UN UNIVERSO COMPUESTO DE PENSAMIENTO PURO

Tal vez algunos puedan pensar que lo que estoy proponiendo es descartar enteramente todo realismo y entronizar en su lugar a un absoluto idealismo. Pero me parece que esto sería una forma un tanto cruda de definir la situación. Si es verdad que la «esencia real de las sustancias» está fuera del alcance de nuestro conocimiento, la línea de demarcación entre realismo e idealismo se convierte entonces en algo realmente difuso; se vuelve en poco más que una reliquia del pasado, cuando se creía que la realidad era únicamente un mecanismo. La existencia de realidades objetivas se funda en el hecho de que unas mismas cosas afecten de igual modo a la conciencia de todos los individuos, pero si por ello decimos que esas cosas son «reales» o «ideales», estamos dando por supuesto lo que no tenemos derecho a presuponer. La etiqueta que en realidad les corresponde es la de «matemáticas», si nos ponemos de acuerdo en significar con ello la globalidad del pensamiento puro, y no solamente lo que estudian los matemáticos profesionales. Semejante etiqueta no implica afirmar nada respecto de lo que las cosas son últimamente en esencia, sino únicamente de la forma como se comportan.

La etiqueta que hemos elegido no supone, por supuesto, relegar la materia a la categoría de un sueño o una alucinación. El universo material sigue siendo tan sustancial como siempre, y esta afirmación debe seguir siendo verdadera, a mi parecer, a través de todos los cambios que pueda atravesar el pensamiento científico o filosófico.

Porque la sustancialidad es un concepto puramente mental que se corresponde con el efecto directo que los objetos producen sobre nuestro sentido del tacto. Decimos que una piedra o una motocicleta son sustanciales, mientras que el eco o el arco iris no lo son. Éste es el significado ordinario de la palabra, y es un puro absurdo, una contradicción in terminis, decir que las piedras o las motocicletas se convierten en insustanciales, o siquiera en algo menos sustancial, por el hecho de que hoy en día podemos asociarlas con fórmulas y pensamientos matemáticos, o con glomérulos en el espacio vacío, más que con una multitud de partículas sólidas. Se dice que el doctor Johnson expresó la opinión que le merecía la filosofía de Berkeley dando un puntapié a una piedra y diciendo: «No, señor; yo le demuestro lo contrario de esta forma». Naturalmente, esta forma empírica de argumentar no tenía nada que ver con el problema filosófico que intentaba resolver; no hacía más que verificar la sustancialidad de la materia. Y por mucho que la ciencia progrese, las piedras seguirán siendo siempre cuerpos sustanciales, por la sencilla razón de que estos cuerpos, y los demás de su clase, son los que nos proporcionan el criterio según el cual definimos la cualidad de la sustancialidad.

Alguien ha dicho que el célebre lexicógrafo pudo haber refutado realmente la filosofía de Berkeley si en vez de darle un puntapié a una piedra, se lo hubiese dado a un sombrero en el que un niño hubiese introducido subrepticiamente un ladrillo; se nos dice que «el elemento sorpresa es garantía suficiente de la realidad externa», y que «una segunda garantía es la unión de lo permanente y lo cambiante —permanencia en la memoria, cambio en lo exterior—». Pero esto, claro está, se limita a refutar el error solipsista de que «todo esto es creación de mi propia mente, y no existe ninguna otra mente fuera de ella», pero difícilmente hacemos algo en la vida que no constituya en sí mismo una refutación de esta teoría. El argumento de la sorpresa, y de los nuevos conocimientos en general, pierde todo su valor ante el concepto de una mente universal del que todas las mentes individuales —la del que sorprende y la del que es sorprendido— forman parte como unidades o meras excrecencias. Cada una de las células individuales del cerebro no puede estar relacionada con todos los pensamientos que atraviesan el cerebro en su conjunto.

Ahora bien, el hecho de que no poseamos una referencia totalmente ajena con la que comparar y medir la sustancialidad no significa que no podamos afirmar que dos cosas tienen el mismo grado, o diferente, de sustancialidad. Si le doy un puntapié a una piedra en sueños, probablemente me despertaré con un dolor en el pie, y me daré cuenta de que la piedra del sueño era una pura creación mental mía y de nadie más, fruto de un impulso nervioso proveniente de mi propio pie. Esta piedra es característica del nivel de sustancialidad de los sueños y alucinaciones; es claramente menos sustancial que aquélla a la que el doctor Johnson dio una patada. Podemos, pues, decir razonablemente que las creaciones de la mente individual son menos sustanciales que las creaciones de la mente universal. Podemos hacer una distinción semejante entre el espacio que contemplamos en los sueños y el espacio propio de la vida cotidiana; este último, igual para todos, es el espacio de la mente universal. De acuerdo con esto, podemos pensar que las leyes a las que se ajustan los fenómenos cuando estamos despiertos, las leyes naturales, son las leyes del pensamiento de la mente universal. La uniformidad de la naturaleza es un claro indicio de la solidez y consistencia de esa mente.

Este concepto del universo como un mundo compuesto de pensamiento puro arroja nueva luz sobre muchas de las situaciones con que nos hemos encontrado a lo largo de nuestro recorrido por la física moderna. Ahora podemos comprender cómo el éter, en donde tienen lugar todos los sucesos del universo, puede reducirse a una abstracción matemática y convertirse en algo tan abstracto y tan matemático como los paralelos y meridianos de la latitud y longitud de la tierra. Ahora podemos también comprender que la energía, la entidad fundamental del universo, hubiera de ser tratada como una abstracción matemática: la constante dimanada de la integración de una ecuación diferencial.

Esta misma concepción implica, por supuesto, que la verdad última de cualquier fenómeno reside en la descripción matemática del mismo; mientras ésta no sea imperfecta, nuestro conocimiento del fenómeno es completo. Podemos arriesgarnos a ir más allá de la formulación matemática —podemos encontrar un modelo o imagen que nos ayude a comprenderlo— pero no tenemos derecho a esperar que eso sea así, y la incapacidad de encontrar semejante modelo o imagen no indica que nuestro razonamiento o nuestro conocimiento adolezca de ningún fallo. Construir modelos o imágenes para explicar las fórmulas matemáticas y los fenómenos descritos por ellas no es un paso adelante en el conocimiento de la realidad, sino más bien una huida de ella; es como querer hacer imágenes de un espíritu. Sería tan poco razonable pretender que las diversas imágenes se parecieran entre sí, como esperar que fueran semejantes todas las estatuas de Mercurio que representan al dios en sus diversas actividades —como mensajero, heraldo, músico, ladrón, etc.—. Para algunos, Mercurio —Hermes— es el viento. Si eso es así, todos sus atributos quedan incluidos en su descripción matemática, que es ni más ni menos que la ecuación del movimiento de un fluido comprimible. El matemático sabe cómo manejar los diferentes aspectos de esta ecuación que representan el transporte y anuncio de mensajes, la creación de tonos musicales, el llevarse nuestros papeles y otras cosas con su soplo, y así sucesivamente. No es fácil que necesite tener estatuas de Mercurio para que le recuerden esos distintos aspectos, pero caso de querer apoyarse en ellas no le iba a bastar con menos que la colección entera, todas ellas diferentes. Igualmente, hay algunos físicos matemáticos que siguen trabajando con ardor, tratando de ofrecer imágenes acabadas de los conceptos de la mecánica ondulatoria.

En resumen, las fórmulas matemáticas son incapaces de decirnos lo que las cosas son, sino solamente cómo se comportan; su forma de especificar un objeto es únicamente describir sus propiedades. Y no es posible que éstas coincidan in toto con las propiedades de ninguno de los objetos macroscópicos de nuestra vida cotidiana.

Este punto de vista nos libera de muchas de las dificultades y aparentes inconsecuencias de la física actual. No tenemos necesidad de seguir discutiendo si la luz está compuesta de partículas o de ondas; si contamos con una fórmula matemática que describe su comportamiento con toda precisión, ahí tenemos todo lo que es preciso saber sobre ella, y podemos considerarla como compuesta de partículas o de ondas a nuestro antojo, según la conveniencia del momento. En los días que nos dé por pensar que se trata de ondas, podemos imaginarnos, si queremos, que el éter transmite las ondas, pero ese éter varía la propia velocidad de movimiento. De igual forma, no tenemos necesidad de discutir si el sistema ondulatorio de un grupo de electrones existe en un espacio tridimensional o multidimensional, o no existe en absoluto. Ese sistema existe en una fórmula matemática; ésta, y ninguna otra cosa, es lo que representa a la última realidad, y a ésta podemos representarla como integrada por ondas que se transmiten en tres, seis o más dimensiones, cada vez que lo deseamos. También podemos interpretarla sin tener que representarla en absoluto en Heisenberg y Dirac. Lo más sencillo, por lo general, será interpretarla como ondas que pueden representarse en un espacio de tres dimensiones para cada electrón, de igual forma que el modo más simple de interpretar el universo macroscópico consiste en representarlo como un conjunto de objetos compuestos solamente de tres dimensiones, y los fenómenos en que consisten como un conjunto de sucesos que tienen lugar en cuatro dimensiones, pero ninguna de estas interpretaciones posee una validez absoluta o única.

Si el universo es esencialmente pensamiento, también su creación debió de ser entonces un acto de pensamiento. En realidad, el carácter finito del tiempo y del espacio casi nos obligan, por sí mismos, a pensar o imaginar la creación como un acto de pensamiento; la determinación de constantes tales como el radio del universo y el número de electrones que sostiene implican un pensamiento, de cuya riqueza nos da idea la inmensidad de tales cifras. El tiempo y el espacio, que forman el marco del pensamiento, tuvieron que venir al ser como parte de ese mismo acto. Las cosmologías primitivas imaginaban al creador trabajando en el espacio y en el tiempo mientras formaba al sol, la luna, las estrellas y todo lo demás como de una materia prima ya existente. La moderna teoría científica nos obliga a pensar en el creador trabajando fuera del tiempo y del espacio —que son también parte de su obra creadora—, lo mismo que el artista, el pintor, está fuera del lienzo en que plasma su obra. Esto está de acuerdo con la conjetura de San Agustín: «Non in tempore; sed cum tempore, finxit Deus mundum». En realidad, esta doctrina se remonta hasta el mismo Platón:

El tiempo y los cielos vinieron al ser en el mismo momento, a fin de que, si alguna vez tuvieran que disolverse, pudieran disolverse juntos. Ésos fueron la mente y el pensamiento de Dios al crear el tiempo.

Más aún, entendemos tan poco el tiempo, que tal vez debiéramos comparar la globalidad del tiempo con el acto creativo, con la materialización del pensamiento.

Hoy día existe un acuerdo ampliamente generalizado en el seno de la ciencia, y que en la ciencia física alcanza casi la unanimidad, de que la corriente del conocimiento está apuntando hacia una realidad no mecanicista; el universo está empezando a parecerse más a un gran pensamiento que a una gran maquinaria. La mente ha dejado de ser considerada como un intruso en los dominios de la materia; estamos empezando a sospechar que más bien deberíamos saludarla como creadora y gobernadora del reino de la materia (no, por supuesto, la mente de cada uno de nosotros, sino la mente en la que existen como pensamientos los átomos a partir de los cuales se han desarrollado nuestras mentes individuales).

Los nuevos conocimientos nos obligan a revisar las primeras impresiones apresuradas que nos habíamos formado, de haber ido a parar a un universo ajeno, o incluso activamente hostil, frente a la vida. Es probable que llegue a desvanecerse la antigua dualidad mente-materia, principal responsable de esa supuesta hostilidad, no a través de convertir a la materia de algún modo en algo más sutil o insustancial de lo que era hasta ahora, ni a través de convertir a la mente en una función del operar de la materia, sino reduciendo toda materia sustancial a una creación y manifestación de la mente. Los descubrimientos nos muestran como evidente la existencia de una fuerza planificadora y controladora en el universo que tiene algo en común con nuestras mentes individuales: no ya la emoción, la moralidad o la capacidad de apreciación estética —por cuanto hasta ahora hemos descubierto—, sino la tendencia a pensar de una forma que, a falta de mejor palabra, podemos describir como matemática. Y aunque mucho de ella pueda ser hostil a determinados aditamentos materiales de la vida, hay también en ella mucha afinidad respecto de las actividades vitales fundamentales; no somos tan extraños ni tan intrusos en el universo como en un principio habíamos pensado. Aquellos átomos inertes que en el limo primigenio comenzaron por vez primera a prefigurar los atributos de la vida estaban tratando de ponerse más de acuerdo, y no menos, con la naturaleza fundamental del universo.

Así es al menos cómo nos sentimos inclinados a pensar en la actualidad, si bien ¿quién sabe cuántas veces aún tendrá que girar sobre sí misma la corriente del saber? Y partiendo de esta reflexión, tal vez podemos concluir añadiendo lo que muy bien podríamos haber intercalado en cada párrafo: que todo cuanto se ha dicho y todas las conclusiones que hipotéticamente se han expuesto son, hablando con toda franqueza, algo especulativo e incierto. Hemos intentado examinar si la ciencia de nuestros días tiene algo que decirnos sobre ciertas cuestiones difíciles, que tal vez estén para siempre fuera del alcance de la comprensión humana. No podemos presumir de haber discernido más que, a lo sumo, un muy tenue resplandor de luz; tal vez incluso, no fue todo más que una ilusión, ya que ciertamente tuvimos que forzar mucho los ojos para poder ver algo en absoluto. De modo que difícilmente podemos pretender que la ciencia actual tenga que pronunciarse en algún sentido, pues tal vez, más bien, tendría que renunciar absolutamente a hacer pronunciamientos de ningún tipo: el río del conocimiento se ha vuelto sobre sí mismo demasiadas veces.

Nota del Editor

No necesitamos estar de acuerdo con todo lo dicho por Jeans para poder señalar que la idea de que el reino de lo físico es una «materialización del pensamiento» cuenta con un apoyo sumamente amplio en la filosofía perenne. Como advierte Huston Smith en su obra Forgotten Truth (Harper San Francisco, 1992). [Versión en castellano: La verdad olvidada: el factor común de todas las religiones. Kairós: Barcelona, 2004], la filosofía perenne siempre ha sostenido que la materia es una cristalización o un precipitado de la mente (ontológicamente, no cronológicamente). De hecho, este proceso de «precipitación» atraviesa toda la Gran Cadena del Ser. Ajustándonos al diagrama del principio, podemos explicarlo como sigue: si comenzamos por el reino de lo espiritual (nivel 5), y sustraemos «E», tenemos el alma; si sustraemos entonces «D», tenemos la mente; sustraemos «C», y tenemos la vida; y si sustraemos «B», tenemos la materia. Este proceso de sustracción es una progresiva precipitación de lo bajo desde lo más alto, un proceso que recibe el nombre de involución; cada nueva dimensión es así un resto resultante de la dimensión anterior. Lo contrario de este proceso de sustracción, precipitado o involución, es sencillamente la evolución, o el despliegue de dimensiones sucesivamente más elevadas a partir de su previa involutiva implicación en los dominios inferiores (en los cuales existen in potentia, como habría dicho Aristóteles, si bien no hay nada en los niveles inferiores que ofrezca evidencia alguna de que puede surgir de ellos algo superior, capaz de trascender sus propios dominios). Por ello, la evolución, con respecto a los niveles inferiores, supone siempre una adición o una emergencia creativa de dominios sucesivamente más elevados a partir de (o más bien, a través de) las dimensiones inferiores. La evolución —cabe especular— dio origen al «Big Bang», que trajo a la existencia al reino de lo material por vía de un precipitado concreto de los dominios superiores (que en este punto están sólo ontológicamente implícitos), y el universo ha estado retornando o remontando su curso desde entonces, produciendo primero mucha más materia, luego vida, luego mente (y en algunos santos y sabios, una realización consciente a través de una realidad adicional, el alma, y luego el espíritu).

El hecho significativo es que todos los físicos que recoge este volumen se sintieron sumamente sorprendidos por el hecho de que el campo de lo natural (niveles 1 y 2) obedeciese en algún sentido a las leyes o formulaciones matemáticas, o en general a ciertas formas mentales arquetípicas (que son propias de los niveles 3 y 4). Pero es exactamente lo que cabría esperar si los dominios de lo natural constituyen un resto resultante o un precipitado de los dominios de la mente y el alma; el hijo obedece a sus progenitores ópticos. La búsqueda de Heisenberg y Pauli en pos de unas formas arquetípicas subyacentes al reino material, la afirmación de De Broglie de que las formas materiales tienen que venir precedidas (ontológicamente) por formas mentales, el hallazgo de Einstein y Jeans de una fórmula matemática central aplicable a todo el cosmos, todo esto resulta perfectamente inteligible a esta luz.

Como el reino de lo natural es un resto resultante de, o es ónticamente inferior, a los dominios de la mente y el alma, todos los procesos naturales fundamentales pueden entonces ser representados matemáticamente, pero no todas las fórmulas matemáticas son susceptibles de aplicación material. Esto es, del número casi infinito de esquemas matemáticos que existen implícitamente en los reinos de la mente y del alma, sólo un número finito, bastante pequeño, cristaliza o se precipita de hecho en y como reino material. Dicho de otra forma, como los dominios de la materia son ontológicamente muy inferiores a los de la mente, sólo las formas relativamente más sencillas de entre las propias de los reinos de la mente y del alma aparecen bajo el reino material o se precipitan en él como tal. Y esto conduce exactamente al principio orientador que guió a todos estos físicos en su intento de descubrir las leyes mentales por las que se regían los fenómenos materiales: de todos los esquemas matemáticos posibles que puedan servir de explicación a los datos físicos, escoger los más simples y los más elegantes. Einstein lo expresó perfectamente: «La Naturaleza es la realización (cristalización o precipitado) de las ideas matemáticas más sencillas que cabe concebir». Esto no significa que la materia sea pura y simplemente una idea; lo que significa es que la Materia, sea lo que sea, es una versión sustraída, reducida o condensada de la Idea, sea ésta lo que sea. La materia, si queremos, es una sombra en el sentido platónico, pero, como dice Jeans, lleva impresas en sí algunas de las formas propias de los dominios ontológicamente superiores, fórmulas matemáticas en este caso.

Finalmente, esto explica que todos los físicos hayan sostenido que las leyes matemáticas no pueden deducirse de los datos puramente sensoriales-físicos-empíricos: es imposible deducir lo superior de lo inferior. Para comprobar si un esquema matemático concreto se aplica correctamente a un determinado campo físico, necesitamos usar nuestros sentidos físicos (o sus prolongaciones instrumentales); sin embargo, para descubrir por primera vez ese esquema matemático, usamos la mente, y solamente la mente. Lo que hacemos (al usar el ojo de la razón) es rebuscar en el universo mental en busca de esquemas o fórmulas que podrían haber cristalizado en este universo físico concreto y en cuanto tal (cosa que luego comprobamos con los ojos carnales). De modo que los criterios para establecer la verdad de una teoría física son: con respecto a la mente, debe ser coherente (libre de contradicciones internas); con respecto a los datos físicos, debe corresponderse con ellos (encajar de modo evidente); si hay dos teorías que encajan igualmente en ambos criterios (cosa que sucede con frecuencia), hay que elegir entonces la más sencilla y la más elegante. Los empiristas sólo quieren teorías que se correspondan con los hechos; los idealistas, sólo teorías que resulten en sí mismas coherentes; cuando en realidad ambos criterios son igualmente importantes, y su corona, la elegancia y la belleza sencillas. Yo creo que es por eso por lo que Heisenberg solía repetir: «La sencillez es el sello de la verdad», y «La Belleza es el resplandor de la verdad». [K. W.]