que trataban de describir Yang y Mills, tras todos esos progresos en las fuerzas débil y electromagnética? La década de 1960 había traído grandes cambios —tanto en el terreno social como en el científico—, y uno de ellos fue el modo de contemplar la naturaleza real de las partículas elementales. El protón, el neutrón y toda la pléyade de partículas de vida corta resultaban estar formados por otras partículas aún más fundamentales, los denominados quarks. El protón y el neutrón, por ejemplo, constaba cada uno de tres quarks unidos por la fuerza fuerte. Estaba claro que dicha fuerza tenía que ver con alguna propiedad de los quarks.

Los teóricos comenzaron a pensar que, si tres quarks idénticos debían formar una partícula similar al protón, esos quarks tenían que poseer cierta propiedad característica. Para cumplir las leyes de la teoría cuántica, la propiedad debía diferenciar unos quarks que, en caso contrario, serían idénticos. Por analogía con los tres colores primarios de la luz, esa propiedad con tres valores posibles fue denominada «color» y los valores que podía adoptar, rojo, verde y azul. En cualquier caso, estaba claro que era el color y no el isospín lo que constituía la «carga fuerte» —la fuente de las interacciones fuertes entre los quarks.

La teoría que los físicos han construido en torno a los quarks coloreados es del tipo de la que exploraron Yang y Mills, pero como el color tiene tres valores posibles y no los dos que Yang y Mills consideraron para el isospín, los campos resultantes son más complicados. En vez de tres partículas de campo, son necesarias ocho. Esas nuevas partículas son conocidas como gluones y, al igual que los quarks, deben poseer color, de modo que el nuevo campo que garantiza la invariancia local es del tipo del de Yang-Mills: es una fuente de sí mismo. La teoría que describe los campos fuertes originados por los «cambios de color» se denomina cromodinámica cuántica, o CDC, en analogía con la electrodinámica cuántica, o EDC, la teoría cuántica de la fuerza electromagnética. Si la CDC ha resultado ser una teoría exitosa, ¿cómo resuelve el problema de las partículas de campo masivas previstas en la fuerza fuerte de corto alcance?

La respuesta tiene que ver con la complejidad de las interacciones que pueden tener lugar entre los propios gluones, algo que simplemente no se da en la EDC con sus fotones sin carga. Las interacciones de los gluones en la CDC hacen que la intensidad efectiva de la fuerza alrededor de una «carga fuerte» —un quark rojo, por ejemplo— sea menor a corta distancia. El descubrimiento constituyó toda una sorpresa, pues los físicos sabían desde hacía dos siglos que la fuerza debida a una carga eléctrica crece a medida que nos aproximamos a ella. Sin embargo, el nuevo efecto parecía explicar ciertas observaciones paradójicas registradas en la década de 1970, en experimentos que sondeaban protones y neutrones con electrones de alta energía. Los experimentos mostraban que, cuando los electrones exploraban a distancias más cortas, comenzaban a interaccionar con los quarks del interior de los nucleones como si estuvieran casi libres o en absoluto vinculados con el ente superior. Esto se ajustaba a la idea de una fuerza fuerte que reducía su intensidad al disminuir la distancia.

¿Qué sucede, entonces, a distancias más grandes? La fuerza fuerte parece incrementar su magnitud. La conclusión sería que un único quark no puede ser extraído de un protón o un neutrón del mismo modo que un electrón puede ser arrancado de un átomo. Realmente, no existe evidencia alguna de que un quark aislado haya sido observado alguna vez. Así pues, la fuerza fuerte aparenta tener corto alcance, limitado al tamaño de las partículas en las que los quarks están atrapados. De todo ello resulta que los gluones no tienen por qué ser masivos para justificar el corto alcance de la fuerza fuerte. En la CDC, los gluones carecen de masa y no causan problema alguno a las simetrías locales de la teoría.

Una idea de la época

Como en muchos otros avances científicos, el camino desde los trabajos de Yang y Mills hasta la emergencia de la teoría electrodébil y la CDC fue largo y tortuoso. Al aceptar el Premio Nobel en 1979, Glashow hablaba de cómo «el tosco centón» de los años cincuenta se había «convertido en un tapiz» en los setenta. «Los tapices», continuaba, «son elaborados por muchos artesanos que trabajan conjuntamente. Las contribuciones de los distintos operarios no se distinguen unas de otras en el producto acabado y las hebras sueltas o erróneas quedan ocultas. Ésa es nuestra imagen de la física de partículas». En la misma ocasión, cuando a mitad de discurso Salam culminaba su síntesis de la teoría electrodébil, hizo observar que ya había mencionado el nombre de una cincuentena de teóricos.

Ningún científico trabaja en total soledad y menos aún en la actualidad. Incluso a menudo se tiene la sensación de que el progreso científico y los descubrimientos son fruto de la época. Yang y Mills pudieron estar adelantados a su tiempo en el sentido de que llevó casi dos décadas que su creencia en un principio básico diera su fruto, pero también eran hijos de su tiempo. En 1953 y en diferentes partes del mundo, otros científicos empezaban también a elaborar teorías del mismo tipo. Pauli, cuyos artículos sobre la teoría de campos inspiraron a Yang, comenzó a indagar la posibilidad de extender las transformaciones locales de fase del electromagnetismo al isospín, pero nunca publicó sus trabajos; hoy sólo se tiene noticia de ellos por sus cartas a Abraham Pais. Al parecer, Pauli comprendió que la teoría debía implicar partículas sin masa para los campos, en aparente contradicción con el corto alcance de las interacciones fuertes.

En Cambridge, Ronald Shaw, el alumno de Salam, investigó la invariancia local para el isospín de una forma similar a la de Yang y Mills y dedujo el mismo campo transportado por tres partículas. Shaw escribía después, en 1982: «Mi campo gauge surgió de mi fascinación por las ideas relativas a la invariancia lanzadas en una edición preliminar (más bien tosca) de Schwinger, con la que tropecé en 1953». Completó su trabajo en enero de 1954, pero se limitó a incluirlo como un capítulo más en la segunda parte de su tesis doctoral. Esa Parte II, según Shaw, «constaba de varios fragmentos inconexos, incluyendo el capítulo 3 sobre los campos gauge SU (2). Recuerdo que me pareció insuficiente […], y por ello seguí buscando durante el resto del año, hasta que en 1955 creé la Parte I de mi tesis». ¡Le pareció insuficiente! Shaw presentaba su tesis en septiembre de 1955; el artículo de Yang y Mills había aparecido en la Physical Review de octubre del año anterior. Por supuesto, tanto Shaw como Yang y Mills creían que sus teorías describían partículas sin masa que no existían en la realidad, así que hemos de disculpar sus reticencias.

La tercera deducción de la misma teoría tuvo lugar en Japón, donde Ryoyo Utiyama buscaba una estructura matemática que pudiera enlazar la gravedad con el electromagnetismo. En marzo de 1954 completó ciertos trabajos sobre «la idea de una teoría gauge general». Tal como el teórico irlandés Lochlainn O’Raifeartaigh explicaba en su libro The Dawning of the Gauge Theory, «dado que Utiyama abarcaba también la gravedad, debemos reconocer que su aproximación era la más amplia y generalista. Pero, desde el punto de vista de la prioridad, su contribución apareció después que las de Yang y Mills…». Utiyama había sido invitado a visitar el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y llegó allí en septiembre de 1954. Tuvo enseguida noticia de que Yang había anunciado una teoría similar a la suya y recibió una copia de la edición preliminar. En un libro publicado en 1983, Utiyama recordaba: «Me di cuenta de inmediato de que [Yang] había encontrado la misma teoría que había desarrollado yo. Me sentí muy impresionado al examinar su artículo con detalle y compararlo con mis propios trabajos». Utiyama no regresaría a su teoría gauge general hasta marzo de 1955, fecha en la que analizó más detenidamente la propuesta de Yang y Mills. Tras constatar que su enfoque era más general, escribió un artículo para la Physical Review, que fue publicado a comienzos de 1956. La originalidad del trabajo de Utiyama ha sido, por lo general, infravalorada, probablemente —en opinión de O’Raifeartaigh— «porque Utiyama consideró grupos generales y citó a Yang y a Mills, con lo que su artículo de 1956 suele verse como una simple generalización de la teoría de estos últimos». Sin duda, Utiyama tenía razón al reconocer «lo mucho que lamentaba no haber enviado el artículo a una publicación japonesa en marzo de 1954, cuando había completado el trabajo».

Yang y Mills sólo escribieron dos artículos juntos: el famoso artículo de 1954, en el que aparecía por primera vez su ecuación, y otro mucho menos conocido sobre el fotón, escrito en 1966. Por otra parte, mientras que Yang es hoy ampliamente reconocido entre los físicos como uno de los teóricos más brillantes de la segunda mitad del siglo XX, Mills nunca más volvió a aparecer en escena. Tan sólo tres años después de su trabajo con Mills, Yang compartió el Premio Nobel de Física de 1957 con Tsung Dao (T. D.) Lee, un compañero, estadounidense también. Habían hallado que el único modo de explicar las misteriosas propiedades de ciertas partículas subatómicas inusuales era asumir una diferencia entre izquierda y derecha cuando las partículas interaccionan mediante la fuerza débil. Proponían la forma de comprobar experimentalmente esa idea en apariencia tan extravagante; y para gran asombro de los físicos, incluyendo el escéptico Pauli, un experimento realizado por Chien Sung Wu y sus colegas demostró que, en efecto, la fuerza débil establece diferencias entre izquierda y derecha. La colaboración entre Yang y Lee dio lugar a muchos trabajos importantes a lo largo de bastantes años pero, lamentablemente, cesó a finales de los setenta.

A diferencia de Yang, Mills continuó sus investigaciones en física en relativo anonimato. En 1956 entró a formar parte de la Universidad del Estado de Ohio, donde permaneció hasta su jubilación, en 1995. En cualquier caso, Yang siempre le profesó un gran respeto: «Bob tenía una mente brillante. Era muy rápido a la hora de aprehender nuevas ideas», escribía con motivo de la muerte de su colega, acaecida en 1999. «Siempre perdurarán en mi memoria nuestra estrecha colaboración y nuestras muchas discusiones».

Por la misma época, Yang comentaba también que, si bien Mills y él «estaban entusiasmados con la belleza de su trabajo», ninguno de los dos «hubiera previsto su gran impacto en la física». En la actualidad, a comienzos del siglo XXI, su obra sostiene la teoría electrodébil y la cromodinámica cuántica, componentes clave ambas del Modelo Estándar de partículas y fuerzas fundamentales. Parece que la belleza, a través de la simetría, y los fenómenos del mundo físico se hallan inextricablemente vinculados, tal como Werner Heisenberg, uno de los padres de la teoría cuántica, había empezado a constatar. En un ensayo sobre «La belleza y la física teórica», Yang cita unas palabras de Heisenberg, quien en 1973 decía: «Tendremos que abandonar la filosofía de Demócrito y el concepto de partículas elementales. En su lugar, deberemos adoptar la noción de simetrías fundamentales».

Cuando, en el verano de 1953, Yang y Mills trataron de explicar la fuerza fuerte a partir del isospín, se toparon con un principio, basado en la simetría, que da lugar a ecuaciones que enlazan fuerzas y partículas elementales. Con este descubrimiento, avanzaron un gran paso hacia ese ideal que Newton formulara tres siglos atrás. A los teóricos del siglo XXI les corresponde descubrir si del citado principio es posible derivar la unificación total —incluyendo la gravedad—, haciendo que el deseo newtoniano se vea por fin cumplido.

LECTURAS RECOMENDADAS

Y. Nambu, «Quarks», World Scientific, 1985. Una atractiva guía sobre los desarrollos clave en la comprensión de las fuerzas y las partículas.

G. ’t Hooft, In search of the ultimate building blocks, Cambridge University Press, 1997. Un informe sobre el estado actual de la física de partículas, a cargo de un reciente ganador del Premio Nobel.

G. Fraser, ed., The Particle Century, Institute of Physics, 1998. La historia de la física de partículas y el desarrollo del modelo estándar de partículas y fuerzas a lo largo del siglo XX.

C. N. Yang, Selected Papers with Commentary, Freeman, 1983. Contiene una recopilación de artículos de Yang e incluye sus trabajos con Mills.

L. O’Raifeartaigh, The Dawning of Gauge Theory, Princeton University Press, 1997. Contiene todos los artículos importantes mencionados en el capítulo, junto con un comentario interesante, aunque muy técnico. Muy recomendable para físicos.