EN LA MENTE DE ALGÚN ESPÍRITU ETERNO
El hecho fundamental es sencillamente que todas las imágenes o descripciones que da hoy día la ciencia de la naturaleza, y que parecen ser las únicas capaces de concordar con los hechos sometidos a observación, son imágenes matemáticas.
La mayoría de los científicos estaría de acuerdo en admitir que no se trata nada más que de imágenes, o ficciones, si lo preferimos, entendiendo por ficción el hecho de no haber llegado la ciencia a estar en contacto con la realidad última. Muchos sostendrían que, desde un amplio punto de vista filosófico, el logro más sobresaliente de la física en el siglo XX no ha sido la teoría de la relatividad al combinar conjuntamente el espacio y el tiempo, ni la teoría cuántica con su actual aparente negación de las leyes de la causalidad, ni la disección del átomo y el consiguiente descubrimiento de que las cosas no son lo que parecen; es el reconocimiento universal de que aún no nos hemos puesto en contacto con la realidad última. Por emplear los términos del conocido símil de Platón, seguimos estando prisioneros en la caverna, de espaldas a la luz, y sólo podemos ver las sombras que se reflejan en el muro. Por el momento, la única tarea que la ciencia tiene inmediatamente ante sí consiste en estudiar esas sombras, clasificarlas y explicarlas del modo más simple posible. Y en medio del torrente sorprendente de nuevos conocimientos, lo que vamos encontrando es que el modo más claro, más completo y más natural de explicarlos es la vía de las matemáticas, la explicación en términos conceptuales matemáticos. Es cierto, aunque en un sentido algo diferente del propuesto por Galileo, que «el gran libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático». Es tan cierto que nadie, excepto los matemáticos, puede esperar una completa comprensión de las ramas científicas que intentan arrebatar el secreto fundamental de la naturaleza: la teoría de la relatividad, la teoría cuántica y la mecánica ondulatoria.
Las sombras que arroja la realidad, proyectándolas sobre el muro de la caverna, podrían a priori haber sido muy diferentes. Podríamos concebir que hubieran estado totalmente desprovistas de sentido para nosotros, igual de ininteligible que resultaría una película sobre el desarrollo de tejidos microscópicos para un perro que se hubiera colado por error en la sala donde estaba siendo proyectada. Realmente, nuestro planeta es algo tan infinitesimal comparado con la inmensidad del universo, y nosotros mismos —únicos seres pensantes, según parece, en todo el espacio— somos según todas las apariencias algo tan accidental, tan alejado del esquema fundamental del universo, que a priori lo más probable es que cualquiera que sea el significado global que pueda tener el universo, éste trascienda enteramente nuestra limitada experiencia humana, y resulte por tanto completamente ininteligible para nosotros. De ser ello así, no habríamos podido encontrar apoyo alguno desde el cual iniciar nuestra exploración sobre el auténtico significado del universo.
Aunque esa posibilidad sea la más probable, no es imposible que algunas de las sombras proyectadas en el muro de nuestra caverna pudieran sugerirnos objetos o acciones con los que nosotros, habitantes de la caverna, estuviéramos ya familiarizados. La sombra de un cuerpo mientras cae se comporta como el mismo cuerpo que cae, y eso nos haría acordarnos de otras cosas que habríamos nosotros dejado caer, si bien estaríamos tentados de interpretar tales sombras en términos mecánicos. Esto explica la física mecanicista del siglo pasado; las sombras recordaban a nuestros predecesores científicos el comportamiento de cosas para ellos conocidas, como gelatinas, trompos, palancas y engranajes, por lo cual, confundiendo la sombra con la sustancia, creían ver ante ellos un universo compuesto de sustancias gelatinosas e ingenios mecánicos. Hoy en día somos conscientes de lo inadecuado de esa interpretación: no consigue explicar los fenómenos más simples, como la propagación de la luz, la composición de las radiaciones, la caída de una manzana, o el torbellino de electrones en el interior del átomo.
Asimismo, la sombra de una partida de ajedrez que estuvieran jugando a la luz del día dos jugadores, nos recordaría las partidas de ajedrez que nosotros mismos hemos jugado en el interior de la caverna. De vez en cuando podríamos reconocer el movimiento de un alfil, o el movimiento simultáneo del rey y la torre al enrocarse, o discernir algún otro movimiento característico, y tan semejante a los que conoceríamos ya por la práctica, que difícilmente podríamos atribuirlo a un mero azar. No pensaríamos entonces ya en describir la realidad externa en términos mecánicos; tal vez los detalles en su modo de operar puedan ser mecánicos, pero esencialmente responden a una realidad de orden mental, de pensamiento: podríamos llegar a reconocer que los jugadores que están jugando la partida de ajedrez a la luz del sol son seres regidos por mentes semejantes a las nuestras; encontraríamos que nuestros propios pensamientos tenían también su contrapartida en la realidad, esa realidad que permanece eternamente inaccesible a nuestra directa observación.
Así, cuando los científicos estudian el mundo de los fenómenos, las sombras que la realidad proyecta sobre el mundo de nuestra caverna, no encuentran que esas sombras sean totalmente ininteligibles, pues no parecen representar objetos que nos resulten totalmente desconocidos o ajenos. Más bien, creo yo podemos reconocer a unos jugadores de ajedrez a plena luz que parecen estar bien familiarizados con las reglas del juego tal como nosotros mismos las habíamos formulado en el interior de nuestra caverna. Dejando a un lado la metáfora, la naturaleza parece responder en muy buena medida a las reglas matemáticas puras, tal como nuestros matemáticos las han formulado en el curso de sus estudios, sacándolas del interior de su propia conciencia sin basarse apreciablemente en su propia experiencia del mundo exterior. Por «matemáticas puras» entendemos esos sectores matemáticos producto del pensamiento puro, del operar de la razón exclusivamente dentro de su propia esfera, por contraste con las «matemáticas aplicadas» que razonan basándose en el mundo externo, después de haber extraído de él alguna supuesta propiedad considerada como materia prima del mismo. Descartes, en su búsqueda de un ejemplo de producto del pensamiento puro, incontaminado de toda observación (racionalismo), escogió el hecho de que la suma de los tres ángulos de un triángulo era necesariamente igual a la suma de dos ángulos rectos. Fue, según sabemos hoy, una elección particularmente desafortunada. Podría haber elegido igualmente otras opciones bastante menos objetables, como por ejemplo las leyes de la probabilidad, o las reglas de manipulación de los números «imaginarios» —esto es, aquéllos que contienen las raíces cuadradas de cantidades negativas—, o la geometría multidimensional. Todas estas ramas de la matemática han sido elaboradas originariamente por matemáticos en términos de pensamiento abstracto, prácticamente sin ningún influjo proveniente del contacto con el mundo exterior, y sin fundarse para nada en la experiencia: forman un mundo independiente creado a partir de la inteligencia pura.
Pues bien, ahora resulta que el juego de sombras que describimos como la caída al suelo de una manzana, el flujo y reflujo de las mareas, el movimiento de los electrones en el interior del átomo, vienen producidos por actores que parecen responder muy bien a esos conceptos puramente matemáticos a esas reglas del juego de ajedrez que nosotros mismos habíamos formulado hace tiempo, mucho antes de descubrir que las sombras sobre el muro estaban jugando al ajedrez.
Cuando intentamos descubrir la naturaleza de la realidad que se oculta detrás de las sombras, nos vemos enfrentados al hecho de no poder ni siquiera hablar de esa naturaleza última de las cosas, a menos que contemos con algunos patrones de referencia extraños a ellas con los cuales poder compararlas. Por esta razón, empleando la expresión de Locke, «la esencia real de las sustancias» no puede jamás ser reconocida. Del único modo que podemos avanzar es tratando de entender las leyes que rigen los cambios de las sustancias y dan así origen a los fenómenos del mundo externo. Y comparar aquéllas luego con las creaciones abstractas de nuestra propia mente.
Por ejemplo, un ingeniero sordo que estuviera estudiando el funcionamiento de una pianola podría intentar primero interpretarla como una máquina, pero quedaría desconcertado por la continua reiteración de los intervalos 1, 5, 8 y 13 en el movimiento de las teclas. Un músico sordo, aun siendo incapaz de oír nada, reconocería inmediatamente esa sucesión numérica como los intervalos de un acorde común, en tanto que otras sucesiones numéricas menos frecuentes le sugerirían otros acordes musicales. De esa forma, sería capaz de reconocer la afinidad existente entre sus propios pensamientos y los pensamientos que dieron como resultado la creación de una pianola; podría decir que ésta había surgido del pensamiento de algún músico. Del mismo modo, el estudio científico de la acción del universo nos ha llevado a una conclusión que, aunque de una forma un tanto burda y totalmente inadecuada dado que no contamos con otro lenguaje que el que se deriva de nuestros conceptos y experiencias terrenas, puede resumirse en la afirmación de que el universo parece haber sido diseñado por un matemático puro.
Esta afirmación se presta en buena medida al reproche de estar meramente queriendo moldear la naturaleza de acuerdo con unas ideas preconcebidas. El músico, se dirá, puede estar tan engolfado en la música, que acabe encontrando el modo de interpretar cualquier pieza del mecanismo como un instrumento musical; el hábito de considerar cualquier intervalo como un intervalo musical está tan arraigado en él, que si cayese escaleras abajo saltando por los escalones numerados, del 1 al 5, al 8 y al 13, sería capaz de encontrar música en su propia caída. Asimismo, un pintor cubista no puede ver otra cosa que cubos en toda la indescriptible riqueza de la naturaleza, y la irrealidad de sus cuadros muestra lo lejos que se encuentra de comprenderla; sus lentes cubistas actúan como filtros que le impiden ver más de una minúscula porción del mundo ingente que le rodea. Así también, podría decirse, los matemáticos sólo ven la naturaleza a través del filtro que ellos mismos se han fabricado. Se nos puede recordar que el propio Kant, hablando de los diversos modos de percepción por medio de los cuales aprehende la naturaleza la mente humana, llega a la conclusión de que ésta está particularmente inclinada a ver la naturaleza a través de unas lentes matemáticas. Así como alguien que llevara unas gafas azules no podría ver más que un mundo azul, así también pensaba Kant, nosotros, debido a esa inclinación de nuestra mente, tendemos a ver únicamente un mundo matemático. ¿Se reduce nuestra argumentación a servir de ejemplo de esa antigua trampa, si es que lo es?
Una breve reflexión servirá para mostrarnos que no se reduce a eso toda la historia. La nueva interpretación matemática de la naturaleza no puede provenir enteramente de las lentes que usamos —de nuestro modo subjetivo de considerar el mundo exterior—, porque, de ser así, lo habríamos visto de esa forma hace mucho tiempo. En su calidad y modo de operar, la mente humana era igual hace un siglo que hoy en día; el enorme cambio operado recientemente en la perspectiva científica es el resultado de un ingente progreso del conocimiento científico, y no proviene de ningún cambio operado en la mente humana; hemos descubierto algo nuevo y hasta ahora desconocido en el universo objetivo exterior a nosotros. Nuestros remotos antecesores intentaron interpretar la naturaleza de acuerdo con conceptos antropomórficos creados por ellos mismos, y fracasaron. Los esfuerzos de otros antecesores nuestros más cercanos, intentando interpretar la naturaleza de acuerdo con patrones ingenieriles, resultaron igualmente inadecuados. La naturaleza se resistía a acomodarse a ninguno de esos moldes creados por el hombre. Por el contrario, los esfuerzos por interpretar la naturaleza en términos conceptuales puramente matemáticos han demostrado hasta ahora tener un éxito brillante. Parecería, pues, estar ahora fuera de duda el hecho de que, de algún modo, la naturaleza se encuentra más íntimamente vinculada a conceptos puramente matemáticos, que a otros procedentes de la biología o de la ingeniería, e incluso, si la interpretación matemática no es sino un tercer molde fabricado por el hombre, lo que puede decirse es que al menos se ajusta a la naturaleza objetiva incomparablemente mejor que los dos ensayados con anterioridad.
Hace cien años, cuando los científicos trataban de interpretar el mundo de un modo mecánico, no hubo ninguna voz prudente que surgiera para avisarles de que la concepción mecanicista estaba abocada a revelarse finalmente como inadecuada —que el universo fenoménico no podría encontrar sentido a menos de proyectarlo en una pantalla conceptual puramente matemática—: de haber surgido un argumento convincente en este sentido, la ciencia podría haberse ahorrado mucho trabajo infructuoso. Si viene ahora el filósofo diciendo: «Lo que habéis descubierto no es nada nuevo: yo podía haberos dicho desde entonces que eso tenía que ser así», el científico puede preguntarle con toda razón: «¿Por qué, entonces, no nos lo advertiste, cuando habríamos podido valorar realmente esa información?».
Lo que pretendemos decir es que el universo parece hoy día ser matemático en un sentido diferente del que Kant contempló o pudo incluso haber contemplado. En resumen, las matemáticas entran en el universo desde arriba, no desde abajo.
En cierto sentido, se puede argumentar que todo es matemático. La forma matemática más sencilla es la aritmética, la ciencia que trata de los números y de las cantidades, y toda la vida está penetrada de aritmética. Por ejemplo, el comercio, que se reduce en gran medida a una serie de operaciones de contabilidad, almacenaje, etc., es en un sentido una operación matemática. Pero no es en este sentido en el que el universo parece hoy día ser una realidad matemática.
También todo ingeniero tiene que tener algo de matemático; si necesita calcular y predecir con precisión el comportamiento mecánico de los diversos materiales tiene que hacer uso de conocimientos matemáticos y contemplar estos problemas a través de lentes matemáticas, por así decir. Pero, una vez más, no es de esa forma como la ciencia ha empezado a considerar al universo como algo matemático. Las matemáticas del ingeniero difieren de las del tendero solamente por ser mucho más complejas. Pero siguen siendo un mero instrumento de cálculo; en vez de evaluar el monto del pasivo o los beneficios, calcula tensiones y vectores o corrientes eléctricas.
Por otra parte, cuenta Plutarco que Platón acostumbraba a decir que Dios geometriza eternamente —πλάτων έλεγε τόν θεόν άεί γεωμετφείν— y monta un coloquio imaginario para discutir lo que Platón quería decir con ello. Claramente, quería decir algo completamente distinto de lo que damos a entender cuando decimos que un banquero siempre aritmetiza, después de todo. Algunas de las interpretaciones que transmite Plutarco son las siguientes: que Platón había dicho que la geometría pone límites a lo que de otra forma sería ilimitado, y que había afirmado que Dios había construido el mundo sobre la base de los cinco sólidos regulares —según él, las partículas de tierra, aire, fuego y agua tenían la forma de cubos, octaedros, tetraedros e icosaedros respectivamente, en tanto que el universo como tal estaba configurado en forma de un dodecaedro—. A esto podría tal vez añadirse la creencia de Platón de que las distancias del sol, la luna y los planetas seguían «una proporción de intervalos dobles», queriendo sugerir con ello la secuencia de números íntegros que son potencias de 2 o de 3, o sea: 1, 2, 3, 4, 8, 9, 27.
De todas estas consideraciones, la única que puede retener una brizna de validez es la primera —el universo de la teoría de la relatividad es finito justamente por ser geométrico—. La idea de que los cuatro elementos y el universo en sí están de algún modo relacionados con los cinco sólidos regulares es por supuesto mera fantasía, y las auténticas distancias del sol, la luna y los planetas no guardan la menor relación con la secuencia numérica de Platón.
Dos mil años después de Platón, Kepler gastó mucho tiempo y energía tratando de poner en relación los tamaños de las órbitas planetarias con los intervalos musicales y las construcciones geométricas; posiblemente, también él esperaba descubrir que las órbitas habían sido dispuestas por un músico o por un geómetra. Por un breve momento, creyó haber descubierto que las proporciones de las órbitas guardaban relación con la geometría de los cinco sólidos regulares. De haber conocido Platón este supuesto hecho, ¡qué prueba habría visto en él de las propensiones geometrizantes de la divinidad! El propio Kepler escribió: «El intenso placer que me ha producido este descubrimiento es algo indecible con palabras». Innecesario es decir que ese gran descubrimiento era un puro engaño. De hecho, es algo ridículo para nuestra mente moderna; nos resulta inconcebible pensar en el sistema solar como un producto acabado, inalterado hoy, igual a cuando salió de las manos del creador; sólo podemos concebirlo como algo en perpetuo cambio y evolución, en trance de elaborar su propio futuro partiendo siempre del pasado. No obstante; si nos las arreglamos para dar un giro lo suficientemente medieval a nuestro pensamiento y nos dejamos imaginar algo tan fantástico como que las conjeturas de Kepler hubieran resultado ser verdaderas, está claro que él se habría sentido con derecho a extraer de ahí alguna conclusión. Las matemáticas que habría descubierto en el universo habrían sido algo más de lo que él mismo hubiera puesto en él, y podría haber argumentado legítimamente que, inherentes al universo, había unas matemáticas adicionales a las que él mismo había usado para intentar arrebatarle su secreto; podría haber argumentado, usando el lenguaje antropomórfico, que su descubrimiento indicaba que el universo había sido diseñado por un geómetra. Y no necesitaría inquietarse ante la crítica de que las matemáticas por él descubiertas en el universo provenían meramente de sus propias lentes matemáticas, más de lo que se inquietaría un pescador, que acaba de pescar un gran pez usando uno pequeño como cebo, si alguien comentara: «Sí, pero yo te he visto cómo ponías tú mismo el pez en el anzuelo».
Pongamos otro ejemplo de lo mismo menos fantástico y más moderno. Hace cincuenta años, cuando estaba muy en el candelero el tema de la comunicación con el planeta Marte, se deseaba comunicar a los supuestos marcianos que en el planeta Tierra existían seres pensantes, pero el problema estribaba en encontrar un lenguaje comprensible para ambas partes. Se sugirió que el lenguaje más adecuado era el puramente matemático; se propuso encender cadenas de grandes fogatas en el Sahara, que formaran un diagrama ilustrativo del famoso teorema de Pitágoras, de que la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo equilátero es igual al cuadrado de la hipotenusa. Esa señal probablemente no tendría significado alguno para la mayoría de los habitantes de Marte, pero se argüía que, de haber matemáticos en Marte, seguramente la reconocerían como obra de otros matemáticos de la Tierra. Obrando así, no estarían expuestos al reproche de estar viendo matemáticas en todas partes. Y, en mi opinión, la situación es bastante semejante, mutatis mutandis, a las señales del mundo de la realidad exterior, que proyecta sus propias sombras en el muro de la caverna en donde estamos prisioneros. No podemos interpretar esas sombras como procedentes de actores vivos, ni como proyectadas por una máquina, pero el matemático puro puede reconocerlas por representar el tipo de ideas con las que él ya está familiarizado a través de sus estudios.
Por supuesto, no podríamos extraer de esto ninguna conclusión si los conceptos matemáticos puros descubiertos como inherentes a la estructura del universo fueran meramente una parte, o hubieran sido introducidos a través de los conceptos de matemáticas aplicadas que empleamos para desvelar el funcionamiento del universo. Si se hubiera descubierto que la naturaleza se limitaba a actuar de acuerdo con los conceptos de la matemática aplicada, nada habríamos demostrado con ello: esos conceptos fueron inventados por el hombre, particular y deliberadamente, a fin de hacerlos encajar con el modo de obrar la naturaleza. De modo que se puede aún objetar que ni siquiera la matemática pura representa de hecho un producto o creación de nuestra mente, sino más bien el esfuerzo por comprender la obra de la naturaleza según recuerdos subconscientes u olvidados. Si ello es así, el descubrimiento de que la naturaleza se ajusta en su operar a las leyes puramente matemáticas no resulta sorprendente. Lógicamente, no puede negarse que algunos de los conceptos que manejan los matemáticos puros están directamente tomados de su propia experiencia de la naturaleza. Un ejemplo evidente es el concepto de cantidad; que es tan elemental que difícilmente podemos imaginar representación alguna de la naturaleza en que este concepto esté ausente. También otros conceptos están, al menos parcialmente, fundados en la experiencia; por ejemplo, la geometría multidimensional, claramente proveniente de la experiencia del espacio tridimensional. Otros conceptos puramente matemáticos, pero más intrincados, caso de haber sido tomados del modo de obrar de la naturaleza, deben haber estado enterrados muy profundamente en nuestro subconsciente. No se puede excluir enteramente esta posibilidad, por discutible que sea, pero resulta extremadamente difícil creer que conceptos tan intrincados como el de un espacio curvo, finito, y en expansión hayan entrado a formar parte de la matemática pura a partir de alguna especie de experiencia inconsciente o subconsciente del modo de comportarse de hecho el universo. En cualquier caso, lo que apenas resulta discutible es que la naturaleza y la mente humana matemática y consciente funcionan de acuerdo con unas mismas leyes. La naturaleza no se ajusta en su comportamiento al que nos provocan nuestros caprichos y pasiones, ni al de nuestros músculos o articulaciones, sino al modo como funciona nuestra mente pensante. Esto sigue siendo verdad, tanto si es nuestra mente la que imprime sus leyes en la naturaleza, como si es ella la que las tiene impresas en nosotros, y ofrece una base suficientemente justificada para pensar que el universo está diseñado en forma matemática. Cayendo de nuevo en el lenguaje crudamente antropomorfo que hemos venido usando, podemos considerar desechada la posibilidad de que el universo haya sido planeado por un biólogo o por un ingeniero; a partir de la evidencia intrínseca de su propia obra, el Gran Arquitecto del Universo empieza ahora a perfilarse como un matemático puro.
Personalmente, siento que el hilo de este pensamiento puede ser llevado aún más lejos en plan hipotético, pero es difícil precisarlo exactamente con palabras, pues de nuevo el vocabulario con que contamos viene circunscrito por nuestra experiencia mundana. El matemático puro no se preocupa ni se ocupa de las sustancias materiales; su ocupación es el pensamiento puro. Sus creaciones no son sólo criaturas hijas del pensamiento, sino que además están hechas de puro pensamiento, igual que las creaciones de un ingeniero están compuestas de mecanismos. Y todos los conceptos revelados hoy como fundamentales para la comprensión del universo —un espacio finito, un espacio vacío, cuatridimensional, de modo que un punto difiere de otro solamente por las propiedades del espacio mismo; espacios de siete y más dimensiones; un espacio en permanente expansión; secuencias de acontecimientos que se ajustan a las leyes de la probabilidad, en vez de a las de la causalidad; o, por otra parte, secuencias de acontecimientos que sólo pueden describirse total y adecuadamente desde fuera del espacio y el tiempo— todos estos conceptos resultan ser, a mi modo de ver, estructuras de pensamiento puro, imposibles de entender en ningún sentido propiamente material.
Por ejemplo, cualquiera que haya escrito o haya dado conferencias sobre la finitud del espacio está acostumbrado a la objeción consistente en afirmar que el concepto de un espacio finito es en sí algo contradictorio y sin sentido. Si el espacio es finito, dicen nuestros críticos, debe ser posible ir más allá de sus propios límites, ¿y qué es lo que podemos encontrar más allá de ellos, sino más espacio, y así ad infinítum? Lo cual demuestra que el espacio no puede ser finito. Y además, añaden, si el espacio está en expansión, ¿hacia dónde puede estar expandiéndose, si no es hacia un mayor espacio? Lo que, una vez más, demuestra —en su opinión— que lo que está en expansión solamente puede ser una parte del espacio, de modo que la totalidad del espacio no puede expanderse en modo alguno.
Los críticos de nuestro siglo, que hacen este tipo de comentarios, comparten todavía la actitud mental de los científicos del siglo XIX; dan por supuesto que el universo debe ser susceptible de representación material. Si partimos de sus premisas, debemos, también, creo yo, compartir sus conclusiones —que estamos diciendo tonterías—, pues su lógica es irrefutable. Pero la ciencia moderna no puede en modo alguno compartir sus conclusiones, e insiste en la finitud del espacio a toda costa. Eso significa, naturalmente, que tenemos que negar las premisas de que parten por ignorancia quienes formulan ese tipo de críticas. El universo no es susceptible de representación material, y la razón, creo yo, es que se ha convertido en un concepto puramente mental.
Es lo mismo que ocurre, creo yo, con otros conceptos más técnicos, caracterizados por el «principio de exclusión», lo que parece implicar una especie de «acción» a «distancia» a la vez en el espacio y en el tiempo, como si cada porción del universo supiese lo que las demás porciones a distancia están haciendo, y actuase de acuerdo con ello. En mi opinión, las leyes a las que obedece la naturaleza sugieren menos aquellas a las que obedece el movimiento de una máquina, que aquellas a las que se ajusta un músico al componer una fuga, o un poeta al componer un soneto. Los movimientos de los átomos y de los electrones se parecen más a los de los bailarines en un cotillón, que a los de las diversas partes de una locomotora. Y si «la verdadera esencia de las sustancias» no puede llegar a ser conocida jamás, entonces no importa si el baile del cotillón tiene lugar en la vida real, o en la pantalla del cine, o en un cuento de Boccaccio. Si todo es así, entonces la mejor forma de describir el universo, aunque todavía muy imperfecta e inadecuada, consiste en considerarlo con un pensamiento puro, como el pensamiento de quien, a falta de otro concepto más abarcativo, podríamos describir como un pensador matemático.
Y de esta forma nos vemos introducidos en el núcleo del problema de las relaciones entre la mente y la materia. Las perturbaciones atómicas que tienen lugar en nuestro distante sol le hacen emitir luz y calor. Después de «viajar por el éter» durante ocho minutos, algunas de esas radiaciones pueden incidir en nuestros ojos, causando una perturbación en la retina, que se transmite a través del nervio óptico al cerebro. Aquí es percibida por la mente como una sensación; ésta pone en acción a nuestro pensamiento, y da como resultado, digamos, unos pensamientos poéticos en torno a la puesta de sol. Hay una cadena continua, A, B, C, D… X, Y, Z, que conecta a A —el pensamiento poético— con B —la mente pensante—, con C —el cerebro—, con D —el nervio óptico—, y así sucesivamente, a través de todos ellos, con Z —la perturbación atómica solar—. El pensamiento A resulta de la lejana perturbación Z, de un modo semejante a como el sonido de la campana es el resultado del tirón que alguien dio a distancia a la cuerda a ella conectada. El hecho de que el tirar de una cuerda material haga sonar a distancia a una campana material nos resulta comprensible porque hay una conexión material a lo largo de todo el trayecto de la cuerda. Pero es mucho menos fácil entender cómo una perturbación atómica material puede hacer surgir un pensamiento poético, debido a la entera disparidad de su respectiva naturaleza.
Por esta razón Descartes insistió en que no había conexión posible entre la mente y la materia. Para él, se trataba de dos clases de entidades enteramente distintas; la esencia de la materia era la extensión en el espacio, y la de la mente, el pensamiento. Y esto le llevó a sostener la existencia de dos mundos distintos, el de la mente y el de la materia, que seguían, por así decir, cursos independientes sobre raíles paralelos sin encontrarse jamás.
Berkeley y los filósofos idealistas estaban de acuerdo con Descartes en que, si la mente y la materia eran de naturaleza fundamentalmente distinta, no podían jamás interactuar entre sí. Pero, para ellos, esas interacciones eran de hecho continuas. Por consiguiente, argüían, la esencia de la materia debe ser también el pensamiento, no la extensión. Más en detalle, lo que defendían era que las causas deben ser esencialmente de la misma naturaleza que sus efectos; si B, en nuestra cadena, produce a A, B tiene que ser esencialmente de la misma naturaleza que A, y C que B, y así sucesivamente. De modo que Z debe tener también esencialmente la misma naturaleza que A. Ahora bien, los únicos eslabones de la cadena de los que tenemos un conocimiento directo son los propios pensamientos y sensaciones, esto es, A y B; la existencia y la naturaleza de los eslabones remotos X, Y, Z nos resultan conocidas sólo por inferencia a partir de los efectos que transmiten a nuestra mente a través de los propios sentidos. Berkeley, sosteniendo que los desconocidos eslabones distantes X, Y, Z debían tener la misma naturaleza que los eslabones conocidos y cercanos A y B, concluía que debían de ser pensamientos o ideas por naturaleza, «ya que después de todo sólo las ideas son como las ideas». Ahora bien, los pensamientos o las ideas, para existir, necesitan de una mente en la cual existan. Podemos decir que algo existe en nuestra mente mientras somos conscientes de ello, pero este hecho no acredita su existencia en los períodos en que no somos conscientes de ello. El planeta Plutón, por ejemplo, existía mucho antes de haberlo sospechado ninguna mente humana, y su existencia estaba atestiguada por placas fotográficas antes de que ningún ojo humano llegase a verlo. Consideraciones de este tipo llevaron a Berkeley a postular un Ser Eterno, en cuya mente existían todos los objetos. Y así venía a resumir su filosofía, con el lenguaje sonoro y rimbombante de épocas pasadas, en estas palabras:
Todo el coro de los cielos y el ropaje de la tierra, en una palabra, todos los cuerpos que componen el marco poderoso de este mundo, no tienen sustancia alguna fuera de la mente… En tanto que no son de hecho percibidos por mí, o en tanto que no existen en mi mente, o en la de algún otro espíritu creado, necesariamente tienen que, o no haber existido en absoluto, o más bien subsistir en la mente de algún Espíritu Eterno.
Tengo la impresión de que la ciencia moderna nos conduce, aunque por un camino diferente, a una conclusión no del todo distinta de ésta. También la biología, al estudiar la conexión entre los primeros eslabones de la cadena, A, B, C, D parece inclinarse a concluir que todos son en general de la misma naturaleza. Su argumentación, específicamente, se reduce a afirmar de pasada que, puesto que para los biólogos los eslabones C y D son materiales y mecánicos, también tienen que ser mecánicos y materiales A y B. Pero, aparentemente, igual podríamos dar la vuelta al argumento y decir que, puesto que A y B son mentales, C y D tienen que serlo también. La ciencia física, poco preocupada de los eslabones intermedios C y D, procede directamente hasta el extremo final de la cadena; su cometido es estudiar el modo de operar de X, Y, Z. Y, en mi opinión, las conclusiones a las que llega sugieren que los últimos eslabones de la cadena, ya sea que nos remontemos al cosmos como conjunto, o descendamos hasta lo más íntimo de la estructura del átomo, son de la misma naturaleza que A y B —su naturaleza es la del pensamiento puro—; llegamos a las mismas conclusiones que Berkeley, pero desde el otro extremo. Por ello, vamos a parar directamente a la última de las tres alternativas que propone Berkeley, comparadas con la cual las otras dos carecen de importancia. No importa si los objetos «existen en mi mente, o en la de cualquier otro espíritu creado» o no; su objetividad proviene del hecho de subsistir «en la mente de algún Espíritu Eterno».