INTRODUCCIÓN: SOMBRAS Y SÍMBOLOS
MÁS ALLÁ DE LA CAVERNA
Física y misticismo, física y misticismo, física y misticismo… En los últimos diez años han aparecido literalmente docenas de libros, escritos por físicos, filósofos, psicólogos y teólogos, con el común propósito de describir o explicar la relación extraordinaria que se da entre la más ardua de las ciencias, la Física y la Mística, la más tierna entre las religiones. Según algunos, la física, y la mística están llegando rápidamente a una visión del mundo notablemente cercana. Para otros, se trata de enfoques complementarios de una misma realidad. Los escépticos, en cambio, proclaman que nada tienen en común: sus métodos, objetivos y resultados se oponen diametralmente. De hecho, se ha recurrido a la física moderna tanto para defender como para refutar el determinismo, el libre albedrío, Dios, el espíritu, la inmortalidad, la causalidad, la predestinación, el budismo, el hinduismo, el cristianismo y el taoísmo.
La realidad es que cada generación ha intentado echar mano de la física tanto para probar como para rechazar al espíritu, lo que ya debería resultarnos suficientemente sospechoso. Según Platón, usando sus propias palabras, toda la física no era más que una «descripción conveniente», ya que en último término no descansaba en otra cosa que en la evidencia huidiza y tenebrosa de los sentidos, mientras que la verdad residía en las formas trascendentales más allá de la física (de aquí el nombre de metafísica). Demócrito, por el contrario, ponía toda su fe en los «átomos» y en el «vacío», puesto que para él no existía ninguna otra cosa (molesta concepción que llevó a Platón a expresar su más ferviente deseo de que todas las obras de Demócrito fueran quemadas sin dilación).
Cuando la física newtoniana brillaba en todo su esplendor, los materialistas se aferraban a la física para demostrar que, siendo el universo con toda evidencia una máquina determinista, no podía haber lugar para el libre albedrío, Dios, la gracia, la intervención divina, o cualquier otra cosa que recordase aun vagamente al espíritu. Esta argumentación, aparentemente incontestable, no ejerció sin embargo el menor influjo sobre los filósofos de mentalidad idealista o espiritualista. De hecho, señalaban que la segunda ley de la termodinámica (según la cual el universo camina inequívocamente hacia el desorden) sólo puede significar una cosa: si el universo marcha hacia el desorden, algo o alguien tiene que haberlo ordenado previamente.
La física newtoniana no proporciona un argumento en contra de Dios. Por el contrario, sostenían, ¡prueba la absoluta necesidad de un Dios Creador!
Cuando apareció en escena la física relativista, todo el drama volvió a repetirse. El cardenal O’Connell de Boston previno a todos los católicos frente a la relatividad, afirmando de ella que era «una especulación nebulosa tendente a inducir una duda universal acerca de Dios y de su creación»; la teoría era «una mortífera encarnación del ateísmo». Por el contrario, el rabino Goldstein proclamó solemnemente que lo que Einstein había hecho era nada menos que proporcionar «una fórmula científica a favor del monoteísmo». Y de un modo semejante las obras de James Jeans y de Arthur Eddington fueron recibidas con alborozo desde todos los púlpitos de Inglaterra: ¡la física moderna apoya al cristianismo en todos sus aspectos esenciales! El problema era que ni Jeans ni Eddington estaban en modo alguno de acuerdo con semejante acogida, ni tampoco realmente entre sí, lo que dio lugar a ese famoso e ingenioso comentario de Bertrand Russell: «Sir Arthur Eddington considera probada la religión por el hecho de que los átomos no obedecen a las leyes matemáticas. Sir James Jeans la considera probada por el hecho de que sí las obedecen».
Hoy en día se oye hablar de la supuesta relación que se da entre la física moderna y la mística oriental. La teoría del bootstrap, el teorema de Bell, el orden implicado, el paradigma holográfico constituyen otras tantas pruebas (¿o contrapruebas?) supuestas del misticismo oriental. En lo esencial es sencillamente la misma historia con diferentes rodajes. Se airean por uno y otro lado los argumentos en pro y las objeciones en contra, pero la única conclusión que permanece clara e inmutable es que el tema en sí es extremadamente complejo.
En medio de toda esta confusión, me pareció una buena idea acudir a consultar a los propios fundadores de la física moderna para comprobar qué es lo que ellos mismos pensaban sobre la naturaleza de las relaciones entre la ciencia y la religión. ¿Qué relación existe, si es que hay alguna, entre la física moderna y el misticismo trascendente? ¿Tiene la física algo que decir en temas tales como el libre albedrío, la creación, el alma o el espíritu? ¿Cuáles son los papeles respectivos de la ciencia y la religión? ¿Puede la física llegar a ocuparse de la Realidad (con mayúscula) o debe conformarse necesariamente con estudiar las sombras que ésta proyecta en la caverna?
Este volumen recoge, de forma compendiada, prácticamente la totalidad de los principales pasajes que sobre estos temas se encuentran en los fundadores y más relevantes teóricos de la física moderna (cuántica y relativista): Einstein, Schrödinger, Heisenberg, Bohr, Pauli, Jeans y Planck. Aunque hubiera sido pedir demasiado encontrar un acuerdo completo entre ellos acerca de la naturaleza y las relaciones entre la ciencia y la religión, me sentí sumamente sorprendido al comprobar cómo se iba delimitando una comunidad general de enfoques en la visión del mundo propia de estos diversos filósofos-científicos. Con algunas excepciones (que veremos), prácticamente todos ellos parecen haber llegado a unas mismas y fundamentales conclusiones. En seguida volveremos sobre estas conclusiones para examinarlas más precisa y cuidadosamente (véase la segunda parte de esta introducción), pero como primera aproximación puede decirse lo siguiente: existe una práctica unanimidad entre todos estos teóricos en declarar que la física moderna no ofrece soporte positivo de ninguna clase a favor de ninguna especie de misticismo o trascendentalismo. (¡Y sin embargo todos ellos fueron místicos, de una u otra forma! El porqué de ese hecho constituye uno de los puntos centrales de esta parte).
Es, pues, opinión común de todos ellos que la física moderna no constituye una prueba, ni a favor ni en contra, de la visión místico-espiritual del mundo; no hay en ella ninguna demostración ni ninguna refutación a este respecto. Están dispuestos a admitir que existen ciertas semejanzas entre la visión del mundo de la nueva física y la de la mística, pero esas semejanzas, cuando no son puramente accidentales, resultan triviales comparadas con las amplias y profundas diferencias que las separan. El intento de apuntalar una visión espiritualista del mundo según datos tomados de la física (antigua o nueva) equivale sencillamente a desconocer enteramente la naturaleza y la función de cada una de ellas. Como decía el propio Einstein, «la moda actual de aplicar los axiomas de la física a la vida humana no es sólo una completa equivocaron, sino que es en sí algo reprensible»[1]. Al preguntarle el arzobispo Davidson a Einstein qué efecto tenía sobre la religión la teoría de la relatividad, éste replicó: «Ninguno. La relatividad es una teoría científica, y no tiene nada que ver con la religión». Sobre lo cual Eddington comentaba ingeniosamente: «En aquel tiempo uno tenía que convertirse en un experto en sortear a las personas que estaban convencidas de que la cuarta dimensión era la puerta a la espiritualidad»[2].
Eddington poseía por supuesto (como Einstein) una perspectiva hondamente mística, pero sobre este punto era tajante: «No estoy sugiriendo que la nueva física aporte ninguna “demostración de la religión”, ni que ofrezca siquiera algún tipo de fundamentación positiva a la fe religiosa… Por mi parte, me declaro absolutamente opuesto a esa clase de intentos»[3]. El mismo Schrödinger, que en mi opinión fue probablemente el más místico del grupo, era igualmente severo: «La física no tiene nada que ver con eso. La física parte de la experiencia cotidiana, y sigue valiéndola de medios más sutiles. Permanece afín a ella, no la trasciende en términos generales, no entra en otros dominios»[4]. El intento de hacerlo, dice, es algo sencillamente «siniestro»: «El terreno del que algunos antiguos logros científicos han debido retirarse es reclamado con admirable destreza por ciertas ideologías religiosas como ámbito propio, sin que puedan realmente hacer de él un uso provechoso, ya que su auténtico campo está mucho más allá de cuanto puede quedar al alcance de la explicación científica»[5].
La posición de Planck, tratando de resumirla, era que la ciencia y la religión se ocupan de dos dimensiones muy diferentes de la existencia, entre las cuales no puede decirse con propiedad que pueda darse acuerdo o conflicto de ningún tipo, lo mismo que, por ejemplo, entre la botánica y la música tampoco puede hablarse de acuerdo o de conflicto. «El intento de contraponerlas, por una parte, o de “unificarlas”, por otra, proviene de una deficiente comprensión, o más exactamente de una confusión de las metáforas religiosas con las afirmaciones científicas. Innecesario es decir que el resultado no tiene ningún sentido»[6]. En cuanto a sir James Jeans, se mostraba sencillamente asombrado: «¿Qué pasa con todo lo que no se ve, a lo que la religión atribuye un carácter de eternidad? Se ha hablado mucho últimamente de las aspiraciones a dotar de un “soporte científico” a los “hechos trascendentes”. Hablando como científico, considero absolutamente inconvincentes las pruebas alegadas; hablando como ser humano, la mayoría de ellas me parecen además ridículas»[7].
Por otro lado, no se puede achacar sin más a estos hombres un desconocimiento de los escritos místicos de Oriente y Occidente. No se puede decir alegremente que bastaría con que leyeran La danza de los maestros[8] para cambiar de opinión y confesar la condición gemela de la física y la mística; ni se puede afirmar que sólo con que conocieran algo más en detalle la literatura mística podrían de hecho encontrar numerosas semejanzas entre la mecánica cuántica y la mística. Por el contrario, sus escritos están positivamente plagados de referencias a los Vedas, a las Upanishads, al taoísmo (Bohr incluyó en su escudo familiar el símbolo del yin-yang), al budismo, a Pitágoras, Platón, Plotino, Schopenhauer, Hegel, Kant, y prácticamente a todo el panteón de campeones de la filosofía perenne. Y no obstante llegaron a las conclusiones arriba mencionadas.
Eran perfectamente conscientes, por ejemplo, de que uno de los puntos clave de la filosofía perenne es la afirmación de que en el conocimiento místico el sujeto y el objeto se unifican. Sabían también que algunos filósofos proclamaban que el principio de indeterminación de Heisenberg y el de complementariedad de Bohr venían a apoyar esa concepción mística, desde el momento en que, según esos principios, el sujeto no puede conocer al objeto sin «interferir» con él, lo que prueba que la física moderna ha trascendido la dualidad sujeto-objeto. Ninguno de los físicos que se recogen en este volumen suscribió nunca tal afirmación. El propio Bohr afirmó taxativamente que «la noción de complementariedad no supone en modo alguno un alejamiento de nuestra posición como observadores desligados de la naturaleza… El aspecto esencialmente nuevo del análisis de los fenómenos cuánticos es la introducción de una distinción fundamental entre los aparatos de medida y los objetos sometidos a investigación (cursiva original)… En nuestros futuros encuentros con la realidad tendremos que distinguir el lado objetivo y el subjetivo, tendremos que establecer una división entre ambos»[9, 10].
Louis de Broglie era aún más explícito: «Se ha dicho que la física cuántica reduce o difumina la región divisoria entre lo subjetivo y lo objetivo, pero hay aquí… un uso equivocado del lenguaje. Porque en realidad los medios de observación pertenecen claramente al aspecto objetivo; y el hecho de que no podamos dejar de lado en microfísica las reacciones que esos medios producen en las porciones del mundo exterior que deseamos estudiar no suprime, ni siquiera disminuye, la distinción tradicional entre sujeto y objeto»[11]. Schrödinger, por su parte —y tengamos presente que estos hombres reconocían firmemente que en la unión mística el sujeto y el objeto se hacen uno, aunque sencillamente no encontrasen fundamento alguno para esta idea en la física moderna—, afirmaba que «el estrechamiento de la frontera entre el observador y lo observado, que muchos consideran una significativa revolución del pensamiento, a mí me parece una sobrevaloración de un aspecto provisional carente de significado profundo»[12].
Así pues, para tratar de explicar el hecho de que estos técnicos rechazaran la idea de que «la física apoya a la mística», habremos de buscar otro argumento que no sea la consabida afirmación de que no estaban familiarizados con la literatura o con la experiencia mística. E incluso aunque se demostrara que su conocimiento, digamos, del taoísmo era insuficiente, pienso que su crítica seguiría siendo absolutamente válida. Más aún, esa crítica (que voy a presentar a continuación) no puede quedar afectada en modo alguno por ningún tipo de nuevos descubrimientos físicos. Es una crítica lógica, absolutamente inmune frente a cualquier posible nuevo descubrimiento. Es una crítica simple, profunda y directa; de un solo trazo da al traste prácticamente con todo cuanto se ha escrito sobre el supuesto paralelismo existente entre la física y la mística.
Brevemente, la crítica se reduce a lo siguiente. El núcleo de la experiencia mística puede describirse de forma aproximada (si bien un tanto poética) como sigue: en la conciencia mística se aprehende directa o inmediatamente la Realidad, es decir, sin ningún tipo de mediación, ni de elaboración simbólica, conceptualización o abstracción alguna. El sujeto y el objeto se unifican en un acto fuera del espacio y del tiempo, que trasciende todas las formas posibles de mediación. Todos los místicos hablan universalmente de contactar la realidad en su mismidad, en su entidad, en su taleidad, sin ninguna clase de intermediarios, más allá de las palabras, los símbolos, los nombres, los pensamientos o las imágenes.
Ahora bien, cuando el físico contempla la realidad cuántica o relativista, no contempla las «cosas en sí mismas», el noúmeno, la realidad directa, sin mediación alguna. Más bien, lo que el físico contempla no es otra cosa que una serie de ecuaciones diferenciadas sumamente abstractas, esto es, no la «realidad» en cuanto tal, sino los símbolos matemáticos de la realidad. Como dice Bohr, «es preciso reconocer que se trata aquí de un procedimiento puramente simbólico… Por consiguiente, toda la visión espacio-temporal que tenemos de los fenómenos físicos depende en último término de tales abstracciones»[13]. Sir James Jeans era explícito a este respecto: en el estudio de la física moderna, afirma, «nunca podemos comprender lo que sucede, sino que debemos limitarnos a describir las pautas de comportamiento en términos matemáticos; no podemos aspirar a otra cosa. Los físicos que intentan comprender la realidad pueden estar trabajando en campos diferentes o con métodos distintos: uno puede que se dedique a cavar, otro a sembrar y otro a recoger. Pero la cosecha final siempre será un haz de fórmulas matemáticas. Y éstas nunca serán una descripción de la naturaleza en cuanto tal… [Por eso] nuestros estudios no alcanzan nunca a ponernos en contacto con la realidad»[14].
¡Qué diferencia tan abismal, radical y absoluta con la mística! Y esta crítica es válida para todo tipo de física —vieja, nueva, antigua, moderna, cuántica o relativista—. La propia naturaleza, objetivos y resultados de ambos enfoques son profundamente distintos: una, volcada sobre los símbolos y formas abstractas y mediatas de la realidad, y la otra, tendente a un contacto directo, sin mediaciones, con la misma realidad. El mismo hecho de proclamar la existencia de semejanzas nucleares y directas entre los descubrimientos físicos y la mística supone proclamar necesariamente al mismo tiempo que la última se reduce en esencia a una mera abstracción simbólica, porque es absolutamente cierto que eso es exactamente la primera. Tal afirmación encierra, cuando menos, una profunda confusión entre la verdad absoluta y la relativa, entre lo finito y lo infinito, entre lo temporal y lo eterno. Y eso es lo que tanta repulsión despertaba entre los físicos que aparecen en este volumen. Eddington, como de costumbre, lo expresó de un modo tajante: «Podríamos sospechar la intención de reducir a Dios a un sistema de ecuaciones diferenciales. En cualquier caso [es preciso] evitar ese fracaso. Por mucho que las ramas actuales [de la física] puedan ampliarse con nuevos descubrimientos científicos, no pueden por su propia naturaleza llegar a traspasar los lindes del trasfondo en el que se asienta su ser… Hemos tenido ocasión de aprender que la exploración del mundo exterior con los métodos de la ciencia física no nos lleva a encontrarnos con la realidad concreta, sino con un mundo de sombras y símbolos, por debajo de los cuales aquellos métodos no resultan ya adecuados para seguir penetrando»[15].
La física, en resumen, se ocupa —y no puede ocuparse de otra cosa— del mundo de las sombras y los símbolos, y no de la luz de lo real que se encuentra fuera de las tinieblas de la caverna. Tal es, en una primera aproximación, la conclusión general a que llegan estos teóricos.
¿Pero por qué entonces llegaron de hecho todos ellos a abrazar y profesar una u otra forma de misticismo? Evidentemente este hecho nos indica aquí una profunda conexión de algún tipo. Ya hemos visto que esa conexión no reside, según estos científicos, en la similaridad de puntos de vista entre la física y la mística, ni en la de objetivos o resultados. Entre la sombra y la luz no cabe ninguna semejanza esencial. Entonces, ¿qué es lo que ha obligado a tantos físicos a salir de la caverna? Y en particular, ¿qué es lo que ha venido a decirles a estos físicos la nueva física (cuántica y relativista) que no les hubiera mencionado la física antigua? ¿Cuál era, a fin de cuentas, la diferencia crucial entre la antigua y la nueva física, que hacía que la última les hiciera tender con mucha más frecuencia al misticismo?
Una vez más nos encontramos ante una conclusión común y general entre la mayoría de los físicos teóricos recogidos en este volumen, expuesta con la misma claridad por Schrödinger y Eddington. Eddington parte del hecho reconocido de que la física se ocupa de las sombras, no de la realidad. Ahora bien, afirma, la gran diferencia entre la antigua y la nueva física no reside en que esta última sea relativista, no determinista, cuatridimensional o cualquiera de estas cosas. La gran diferencia entre la antigua y la nueva física es a la vez más simple y mucho más profunda: tanto una como otra sólo se ocupan de sombras y de símbolos, pero la nueva física se vio obligada a hacerse consciente de este hecho, se vio forzada a darse cuenta de que estaba ocupándose de sombras e ilusiones, no de la realidad. Así, tal vez en uno de los pasajes más famosos y más frecuentemente citados de todos estos científicos, Eddington elocuentemente afirma: «En el mundo de la física contemplamos una representación de la vida cotidiana en sombras chinescas. La sombra de mi codo descansa sobre la sombra de mi mesa, mientras la sombra de la tinta resbala sobre la sombra del papel… El franco descubrimiento de que la ciencia física se desenvuelve en un mundo de sombras es uno de los avances recientes más significativos»[16]. Schrödinger insiste sobre este punto más explícitamente: «Me permito hacerles notar que los últimos progresos (de la física cuántica y relativista) no residen en el hecho de haber dotado a la ciencia física de ese carácter umbrío: siempre lo tuvo, desde los tiempos de Demócrito de Abdera e incluso antes, pero no éramos conscientes de ello, pensábamos que estábamos ocupándonos del mundo en cuanto tal»[17]. Y sir James Jeans lo resumen perfectamente en forma de metáfora: «El hecho esencial es sencillamente que todas las imágenes que la ciencia nos ofrece actualmente de la naturaleza, y las únicas que parecen poder resultar adecuadas a los hechos observados, son las imágenes matemáticas… No son otra cosa que imágenes, ficciones si se prefiere, si por ficción se entiende el hecho de que la ciencia siga sin estar en contacto con la última realidad. Desde un amplio punto de vista filosófico, muchos sostendrían que el mayor logro de la física del siglo XX no es la teoría de la relatividad y la fusión de espacio y tiempo que comporta, ni la teoría cuántica con su aparente negación de las leyes de la causalidad, ni la disección del átomo y el consiguiente descubrimiento de que las cosas no son como parecen: es el reconocimiento generalizado de que todavía no estamos en contacto con la realidad última. Seguimos estando prisioneros en la caverna, de espaldas a la luz, y sólo podemos contemplar las sombras contra el muro»[18].
Ésa es la gran diferencia entre la antigua y la nueva física: ambas se ocupan de las sombras, pero aquélla no se había dado cuenta de ello. Mientras se vive entre las sombras de la caverna, sin siquiera saberlo, no cabe, por supuesto, tener motivo ni deseo alguno de escapar hacia la luz de afuera. Las sombras se toman por la única realidad, y no se reconoce ni se sospecha la existencia de otra realidad. Ése era el efecto filosófico que producía la antigua física. Pero la nueva física vino a poner de manifiesto que ninguno de sus empeños puede superar el nivel de las sombras, y con ello todos los físicos sensibles —incluidos naturalmente los de este volumen— comenzaron en tropel a mirar a un tiempo más allá de la caverna (y de la física).
«Hoy en día —explica Eddington—, se reconoce generalmente la naturaleza simbólica de la física, y sus esquemas se formulan de tal forma que resulta casi evidente por sí mismo el hecho de constituir un aspecto parcial de algo más amplio». No obstante, según estos mismos físicos, la física no nos dice —ni puede decirnos— nada de ese «algo más amplio». Justamente esa incapacidad de la física, y no su supuesta semejanza con la mística, fue lo que condujo paradójicamente a tantos físicos a una visión mística del mundo. Eddington lo explica cuidadosamente: «En pocas palabras, la situación es como sigue: hemos tenido ocasión de aprender que la exploración del mundo exterior con los métodos de la ciencia física no nos lleva a encontrarnos con la realidad concreta, sino con un mundo de sombras y símbolos, por debajo de los cuales aquellos métodos no resultan ya adecuados para seguir penetrando. Con la sensación de que debe haber algo más detrás, volvemos a la conciencia humana como punto de partida, al único centro donde podríamos encontrar algo más y llegarlo a conocer. Ahí (en el inmediato interior de la conciencia), nos encontramos con otros movimientos y otras revelaciones distintas de las que nos llegan condicionadas a través del mundo de los símbolos… La física subraya con la máxima energía que sus métodos no pueden ir más allá de lo simbólico. Seguramente entonces esa naturaleza nuestra, mental y espiritual, de la que tenemos conciencia a través de un íntimo contacto que trasciende los métodos de la física, nos proporciona justamente aquello que… reconocidamente la ciencia no nos puede dar»[19].
En síntesis, según esta concepción, la física trata de un mundo de sombras; ir más allá de las sombras es ir más allá de la física; ir más allá de la física es apuntar a la metafísica o a la mística. Y ésa es la razón por la cual tantos físicos pioneros han sido también místicos. La nueva física no ha aportado nada positivo a esta aventura mística, salvo un monumental fracaso, de cuyas ruinas humeantes ha surgido sutilmente el espíritu místico.