TRAS EL VELO DE LA FÍSICA [31]

Mi último round va dedicado a Bertrand Russell. Pienso que él, más que ningún otro autor, ha influido en el desarrollo de mis opiniones filosóficas, y mi deuda con él es realmente ingente. Pero este capítulo tiene necesariamente algo de pendenciero, y debo protestar contra la siguiente acusación: sir Arthur Eddington deduce la religión del hecho de que los átomos no obedezcan a las leyes matemáticas. Sir James Jeans la deduce del hecho de que sí las obedezcan.

Russell me atribuye aquí una opinión sobre el fundamento de la religión, a la que yo siempre me he opuesto decididamente cada vez que he tratado este tema. Por lo que precede a ese pasaje, me imagino que Russell se refiere en realidad a mis opiniones sobre el libre albedrío, que él parece considerar equivalente a la religión; aun así, la afirmación sigue estando lejos de ser verdad. Yo no he dado pie a pensar que la religión ni el libre albedrío puedan deducirse de la física moderna; yo me he limitado a mostrar que han desaparecido algunas de las dificultades que impedían su reconciliación con la física. Si yo me encontrase ante la opinión generalizada de que Russell no podía ser un matemático competente por haber defendido la cuadratura del círculo, yo podría, para defenderle, señalar la falta de fundamento de semejante información. ¿Sería correcto concluir de ahí que yo deduzco que Russell es un matemático competente del hecho de no haber defendido la cuadratura del círculo?

Podría tal vez considerarse lo anterior como debido a la conveniencia de sacrificar en un momento la precisión al juego de palabras, si no fuera porque la misma acusación se contiene también en otros pasajes:

Como vemos, en este pasaje Eddington no infiere un acto creativo determinado, emanado de un Creador. La única razón que ofrece para no hacerlo así, es que no le gusta la idea. El argumento científico que le lleva a la conclusión que rechaza es mucho más fuerte que el argumento a favor del libre albedrío, ya que éste está basado en la ignorancia, mientras que el que estamos ahora considerando se basa en el conocimiento. Esto ilustra el hecho de que los científicos sólo extraen de su propia ciencia las conclusiones teológicas que les complacen, y no las que su ansia de ortodoxia les impide tragar, aunque puedan estar sólidamente argumentadas.

La memoria es frágil, y a veces a un hombre se le cuelgan opiniones que no son suyas. Creo, por tanto, que merece la pena ofrecer aquí algunas citas que demuestren que Russell ha malinterpretado absolutamente mi idea de la relación entre la religión y la ciencia. Creo que los extractos que siguen representan todos los libros o artículos en que he tocado el tema de la religión, salvo un temprano ensayo en el que no encuentro un pasaje lo suficientemente compacto como para citarlo.

El punto de partida de la fe en la religión y en la mística es el convencimiento de su significado o, como he dicho antes, el reconocimiento de una proclividad en la conciencia. Debo subrayar esto, porque la religión siempre se ha fundamentado en toda época en una apelación a un convencimiento intuitivo de esta índole, y no deseo dar la impresión de que hemos encontrado ahora algo nuevo y más científico con que sustituirlo. Yo rechazo la idea de que la fe característica de la religión pueda demostrarse a partir de los datos o los métodos de la ciencia física. (The Nature of the Physical World, p. 333).

La ausencia de finalidad de las teorías científicas constituiría una seria limitación de la fuerza de nuestra argumentación, caso de haber hecho mucho hincapié en su permanencia. El lector religioso puede darse por muy satisfecho de que yo no le haya ofrecido un Dios revelado por la teoría cuántica, susceptible por tanto de ser barrido de en medio por la revolución científica siguiente (ibíd. p. 353).

Probablemente es cierto que los últimos cambios del pensamiento científico vienen a quitar del medio algunos de los obstáculos que se oponían a la reconciliación entre la religión y la ciencia, pero es preciso distinguir cuidadosamente este hecho de cualquier propuesta de basar la religión sobre los descubrimientos científicos. Por mi parte, me declaro enteramente opuesto a semejante intento. (Science and the Unseen World, p. 45).

Los pasajes que cita Mr. Cohen dejan bien claro que yo no pretendo que la nueva física aporte «demostración» alguna de la religión, ni siquiera que ofrezca algún fundamento positivo a la fe religiosa. Pero sí proporciona sólidos argumentos a favor de una filosofía idealista, que —esto es lo que sugiero— está abierta a una religión espiritual, con tal de que el invitado aporte sus propias credenciales. En resumen, la nueva concepción del universo físico me pone en la situación de defender a la religión frente a una determinada acusación: la de ser incompatible con la ciencia física. Esto no constituye una panacea universal contra el ateísmo. Si se comprende bien… esto explica mi «clara inclinación a considerar como definitiva la posición de ciertas teorías físicas»; cualquiera puede tratar de defender a la religión especulando sobre la posibilidad de que la ciencia esté equivocada. Ello explica por qué a veces yo doy por supuesta la verdad fundamental de la religión; el soldado a quien toca defender una fortaleza desde un lado debe dar por supuesto que los defensores del otro lado todavía no han sido derrotados. (Artículo en el Freethinker).

Vuelvo ahora a la cuestión de qué es lo que debe figurar en la estructura básica de los símbolos. Ya he dicho que la ciencia física está a salvo de este tipo de transmutaciones, y si digo algo positivo en este aspecto de la cuestión, no pretendo estar hablando como científico (Broadcast Symposium, Science and Religion).

El influjo de la ciencia sobre la religión se reduce a que los científicos, de vez en cuando, han asumido el papel de guardavías, y han puesto aquí y allá señales de peligro, no siempre desacertadas. Interpretando correctamente la situación actual, me parece que una de esas señales, colocada en una de las principales vías de acceso, ha sido ahora eliminada. Pero nada importante va a suceder a menos que venga una locomotora[32].

Limitaciones del conocimiento físico. Cuando establecemos las propiedades de un cuerpo en términos cuantitativos físicos, lo único que sabemos de él es las respuestas que su presencia produce en los diversos indicadores métricos utilizados, y nada más. Este tipo de conocimiento llega, no obstante, bastante lejos después de todo. Si conociéramos las respuestas de toda clase de objetos —balanzas, y demás indicadores incluidos—, su mutua relación con el entorno estaría perfectamente determinada, quedando indeterminada únicamente su naturaleza íntima inalcanzable. En la teoría de la realidad, semejante conocimiento se considera total, ya que por naturaleza de un objeto, en cuanto determinable a través de la investigación científica, se entiende sus relaciones con todos los demás objetos que lo rodean abstractamente consideradas. El desarrollo de la teoría de la relatividad se ha debido en gran medida al crecimiento de un poderoso instrumento de cálculo matemático, capaz de tratar en forma compendiosa con una infinidad de lecturas de indicadores; el término técnico tensor, que tanto aparece en los tratados sobre la teoría de la relatividad, puede traducirse como relación de lecturas de indicadores. Esta íntima adaptación de las matemáticas a las concepciones físicas forma parte del atractivo estético de la teoría matemática de la relatividad. Esto no sucede así en todos los temas. Por ejemplo, podemos admirar el triunfo de paciencia que supone el que un matemático pueda llegar a predecir con tanta precisión los movimientos de la luna, pero estéticamente esta teoría lunar es horrible; es evidente que la luna y los matemáticos usan métodos diferentes para fijar su órbita. Pero por el empleo de tensores el físico matemático puede describir con precisión la naturaleza del tema objeto de su estudio como una lista de lecturas de diferentes indicadores, rechazando automáticamente toda la otra composición de imágenes y conceptos que no tienen lugar dentro de la ciencia física.

El reconocer que el conocimiento que la física nos proporciona de los objetos que estudia se reduce únicamente a una serie de lecturas en diversas escalas e indicadores transforma de modo fundamental la idea que tenemos del rango del conocimiento físico. Hasta hace poco, dábamos por supuesto que nuestro conocimiento de las entidades del mundo externo era algo mucho más íntimo que eso. Un ejemplo nos ayudará a llegar a la raíz del gran problema de las relaciones entre la materia y el espíritu. Tomemos el cerebro de un ser humano vivo, dotado de mente y de pensamiento. El pensamiento es uno de los hechos indiscutibles de este mundo. Yo sé que pienso, con una certeza que no tiene nada que ver con ninguno de los conocimientos físicos que tengo del mundo. Algo más hipotéticamente, pero fundado en una evidencia bastante plausible, estoy convencido de que los demás poseen también mentes que piensan. He aquí, pues, un hecho universal susceptible de ser investigado. El físico echa mano de sus instrumentos y comienza a hacer exploraciones de modo sistemático. Todo lo que descubre es una colección de átomos y electrones y campos de fuerza dispuestos en el espacio y en el tiempo, de un modo aparentemente semejante al que se encuentra en los objetos inorgánicos. Puede intentar rastrear otras características físicas, como la energía, la temperatura, la entropía. Ninguna de éstas es idéntica al pensamiento. Podría llegar a la conclusión —interpretando torcidamente el juego recíproco de entidades físicas por él descubierto— de que el pensamiento es una ilusión. Ahora bien, si cae en la locura de llamar ilusión al aspecto más indudable de nuestra experiencia humana, tiene que enfrentarse inmediatamente a esta tremenda pregunta: ¿cómo puede convertirse esa colección de átomos ordinarios en una máquina pensante? ¿Tenemos un conocimiento tal de la naturaleza de los átomos que nos obligue a considerar como absolutamente incongruente la posibilidad de que puedan constituir un objeto pensante? Los físicos de la época victoriana, cuando hablaban de materia y de átomos, creían saber de lo que estaban hablando. Los átomos eran bolas diminutas de billar, frágil afirmación que supuestamente describía íntegramente su naturaleza, de un modo inaplicable a otras realidades trascendentales, como la conciencia, la belleza o el humor. Pero hoy en día sabemos que la ciencia no puede decir nada acerca de la intrínseca naturaleza del átomo. El átomo es para la física, como cualquier otra cosa, una relación de lecturas de indicadores diversos.

La ciencia estudia la relación entre unas lecturas de indicadores con otras lecturas de indicadores. Los términos se enlazan en un ciclo interminable, en tanto que su común inescrutable naturaleza se escapa todo el tiempo por el agujero. No hay nada que impida que el ensamblaje de átomos constituidos de su cerebro constituya por sí mismo una entidad pensante en virtud de esa naturaleza íntima que la física deja siempre indeterminada y considera indeterminable.

El método cíclico de la Física. Debo aclarar esta referencia a un ciclo interminable de términos físicos. Me referiré a la ley gravitacional de Einstein. Esta vez voy a exponerlo de un modo tan completo que es muy probable que nadie llegue a comprenderlo. No importa. No estamos intentando echar más luz sobre el tema de la gravitación: lo que nos interesa es comprobar qué es lo que realmente implicaría intentar explicar completamente alguna realidad física.

La ley de Einstein, en su forma analítica, proclama que en el espacio vacío ciertas cantidades llamadas potenciales obedecen a determinadas ecuaciones diferenciales particularmente largas. Anotamos en un memorándum la palabra potencial para acordarnos de que más tarde tenemos que explicar su significado. Podemos concebir un mundo en el que los potenciales tendrían en todo momento y en todo lugar valores enteramente arbitrarios. El mundo no es de hecho tan ilimitado, y los potenciales se restringen a los valores conformes a las actuaciones de Einstein. La pregunta siguiente es: ¿qué son los potenciales? Pueden definirse como aquellas cantidades que se derivan, mediante cálculos matemáticos muy sencillos, de ciertas cantidades fundamentales que se llaman intervalos (anotamos en el memorándum explicar «intervalo»). Si conocemos los valores de diversos intervalos en todo el mundo, pueden darse reglas definidas para deducir los valores de los potenciales. ¿Qué son los intervalos? Son relaciones entre pares de acontecimientos que pueden medirse mediante escalas o relojes o con ambos (memorándum: explicar «escala» y «reloj»). Pueden darse instrucciones para usar adecuadamente escalas y relojes, de modo que nos proporcionen el intervalo combinado en la forma prescrita las lecturas de ambos. ¿Qué son las escalas y los relojes? Una escala es una tira graduada de alguna materia que… (memorándum: explicar «materia»). Pensándolo bien, dejo el resto de la descripción como «ejercicio para el lector», ya que nos llevaría bastante tiempo enumerar todas las propiedades y sutilezas del comportamiento del tipo material que los físicos aceptarían como adecuado para componer una escala o un reloj perfectos. Pasamos a la pregunta siguiente: ¿qué entendemos por materia? Hemos dejado a un lado la concepción física de la sustancia. Podríamos tal vez describir aquí la estructura atómica y eléctrica de la materia, pero eso nos llevaría a los aspectos microscópicos del mundo, mientras que aquí nos estamos ocupando del aspecto macroscópico. Limitándonos a la mecánica, que es donde surge el tema de la ley gravitacional, podemos definir la materia como la encarnación de tres magnitudes físicas interrelacionadas: masa (o energía), momento (o velocidad) y stress (o tensión). ¿Qué entendemos por «masa», «momento», y «stress»? Uno de los máximos logros de la teoría de Einstein consiste precisamente en haber proporcionado una respuesta exacta a esta pregunta. Son expresiones de un alcance bastante formidable, que contienen los potenciales y sus primeros y segundos derivados en relación con las coordenadas. ¿Qué son los potenciales? Bueno, ¡esto es justamente lo que estamos intentando explicar!

En física, las definiciones se hacen de acuerdo con el método inmortalizado en The House that Jack Built[33]: éste es el potencial, que se dedujo del intervalo, que se midió con la escala, que se hizo de la materia, que llevaba en sí la tensión, que… Pero, en vez de acabar en Jack, a quien todos nuestros adolescentes conocen sin necesidad de serles presentado, nos remontamos hacia atrás hasta el comienzo de la poesía: …el gato, que mató al ratón, que se comió la cebada, que estaba en la casa, que construyó el cura, que casó al hombre, que vivía en la casa que Jack construyó… Y así podríamos seguir dando vueltas eternamente.

Pero quizás alguno haya podido hartarse antes a lo largo de mi explicación sobre la gravitación, y al llegar a la materia, tal vez haya dicho: «Por favor, no me explique nada más. Yo ya sé lo que es la materia». Muy bien, materia es algo que ese señor X conoce. Veamos cómo sigue la cosa: éste es el potencial, que se dedujo del intervalo, que se midió con la escala, que se hizo de la materia, que el señor X conoce. La pregunta siguiente es: ¿quién es el señor X?

Bien, lo que pasa es que a la física no le preocupa en absoluto seguir adelante con esa pregunta de quién es el señor X. No está en modo alguno dispuesta a admitir que toda su elaboración de la estructura del universo venga a ser algo así como «La casa que el señor X construyó». Considera al señor X —y, más particularmente, a lo que el señor X sabe— como a un inquilino bastante molesto que, en un período tardío de la historia del mundo, ha venido a habitar en una estructura que la naturaleza inorgánica, por un lento proceso evolutivo, ha contribuido a construir. Y así, prefiere dejar a un lado la calle que le conduce al señor X —y más allá—, y cerrar en sí mismo el ciclo, dejado al señor X a la intemperie.

Desde su punto de vista, la física está enteramente justificada. El hecho de que la materia se asome de un modo indirecto al horizonte mental del señor X no ofrece ninguna utilidad para un esquema teórico de la física. No podemos englobarlo en una ecuación diferencial. Así pues, se le ignora, y las propiedades físicas de la materia y de las demás entidades se expresan a través de sus conexiones dentro del ciclo, y así vemos cómo, a través de ese ingenioso recurso cíclico, la física se asegura como objeto de estudio un campo autodelimitado, sin cabos sueltos proyectados a lo desconocido. Todas las restantes definiciones físicas presentan el mismo tipo de entrelazamientos. La energía eléctrica se define como aquello que da origen al movimiento de una carga eléctrica; una carga eléctrica es aquello que produce una energía eléctrica. De modo que una carga eléctrica es aquello que produce algo, que produce al movimiento de algo, que a su vez produce algo que produce… y así ad infinítum.

Para saber lo que le pasa al señor X, y qué es lo que le hace comportarse de esa forma extraña, no tenemos que acudir a un sistema físico deductivo, sino a esa intuición que poseemos, por debajo de los símbolos, en la propia mente. Es esta intuición la que nos permite finalmente encontrar la respuesta a la pregunta: ¿quién es el señor X?

Mientras la física, entretenida en tratar de conocer y arreglar el mundo cotidiano, fue capaz de considerar suyos incluso los aspectos que pertenecen al lado estético de la naturaleza, podía también con algún asomo de razón pretender cubrir la totalidad de la experiencia humana; quienes pretendían que la existencia presentaba además otro aspecto, el religioso, se veían obligados a luchar para defender su pretensión. Pero ahora que la descripción física omite tantos aspectos obviamente significativos, nadie pretende que aquélla represente la verdad total de toda posible experiencia. Semejante pretensión despertaría las protestas, no sólo de las personas de mentalidad religiosa, sino de todos cuantos reconocen que el ser humano no es meramente un instrumento de medición científica.

La física ofrece una respuesta muy perfeccionada a un problema especial que le sale al encuentro en la experiencia. No deseo minimizar la importancia del problema ni el valor de la solución. Para enfocar el problema, se han descartado las diversas facultades del observador y se ha simplificado incluso su equipamiento sensorial, hasta convertir el problema en algo que podemos resolver con nuestros métodos. Para el físico, el observador se ha convertido en un símbolo que habita en el mundo de los símbolos. Pero antes de traspasarle el problema al físico, hemos tenido un atisbo del Hombre en cuanto espíritu rodeado de un entorno afín a su propia espiritualidad.

Cuando me refiero en estas conferencias a una experiencia que va más allá de las ecuaciones simbólicas de la física, no me estoy apoyando en ningún conocimiento científico especializado; dependo, como cada cual, de la común herencia del pensamiento humano.

Nosotros reconocemos que el tipo de conocimiento que persigue la física es demasiado estrecho y especializado como para proporcionar una entera comprensión de lo que rodea al espíritu humano. En nuestra vida y en nuestra actividad ordinaria hay una gran cantidad de aspectos que escapan de la perspectiva de la física. La admisibilidad e importancia de estos aspectos no suscita, en su mayor parte, controversia alguna; los damos por válidos y adaptamos a ellos nuestra vida sin tener que cuestionarnos nada profundamente al respecto. Toda discusión acerca de su compatibilidad con las verdades reveladas por la física queda dentro del ámbito académico; sea cual sea el resultado de la discusión, no es probable que estuviéramos dispuestos a sacrificarlos, sabiendo como sabemos desde un principio que la naturaleza humana quedaría sin esos aliviaderos. Resultaría, por consiguiente, un tanto anómalo que, entre los muchos aspectos extrafísicos que se dan en la experiencia, solamente a la religión se la considerase necesitada de reconciliación con los conocimientos propios de la ciencia: ¿por qué habría que suponer que todo lo que respecta a la naturaleza humana puede ser determinado con una regla de medir o puede ser expresado en términos de intersecciones de «líneas mundanas»? Si tiene necesidad de ser defendida, habrá que defender la perspectiva religiosa de un modo muy semejante a como defenderíamos la perspectiva estética. El argumento definitivo parece estar en el sentimiento interno de crecimiento o de satisfacción que proporcionan tanto la facultad estética como el ejercicio de la facultad religiosa. Es semejante al sentimiento interno del científico, que le hace estar persuadido de que por el ejercicio de otra facultad mental —la capacidad de razonar— llegamos a alcanzar algo que el espíritu humano no puede por menos de perseguir.

La contemplación de la propia naturaleza nos hace descubrir por primera vez que el universo físico no se corresponde coextensivamente con la propia experiencia de la realidad. Ese «algo a lo que le importa la verdad» debe ciertamente tener su puesto en la realidad, sea cual sea la definición que de ella queramos dar. En nuestra propia naturaleza, o a través del contacto de nuestra conciencia con otra naturaleza que trasciende la propia, descubrimos otras cosas que reclaman la misma especie de reconocimiento: el sentido de la belleza, de la moralidad, y en último término, en la raíz de toda religión espiritual, una experiencia que describimos como presencia de Dios. Al referirme a este tipo de cosas como constitutivas de un mundo espiritual, no pretendo sustancializarlas ni objetivarlas, o hacerlas aparecer distintas de como nos resultan en la experiencia que de ellas tenemos. Pero me atrevería a decir que cuando del fondo del corazón, perplejo ante el misterio de la existencia, brota como un grito la pregunta: «¿qué significa todo esto?», no podemos responderla verdaderamente mirando tan sólo a la parcela de experiencia que nos llega a través de ciertos «órganos sensoriales», y diciéndonos: «Todo es átomos y caos; es un universo de globos inflamados que vagan camino de una inminente oscuridad; todo son tensores y álgebra no-conmutativa». No; más bien, la respuesta habla de un espíritu, santuario de la verdad, candidato al sentimiento de plenitud que proporciona la fidelidad a la rectitud y a la belleza. ¿No debo acaso añadir que, incluso cuando irrumpen en nuestra mente la luz, el color y el sonido excitados por la estimulación proveniente del mundo de afuera, esos otros movimientos de nuestra conciencia provienen de algo que, ya sea desde más allá o desde lo profundo de nosotros mismos, es superior a la propia personalidad?

En la religión, es fundamental preservar este aspecto de la experiencia humana como algo cotidiano. Para poder vivirlo así, tenemos que atenernos a las formas religiosas que nos resultan familiares y no a una serie de afirmaciones científicas abstractas. Un hombre que se refiriese a su entorno ordinario en los términos propios de un lenguaje científico sería insufrible. Si Dios significa algo en nuestras vidas cotidianas, no me parece que debamos sentirnos desleales con la verdad por el hecho de hablar o de pensar en él en términos no científicos, como tampoco por el hecho de hablar o pensar de modo no científico sobre los seres humanos que tenemos a nuestro lado.

La definición de la Realidad. Es hora de ocuparnos de unos términos ambiguos —Realidad y Existencia— que hemos estado usando sin investigar para nada lo que supone qué quieren decir. La palabra Realidad me da miedo, al no connotar una característica definible ordinaria de las cosas a las que se aplica, y ser por el contrario usada como si fuera una especie de halo celestial. Naturalmente, es posible llegar a emplear de modo consistente la palabra «realidad» adoptando una definición convencional. De mi propia experiencia podría extraer probablemente una definición, para mí satisfactoria, que consideraría como real algo, cuando constituye el objetivo de un tipo de exploración a la que yo personalmente concedo importancia. Pero si no insisto en ninguna otra cosa, estoy estrechando el significado que normalmente se le da a esa palabra. En física, es posible ofrecer una fría definición científica de la realidad, ajena a toda mixtificación sentimental. Pero esto no es jugar del todo limpio, porque la palabra «realidad» se usa generalmente con la intención de evocar sentimientos. Es una palabra muy adecuada para una peroración: «El digno portavoz de la derecha continuó declarando que la concordia y la amistad, por las que no ha cesado de luchar, se han convertido hoy en una realidad (grandes aplausos)». El concepto que nos cuesta captar no es el de «realidad», sino el de «realidad (grandes aplausos)».

Examinemos primeramente la definición ateniéndonos al empleo puramente científico de la palabra, aunque esto no nos va a llevar demasiado lejos. El único tema que se me ofrece como objeto de estudio es el contenido de la propia conciencia. Los demás pueden comunicarme parte del contenido de sus propias conciencias, que de esa forma se hace accesible a la mía propia. Por razones generalmente admitidas, y que no me gustaría tener que demostrar como concluyentes, yo les reconozco a las conciencias de los demás el mismo estatus que a la mía propia; y empleo esa porción de segunda mano de mi conciencia para «ponerme en su lugar» (en el de los demás). Por consiguiente, mi tema de estudio viene así a diferenciarse en contenidos de diversas conciencias, cada uno de los cuales constituye un punto de vista. Surge luego el problema de combinar esos diversos puntos de vista, y es así como surge el mundo externo de la física. Hay mucho en la propia conciencia que es individual, y mucho que es aparentemente alterable por propia voluntad, pero hay un elemento estable que es común con las demás conciencias. Ese elemento común es lo que deseamos estudiar, describiéndolo tan completa y precisamente como sea posible, y descubrir las leyes en virtud de las cuales ahora se combina con un punto de vista y luego con otro. Ese elemento común no puede situarse en la conciencia de un hombre en vez de en la de otro; debe estar situado en un terreno neutral: el mundo externo.

Si queremos descubrir, no ya la realidad meramente convencional de los átomos y los electrones del mundo exterior, sino su «realidad (grandes aplausos)», no debemos mirar al final sino al principio, al origen, de esa búsqueda. Es en el origen donde debemos encontrar el argumento que nos hace elevar a estas entidades considerándolas como algo más que meros productos de un ejercicio mental arbitrario. Ello implica tratar de determinar de algún modo el impulso que nos puso en marcha en este viaje de exploración. ¿Cómo podemos hacerlo? Desde luego, no por ningún razonamiento que yo conozca. La razón sólo nos remitiría a juzgar el impulso por el éxito eventual de la aventura —esto es, si al final nos condujo a algo realmente existente, portador de ese halo por derecho propio—; nos traería pues de un lado para otro, como la canilla de una máquina de coser, a lo largo de la cadena de deducciones, buscando inútilmente ese huidizo halo. Pero, legítimamente o no, la mente confía en su capacidad de distinguir cuándo sus demandas de exploración vienen sancionadas por una autoridad indiscutible. Podemos expresarlo de diferentes formas: el impulso que nos empuja a ese tipo de exploraciones forma parte de lo más íntimo de nuestra propia naturaleza; o es la expresión de un propósito que nos posee. ¿Es esto precisamente lo que queríamos decir cuando buscábamos afirmar la realidad del mundo exterior? De algún modo va encaminado a encontrar su sentido, pero no nos da la respuesta plena que le corresponde. Yo dudo de que realmente los interrogantes que hay detrás de esa demanda queden satisfechos a menos que nos planteemos la hipótesis más arriesgada de que la búsqueda y lo que con ella se consigue tienen algún valor a los ojos de un Evaluador Absoluto.

Sea cual sea la justificación que encontramos en su origen a nuestra vindicación del mundo externo, no dejaremos de reconocer que muchas otras cosas ajenas a la ciencia física están en la misma situación. Aunque no dependen de ellas largas cadenas de regularidad deductiva, no podemos dejar de reconocer en nuestro ser otras fibras que se extienden en direcciones distintas de lo sensorial. No me preocupa excesivamente coronar esos otros sectores de intereses del alma con grandes palabras como «existencia» o «realidad». Me interesa más expresarlo diciendo que cualquier planteamiento de la cuestión de la realidad en su sentido trascendental (emane o no la cuestión del mundo de la física) nos lleva a considerar al hombre, no como a un manojo de impresiones sensoriales, sino a un ser consciente de tener objetivos y responsabilidades a los que el mundo exterior está subordinado.

Desde esta perspectiva podemos reconocer el mundo espiritual junto al mundo físico. La experiencia —es decir, la del propio ser junto con el entorno— abarca más de lo que comprende el mundo físico, limitado como está a una complejidad de mediciones simbólicas. Como hemos visto, el mundo físico es la respuesta a un problema concreto y urgente que surge del examen de la experiencia; ningún otro problema ha ido seguido ni de lejos con tanta precisión y tanto trabajo. El progreso en la comprensión de los elementos no sensoriales constitutivos de la propia naturaleza no es probable que siga líneas semejantes, ni está de hecho animado por el mismo anhelo. Si hay el sentimiento de que la diferencia es tan grande que la expresión mundo espiritual constituye una analogía equívoca, no insistiré en mantener el término. Todo lo que pretendo afirmar es que quienes en la búsqueda de la verdad parten de la conciencia como sede del propio conocimiento, con intereses y responsabilidades que escapan del plano material se ven confrontados con los hechos desnudos de la experiencia, tanto como quienes parten de la conciencia entendida como instrumento de lectura de las indicaciones de los espectroscopios y los micrómetros.

¿Cuál es la verdad última respecto de todos nosotros? Hay diversidad de respuestas. Somos una porción equivocada de materia estelar. Somos maquinarias físicas —muñecos que se contonean, parlotean, ríen y mueren, según tira de las cuerdas la mano del tiempo—. Pero hay una respuesta elemental, insoslayable. Somos lo que plantea la pregunta. Sea lo que sea lo que puede haber en nuestra naturaleza, la responsabilidad con respecto a la verdad es indudablemente uno de sus atributos. Este aspecto de nuestra naturaleza está a salvo del escrutinio de los físicos. No me parece que baste con admitirlo como un aspecto mental de nuestro ser. Tiene que ver con la conciencia más que con el estar consciente[34]. La preocupación por la verdad es uno de los ingredientes de la naturaleza espiritual del ser humano. Nuestra naturaleza espiritual tiene también otros elementos constitutivos que son quizá tan evidentes como éste, la admisión de cuya existencia no se puede forzar tan fácilmente. No podemos reconocer que la experiencia nos plantea un problema, sin al mismo tiempo reconocernos implicados en él como buscadores de la verdad. La extraña asociación de alma y cuerpo —de responsabilidad por la verdad, por una parte, y un grupo particular de derivados del carbono, por otra— es un problema por el que de forma natural nos sentimos intensamente interesados, pero ese interés está desprovisto de ansiedad, como sería si de veras estuviéramos cuestionando la existencia de un significado espiritual en la experiencia. Más bien hay que considerar a ese significado como un dato del problema; la solución debe adecuarse a los datos; no debemos alterar los datos para que encajen en una pretendida solución.

Sería tonto negar la magnitud del abismo que separa la comprensión que tenemos de la forma más compleja de materia inorgánica y la de la forma de vida más sencilla. Supongamos, sin embargo, que un día ese abismo llegara a salvarse, y que la ciencia fuera capaz de mostrar la manera de formar, a partir de las entidades físicas, criaturas dotadas incluso de vida. El científico podría tal vez describir el mecanismo nervioso de semejante criatura, su capacidad de movimiento, de crecimiento, de reproducción, y acabar diciéndonos: «Es como tú». Pero todavía tendría que superar la prueba insoslayable: ¿le preocupa la verdad lo mismo que a mí? Si es así, le reconoceré como igual a mí. El científico podría mostrarnos los movimientos que tienen lugar en su cerebro, y explicarnos que se trata realmente de sensaciones, emociones, pensamientos; podría incluso proporcionarnos un código para traducir sus movimientos en los pensamientos correspondientes. Pero incluso aceptando todo esto como un sustituto inadecuado de lo que conocemos como conciencia, aún tendríamos que protestar: «Nos ha mostrado usted una criatura capaz de pensar y de creer; pero no nos ha enseñado una criatura a la que le importe que lo que piensa y cree es verdad». Ese íntimo yo, que posee ese atributo que ha considerado insoslayable, no puede nunca formar parte del mundo físico, a menos que alteremos el significado de la palabra «físico» hasta hacerlo sinónimo de «espiritual» —cosa que contribuiría escasamente a poder pensar con mayor claridad—. Pero tras haber descalificado a nuestro supuesto doble, podemos decirle al científico: «Si consigue usted que este robot que pretende ser igual a mí adquiera la cualidad que actualmente le falta, y quizá también otros atributos espirituales que me parecen igualmente evidentes, puede que consigamos algo que se parezca realmente a mí».

Hace unos pocos años, la hipótesis de adaptar a la naturaleza espiritual un hombre completo desde el punto de vista físico, por el simple expediente de añadirle alguna otra cosa, habría sido una mera figura literaria, un juego verbal para obviar dificultades insuperables. De un modo semejante, sin ningún afán de precisión, hablamos libremente de construir un robot e insuflar luego vida en él. Presumiblemente, un robot no está construido de tal modo que pueda admitir cambios de última hora en su diseño; es una pieza delicada, hecha para funcionar de modo mecánico, y adaptarlo a alguna otra cosa implicaría tener que reconstruirlo enteramente. Por decirlo llanamente, si se quiere poder llenar de algo un barco, es preciso hacerlo hueco, y nuestro cuerpo material, entendido a la antigua, no era lo suficientemente hueco como para servir de receptáculo de atributos mentales o espirituales. El resultado fue considerar a la conciencia como un instrumento en el mundo físico. Nos veíamos obligados a elegir entre descartarlo como una ilusión o una torcida representación de lo que tenía lugar realmente en el cerebro, o aceptarlo como una instancia extraña, dotada del poder de suspender las leyes de la naturaleza y capaz de interferir brutalmente con los átomos y moléculas al entrar en contacto con ellos.

La concepción que tenemos actualmente del mundo físico es lo suficientemente hueca como para poder albergar cualquier cosa. Creo que el lector estará de acuerdo. Puede que incluso haya un asomo de burla en su sincero asentimiento. Lo que hemos sacado a la luz hasta ahora como base de cualesquiera fenómenos se reduce a unos esquemas simbólicos conectados entre sí por medio de ecuaciones matemáticas. A eso se reduce la realidad física cuando se la intenta probar con los métodos de que disponen los físicos. Si por algo se caracteriza un esquema simbólico estructural, es por ser algo hueco, vacío. Semejante esquema puede —más aún, está pidiendo a gritos— ser llenado con algo que pueda transformarlo de esqueleto en sustancia, que pueda llevarlo del plan a la práctica, del puro símbolo a la interpretación de los símbolos. Y si alguna vez los físicos llegan a resolver el problema de construir un cuerpo vivo, no deberían sentirse tentados de señalar al resultado y decir: «Es como tú». Deberían más bien decir: «Éste es el conjunto de símbolos equivalentes a ti según la descripción y explicación que podemos dar de aquellas propiedades tuyas que podemos observar y medir. Si tú pretendes poseer dentro de tu propia naturaleza una intuición más profunda de tu ser que te permita interpretar estos símbolos —es decir, un conocimiento más íntimo de una realidad que yo sólo puedo manejar simbólicamente—, puedes estar tranquilo de que nosotros no tenemos otra interpretación alternativa que ofrecer». La física contribuye a solucionar el problema de la experiencia proporcionándonos su esqueleto; en cuanto al revestimiento del esqueleto, se mantiene al margen.

Consideremos ahora la respuesta que hemos de dar a la pregunta si la naturaleza de la realidad es material o espiritual, o una combinación de ambas. He indicado a menudo lo poco que me gusta la palabra realidad, que con frecuencia sirve más para oscurecer que para aclarar las cosas, pero he planteado la pregunta en los términos que suelen emplearse comúnmente y la responderé ateniéndome a lo que pienso que puede ser la intención de quien pregunta.

Pero antes plantearé otra pregunta. ¿De qué está compuesto el océano? ¿De agua, de olas, o de ambas cosas? Algunas de las personas que me acompañaban cruzando una vez el Atlántico defendían ardorosamente que estaba compuesto de olas, de ondas. Pero me parece que la respuesta más común y carente de prejuicios estaría a favor de considerarlo compuesto de agua. Al menos, si expresamos la opinión de que el océano es de naturaleza acuosa, no es probable que venga nadie a discutirnos afirmando que, por el contrario, es de naturaleza ondulatoria, o que es de naturaleza dual, en parte acuosa y en parte ondulatoria. De un modo semejante, yo afirmo que toda realidad es de naturaleza espiritual, y no material, ni tampoco en parte material y en parte espiritual. No entra en mis cálculos la hipótesis de que puede ser, en algún grado, de naturaleza material, porque tal como entendemos actualmente la materia, juntar al sustantivo naturaleza el adjetivo material no tiene ningún sentido.

Si interpretamos el término material (o, hablando con mayor precisión, físico) en su sentido más amplio, como aquello con lo que podemos entrar en relación a través de la experiencia sensorial del mundo externo, reconocemos en seguida que es lo que se corresponde con las olas, no con el agua del océano de la realidad. Yo no niego en mi respuesta la existencia del mundo físico, como tampoco afirmar que el océano está compuesto de agua implica negar la existencia de las olas marinas; lo que pasa es que esta vía no nos acerca a la naturaleza intrínseca de las cosas. Igual que el mundo compuesto de símbolos de la física, el concepto de onda es lo suficientemente hueco como para poder contener casi cualquier cosa: puede haber ondas en el agua, en el aire, en el éter, y también (en la teoría cuántica) ondas de probabilidad. De manera que después de que la física nos hable de las ondas, tenemos aún que determinar el contenido de las mismas por alguna otra vía de conocimiento. Si estamos de acuerdo en que el aspecto espiritual de la experiencia está, con respecto al lado material de la misma, en el mismo tipo de relación que tienen el agua y las formas ondulatorias, cada cual puede ya responder por sí mismo la pregunta que planteábamos al comienzo de este capítulo, y evitar así toda clase de malentendidos verbales. Y, lo más importante, tendremos ocasión de ver cuán fácilmente encajan entre sí esos dos aspectos de la experiencia, sin necesidad de disputarse el sitio el uno al otro. Es casi como si la moderna concepción del mundo físico hubiese abierto y deliberadamente el espacio a las realidades del espíritu y la conciencia.

La conciencia consta como elementos de pensamientos y sentimientos específicos; en las células del cerebro, los elementos son los átomos y los electrones. Pero ambos análisis no corren paralelos el uno al otro. Y así, cuando decimos que por debajo del mundo físico globalmente considerado subyace una realidad espiritual, no pensamos por ello que ésta esté distribuida de manera que a cada elemento espacio-temporal corresponda una determinada porción de ese trasfondo espiritual. Mi conclusión es que, aunque en su mayor parte la indagación en el problema de la experiencia acaba envuelta en un velo compuesto de símbolos, hay también en las mentes de los seres conscientes un conocimiento inmediato que es capaz de levantar el velo en algunos lugares; lo que a través de esas aberturas podemos ver es de naturaleza mental y espiritual. En todo lo demás no vemos más que el velo.

Probablemente es verdad que los recientes cambios operados en el pensamiento científico hayan retirado algunos de los obstáculos que impedían la reconciliación de la religión con la ciencia, pero es preciso distinguir cuidadosamente este hecho de cualquier tipo de propuesta de basar la religión en los descubrimientos científicos. Por mi parte, me declaro totalmente opuesto a semejante intento. En resumen, la situación es la siguiente. Sabemos hoy que la exploración del mundo exterior con los métodos de la ciencia física no nos conduce a una realidad concreta, sino a un mundo de sombras y símbolos, por debajo de los cuales esos métodos son incapaces de penetrar. Si se les pregunta hoy a los físicos que han decidido finalmente qué son los átomos o los electrones, no nos responderán hablándonos de bolas de billar ni de turbinas ni de ninguna otra cosa concreta; nos remitirán más bien a una serie de símbolos y ecuaciones matemáticas que reflejan su comportamiento de modo satisfactorio. ¿Qué representan esos símbolos, qué hay detrás de ellos? Misteriosamente se nos responderá que esa pregunta es indiferente para la física; ésta carece de medios para indagar por debajo de ese nivel simbólico. Para comprender los fenómenos del mundo físico, es necesario conocer las ecuaciones a las que esos símbolos se ajustan, pero no la naturaleza de lo realmente simbolizado por ellos.

Con la sensación de que detrás de ellos debe de haber algo más, volveremos al punto de partida de la conciencia humana —el único centro donde podemos esperar conocer algo más—. Ahí nos encontramos con otras reacciones y revelaciones verdaderas o falsas, distintas de las que nos proporciona el mundo de los símbolos.

Todos compartimos esa extraña decepción de poder comprender tan fácilmente la naturaleza general de un pedazo de materia, y que siga siendo insondable para nosotros la naturaleza del espíritu humano. Pero veamos cómo adquirimos esta supuesta familiaridad con el pedazo de materia. Algún influjo que emana de él juega de algún modo con algunas de mis terminaciones nerviosas, iniciando así una serie de cambios físico-químicos, que se propagan a lo largo de los nervios hasta alcanzar algunas de las células del cerebro; ahí sucede un misterio, que hace que surja en la mente una imagen o una sensación que no puede jactarse de parecerse en nada al estímulo que dio origen a la excitación. Todo cuanto conocemos del mundo material tiene que haber sido inferido de un modo u otro de esos estímulos transmitidos por los nervios al cerebro. Constituye una hazaña asombrosa de desciframiento el hecho de haber podido deducir un esquema ordenado de conocimientos naturales a partir de un proceso tan indirecto de comunicación. Pero claramente existe una clase de conocimiento que no necesita pasar por esos canales: el conocimiento de la intrínseca naturaleza de lo que se esconde al otro extremo de la línea de comunicación. El conocimiento inferido es un marco estructural, cuyos elementos constituyentes son de naturaleza desconocida. Por esa razón se les describe por medio de símbolos, como ocurre en álgebra, en donde el signo «x» representa una cantidad desconocida.

La mente, a modo de estación receptora central, lee los puntos y rayas de las señales nerviosas que acuden al cerebro. A través de la repetición frecuente de sus llamadas de atención, las diversas estaciones transmisoras del mundo exterior acaban por resultarnos familiares. Poco a poco empezamos a sentirnos como en casa con señales como 2LO y 5XX. Pero la estación transmisora no es como la señal de atención que transmite; la naturaleza de una y otra no son conmensurables. Así también, las sillas y mesas que nos rodean y que emiten constantemente hacia nosotros esas señales que afectan a nuestra vida o a nuestro tacto, no pueden ser de una naturaleza semejante a la de las señales ni a la de las sensaciones que esas señales despiertan al término de su viaje.

Por muy profundamente que se quiera investigar la naturaleza del ser humano con los medios propios de la física, sólo podremos llegar a formular una descripción simbólica. Lejos de pretender dogmatizar acerca de la naturaleza de la realidad así simbolizada, la física se preocupa de proclamar con todas sus fuerzas que sus métodos son incapaces de pasar más allá de la simbolización. Es entonces, ciertamente, cuando nuestra propia naturaleza mental y espiritual, que conocemos en el interior de nuestra mente en virtud de un contacto íntimo que trasciende los métodos físicos, viene a proporcionarnos justamente esa interpretación de los símbolos que la ciencia confiesa no poder aportarnos. Justamente por tener un conocimiento real y no puramente simbólico de nuestra propia naturaleza, es por lo que ésta nos parece tan misteriosa; rechazamos como inadecuada para ella una descripción puramente simbólica, aunque ésta pueda ser buena para andar entre sillas y mesas y otras entidades físicas que sólo nos afectan por comunicación remota.

Al comparar el grado de certidumbre que podemos tener de las cosas espirituales y de las cosas materiales, no olvidemos esto: la mente es el primer y más directo dato con que contamos en nuestra experiencia; todo lo demás son inferencias remotas.

Todo ese entorno de espacio, tiempo y materia, de luz y color y de cosas concretas, que se nos aparece tan vívidamente real, cuando se le examina profundamente con todos los adelantos de la ciencia física, en el fondo se reduce a símbolos. Su sustancia se convierte en sombra. No obstante, si los símbolos tienen un trasfondo —una cantidad desconocida, representada por el signo matemático «x»—, el mundo sigue siendo real. A nosotros nos parece que no estamos del todo desconectados de ese trasfondo. A ese trasfondo pertenecen la propia conciencia y personalidad, y los aspectos espirituales de la propia naturaleza que no pueden describirse a través de ningún lenguaje simbólico, o al menos no con el de tipo numérico al que se ha limitado hasta ahora la física matemática. La historia de la evolución termina con la excitación producida en el cerebro del más tardío invento de la naturaleza, pero esa excitación de la conciencia introduce una total trasformación en la realidad al encontrar el sentido de su simbolismo. Desde el punto de vista de los símbolos, es el fin, pero atisbando más allá de ellos, es el comienzo.