Se supone a menudo que los biólogos pueden prescindir de las matemáticas. Al fin y al cabo, en El origen de las especies de Darwin no hay una sola línea de álgebra. Pero esta idea es falsa, como vemos enseguida si analizamos la posterior historia de la biología evolutiva. La teoría de la evolución mediante la selección natural sólo funciona si los descendientes se parecen a sus padres, pero el propio Darwin desconocía el proceso de herencia por el cual esto sucede. Cuando comenzó a desarrollarse la ciencia genética, después de que Gregor Mendel descubriera las leyes genéticas en el año 1900, los estudiosos de la evolución pronto se dividieron en dos bandos. Por un lado, los «biométricos», un grupo de estadísticos liderados por el combativo Karl Pearson, argumentaban que lo que de verdad importaba en la evolución era la selección natural de caracteres en continua variación, tales como el tamaño o las proporciones corporales, y que los genes eran un producto irrelevante de la imaginación de Mendel. Por otro lado, muchos criadores de animales y plantas aceptaban la teoría mendeliana de los factores hereditarios discretos, o genes, e iban más allá, argumentando que las nuevas especies surgían por mutaciones genéticas de gran alcance y que la selección natural era irrelevante.
Vistos en retrospectiva, ambos argumentos parecen absurdos. Pero fueron necesarios estudios matemáticos —en especial, los llevados a cabo por los fundadores de la genética de poblaciones, los británicos R. A. Fisher y J. B. S. Haldane y el norteamericano Sewall Wright— para demostrar que ambos puntos de vista podían ser reconciliados. Las observaciones de los biométricos relativas a los caracteres en continuo cambio, las correlaciones entre parientes y los efectos de la selección, pueden ser explicadas como los efectos combinados de muchos genes, cada uno de ellos de pequeño alcance.
En el presente ensayo, comenzaremos describiendo una ecuación muy simple que predice la tasa de evolución cuando la selección no actúa; asimismo, explicaremos cómo se ha utilizado para datar sucesos evolutivos pasados. Pero el tema central se refiere a los muchos casos en los que es difícil predecir los efectos de la selección natural por no existir una «estrategia óptima» para el animal o la planta: en lugar de ello, la mejor estrategia depende de lo que hagan los otros miembros de la población. Veremos cómo una nueva rama de las matemáticas, la «teoría del juego evolutivo», ha sido empleada para resolver esos problemas.
Comenzaremos examinando un argumento cuantitativo relativo al proceso de mutación y evolución genéticas. Los fundadores de la ciencia habían mostrado que es la selección y no la mutación la que determina la dirección evolutiva. En la década de 1950, se descubrió que un gen consta de una cadena de cuatro tipos de moléculas, las bases A, C, G y T. Afortunadamente, no es preciso que el lector conozca las fórmulas químicas de esas bases (ni siquiera las conozco yo). Lo que importa es que la secuencia específica de las bases en un gen determina la secuencia de aminoácidos en la proteína fabricada y las proteínas, a su vez, determinan la clase de organismo que se desarrolla.
Pronto se dispuso de datos sobre cambios evolutivos en las secuencias de aminoácidos de las proteínas (y más tarde, en las secuencias de las bases A, C, G y T que codifican las secuencias de aminoácidos). Analizando esos datos, el genetista japonés Motoo Kimura tuvo una idea original (aunque escandalosa para algunos). Aunque aceptaba que la evolución adaptativa es consecuencia de la selección natural que actúa sobre mutaciones aleatorias, pensó que muchos —de hecho, la mayoría— de los cambios evolutivos en los aminoácidos eran no adaptativos o «neutros». Es decir, en una población, la sustitución evolutiva de un aminoácido por otro —por ejemplo, la leucina por la treonina— ocurre no porque la selección favorezca la treonina, sino por puro azar: en una población, algunas proteínas tienen leucina en un sitio determinado, mientras que otras poseen treonina en el mismo sitio; dado que los genes presentes en la población de una generación son una muestra aleatoria de los que hay en la generación anterior, la proporción entre treonina y leucina cambiará gradualmente hasta que, finalmente, uno de los dos aminoácidos desaparece, a la vez que el otro se fija como único para toda la población.
Kimura subrayaba que su premisa de neutralidad tenía una consecuencia interesante sobre la tasa de evolución. Para entender su argumento, necesitamos definir primero el significado de «tasa de mutación». Supongamos que heredamos un gen concreto de uno de nuestros progenitores (p. ej., de nuestra madre). La tasa de mutación es simplemente la probabilidad de que, cuando transmitamos ese gen a un hijo nuestro, éste experimente un cambio o mutación genética. Habitualmente, la mayoría de las alteraciones consisten en el cambio de una única base (A, C, G o T) por otra; por lo general —aunque no siempre— este cambio afecta a un aminoácido. Kimura razonaba del siguiente modo. Supongamos que la «tasa de mutación neutra» del gen (la probabilidad, en una generación, de que surja una nueva mutación que no afecte a la supervivencia) es m. La mayor parte de esas mutaciones neutras se perderán por azar en pocas generaciones. De forma muy ocasional, y tras muchas generaciones, la nueva mutación quedará fijada en la población, es decir, en toda la población, el correspondiente gen será descendiente directo del gen mutante original, con lo que habrá tenido lugar un cambio evolutivo.
¿Cuál es la probabilidad de que esto suceda? Es obvio que depende del tamaño de la población: será más alta en una población pequeña. Imaginemos una población de mil ratas. Existen dos conjuntos de cromosomas en cada una, con lo que habrá dos mil copias de cada gen en la población. Supongamos ahora que la probabilidad de una nueva mutación neutra es uno sobre cien (una cifra extraordinariamente elevada). Habría dos mil sobre cien, es decir, veinte mutaciones neutras nuevas en cada generación. Toda mutación neutra tiene exactamente la misma probabilidad de quedar fijada —al fin y al cabo, esto está implícito en el significado de neutra—. Como hay dos mil genes, todo gen mutante tiene una probabilidad de uno entre dos mil de quedar fijado. Así pues, el número de mutaciones neutras que surgen y quedan fijadas en cada generación es igual a 20 × 1/2.000 = 1/100. Obsérvese que este valor es igual a la tasa de mutación y resulta independiente del tamaño de la población, la cual se cancela en los cálculos: si doblamos la población, se duplica el número de imitantes, pero se reduce a la mitad la probabilidad de que cualquiera de ellos quede fijado. Si el tamaño de la población es N y la tasa de mutación neutra por generación vale m, el número de mutaciones neutras que se fijan en cada generación es 2Nm × 1/2N = m. Expresado en forma de ecuación:
número de mutaciones neutras fijadas en cada generación =
= tasa de mutación neutra por generación
¡Ya nos gustaría que todas las matemáticas biológicas fueran así de fáciles!
De este modo, la teoría de Kimura dice que la tasa de evolución molecular neutra depende solamente de la tasa de mutación y es independiente del tamaño de la población. Esto último es importante, ya que, por lo general, no tenemos ni idea del tamaño de las poblaciones pasadas, pero cabe asumir plausiblemente que la tasa de mutación es más o menos constante. La idea de Kimura se convirtió en el punto de partida de un gran cuerpo de teoría matemática, que ha sido aplicada de dos maneras. En primer lugar, proporciona una «hipótesis nula» frente a la cual medir la selección: las desviaciones respecto a las predicciones de la teoría neutralista indican que ha habido selección. En segundo lugar, existen cambios que probablemente fueron casi neutros (los mejores candidatos son los denominados cambios en bases «sinónimas», es decir, cambios que no alteran el aminoácido y, por lo tanto, no modifican el funcionamiento de una proteína). Los citados cambios nos sirven para datar sucesos pasados. Si podemos estimar la tasa de mutación, comparando la secuencia de ADN de un mismo gen en dos especies animales actuales y contando el número de cambios en bases sinónimas entre ambas, es posible datar el último ascendiente común de las dos (p. ej., de hombres y chimpancés o de pájaros y mamíferos).
La teoría neutralista de la evolución molecular se parece a una teoría física —por ejemplo, a la mecánica de Newton— en que es un cuerpo de predicciones matemáticas derivado de un pequeño conjunto de premisas simples y difiere en que dichas premisas son, como mucho, buenas aproximaciones. Por ejemplo, las tasas de mutación no son constantes y las mutaciones sinónimas no son neutras del todo. Por este motivo, en biología empleamos las teorías matemáticas de una manera distinta. Si una teoría física —la ley de la gravitación universal, por ejemplo— hace predicciones que difieren, aunque sea levemente, de la observación, los físicos se preocupan y buscan la razón de la discrepancia. En el caso antes elegido, las leyes de Newton predicen que los planetas deben recorrer órbitas elípticas, con el Sol en uno de los focos. En dos ocasiones, medidas cuidadosas revelaron que el movimiento de un planeta se apartaba ligeramente de la predicción. En la primera, las irregularidades en el movimiento de Neptuno sugirieron que el planeta era perturbado por la atracción de un objeto celeste entonces desconocido; siguiendo esta pista, se descubrió Plutón. En la segunda, las desviaciones en la trayectoria de Mercurio sirvieron para confirmar las predicciones de la teoría general de la relatividad de Einstein.
En biología usamos las ecuaciones de manera diferente. No nos podemos permitir el lujo de estudiar las interacciones entre dos únicos cuerpos, cada uno de los cuales puede ser tratado como si su masa se concentrara en un solo punto. Por el contrario, estudiamos las interacciones entre un gran número de organismos, cada uno de los cuales es de enorme complejidad. ¿En qué forma nos servimos de las ecuaciones a la hora de abordar estas complicaciones? En primer lugar, aislamos cierto fenómeno para su estudio. El latido del corazón, el ritmo diario de sueño y vigilia o el ciclo de diez años en la población de liebres, linces, aves de caza y otros animales en el Ártico canadiense son todos ellos oscilaciones periódicas, pero no es probable que respondan al mismo mecanismo subyacente. Así pues, las estudiamos de una en una. Luego, mediante una mezcla de experimentos e intuición, suponemos un mecanismo o —en términos más pomposos— establecemos una hipótesis sobre él. Para averiguar si la suposición es correcta, suele ser útil escribir ecuaciones que describan el mecanismo propuesto y, resolviendo (o simulando) dichas ecuaciones, comprobar si generan la clase de comportamiento que observamos. En otras palabras, esperamos que nuestras ecuaciones predigan cualitativamente el comportamiento correcto. Esperar que los números se ajusten con precisión es pretender demasiado. Por ejemplo, cabría esperar que un modelo matemático del ciclo ecológico canadiense prevea oscilaciones regulares en los números con un periodo más o menos correcto, pero no es realista confiar en obtener el periodo o la amplitud exactos (en la naturaleza son muy variables en cualquier caso).
Una razón por la que sólo cabe esperar predicciones cualitativas es que, en todo modelo concreto, obviamos demasiadas cosas. Por ejemplo, al modelar el ciclo canadiense, probablemente sólo incluiremos algunas de las especies más abundantes (y nuestra elección puede ser fácilmente errónea), e ignoraremos fluctuaciones en el clima de un año a otro (aunque algunas teorías consideran cruciales dichas fluctuaciones) y diferencias espaciales en el entorno. Los estudiantes recién llegados a la biología evolutiva a menudo me preguntan por qué se excluye de un modelo algo que seguramente afecte al resultado final. La respuesta es, en primer lugar, que si dejamos fuera algo verdaderamente importante, el modelo no hará las predicciones correctas, ni siquiera cualitativamente, y, en segundo lugar, que si tratásemos de incluirlo todo en un modelo, éste acabaría resultando inútil. Tendremos que utilizar simulaciones por ordenador para estudiar su comportamiento y no sabremos a ciencia cierta cuáles de las características que hemos incorporado son importantes. Como los antropólogos Robert Boyd y Peter Richerson señalaban en cierta ocasión, «De nada sirve sustituir un mundo que no comprendes por un modelo de él que tampoco comprendes».
Así pues, en biología sólo son útiles los modelos sencillos. El precio que pagamos por esa simplicidad es la ausencia de precisión cuantitativa en nuestras predicciones. Pero, si tenemos suerte, tal vez nos topemos con que nuestro modelo explica aspectos del mundo en los que no habíamos pensado cuando lo estábamos creando. Trataré de ilustrar este punto describiendo un modelo de comportamiento animal que elaboré junto con George Price hace ahora treinta años. Su versión original era tan simple que casi resultaba trivial. Sin embargo, hasta en esa forma simple explicaba ciertos aspectos del comportamiento que, aunque conocidos por los biólogos, no teníamos en mente al inventar el modelo. Y, lo que es más importante, el método que adoptamos —la construcción de un «juego evolutivo»— ha resultado tener muchas más aplicaciones de las que nunca hubiéramos soñado. Se ha utilizado para analizar conceptos tan variados como la señalización animal, el crecimiento de las plantas, la evolución de los virus y la proporción entre machos y hembras en una población. Examinaremos este último problema, así como el inicial relativo al comportamiento que dio origen al modelo.
Comenzaremos con el problema original. Cuando era estudiante de zoología, allá en los años cuarenta, mis compañeros y yo estábamos fascinados por los recientes descubrimientos de los etólogos Konrad Lorenz y Niko Timbergen —en parte, sospecho, porque nuestros profesores no parecían haber oído hablar de ellos y era agradable sentirse superior—. Lorentz, en particular, señalaba que, cuando dos animales compiten por un recurso, no suelen utilizar todas sus armas —dientes, cuernos, garras— en una lucha sin cuartel, sino que se limitan a enfrentamientos rituales y a menudo saldan la pugna sin que haya una pelea encarnizada. En aquella época, ese comportamiento ritual se explicaba diciendo que era bueno para la especie; como un distinguido zoólogo decía, si las luchas encarnizadas fueran habituales, muchos individuos resultarían heridos, lo cual «iría en contra de la supervivencia de la especie».
Aunque era un simple estudiante, la explicación me parecía errónea. La teoría darwiniana de la evolución mediante la selección natural —que es para la biología lo que las leyes de Newton fueron para la física durante trescientos años— es básicamente una teoría de selección individual. En un entorno dado, ciertos tipos de individuos tienen más posibilidades de sobrevivir y reproducirse que otros. Cuando se reproducen, transmiten sus características a los descendientes. El resultado es una población compuesta por individuos dotados de rasgos que contribuyen a su supervivencia. Si éstos son perjudiciales para la especie, mala suerte. ¿Cómo, pues, explicar el comportamiento ritual en la lucha?
Aunque ya era consciente del problema en 1950, no reflexioné seriamente sobre él hasta veinte años después, cuando, casi por accidente, decidí informarme sobre la «teoría de juegos» para ver si era aplicable al tema. Esta teoría había sido desarrollada en primera instancia a comienzos de la década de 1940 por John von Neumann y Oskar Morgenstern, con objeto de estudiar los juegos humanos, es decir, las interacciones humanas en las que la mejor acción a realizar depende de lo que haga nuestro oponente. Por ejemplo, en una partida de póquer, ¿cuándo conviene echarse un farol? Para un biólogo, el principal obstáculo en esta teoría es que parte de la premisa de que los contendientes se comportan de manera racional y asumen en sus cálculos que sus oponentes son racionales también. Obviamente, no cabe hacer esta hipótesis tratándose de animales. Sin embargo, los teóricos del juego han dado a luz una sencilla idea que me pareció muy útil: la «matriz de pagos».
Imaginemos el juego siguiente: dos animales compiten por cierto recurso (un territorio, un trozo de comida o una hembra) de valor V. Cada individuo puede elegir entre una de estas dos estrategias: halcón o paloma. (Una estrategia significa aquí, simplemente, un tipo de comportamiento, pero en posteriores contextos implicará una característica heredable. Los términos halcón y paloma resultaban muy gráficos debido a que el juego fue inventado en Chicago durante la guerra de Vietnam —no son demasiado aplicables a las aves en cuestión—.) En una contienda, un halcón lucha con todas sus armas hasta que vence y obtiene el recurso (el beneficio V) o hasta que resulta gravemente herido (lo que supone un coste C; el significado de beneficio y coste se discute con posterioridad). La paloma hace ostentación de fuerza; si su oponente ataca, huye antes de sufrir daño, pero si se topa con otra paloma, comparte el recurso, de forma que ambas obtienen un beneficio V/2. A partir de estas estrategias, podemos establecer las recompensas para un individuo dado, dependiendo de su estrategia y la de su oponente:
- 1.Un halcón, jugando contra una paloma, obtiene el recurso sin sufrir daño: su beneficio es V. La paloma no obtiene nada, pero tampoco sufre daño: su beneficio es 0.
- 2.Si un halcón se topa con otro halcón, tiene tantas posibilidades de ganar (beneficio V) como de perder (coste C): en promedio, su beneficio es 1/2(V − C).
- 3.Si se enfrentan dos palomas, comparten el recurso, obteniendo ambas un beneficio V/2.
Estos resultados pueden ser expresados mediante una «matriz de pagos», en la que en las filas se indica la recompensa para un individuo si su oponente adopta la estrategia indicada en las columnas:
Estrategia del oponente | ||
Halcón | Paloma | |
Recompensa para el halcón | 1/2(V − C) | V |
Recompensa para la paloma | 0 | V/2 |
Imaginemos una población que desarrolla este juego. ¿Cómo evolucionará? Cuando un halcón se encuentra con una paloma, gana, pero de ello no se deduce que los halcones reemplacen a las palomas en la población, ya que cuando un halcón se tope con otro, le puede ir muy mal. No deseamos saber el resultado de un único encuentro, sino cómo evolucionará la población a lo largo del tiempo. Para ello asumiremos lo siguiente:
- 1.Todo individuo entabla una lucha contra un oponente al azar; obtenemos los mismos resultados en individuos que entablen una serie de enfrentamientos contra oponentes aleatorios.
- 2.Un individuo produce después un número de descendientes que depende del beneficio obtenido en la lucha.[126] En otras palabras, interpretaremos V y C como el cambio, resultante de la lucha, en el número esperado de descendientes.
- 3.Cuando los individuos se reproducen, los halcones generan halcones y las palomas, palomas. Por supuesto, asumimos reproducción asexual e ignoramos los detalles de la genética mendeliana. En la época en la que creamos el modelo, la justificación era que, por lo general, se sabía poco sobre la genética de los rasgos concretos de comportamiento, pero existía cierta semejanza entre padres e hijos para la práctica totalidad de los rasgos analizados. Con posterioridad, las matemáticas han demostrado que los resultados derivados de nuestros supuestos originales concuerdan bastante bien con lo que sucede en una población sexual, aunque pueda haber diferencias.
Tenemos, pues, el modelo. ¿Qué predicciones hace? Supongamos, en primer lugar, que el beneficio V es mayor que el coste C; por ejemplo, V = 10 y C = 4. La matriz de pagos sería:
Estrategia del oponente | ||
Halcón | Paloma | |
Recompensa para el halcón | 3 | 10 |
Recompensa para la paloma | 0 | 5 |
¿Qué sucederá? Para esta matriz, la respuesta es fácil. Necesitamos saber la cantidad relativa de descendientes que producen, respectivamente, los halcones y las palomas. Los primeros salen ganando, sea cual sea la estrategia de su oponente (3 > 0 y 10 > 5). En otras palabras, cualquiera que sea la proporción inicial entre unos y otras en la población, los individuos halcón tendrán, en promedio, más descendientes, con lo que aquélla terminará compuesta exclusivamente por halcones.
Es más interesante el caso en el que el coste C es superior al beneficio V; ya no merece la pena correr el riesgo de resultar herido para obtener el recurso. Hagamos, por ejemplo, V = 4 y C = 10. La nueva matriz de pagos será:
Estrategia del oponente | ||
Halcón | Paloma | |
Recompensa para el halcón | −3 | 4 |
Recompensa para la paloma | 0 | 2 |
Ahora, si la población está compuesta mayoritariamente por halcones, lo ideal es ser paloma, pero si lo está mayoritariamente por palomas, es preferible ser halcón. Dicho de otra manera, una población de halcones podría ser invadida por un mutante paloma y una población de palomas, por un mutante halcón. ¿Qué ocurrirá en este caso? Al parecer, al final acabaríamos con una población de individuos que unas veces se comportarían como halcones y otras, como palomas —lo que se denomina una «estrategia mixta»—, al igual que un buen jugador de póquer algunas veces va de farol y otras, no. Pero ¿es realmente así? Y si lo es, ¿en qué proporción se adoptarán los papeles de halcón y de paloma?
La clave está en buscar una «estrategia evolutivamente estable», o EEE. Una EEE es una estrategia «que no es posible invadir», en el sentido siguiente. Supongamos que casi todos los miembros de una población adoptan cierta estrategia que denominaremos S. Esto significa que, típicamente, un individuo S se topará con otro S y obtendrá la «recompensa de S contra S». Imaginemos ahora un raro mutante, Y. Éste, también típicamente, se enfrentará a un individuo S y obtendrá la «recompensa de Y contra S». Supongamos que la «recompensa de Y contra S» es inferior a la «recompensa de S contra S» para todas las mutaciones posibles. En este caso, ningún mutante podrá invadir la población y diremos que S es una EEE. En el lenguaje de la calle, una EEE es una estrategia que funciona mejor contra sí misma que cualquier otra estrategia que se enfrentase a ella. De manera más formal, una EEE puede ser definida como una estrategia S tal que, si casi toda la población la adopta, ninguna estrategia mutante Y puede invadirla; esto será así si la estrategia S funciona frente a ella misma mejor que cualquier estrategia mutante Y frente a la propia S. Volviendo a la primera matriz, con V = 10 y C = 4, la del halcón es una EEE, ya que, frente a sí misma, funciona mejor que la estrategia de la paloma. Para la segunda matriz buscamos una estrategia que consista en «comportarse como un halcón con una probabilidad p y como una paloma, con una probabilidad 1 − p». Para hallar p nos basamos en el hecho de que, en una EEE, las recompensas obtenidas al ser paloma o halcón han de ser, en promedio, iguales; en caso contrario, la población no estaría en equilibrio. Esto conduce a un valor de p = 0,4. Es decir, la EEE consiste en que un individuo se comporte como halcón el cuarenta por ciento de las veces y como paloma, el sesenta por ciento restante. La conclusión es que, si las únicas tácticas posibles en una contienda son «luchar hasta la muerte» y «hacer ostentación de fuerza, pero salir corriendo si el oponente ataca», la única EEE disponible es de tipo mixto: optar por una u otra estrategia según convenga. Existe una pequeña complicación. Hay dos estados estables posibles para una población que desarrolle un juego de este tipo. Uno corresponde al caso en el que todos los individuos adoptan la estrategia mixta; el otro, a aquel en el que un cuarenta por ciento de la población se comporta siempre como un halcón y el otro sesenta por ciento, como una paloma.
¿Es cualitativamente correcta esta conclusión para los animales del mundo real? Existen ciertas situaciones en las que los organismos adoptan una EEE mixta de esta clase. Por ejemplo, en el pez sol de agalla azul existen dos tipos de machos. Uno de ellos crece sin procrear durante más de cinco años y luego establece un territorio de cría, fertilizando los huevos de las hembras que entran en él. El otro, conocido como furtivo, se oculta en el territorio de un macho en fase de procrear; cuando las hembras depositan sus huevos, el furtivo sale de su escondite, vierte esperma sobre ellos y escapa. Sin embargo, no creo que la solución sea aplicable a la clase de contienda que el juego del halcón y la paloma trataba de modelar. ¿Dónde está el fallo? Price y yo propusimos otras posibles estrategias que podría adoptar un animal. Examinaremos dos de ellas.
La primera es la del vengador: «Compórtate como una paloma, pero si tu oponente lucha, contraataca». En nuestro ejemplo numérico, la matriz de pagos sería la siguiente:
Estrategia del oponente | |||
Halcón | Paloma | Vengador | |
Recompensa para el halcón | −3 | 4 | −3 |
Recompensa para la paloma | 0 | 2 | 2 |
Recompensa para el vengador | −3 | 2 | 2 |
Vengador es casi una EEE. Una población de vengadores no puede ser invadida por halcones (2 > −3) o por cualquier tipo de estrategia mixta, pero la evolución de una población compuesta sólo por vengadores y palomas es ambigua, ya que se comportarán de manera idéntica. Para soslayar este punto, Price y yo introdujimos una estrategia más complicada, la del sondeador-vengador, el cual, frente a las palomas, intentaba ocasionalmente un «ataque de prueba», volviendo a la simple ostentación de fuerza si su oponente contraatacaba. La nueva estrategia demostró ser una EEE y podría constituir una buena descripción de lo que sucede en ciertas luchas animales. Nuestra estrategia sondeador-vengador se ha hecho luego popular en las discusiones sobre juegos evolutivos bajo el nombre de «Donde las dan, las toman».
Existe, no obstante, otra solución que es, a la vez, más elegante y una descripción mejor de lo que habitualmente sucede. Supongamos que dos humanos jugasen a este juego. ¿Se pondrían de acuerdo para compartir el recurso? ¿Y si el recurso es indivisible? Porque el lector se habrá dado cuenta ya, probablemente, de que la premisa de que el recurso puede ser compartido es, a menudo, inviable. En un caso así, tal vez los dos humanos acordarían lanzar una moneda al aire e incluso buscarían un testigo que certificase el veredicto. No cabe imaginar dos animales lanzando una moneda. Pero ¿cuál es la función real de ésta? La moneda se limita a introducir una asimetría en una situación hasta ese instante simétrica. Este hecho nos sugirió que los animales podrían basarse en alguna asimetría para saldar sus enfrentamientos. La asimetría más obvia es la existente entre el propietario del recurso y un intruso. Por supuesto, no pretendíamos que los animales poseyeran el concepto de propiedad; bastaba con que el animal tuviese que luchar más duramente por un recurso —como puede ser un territorio— que hubiese ocupado durante algún tiempo que por otro que, simplemente, acababa de encontrar.
Consideremos la estrategia que, por razones obvias, denominamos del burgués: luchar encarnizadamente por un recurso si lo poseemos ya, y no hacerlo en caso contrario. Es decir, «ser halcón si se es propietario y paloma si se es intruso». Si asumimos razonablemente que un burgués será con la misma probabilidad propietario o intruso, la matriz de pagos resulta ser:
Estrategia del oponente | |||
Halcón | Paloma | Burgués | |
Recompensa para el halcón | −3 | 4 | 0,5 |
Recompensa para la paloma | 0 | 2 | 1 |
Recompensa para el burgués | −1,5 | 3 | 2 |
La estrategia del burgués es una EEE: en una población compuesta mayoritariamente por burgueses, la recompensa media para un burgués es 2, mientras que para un halcón y una paloma vale 0,5 y 1, respectivamente. Los burgueses, pues, no pueden ser invadidos ni por halcones ni por palomas. Obsérvese que la conclusión no requiere asumir nada acerca de si el propietario de un recurso tiene más o menos posibilidades de vencer en una lucha abierta.
Muchos animales siguen esta sencilla estrategia. La evidencia más importante es que, cuando dos animales se consideran propietarios de un mismo recurso, sobreviene la lucha; en ocasiones es posible crear esta situación de manera experimental. Estimulado por el modelo que acabamos de describir, el zoólogo Nick Davies investigó el comportamiento territorial de la mariposa de los muros. En un bosque, los machos mantienen áreas bañadas por la luz solar como territorios de cría. Si un intruso penetra en un área dominada ya por otro macho, se produce un breve enfrentamiento en el que ambos vuelan hacia arriba en espiral, hasta que el intruso se bate en retirada. Davies apartó al propietario de un territorio y permitió que otro macho ocupara la zona de luz. Luego liberó al macho original. Ambos se comportaron como propietarios. El resultado fue un prolongado vuelo en espiral, mucho más largo que un encuentro típico. Cuando existen otras asimetrías, tales como diferencias en tamaño o edad, la cosa se complica. Cabe preguntarse qué sucedería con la estrategia contraria: «Actuar como paloma si se es propietario o como halcón si se es intruso». Si los animales se limitaran a jugar una sola vez en la vida, parecería una alternativa válida a la estrategia del burgués, aunque nunca he sabido muy bien cómo llamarla. Pero si el juego se reitera, está claro que la estrategia es un problema. En cuanto un animal se ha convertido en propietario de un recurso, debe entregárselo al primer intruso que aparezca. Conozco un estudio sobre un animal, cierta araña semisocial, que parece seguir esta estrategia.[127] Estas arañas fabrican una telaraña comunitaria, con agujeros separados, cada uno de ellos ocupado por un individuo. Cuando una araña es expulsada de su agujero y éste queda destruido, la araña recorre la tela y entra en otro agujero. La ocupante de este último se marcha y busca nuevo alojamiento; el proceso se repite hasta que una araña encuentra un agujero vacío. Me extrañaría que un comportamiento tan paradójico fuera frecuente.
Antes de dejar estas contiendas simples, me gustaría examinar un último juego, el denominado «guerra de desgaste» —mucho más complejo matemáticamente que los juegos que hemos visto hasta ahora—. Supongamos que dos individuos compiten por un recurso indivisible de valor V y que físicamente no pueden luchar. Lo único que pueden hacer es continuar amenazándose hasta que uno de los dos abandone. ¿Cuánto tiempo debería seguir insistiendo un individuo? Obviamente, si amenazar no supone coste alguno y V es mayor que cero, el juego se bloquearía, ya que ambos contendientes seguirían amenazándose eternamente, lo cual es absurdo. Debemos asumir que amenazar supone un coste y que ese coste se incrementa con el tiempo de igual modo para los dos contendientes; supongamos que el enfrentamiento dura un tiempo t, con un coste kt para ambos. Supongamos que éstos eligen los tiempos t1 y t2, respectivamente. Si t1 es mayor que t2, la contienda dura un tiempo t2, con un coste kt2 para ambos participantes, y el primero de ellos es el que obtiene el recurso. Las recompensas son: V − kt2 para el primer contendiente (sólo ha de pagar kt2, aunque estaba dispuesto a pagar kt1) y −kt2 para el segundo.
¿Cómo debería comportarse un individuo? Dicho de forma más precisa, ¿existe alguna regla de comportamiento que sea evolutivamente estable, en el sentido de que, si todos la adoptan, ninguna regla mutante funcionaría mejor? Resulta que la EEE consiste en que todo individuo tenga la misma (y constante) probabilidad de abandonar por segundo, independientemente de lo que haya durado la contienda hasta ese momento. Por ejemplo, «abandonar en el próximo segundo con una probabilidad de uno sobre cien». El valor de la probabilidad depende del valor de V: cuanto mayor sea éste, menor será la probabilidad de abandonar y más grande la duración media de una contienda. El resultado de adoptar una regla así aparece en la figura 9.1, conocida como ley de desintegración exponencial.
Este tipo de curva describe el nivel de radiactividad, a lo largo del tiempo, de un fragmento de material radiactivo, como un residuo nuclear. Corresponde a la distribución esperada si todo átomo radiactivo de la muestra tiene una probabilidad por segundo constante de desintegrarse y escindirse en átomos más pequeños. De manera parecida, en la guerra de desgaste los individuos tienen una probabilidad fija por segundo de abandonar.
¿Por qué la semejanza? ¿Por qué los contendientes tendrían una probabilidad fija de abandonar? Encontré la solución mediante el razonamiento siguiente. Consideremos un individuo en el curso de una contienda así. Ha estado haciendo alarde de fuerza durante un tiempo t1; ¿cuánto debería continuar? La respuesta es que debería seguir exactamente el mismo tiempo que estaba dispuesto a aguantar al comenzar la contienda. Al fin y al cabo, aún tiene ante él la misma recompensa (y el mismo castigo) que había al principio: el recurso de valor V a adquirir y el coste kt por cada intervalo de tiempo t adicional que la competición se prolongue. Es cierto que ya ha gastado kt1, pero eso es agua pasada —ya no puede hacer nada al respecto—. Si las pérdidas y beneficios potenciales futuros son exactamente los que eran al principio, su futuro comportamiento debería ser exactamente igual al inicial. En otras palabras, su probabilidad de abandonar en cualquier intervalo de tiempo debería permanecer constante, del mismo modo que un átomo radiactivo tiene una probabilidad fija de desintegrarse en la unidad de tiempo, no importa cuánto tiempo lleve en ese estado radiactivo.
Figura 9.1. El juego de la «guerra de desgaste». Distribución de frecuencias en una población de individuos que hacen alarde de fuerza durante distintos periodos. La forma de la curva viene determinada por una ecuación sencilla.
¿Juegan los animales este juego? Creo que no: siempre les merecerá la pena encontrar una asimetría que resuelva la contienda. Pero existe un juego similar, aunque ligeramente más difícil, en el que cierto número de animales compiten simultáneamente por un recurso. Mi ejemplo favorito es un estudio de Geoff Parker —realizado cuando era estudiante en Bristol— sobre la mosca del estiércol macho, que aguarda sobre una boñiga de vaca la llegada de hembras vírgenes. ¿Cuánto tiempo debía permanecer allí? Geoff encontró que las moscas adoptaban una solución cuantitativa bastante precisa para el tiempo de espera evolutivamente estable; por supuesto, para descubrirlo, Geoff tuvo que esperar también en el mismo sitio.
Una última sugerencia antes de dejar las contiendas animales. Si el lector es experto en programación, puede intentar analizar la dinámica de una población mediante el juego «halcón-paloma-vengador-matón». Las tres primeras estrategias son ya conocidas. Matón es lo contrario de vengador: «Ser halcón frente a una paloma y paloma frente a un halcón». La dinámica de este juego es fantástica.
En un juego simple como el del halcón y la paloma, en el que las estrategias posibles sean las dos citadas más un conjunto de estrategias mixtas compuestas por porcentajes diversos de ambas, existe siempre una EEE. Dependiendo de los valores de coste y beneficio, resultará ser halcón, paloma o las dos; en este último caso, la población evolucionará hasta estar compuesta sólo por halcones o sólo por palomas, según sean las frecuencias iniciales. Pero no todos los juegos tienen una EEE. A primera vista, parece extraño: la población terminará en alguna parte, ¿no? Por supuesto, pero no necesariamente en un punto estable; puede que siga evolucionando cíclicamente para siempre (o, en la práctica, hasta que cambien las circunstancias). Pero para que un juego no disponga de EEE deben existir más de dos estrategias puras.
Un juego muy sencillo que puede no presentar una EEE es el conocido juego infantil «piedra, papel o tijeras». En él, piedra vence a tijeras (la piedra mella el filo de las tijeras), tijeras vencen a papel (las tijeras cortan el papel) y papel vence a piedra (el papel envuelve la piedra). La matriz de pagos es la siguiente:
Estrategia del oponente | |||
Piedra | Papel | Tijeras | |
Recompensa para piedras | 1 + e | 0 | 2 |
Recompensa para papel | 2 | 1 + e | 0 |
Recompensa para tijeras | 0 | 2 | 1 + e |
Hemos supuesto que vencer tiene una recompensa de 2 unidades. Si dos oponentes adoptan la misma estrategia, obtienen ambos una recompensa de 1 + e (asumiendo que pueden compartir la ganancia), donde e es una recompensa adicional (digamos, por el hecho de haber evitado la disputa). Pero e no tiene por qué ser positiva; cabría asumir también que es negativa y representa un pequeño coste para los individuos que adoptan la misma estrategia. Como veremos, el resultado depende por completo de si e es positiva o negativa.
Está claro que ninguna de las estrategias puras —piedra, papel y tijeras— puede ser una EEE: una población que adopte piedra puede ser invadida por papeles y así sucesivamente. La única candidata a EEE sería la estrategia mixta «comportarse como piedra, papel o tijeras con igual probabilidad». Si se analizan las condiciones de estabilidad, se observa que, cuando e es positiva, la estrategia mixta no es una EEE: puede ser invadida por cualquiera de las estrategias puras. Pero ninguna de éstas es estable. ¿Qué sucede entonces? El comportamiento de una población puede ser representado como una trayectoria en un «espacio de estados», tal como muestra la figura 9.2 B. El sistema entra en una oscilación permanente.
Sin embargo, si la recompensa e es negativa, la estrategia mixta se convierte en EEE y la dinámica del sistema es la de la figura 9.2 C. ¿Qué ocurre cuando e = 0? El equilibrio se hace «neutralmente estable» y la dinámica es como en la figura 9.2 E. Este tipo de dinámicas, en forma de un conjunto de ciclos cerrados, se denominan «conservativas». No hallamos sistemas así en el mundo real, ya que el más mínimo cambio en las circunstancias llevaría a la situación de las figuras 9.2 B o 9.2 C. En cambio, es posible encontrar sistemas dinámicos en oscilación permanente con una amplitud constante —el mundo vivo está lleno de ellos—. Pero su comportamiento dinámico es el de la figura 9.2 D: el sistema se instala en un ciclo de amplitud fija, cualquiera que sea su punto de partida.
Figura 9.2. La dinámica del juego de «piedra, papel o tijeras» [rock (R), paper (P), scissors (S), en inglés]. El estado de la población en un momento dado puede ser definido por los valores de r, p y s (las frecuencias de R, P y S en la población, respectivamente). Como r + p + s = 1, cabe representar dicho estado como un punto en el interior de un triángulo equilátero —diagrama A— y describir la forma en que evoluciona en el tiempo. El diagrama B muestra lo que sucede cuando la recompensa adicional e es positiva y el C, cuando es negativa. El diagrama D muestra un ciclo límite (un comportamiento que no surge en la forma más simple del juego piedra, papel o tijeras, pero que se aproximaría más a la realidad). Finalmente, el diagrama E muestra lo que sucede cuando e vale cero.
En 1982 utilicé el juego piedra, papel o tijeras para ilustrar la posibilidad teórica de un juego sin EEE; nunca esperé toparme con animales que desarrollaran un juego tan simple. Por eso me sorprendió, catorce años después, tropezar con un artículo publicado en Nature y titulado «Los lagartos juegan a piedra, papel o tijeras».[128] El artículo describía una especie de lagarto con tres tipos de macho. El macho de cuello naranja domina un territorio que aloja a varias hembras. Una población de machos de este tipo puede ser invadida por machos «furtivos» de cuello verde, que aguardan a que un macho de cuello naranja se dé la vuelta para aparearse con una de sus hembras. Pero una vez la población está formada mayoritariamente por machos de cuello verde, puede ser invadida por machos de cuello azul, cada uno de los cuales domina un territorio de suficiente tamaño para alojar a una hembra. Ni qué decir tiene que, cuando los machos de cuello azul son dominantes, pueden ser invadidos a su vez por los machos de cuello naranja originales, completándose el ciclo.
Para cualquier teórico, es motivo especial de satisfacción el que un animal acabe por hacer algo que él había predicho teóricamente, pero que parecía muy raro que se diera en la realidad. Sin embargo, creo que los juegos de ciclo permanente y sin EEE pueden ser más habituales de lo que a simple vista parece. Un modelo de situación que podría estar muy extendido es el denominado «juego del ciervo rojo». Imaginemos una especie —por ejemplo, el ciervo rojo— en la que el macho crece sin procrear hasta que ha alcanzado un determinado tamaño. Llegado el momento, en la época de celo, los machos compiten y los más fuertes acumulan un harén de hembras con las que se aparean. Durante las luchas, un macho gasta tanta energía que a partir de entonces crece muy poco o, incluso, nada. ¿A qué edad o tamaño debería un macho empezar a competir? Si lo hace demasiado pronto, no conseguirá el harén, y si espera demasiado puede no sobrevivir hasta la época de celo —al fin y al cabo, existe el continuo riesgo de morir de hambre, enfermedad o depredación—. Un modelo del juego, en el que se asume que el éxito reproductor de un macho es una función creciente de la proporción de la población en celo que es más pequeña que ella misma, sugiere que puede no existir una EEE. Los machos tendrán cada vez más edad y tamaño al abordar su primera competición, hasta que sean demasiado viejos para procrear. En ese momento pueden ocurrir dos cosas. La población puede ser invadida por «furtivos» que roban hembras sin intentar poseer un harén. Existe un número sorprendentemente alto de especies en las que hay una mezcla de machos que poseen harén y machos furtivos (no está claro si se trata de una EEE mixta estable o una etapa transitoria en un ciclo). También puede ocurrir que la especie se extinga en competencia con otra similar de menor tamaño y más eficiente desde el punto de vista ecológico.
Existe un hecho curioso en relación con los mamíferos que sugiere que el juego del ciervo rojo puede estar diciéndonos algo. La evidencia fósil muestra que la mayoría de los linajes de mamíferos incrementan progresivamente su tamaño; por ejemplo, los primeros caballos no eran más grandes que un perro de tamaño medio. Sin embargo, los mamíferos en su conjunto no son hoy más grandes de lo que lo eran hace cincuenta millones de años (y esto es así incluso ignorando la extinción reciente de muchas especies grandes debido, probablemente, a la caza humana). Una posible explicación es que muchas especies crecieron en tamaño a causa de la competición entre machos, tal como sugiere el citado juego, pero se extinguieron al competir con especies más pequeñas. Pero esto es sólo una especulación.
Examinaremos ahora un tema en el que las predicciones cuantitativas son, en ciertos casos, posibles. Se trata de la evolución de la proporción entre sexos. ¿Por qué, en la mayoría de las especies, hay el mismo número de machos que de hembras y, sin embargo, en algunos casos no es así? (Por ejemplo, ciertas avispas tienen diez veces más hijas que hijos).
La respuesta básica a esta cuestión fue formulada en 1930 por R. A. Fisher. Aunque Fisher no hizo uso de ninguna analogía explícita con un juego humano (al menos, no en este contexto), su razonamiento era, en esencia, el de una EEE y puede ser parafraseado como sigue. Suponiendo que una hembra pudiera elegir el sexo de sus descendientes, ¿cuál debería escoger? Bajo el punto de vista darwiniano, debería optar por una proporción de sexos que maximice el número de nietos a los que se transmiten sus genes. ¿Cómo hacerlo? Su elección viene determinada por un razonamiento muy simple. Si todo hijo tiene un padre y una madre, los miembros del sexo menos abundante tendrán, como media, más hijos. Así pues, debería tener descendientes del sexo menos frecuente.
Es obvio que el único estado estable, o EEE, es aquel con igual número de machos que de hembras. De ahí viene la proporción 1:1. En realidad, Fisher fue más lejos y exploró la posibilidad de que fuera más costoso tener hijas que hijos, o viceversa. Su conclusión fue que los padres emplearían los mismos recursos tanto al producir machos como al producir hembras.
Se trata de una predicción que a menudo se cumple con gran precisión. Pero hay que decir que se debe a que el mecanismo de la determinación del sexo —que generalmente produce igual número de gametos con los cromosomas X e Y— es tal que sólo puede generar una proporción de 1:1. El argumento tiene una validez relativa. La proporción entre sexos es uno de los dos únicos rasgos de la mosca del vinagre que, elegidos entre cientos, han sido sometidos a selección artificial prolongada sin observar efecto alguno. Sin embargo, me cuesta creer que la selección natural no habría alterado este mecanismo de haber merecido la pena. Existen, de hecho, ciertas especies en las que las hembras pueden alterar la proporción de sexos en su descendencia y lo hacen como respuesta a determinadas circunstancias. En los mamíferos, una hembra puede alterar dicha proporción con un coste relativamente bajo, seleccionando cuál de los blastocitos fertilizados debería implantarse y crecer en su útero. No obstante, el caso más claro de control del sexo de los descendientes por parte de la madre tiene lugar en los himenópteros (hormigas, abejas y avispas). A tal efecto, como en muchos otros insectos, la hembra almacena el esperma tras el apareamiento. Si fertiliza un huevo, se desarrolla una hembra, y si no, se desarrolla un macho con un único conjunto de cromosomas. Los experimentos demuestran que las hembras pueden elegir el sexo de un descendiente individual y que, de hecho, lo hacen. Esta notable característica hizo que el ecólogo Eric Chamov dedicara un artículo científico «A Dios Todopoderoso, por haber creado los himenópteros, permitiéndonos comprobar la teoría de la proporción entre sexos».
¿Qué uso hacen los himenópteros hembra de esa capacidad? Uno de los casos, descubierto por el biólogo matemático Bill Hamilton, se refiere a las avispas parásitas que depositan huevos en las orugas de la polilla. Las larvas se desarrollan dentro de la oruga, matando a su anfitrión, y a menudo se aparean entre ellas en cuanto emergen; los machos mueren poco después y las hembras se dispersan en busca de otras orugas. Si, típicamente, sólo una avispa hembra deposita huevos en una única oruga, ¿qué sexo sería el más conveniente para la prole? Como en el razonamiento de Fisher, las hembras deberían actuar de modo que el número de nietos fuera el máximo posible. Como un solo macho puede producir suficiente esperma para muchas hembras, deberían engendrar un macho y todo lo demás, hembras. Las proporciones de sexos con fuerte mayoría de hembras se dan, de hecho, en este tipo de parásitos.
Pero las cosas no son así de simples. Supongamos que una segunda hembra depositara huevos en la misma oruga. Podría serle ventajoso engendrar varios machos. Consideremos el siguiente modelo, muy simplificado. Cada avispa hembra deposita la totalidad de sus huevos en una única oruga y toda oruga es parasitada por dos avispas. Parece razonable asumir que el número de huevos depositado por una hembra es constante y vale n (el número se cancela, pero me parece más claro incluirlo en las ecuaciones). El apareamiento en una oruga es aleatorio y cada hembra se aparea sólo una vez. ¿Cuál es la proporción estable de sexos? Se trata de un problema bastante complejo desde el punto de vista matemático; requiere utilizar cálculo diferencial y no resulta obvia la manera de aplicarlo. Siguiendo la filosofía de la EEE, buscamos una proporción de sexos según el cual, si todas las hembras de una población la adoptan, a ninguna hembra mutante que produzca otra proporción le irá mejor —en el sentido de que transmita sus genes a más descendientes—. La respuesta es que las hembras deberían engendrar un macho por cada tres hembras. En otras palabras, la EEE para las hembras en este juego es producir una proporción de sexos con más machos que cuando sólo una de ellas parasitaba una oruga. Si el lector es capaz de deducir esto a partir de principios fundamentales, puede considerarse todo un biólogo: necesitamos gente como usted.
La aplicación de la teoría de juegos a la evolución de la proporción entre sexos da lugar a predicciones cuantitativas. Pero la comprobación sigue siendo difícil, ya que, como se ha señalado en el anterior modelo, es necesario siempre partir de ciertos supuestos. En la práctica no tiene por qué darse el que toda oruga sea parasitada exactamente por dos avispas, que la mortalidad del parásito resulte independiente de la cantidad de huevos depositados, que el apareamiento sea aleatorio, y así sucesivamente. Por ello, incluso en la teoría de la proporción de sexos, los ensayos son generalmente cualitativos.
La teoría del juego evolutivo puede ser aplicada siempre que la mejor conducta a adoptar por parte de un individuo —su grado de «adaptación»— dependa de lo que los demás hagan. Su gama de aplicaciones es, por lo tanto, muy amplia; por ejemplo, ha sido utilizada no sólo con animales, sino también con plantas e incluso con los elementos genéticos egoístas que se replican por su cuenta con el resto del genoma. Un tema que ha suscitado mucho interés en los últimos tiempos es el de la comunicación animal. La cuestión es, en principio, muy simple: ¿Por qué los animales no mienten? Supongamos que, en el juego del halcón y la paloma, un animal pudiera indicar: «voy a luchar». Si la señal fuese sincera, lo más sensato para el oponente sería dejarlo. Hacer la señal sería, pues, una forma económica de obtener el recurso sin pelea. Pronto, todos señalarían la intención o no de entrar en combate. Y, poco después, ninguno se fiaría de esa señal, con lo que la comunicación se habría acabado. Esta dificultad ha sido abordada, con considerable éxito, tratando la comunicación como un juego asimétrico entre dos personas.
Conviene aclarar que lo que se ve sometido a prueba en estos modelos no es la propia teoría de la evolución mediante la selección natural. Dicha teoría ha de ser comprobada por otros medios. El mejor modo de constatar si la evolución ha tenido lugar es el examen del registro fósil; como J. B. S. Haldane señalaba en cierta ocasión, un simple fósil de conejo entre las rocas del Cámbrico demostraría que la evolución no ha sucedido. La teoría de que el mecanismo de la evolución es la selección natural podría quedar en entredicho si se demostrara que los descendientes no se parecen a sus progenitores (una posibilidad teórica, pero poco verosímil) o que las características adquiridas son a menudo heredadas (lo que podría constituir un mecanismo alternativo). Los modelos de la teoría de juegos asumen la validez de la selección natural y se limitan a comprobar una explicación concreta de la evolución de una característica determinada, ya sea el comportamiento en la lucha, la proporción entre sexos o la coloración de advertencia.
La ventaja de un modelo matemático frente a un modelo verbal es doble. En primer lugar, para definir el modelo se ha de ser absolutamente claro con lo que se está asumiendo. Además, si el autor del modelo ha asumido algo inconscientemente, siempre es posible para otros, examinando el modelo, comprobar que sólo es válido si se parte de esa premisa inconsciente. Por ejemplo, cuando George Price y yo escribimos por primera vez la matriz de pagos del juego halcón-paloma, no afirmamos explícitamente que asumíamos que el recurso podía ser compartido, pero la matriz implica esto último. Esta faceta de la construcción de modelos es, a mi juicio, muy importante. Muchas veces, al reflexionar sobre un problema biológico, me doy cuenta de que sólo empiezo a entenderlo cuando he creado un modelo matemático. Existen cuestiones sobre las que es muy difícil razonar sin la ayuda de las matemáticas.
La otra misión del modelo, por supuesto, es hacer predicciones que puedan ser comprobadas. Como reiteradamente hemos subrayado aquí, en biología es difícil llegar a hacer predicciones cuantitativamente precisas, debido a la enorme complejidad de las situaciones que tratan de reflejar los modelos. Pero espero haber convencido al lector de que cabe hacer ciertas predicciones cualitativas no obvias y de que, a veces, esas predicciones se cumplen.[129]