DEFENSA DE LA MÍSTICA

La defensa de la mística podría hacerse más o menos como sigue. Hemos reconocido que las entidades de que se ocupa la física sólo pueden representar por su propia naturaleza un aspecto parcial de la realidad. ¿Cómo podemos ocuparnos de la otra parte? No puede decirse que esta otra parte tenga menos que ver con nosotros que aquellas entidades físicas. Los sentimientos, las intenciones, los valores forman parte de nuestra conciencia tanto como las impresiones que nos entran por los sentidos. El seguimiento de las impresiones sensoriales nos conduce al mundo exterior del que trata la ciencia; el seguimiento de esos otros elementos presentes en nuestro ser, vemos que no nos conduce a un mundo espacio-temporal, pero debe conducirnos seguramente a algún lado. Si seguimos la opinión que considera que la totalidad de la conciencia se refleja en la danza de electrones que tiene lugar en el cerebro, de modo que cada emoción se corresponde con una peculiar configuración de dicha danza, entonces todos los aspectos de la conciencia sin distinción conducen al mundo exterior de la física. Pero doy por supuesto que se me ha seguido hasta aquí en mi rechazo de esa forma de concebir las cosas, y que estamos de acuerdo en que la conciencia como conjunto es algo superior y más grande que esos aspectos cuasi-métricos abstraídos de ella que componen el cerebro físico. Tenemos, pues, que tratar de esas partes de nuestro ser, imposibles de reconducir a puras especificaciones métricas, que no entran en contacto con el espacio y el tiempo, que se salen de ellos, por así decirlo. Ocuparnos de estos aspectos no quiere decir someterlos a indagación científica. El primer paso consiste en reconocer a las ideas y concepciones inmediatas que la mente espontáneamente les aplica, el mismo estatus que concedemos a las ideas y concepciones inmediatas que espontáneamente aplicamos a lo que constituye el mundo material con el que estamos familiarizados.

El concepto familiar que tenemos de lo que es una mesa ha resultado ser una ilusión. Pero si una voz profética nos hubiera advertido de que era una ilusión, y no nos hubiéramos preocupado, por tanto, de seguir investigando más allá, nunca hubiéramos descubierto el concepto científico de lo que es una mesa. Para alcanzar la realidad de la mesa, necesitamos estar dotados de órganos sensoriales que entretejan imágenes e ilusiones acerca de ella. Pienso, por ello, que el primer paso para alcanzar un amplio conocimiento del hombre debe consistir en despertar su capacidad imaginativa en relación con las facultades superiores de su propia naturaleza, de modo que éstas dejen de ser callejones sin salida y pasen a abrirse a un mundo espiritual, un mundo hecho en parte, sin duda, de ilusión, pero en el que el ser humano habita no menos que en el mundo, asimismo ilusorio, que le revelan sus sentidos.

Posiblemente, si un místico fuera conducido ante un tribunal de científicos, podría terminar su defensa en estos términos. Diría: «El mundo material cotidiano con el que estamos familiarizados, aunque carente en buena parte de verdad científica, es suficientemente bueno para que podamos vivir en él; de hecho, en el mundo científico que se describe a través de las lecturas de diversos indicadores nos resultaría del todo imposible vivir. Es un mundo simbólico, y lo único que podría vivir en él cómodamente son los símbolos. Pero yo no soy ningún símbolo; yo estoy compuesto de esa actividad mental que, desde el punto de vista científico, no es más que un nido de ilusiones, hasta el punto de que para actuar de acuerdo con mi propia naturaleza necesito incluso transformar el mundo que exploro a través de mis sentidos. Pero yo no estoy hecho sólo de sentidos; también el resto de mi naturaleza necesita vivir y crecer, y tengo que saber a qué atenerme con respecto al ámbito por donde busca salida. Mi idea del ámbito espiritual no tiene por qué ser comparada con el mundo científico de las lecturas de indicadores; es un mundo cotidiano que debe ser comparado con el mundo material, también cotidiano, con el que estamos familiarizados en nuestra experiencia. No pretendo que aquél tenga ni más ni menos realidad que éste. Pero, por lo pronto, no es un mundo para ser analizado, sino un mundo para ser vivido».

A pesar de que esto suponga salimos de la esfera del conocimiento exacto, y de que es difícil imaginar que pueda alguna vez aplicarse a esta parte integrante de nuestro ámbito experiencial nada que pueda corresponderse con una ciencia exacta, el místico se mantiene firme. Porque seamos incapaces de dar cuenta exactamente de lo que integra ese ámbito, no se deduce que deberíamos afirmar que vivimos en el vacío.

Si se considera que la defensa ha sido buena para resistir el primer asalto, tal vez la nueva estrategia de ataque revista la forma de una cómoda tolerancia. «Muy bien. Haga usted lo que quiera. Después de todo, es un tipo de creencia inofensiva —no como una teología más dogmática—. Usted desea una especie de terreno de juego espiritual, donde poder explayar esas tendencias extrañas que hay en el ser humano y que de vez en cuando se apoderan de él. Muy bien, márchese, y juegue como quiera, pero deje de molestar a la gente seria que se ocupa de que el mundo siga marchando». El desafío proviene ahora, no del materialismo científico que confiesa buscar una explicación natural de la energía espiritual, sino de un más mortífero materialismo moral que desprecia esa energía. Pocos son los que sustentan deliberadamente la filosofía de que las fuerzas del progreso tienen que ver únicamente con el ámbito material de la experiencia, pero pocos son también los que pueden presumir de estar completamente libres de su influjo. No debemos interrumpir la tarea de esos «hombres prácticos», esos atareados moldeadores de la historia que nos arrastran a una velocidad siempre creciente hacia nuestro destino, como a un ejército humano de hormigas que infesta la tierra. ¿Pero es verdad, históricamente, que los factores más potentes hayan sido las fuerzas materiales? Ya se lo atribuyamos a Dios, al diablo, al fanatismo, o a la irracionalidad, no hay que subestimar el poder de la mística. Podemos combatir contra la misma considerándola errónea, o creer en ella como proveniente de una inspiración interna, pero para lo que no da es para ser objeto de una cómoda tolerancia.

Somos creadores de músicas

y fabricantes de sueños,

que vagamos por desnudos arrecifes

y nos sentamos junto a corrientes desoladas;

perdedores, y a la vez salvadores,

en este mundo sobre el que brilla la pálida luna.

Y, no obstante, según parece,

somos quienes movemos y conmovemos a este mundo

para siempre.

MÍSTICA Y REALIDAD

Pero defenderse ante los científicos no es lo mismo que defenderse ante los cuestionamientos que podemos hacernos a nosotros mismos. Nos desazona la palabra realidad. Ya he tratado de las cuestiones que suscita el significado de la realidad, pero vista la presión que sigue ejerciendo insistentemente sobre nosotros, reflexionaré sobre ello una vez más, aun a riesgo de repetirme, considerándolo desde el punto de vista de la religión. La actitud de comportamiento entre ilusión y realidad puede valernos para abordar el entorno físico, pero tratar de aplicarla a la religión puede sonarnos a intento de banalizar las cosas sagradas. Al parecer, las creencias religiosas llevan aneja una preocupación por su realidad, muy superior a la implicada en otros aspectos. A nadie le preocupa si detrás del humor hay o no una realidad. El artista que se esfuerza por reflejar en su cuadro el alma de su modelo no se preocupa mucho en realidad por saber en qué sentido puede afirmarse que esa alma existe. Incluso a los físicos les preocupa muy poco el hecho de si los átomos o los electrones existen o no realmente; generalmente afirman que sí, pero, como hemos visto, la palabra existencia se usa aquí en un sentido cotidiano, sin investigar si se trata de algo más que de un término puramente convencional. En la mayor parte de los temas (sin excluir, posiblemente, siquiera los filósofos) parece suficiente ponerse de acuerdo sobre las cosas que van a considerarse reales, y tratar luego de descubrir lo que con esa palabra se quiere decir. Y, sin embargo, la religión se presenta como un campo de indagación en el que la cuestión de la realidad y la existencia se considera de seria y vital importancia.

Pero lo difícil es ver de qué manera puede hacerse provechosamente esa indagación. El doctor Johnson, sintiéndose cada vez más perdido en una discusión sobre «los ingeniosos sofismas del obispo Berkeley, con los que prueba la existencia de la materia y la naturaleza puramente ideal de todo cuanto existe en el universo», respondió «dando un puntapié con gran fuerza a una piedra de regular tamaño, y diciendo al rebotar: “Yo refuto así esos argumentos”». No está muy claro qué es lo que esa acción podía certificarle, pero aparentemente le hacía sentirse confortado. Y hoy en día los científicos practicones sienten el mismo impulso de apearse de todo vuelo metafísico para tratar de volver a encontrar algo que poder golpear con el pie, aunque para entonces debieran ser bien conscientes de que lo que Rutherford nos ha dejado de aquella gran piedra apenas deja sitio ya para que le propinemos un puntapié.

Existe todavía la tendencia a emplear la palabra realidad con un halo de mágico confort. Si yo tuviera que defender la realidad del alma o de Dios, ciertamente no se me ocurriría compararlos con la piedra de Johnson —evidentemente, una ilusión—, ni con las p’s y las q’s de la teoría cuántica —puro simbolismo abstracto—. Por tanto, no tengo el derecho de usar esa palabra para hablar de religión, si lo que intento es aprovecharme, a favor de ésta, de esa sensación de comodidad que (probablemente de modo erróneo) ha quedado asociada a las piedras y a las coordenadas cuánticas.

El instinto científico me previene de que todo intento de dar a la pregunta «¿qué es lo real?» una respuesta más amplia que la que la ciencia adopta para sus fines domésticos, probablemente nos lleve a debatirnos inútilmente entre vanas palabras y epítetos altisonantes. Todos sabemos que existen regiones en el espíritu humano que escapan del mundo de la física. En el sentimiento místico del mundo que nos rodea, en la nostalgia de Dios, en la expresión artística, el alma se eleva sobre sí misma hasta llenar en plenitud una aspiración que surge de su propia naturaleza. La confirmación de ese proceder proviene del propio interior, de una inclinación nacida junto con la propia conciencia, o de una Luz Interior que procede de un poder superior al propio. Difícilmente puede la ciencia cuestionar esa confirmación interior, pues su propia búsqueda brota de una inclinación que la mente se ve compelida a seguir, de una tendencia a hacerse preguntas sobre la realidad sin poderlo remediar. Trátese de la búsqueda intelectual de la ciencia, o de la búsqueda mística del espíritu, la luz nos hace señas de seguir adelante, y nuestra naturaleza responde planteándose las metas. ¿No podemos dejar el tema ahí? ¿Es realmente necesario que introduzcamos ahí a la fuerza la palabra realidad, para ganarnos unos confortadores golpecitos en la espalda?

El punto de partida de la creencia en la religiosidad mística está en el convencimiento del significado o el reconocimiento de la inclinación presente en la conciencia, como he indicado antes. Es preciso hacer hincapié en este punto, porque la apelación a una convicción intuitiva de este tipo ha sido el fundamento de toda religión al paso de las épocas, y no deseo dar la impresión de que hayamos descubierto algo más nuevo y científico que lo sustituya. Yo rechazo la idea misma de tener que demostrar las distintas creencias religiosas a partir de los datos, o por medio de los métodos, que emplea la ciencia física. Partiendo de un misticismo religioso no basado en la ciencia, sino (correctamente o no) sobre una experiencia interna que se acepta como fundamental, podemos pasar luego a examinar las diversas críticas que la ciencia pueda dirigirle; o el posible conflicto con las ideas científicas sobre la naturaleza de la experiencia, igualmente procedentes de datos internos.

Es necesario examinar más profundamente la naturaleza de la convicción de donde brota la religiosidad; de otra forma, podría parecer que estamos abogando por un ciego rechazo de la razón como guía de la verdad. Hay un hueco en el razonamiento, esto hay que admitirlo, pero difícilmente se puede afirmar que eso suponga un rechazo del razonamiento. Es el mismo hueco que nos encontramos justamente al razonar sobre el mundo físico, si nos remontamos lo suficiente. Sólo podemos razonar sobre los datos con que contamos, y los últimos datos deben venirnos dados por un proceso no razonador: el reconocimiento de lo que hay en nuestra conciencia. Para poder empezar a avanzar, necesitamos tener conciencia de algo. Pero esto no es suficiente; necesitamos estar convencidos del significado de esa conciencia. Necesitamos poder proclamar que la naturaleza humana, ya por sí misma o inspirada por un poder trascendente, es capaz de pronunciarse legítimamente sobre el significado de las cosas. De otra forma, ni siquiera podríamos alcanzar el mundo físico.

De acuerdo con esto, necesitamos postular el convencimiento de que determinados estados de lucidez que se dan en la conciencia tienen al menos igual importancia significativa que los que llamamos sensaciones. Tal vez no resulte irrelevante señalar aquí que el tiempo, debido a la doble entrada que tiene en nuestra mente; salva en alguna medida la sima que separa a las impresiones sensoriales y a esos otros estados de conciencia. Entre estos últimos, debe hallarse la base experimental de donde surge la espiritualidad religiosa. Ese convencimiento difícilmente se presta a discusión, ya que depende de la fuerza que el sentimiento respectivo tenga en la conciencia.

Pero, se dirá, aunque podamos tener un compartimento semejante a la conciencia, ¿no es posible que nos equivoquemos completamente en cuanto a la naturaleza de lo que creemos estar experimentando? Por lo que respecta a nuestra experiencia del mundo físico, también nos hemos equivocado en gran medida sobre el significado de las propias sensaciones. Precisamente, la tarea de la ciencia ha consistido en descubrir que las cosas son muy diferentes de lo que parecen. Pero no nos arrancamos por ello los ojos, por el hecho de que insistan en engañarnos con coloridos ilusorios, en vez de proporcionarnos la verdad desnuda de las longitudes de onda correspondientes. Nos vemos obligados, de hecho, a vivir en medio de esas erróneas representaciones (si hemos de llamarlas así) del entorno que nos rodea. Pero considerar que en ese glorioso revestimiento multicolor de cuanto nos rodea no hay más que representación errónea —como si el entorno en cuanto tal fuera lo único importante, y el espíritu consciente fuese algo superfluo—, supone una concepción muy unilateral de la verdad. Es cierto que el objetivo de la ciencia física, hasta donde alcanzan sus miras, consiste en presentarnos desnuda la estructura fundamental subyacente al mundo en torno, pero la ciencia tiene también que explicar —si es que puede hacerlo, y si no, aceptar humildemente— el hecho de que de ese mismo mundo hayan surgido mentes capaces de transformar esa estructura desnuda en un mundo de experiencias sumamente ricas. El hecho de que seamos capaces de construirnos un mundo familiar a partir de una base tan pobre, más que una representación errónea, constituye un logro del ser humano —resultado posiblemente de largas eras de evolución biológica—. Supone alcanzar el objetivo de la naturaleza humana. Igualmente, si resulta que de hecho transformamos el mundo espiritual, dotándolo de un colorido religioso más allá de lo que implican sus puras cualidades externas, podríamos tal vez permitirnos afirmar con igual convicción que ello no supone una errónea representación, sino el logro de un aspecto divino presente en la naturaleza humana.

Volvamos de nuevo a la analogía entre la teología y una supuesta ciencia del humor, a la que (tras las debidas consultas con autoridades clásicas en la materia) me atrevo a bautizar como geloeología. La analogía no es un argumento convincente, pero va a servirnos aquí. Pensemos en el típico escocés, fuertemente proclive a la filosofía, pero incapaz de comprender un chiste. No hay nada que le impida doctorarse en geloeología, y escribir por ejemplo un agudo análisis de las diferencias entre el humor británico y el estadounidense. Seguramente la comparación entre unos y otros chistes sería particularmente juiciosa y neutral, dada su absoluta incapacidad de verle la chispa a ninguno de ellos. Pero sería inútil considerar sus opiniones acerca de cuál o cuáles de ellos estaban correctamente estructurados; pues para ello necesitaría poderlos comprender empáticamente; esto es (usando una expresión que pertenece al otro lado de la analogía) necesitaría convertirse. El tipo de ayuda y de crítica que proporcionan los geloeólogos y los filósofo-teólogos es garantizarnos que nuestra locura está sujeta a método. Los primeros pueden demostrarnos que la hilarante acogida que dispensamos a un determinado discurso obedece a una comida satisfactoria y a un buen cigarro más que a una sutil percepción del ingenio ajeno; y los segundos pueden asimismo demostrarnos que el éxtasis místico de un anacoreta no es más que el extravío de un cuerpo enfebrecido y no encierra ninguna revelación trascendente. Pero no me parece que tengamos que acudir a ninguno de ellos para enjuiciar la realidad del sentido de que nos sentimos estar dotados, ni para determinar la dirección correcta en que tenemos que desarrollarlo. Esto es algo que captamos con la propia estimación interna de los valores, que es algo en lo que todos creemos en alguna medida, aunque pueda prestarse a discusión la determinación de su alcance. Si carecemos de ese sentido, creo que no sólo la religión, sino también el mundo físico y la misma fe en el razonamiento se tambalearían en medio de una total inseguridad.

A veces me han preguntado si la ciencia no puede hoy en día ofrecer argumentos que pudieran convencer a cualquier ateo razonable. Yo me siento tan incapaz de inculcar una convicción religiosa en un ateo como de hacer que comprenda un chiste un escocés. La única forma de convertir a este último sería poniéndolo en contacto con compañeros de ánimo festivo que pudieran hacerle sospechar que se estaba perdiendo en la vida algo que merece la pena conseguir. Posiblemente, en los recovecos de su solemne actitud mental ande inhibida la semilla del humor, esperando ser despertada por el impulso adecuado. El mismo consejo me parece apropiado para quien quiera propagar la religión; y tiene además, según creo, la ventaja de ser un consejo de lo más ortodoxo.

No podemos pretender ofrecer pruebas. La prueba es el ídolo ante el que se tortura el matemático puro. En física, nos damos por contentos con sacrificarnos a una deidad inferior: la plausibilidad. Pues bien, hasta el matemático puro —con toda su estricta lógica— tiene que permitirse, aun a regañadientes, partir de algunos supuestos; nunca está lo suficientemente convencido de que el esquema matemático sea absolutamente intachable, y la lógica matemática ha sufrido revoluciones tan profundas como las operadas en la teoría física. Todos andamos igualmente a tientas, persiguiendo un ideal que está fuera de nuestro alcance. Los científicos tenemos a veces una clara idea de cuál es la solución correcta de un problema, y la acariciamos sin poderla justificar; estamos influidos por una especie de sentido innato de cómo son las cosas. Así también, pueden brotar en nosotros convicciones en el ámbito espiritual que nuestra naturaleza nos invita a acoger. Más arriba he dado un ejemplo de este tipo de convicciones que raramente, si es que sucede alguna vez, se discute: ese rendirse ante el influjo místico de una bella escena de la naturaleza es algo correcto y propio del espíritu humano, aunque pudiera ser considerado como una imperdonable excentricidad en el «observador» a que nos referíamos en los capítulos anteriores. A menudo se describe la convicción religiosa en términos análogos al de rendición; no hay por qué insistir en el argumento con quienes no sienten su llamada en su propia naturaleza.

Considero inevitable que estas convicciones vengan a subrayar un aspecto personal de lo que estamos intentando entender. Así como el mundo científico se construye a partir de los símbolos métricos de los matemáticos, así también hemos de construir el mundo espiritual a partir de símbolos tomados de la propia personalidad. De otra forma, ese mundo correría peligro de seguir siendo inentendible para nosotros —un entorno oscuramente presentido en momentos de exaltación, pero ausente para nosotros en la sórdida rutina de la vida cotidiana—. Para hacerlo fluir por canales más continuos, necesitamos poder acercarnos a ese Espíritu Universal en medio de nuestros cuidados y deberes, con esa más sencilla relación de espíritu a espíritu en la que toda auténtica religión encuentra expresión.

Una manera de indagación ha ido creciendo en el pecho del científico practicón, y está a punto de darle rienda suelta en contra nuestra. Echemos una ojeada general al tipo de defensa que podemos oponerle.

Imagino que la andanada más fuerte consistirá en acusarme de haber estado hablando de lo que en el fondo de mi mente debo estar convencido de que no es más que un género bien intencionado de estupidez. Puedo asegurar que hay en mí una parte científica que me ha puesto delante de los ojos esta crítica en algunos de los últimos capítulos. No diré que me he dejado medio convencer, pero al menos sí he sentido nostalgia de los senderos de la ciencia física, donde siempre hay indicadores más o menos discernibles que nos impiden caer en los peores marasmos de la tontería. Pero por mucho que me haya tentado a abandonar esta parte de la discusión y limitarme a mi propia profesión de hacer malabarismos con las lecturas de los indicadores, sigo viéndome aferrado a los principios fundamentales. Partiendo del éter, de los electrones y demás instrumental físico, nos es imposible llegar al hombre consciente y dar cuenta de lo que éste aprehende en su conciencia. Posiblemente, podríamos llegar a una máquina humana, conectada con su entorno por medio de reflejos, pero no podemos llegar hasta el hombre racional, moralmente responsable en su búsqueda de la verdad con respecto al éter, a los electrones o a la religión. Tal vez puede parecer innecesariamente llamativo invocar los últimos avances de la relatividad y de las teorías cuánticas para, al final, no decir más que esto, pero no es ésa la cuestión. Si hemos expuesto estas teorías, es porque en ellas se contienen los conceptos de la ciencia moderna; no es cuestión de afianzar la fe en que la ciencia debe ser compatible en último término o con una visión idealista de la realidad, sino de examinar en qué posición se encuentra de hecho actualmente a este respecto. Hubo un tiempo en que todo el compuesto de entorno y propio yo en que consiste la experiencia parecía estar abocado a caer en los dominios de la física mucho más férreamente de como luego ha quedado. Esa fase de autosuficiencia, cuando casi era necesario pedirle permiso a la física para considerar propia a la propia alma, ha pasado. El cambio da lugar a pensamientos que necesitan ser desarrollados. Pero incluso si no podemos llegar a conclusiones demasiado claras, sí nos damos cuenta de que determinados presupuestos, expectativas o temores, ya no resultan aplicables.

¿Constituye meramente un género bien intencionado de insensatez para un físico el afirmar la necesidad de una perspectiva que trascienda a la de la propia física? Mayor insensatez es negar esa necesidad. O como decía aquel ardiente relativista: «Llamas a eso insensatez, pero tengo oídas otras insensateces, comparadas con las cuales ésa podría considerarse tan sensata como un diccionario».

Pues si quienes sostienen que todo tiene que tener una base física sostienen también que esas concepciones místicas son una insensatez, podemos preguntarles: «¿Cuál es entonces la base física de la insensatez?». El «problema de la insensatez» afecta al científico más cercanamente que cualquier otro problema moral. La distinción entre sensatez (sentido) e insensatez (carencia de sentido, sin sentido), entre razonamiento válido e inválido, tiene que ser tenida en cuenta desde el inicio de cualquier investigación científica. De modo que bien podemos someterla a examen a modo de prueba.

Si se da en el cerebro una base física para la insensatez que en un momento dado puede pensar, esa base debe consistir en alguna especial configuración de las entidades físicas que lo componen —no precisamente una secreción química, pero tampoco esencialmente diferente de esta clase de producto—. Es como que la maquinaria de mi cerebro, al decir «7 por 8 son 56», estuviera fabricando azúcar, pero que al decir «7 por 8 son 65», la maquinaria estuviese estropeada y fabricase tiza en vez de azúcar. Pero ¿quién sabe que la maquinaria se ha equivocado? En cuanto maquinaria física, el cerebro ha actuado de acuerdo con las leyes inquebrantables de la física; entonces, ¿por qué reprocharles su actuación? La discriminación de productos químicos entre buenos y malos no tiene ningún otro paralelo en química. Las leyes del pensamiento no se asemejan a las leyes naturales; son leyes que deberían ser obedecidas, no leyes que tienen que serlo forzosamente; los físicos deben aceptar las leyes del pensamiento antes de aceptar las leyes naturales. El «debería» nos saca fuera del campo de la física y la química. Tiene que ver con algo que prefiere el azúcar a la tiza, la sensatez o el sentido a la insensatez o falta de él. Una maquinaria física no puede querer ni preferir nada; todo lo que se le eche, ella lo mascará y digerirá de acuerdo con las leyes por las que se rigen sus mecanismos. Si algo del mundo físico captase la insensatez de la propia mente en un momento dado, carecería de motivos para condenar su proceder. En el mundo del éter y de los electrones, podemos tal vez tropezamos con la insensatez, pero nunca con una condena de la insensatez.

Y entonces, por lo que a mí respecta, y a menos que no haya estado diciendo más que insensateces, acabo por persuadirme de que se trata de algo que no podemos encontrar por el mundo físico.

Otra de las ofensivas que pueden lanzarse contra estas conferencias puede ser la de acusarme de estar admitiendo un cierto grado de sobrenaturalidad, lo que a los ojos de muchos es lo mismo que superstición. En la medida en que la sobrenaturalidad viene asociada a la negación de una estricta causalidad, sólo puedo responder que eso es lo que viene a defender el moderno desarrollo científico de la teoría cuántica. Pero probablemente la parte más provocativa de mi esquema sea el papel asignado a la mente y a la conciencia. No obstante, supongo que nuestro adversario admitirá la conciencia en cuanto dato de hecho, y él mismo será consciente de que de no ser por el conocimiento que en ella tiene lugar, la investigación científica ni siquiera podría haberse iniciado. ¿Considera a la conciencia como algo sobrenatural? Entonces es él quien está admitiendo lo sobrenatural. ¿O considera que forma parte de la naturaleza? Pues eso es también lo que nosotros pensamos. Y tratamos de ella en el puesto evidente que ocupa como vía de acceso a la realidad y al significado del mundo, como también representa la vía de acceso a todo conocimiento científico del mundo. ¿O acaso considera nuestro adversario a la conciencia como algo que, desgraciadamente, tenemos que admitir, pero hablar de lo cual constituye una falta de educación? Concedámosle, incluso, que eso fuera así. Hemos asociado la conciencia a un trasfondo inasequible a la visión física del mundo, reconociendo al mismo tiempo a los físicos un campo propio por el que puede dar vueltas y más vueltas sin peligro de tropezarse nunca con nada que pueda hacerle ruborizarse. Todo este campo está asegurado por unas leyes naturales que afectan a todo el territorio efectivamente ocupado por ellos. Y de hecho éste ha sido igualmente uno de los objetivos de toda esta disertación: garantizar unos dominios en los que el método científico pueda operar sin ningún tipo de impedimento, para poder así ocuparnos de la naturaleza de esa otra parte de nuestra experiencia que yace más allá de ellos. Puede que esta defensa del método científico no sea superflua. A menudo se acusa a la ciencia física de haber descuidado aspectos de la experiencia humana evidentes desde un más amplio enfoque cultural, y haber sucumbido por ello a una especie de locura que la lleva tristemente a la deriva. Pero precisamente nosotros defendemos que existe un vasto campo de investigación en el que los métodos físicos son enteramente suficientes, y en donde la introducción de esos otros aspectos resultaría totalmente perjudicial.

Una tentación dominante para el apologeta científico de la religión es tomar algunas de sus expresiones más corrientes, y tras despojarlas de sus afinidades mentales más hirientes (necesariamente emparentadas con aspectos relacionados con las necesidades cotidianas de la humanidad), aguar su significado hasta rehuir al mínimo posible cuanto pudiera haber en ellas de opuesto a la ciencia o a cualquier otra cosa. De haberse presentado así las cosas desde un principio, no se habrían suscitado contra ellas críticas de peso; pero, por otro lado, tampoco habrían despertado grandes entusiasmos espirituales. Lo que hace que resulte difícil no caer en esta tentación es que es necesariamente una cuestión de grados. Está claro que si tenemos que extraer, para defenderla, una visión coherente de los postulados de un centenar de sectas diferentes, algunos de ellos van a tener que ser aguados o suavizados de algún modo. No sé si el lector podrá absolverme por haber sucumbido a esta tentación en los pasajes en los que he tratado de la religión, pero he intentado lucha contar ello. Cualquier fracaso aparente puede haberse debido a lo siguiente. Nos hemos estado ocupando del territorio fronterizo entre el mundo material y el mundo espiritual, pero contemplándolo desde el lado del primero. Desde esta perspectiva, todo lo que pudiéramos afirmar del mundo espiritual sería insuficiente para justificar aun el más mínimo toque teológico que no esté lo suficientemente desvirtuado como para no tener el menor influjo práctico en la óptica humana. Pero el mundo espiritual, tal como lo entiende cualquier religión seria, no es en modo alguno un campo descolorido. Y así, al dar el nombre de mundo espiritual a este trasfondo del mundo de la ciencia, puede parecer que haya hecho de ello la cuestión vital, cuando en realidad sólo pretendía una identificación provisional. Para convertirla en algo más que provisional, se precisa un enfoque realizado desde el otro lado. Pero yo no me siento con ganas de hacer el papel de teólogo aficionado y examinar en detalle ese otro enfoque. Sí he señalado, sin embargo, que la atribución de un colorido religioso a todo ese campo debe descansar en una convicción interna; no me parece que deba negarse validez a ciertas convicciones internas, que, después de todo, parecen ser paralelas de esa confianza no-razonada en la razón, que está en la base de las matemáticas, o de ese sentido innato del modo como las cosas son, que está en la base de la ciencia física, o de esa irresistible sensación de incongruencia que constituye la base de toda justificación del humor. O tal vez no es tanto cuestión de afirmar la validez de esas convicciones, cuanto de reconocer la función que cumplen como parte esencial de la propia naturaleza. No estamos defendiendo la validez de apreciar la belleza de un paisaje natural; aceptamos más bien con gratitud el hecho de haber sido dotados para verlo de ese modo.

Quizá se diga que la conclusión que puede sacarse de toda esta argumentación procedente de la ciencia moderna es que la religiosidad comenzó a ser posible por primera vez para los científicos razonables a partir de 1927. Si entendemos por tales un tipo de personas más bien tediosas, sistemáticamente razonadoras, no cabe duda que en esa fecha quedaron abiertas para ellos no sólo las puertas de la religión, sino también las de la mayoría de los demás aspectos ordinarios de la vida. Ciertas actividades comunes (como, por ejemplo, enamorarse) siguen quizás estándoles todavía prohibidas. Pero si se demostrase cierta mi suposición de que en ese año 1927 tuvo lugar el destierro final de la causalidad estricta por obra de Heisenberg, Bohr, Born y algunos otros, ese año debería figurar ciertamente señalado como uno de los grandes hitos en el desarrollo de la filosofía de la ciencia. Pero a la vista de que, antes de sobrevenir esta nueva era de iluminación, los seres humanos se las componían para persuadirse de la necesidad de moldear su propio futuro material a pesar del supuesto imperio universal de la causalidad estricta, pienso que podrían aplicar también el mismo modus vivendi con respecto a la religión.

El conflicto (entre la ciencia y la religión) no desaparecerá hasta que ambas partes se confinen a sí misma cada una dentro de su propio campo; todo cuanto pueda facilitarnos una mejor comprensión de sus fronteras contribuiría a consolidar el estado de paz entre los eventuales contendientes. Pero quedan todavía muchas oportunidades de conflictos fronterizos, como demuestra el siguiente ejemplo.

Una creencia que no es en modo alguno exclusiva de los partidarios más dogmáticos de la religión es que en algún sitio nos aguarda una existencia futura no material. El cielo no está en ninguna parte en el espacio, pero sí en el tiempo. (Todo el sentido de esta creencia está vinculado con la palabra futuro; nadie se siente aliviado de contar con una felicidad asegurada en un estadio anterior de la existencia). Por otra parte, los científicos afirman que el espacio y el tiempo forman un continuo único, y que la idea de un cielo anclado en el tiempo pero no en el espacio se aparta de lo que dice la ciencia más que la idea precopernicana de un cielo situado por encima de nuestras cabezas. Lo que yo pregunto ahora no es quién tiene razón, si el científico o el teólogo, sino quién está traspasando los linderos del otro. ¿No puede disponer la teología de los destinos del alma humana sin traspasar los linderos de la ciencia? ¿No puede la ciencia formular sus conclusiones con respecto a la geometría o al continuo espacio-temporal sin invadir el campo de la teología? Según lo que hemos afirmado antes, la ciencia y la teología pueden cometer los errores que quieran, con tal de que los cometan en el seno de su propio territorio; si se mantiene cada una dentro de sus límites no hay lugar a conflicto alguno. Pero para impedir que surjan y crezcan tales conflictos, será necesario trazar con todo cuidado la línea fronteriza.

Las tendencias filosóficas del moderno pensamiento científico difieren abiertamente de las que se sustentaban hace tan sólo treinta años. ¿Podemos garantizar que en los próximos treinta años no vaya a tener lugar otra revolución, o tal vez incluso una reacción total de signo contrario? Ciertamente, cabe esperar grandes cambios, y pasado ese tiempo muchas cosas se verán de otra manera. Ésa es una de las dificultades que presentan las relaciones entre la ciencia y la filosofía; y ésa es la razón por la cual los científicos suelen prestar poca atención a las implicaciones filosóficas de sus propios descubrimientos. Con tenacidad perruna van lenta y tortuosamente avanzando hacia verdades cada vez más puras, pero sus ideas parecen ir zigzagueando de una manera sumamente desconcertante para quien sigue su rastro desde fuera. El proceso del descubrimiento científico se parece a la tarea de encajar entre sí las piezas de un gigantesco puzzle de cartón; el hecho de que se produzca una revolución en la ciencia no significa que haya que descolocar todas las piezas ya colocadas y ensambladas; significa que al ensamblar las nuevas piezas ya descubiertas tengamos que revisar la impresión que hasta entonces teníamos de cómo iba a ser la imagen final del puzzle una vez resuelto. Un día podemos preguntarle al científico cómo va, y puede respondernos: «Bien, ya casi he acabado este trozo de cielo azul». Otro día podemos preguntarle cómo sigue, y puede decirnos: «Ya he añadido mucho más, pero resulta que no era un trozo de cielo, sino de mar; hay un bote flotando encima de él». Posiblemente, la vez siguiente resulta que se trataba de una sombrilla boca abajo, pero nuestro amigo sigue sintiéndose encantado y entusiasmado con los progresos que ha ido haciendo. El científico va siempre tratando de adivinar el aspecto futuro de la obra una vez terminada; en buena medida, depende de sus propias proyecciones en la búsqueda de nuevas piezas que puedan encajar, pero esas imágenes proyectivas van siendo modificadas de vez en cuando por lo que va apareciendo a medida que avanza el proceso de ensamblamiento de las piezas. Las revoluciones que su pensamiento debe sufrir en cuanto al aspecto final de la imagen no le hacen perder la fe en la minuciosidad de su trabajo, pues sabe que éste sólo puede progresar poco a poco. Quienes miran por encima de su hombro y hacen uso de la imagen en su estadio actual parcial de desarrollo para fines exteriores a la ciencia, lo hacen así bajo su propia responsabilidad y a su propio riesgo.

La falta de permanencia de las teorías científicas sería una limitación muy fuerte en contra de nuestra argumentación si hubiéramos hecho mucho hincapié en ella. El lector religioso puede darse por satisfecho de no haberlo ofrecido un Dios revelado por la teoría cuántica, susceptible por tanto de quedar barrido de en medio en la próxima revolución científica. Lo que le interesa al filósofo no es tanto la forma particular adoptada hoy en día por las teorías científicas —las conclusiones que hoy consideramos demostradas—, sino el movimiento de pensamiento que todo ello supone. Una vez tenemos los ojos abiertos, podemos pasar a ver el mundo desde otra perspectiva aún más nueva, pero somos ya incapaces de volver a verlo desde la antigua.

LA RELIGIÓN MÍSTICA

Ya hemos visto que el esquema cíclico de la física presupone la existencia de un trasfondo que se sale del ámbito de sus investigaciones. En este trasfondo debe encontrarse, en primer lugar, nuestra personalidad, y tal vez, además, una personalidad superior. A mi parecer, una deducción bastante plausible que podría extraerse del estado actual de la teoría científica sería la idea de una Mente o Logos universal; al menos, resulta armónica con ella. Pero, si esto es así, lo más que nuestras indagaciones nos permiten afirmar es un puro y descolorido panteísmo. La ciencia no puede siquiera decirnos si ese espíritu universal es bueno o malo, y el argumento principal que nos ofrece a favor de la existencia de Dios, igual podría convertirse en un argumento a favor de la existencia del diablo.

Creo que éste es un ejemplo de la limitación de los esquemas físicos con que ya nos hemos tropezado antes, esto es, el que en todos estos esquemas los opuestos vengan representados por los signos + y −. De esa forma inadecuada se representan el pasado y el futuro, la causa y el efecto. Uno de los mayores enigmas de la ciencia consiste en descubrir por qué los protones y los electrones no son simplemente opuestos los unos de los otros, a pesar de que toda nuestra concepción de las cargas eléctricas exige que la electricidad positiva y la negativa estén relacionadas entre sí como + y −. La dirección de la flecha del tiempo sólo puede ser determinada por medio de esa mezcla incongruente de teología y estadística, que es la segunda ley de la termodinámica; o, siendo más explícitos, la dirección de la flecha sólo puede determinarse por medio de reglas estadísticas, pero su significado en cuanto hecho rector «que otorga sentido al mundo» sólo puede ser deducido de presupuestos teológicos. Si la física no puede determinar en qué dirección debemos contemplar su propio mundo, no podemos esperar de ella que nos sirva de guía para orientarnos éticamente. Cuando nos orientamos sobre el mundo físico colocando el futuro arriba, lo hacemos confiando en un cierto sentido interno de cómo son las cosas; e igualmente, cuando nos orientamos en el mundo espiritual situando arriba lo bueno, lo hacemos fundados en esa misma confianza en una especie de guía interior.

Aunque la ciencia física, al limitar su propio ámbito, nos haya dejado un trasfondo que somos libres de, o estamos incluso invitados a, llenar con una realidad de carácter espiritual, seguimos teniendo que enfrentar todavía la más ardua crítica de parte de la ciencia. «Ahí te dejo un campo —nos dice la ciencia— libre de interferencia por mi parte. Me consta que puedes acceder a él de algún modo a través de tu conciencia o propio conocimiento, de modo que no es necesariamente un campo abocado a un puro agnosticismo. Pero ¿cómo te las vas a componer con este campo? ¿Posees algún sistema deductivo a partir de la experiencia mística, que pueda compararse con el sistema de que se vale la ciencia para desarrollar su conocimiento del mundo exterior? No pretendo insistir en que emplees mi propio método, que ya sé que es aquí inaplicable, pero deberías de contar con algún método defendible. La base experiencial que alegas puede que sea válida, pero ¿qué razones me das para considerar la interpretación religiosa usual como algo más que una muestra de confuso romanticismo?».

La cuestión casi se escapa de mi planteamiento, pero no puedo por menos de considerarla justificada. Aunque yo he simplificado voluntariamente los términos al referirme únicamente a la religión mística —no tengo intención de defender ninguna otra—, no me siento capaz de dar una respuesta ni siquiera lejanamente completa. Es evidente que aunque la intuición de la propia conciencia sea la única vía de acceso a lo que he llamado conocimiento íntimo de la realidad más allá de los símbolos científicos, no podemos confiar en ella implícitamente sin ningún tipo de control. Históricamente, el misticismo religioso ha venido a menudo asociado con extravagancias absolutamente reprobables. Supongo que la hiper-sensibilidad frente a los influjos estéticos puede ser además un signo de un insano temperamento neurótico. Tenemos que dejar algún sitio para posibles condiciones patológicas del cerebro en todo lo que aparentemente son momentos de exaltada intuición. Uno comienza a temer que después de haber detectado y eliminado todos nuestros fallos, no quede apenas nada de «nosotros». Pero en el estudio del mundo físico necesitamos, en último término, apoyarnos en los órganos de nuestros propios sentidos, por más que puedan traicionarnos presentándonos groseras ilusiones; de un modo semejante, la vía que conduce desde la conciencia al mundo del espíritu puede estar también sembrada de trampas, pero eso no implica que todo avance sea necesariamente imposible.

En cuanto científicos, sabemos que el color es puramente una cuestión de longitudes de onda de ciertas vibraciones etéricas, pero eso no parece haber difundido el sentimiento de que cuando los ojos reflejan una luz cercana a las 4800 ondulaciones por segundo pueden provocar la composición de una rapsodia, mientras que cuando su reflejo alcanza las 5300 ondulaciones por segundo toda inspiración poética o musical queda anulada. Aún no hemos llegado al nivel de los Laputanos, quienes «para alabar, por ejemplo, la belleza de una mujer, o de otro animal, la describen en términos de rombos, círculos, paralelogramos, elipses y otras figuras geométricas». El materialista convencido de que todos los fenómenos se reducen a electrones, cuantos y demás entidades físicas controladas por medio de fórmulas matemáticas, muy probablemente piensa que su propia esposa es una ecuación diferencial particularmente elaborada, pero probablemente también sabe tener el suficiente tacto como para no hacer uso de esta opinión en la vida doméstica. Si sentimos como inadecuada e irrelevante en las relaciones personales ordinarias esa especie de disección científica, seguramente debe estar fuera de lugar también en la más personal de todas las relaciones, la del alma humana con el espíritu divino.

Estoy en el umbral, a punto de atravesar una puerta para entrar en una habitación. Es un asunto complicado. En primer lugar, tengo que empujar una atmósfera que ejerce sobre cada centímetro cuadrado de mi cuerpo una presión de más de dos kilos. Debo asegurarme de que al echar el pie voy a aterrizar sobre una plancha que viaja a más de treinta kilómetros por segundo alrededor del sol; una fracción de segundo antes o después, la plancha estaría alejada de mí varios kilómetros. Debo además cuidar de hacerlo colgado como estoy de un planeta redondo que huye en el espacio en medio de un viento etérico que sopla a no se sabe cuántos kilómetros por segundo a través de todos los intersticios de mi cuerpo. La plancha, por otra parte, carece de toda solidez sustancial. Pisar encima de ella es como pisar encima de un enjambre de moscas. ¿No me deslizaré entre ellas? No, si pienso que puedo chocar con una de ellas, que me haga rebotar hacia arriba, y al caer encuentre otra que me haga lo mismo, y así sucesivamente. Puedo confiar en que el resultado final sea quedarme quieto sobre esa fluida, bordoneante plancha. Pero si, por desgracia, llego a deslizarme por el suelo abajo o salgo de pronto lanzado violentamente contra el techo, ello no habría constituido una violación de las leyes de la naturaleza, sino que habría sido tan sólo una rara coincidencia. Éstas no son más que algunas de las dificultades menores. Tendría además que considerar el tema cuatridimensionalmente, en cuanto que implica la intersección de mi línea mundana con la de la plancha. Luego, además, sería necesario determinar en qué dirección está creciendo la entropía del universo, a fin de asegurarme de que al pasar por el umbral de la habitación estoy realmente entrando, y no saliendo de ella.

En verdad, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un científico atraviese una puerta. Y. aunque la puerta sea más grande que el portón de un granero o de una iglesia, lo más prudente que puede hacer es consentir en comportarse como un hombre ordinario, y entrar sin más, en vez de esperar a que todas las dificultades implicadas en una entrada realmente científica queden resueltas.