EL HOTEL DE LOS SUEÑOS Juan Miguel Pascual
—¡Mira, papá, éste sí que da miedo!
Fran despertó de su profundo letargo. Intentó abrir los ojos, pero fue en vano. Los tenía... ¿grapados? No podía saberlo. ¡Dios santo, ni siquiera se podía mover! Sólo escuchar... y esperar.
—Por favor, no se acerquen mucho— dijo una voz masculina, en tono neutro.
Fran sabía muy bien de quién procedía.
Silencio.
—Pero, papi, ¿lo has visto, lo has visto?— repitió de nuevo la voz infantil, al cabo de unos segundos. El sonido fue perdiéndose en la lejanía.
Estaba de nuevo solo. ¿Dónde? ¿Por qué?
¿Qué me han hecho?
No podía mover el menor músculo. Estaba en pie, eso lo tenía muy claro. Aprisionado bajo una especie de armadura orgánica, como si fuera un dulce que se tapa para protegerlo del frío y de la adversidad.
Como si fuese un molde.
Intentó recordar lo que le había ocurrido, el motivo de tanto absurdo. De acuerdo, había llegado al hotel tras recibir una invitación especial de inauguración. Fue sin duda un suceso único, pues al parecer, y según ponía en la carta, los primeros visitantes eran elegidos mediante .sorteo arbitrario.
Te toca la lotería pero sin arriesgar el poco dinero que tienes, pensó, tras leer con detenimiento la propuesta. "¡Gratuito! ¡Gastos pagados! Necesitamos saber sus opiniones para así poder satisfacer a nuestros potenciales clientes.", ponía en el sobre, en grandes letras rojas. Un experimento de marketing nunca visto y que ahora se abría a sus pies.
Estoy de suerte. Cobijado bajo la seguridad de su propio hogar, no cabía en sí de gozo.
Ahora las cosas eran un poco distintas.
"El hotel de los sueños" era un nuevo concepto que no pugnaba por alcanzar un estatus masivo de clientela. Un hotel donde se recreaban réplicas exactas de hombres y mujeres, pero con un ligero matiz oscuro y siniestro... El panfleto aseguraba que al ver las recreaciones uno se sentiría dentro de un sueño, o mejor dicho, pesadilla. Con rostros deformados y realidades que no existen más que en nuestra mente. "Sacando los temores de nuestro interior, mostrando lo que uno siempre teme ver... pero en el fondo desea".
Una publicidad un tanto sádica, qué duda cabe. ¿Pero por qué no? Funcionaba, o al menos con él había funcionado. Situado en la hasta entonces perdida montaña de Irul, el hotel sería la conjunción perfecta entre descanso y diversión. Un lujo, que tal como rezaba la invitación, "estará al alcance de unos pocos afortunados."
Afortunados...
¿Qué sería ahora de él?
El director del hotel, un hombre un tanto excéntrico llamado Strauss, se lo había explicado muy bien.
—Es una experiencia única, créame. Nuestros moldes son reproducciones exactas del cuerpo humano. Nada que ver con los burdos ejemplos de los museos de cera. ¿Ha visitado usted alguno?
—Sí, en mi infancia...
—Entonces sabe a qué me refiero —prosiguió Strauss, ensimismado—. Uno ve los moldes y dice: "Oh, está bien, se parece a ese famoso de la tele, o a ese deportista que ganó tantas medallas". ¡Pero ahí está el detalle! En el detalle. ¿Me sigue?
—Sí... creo que sí.
Strauss asintió, complacido, y continuó con su monólogo.
—¿Por qué ve la gente películas de terror? En ellas se cometen todo tipo de atrocidades y aberraciones contra la salud mental, más de las que uno podría siquiera imaginar. ¡Y sin embargo son adictos a ellas! Ahora bien —bajó el tono, como si la siguiente parte de la explicación fuese un delicioso secreto que no debía ser divulgado—, me apuesto el cuello a que si cualquiera de ellos viera en verdad la silueta, ¡silueta!, de un fantasma, pasaría más miedo que en cualquiera de esas películas. Y todo por una razón muy simple: porque uno ya sabe que la película es de mentira, no engaña en ningún momento al subconsciente. Y sin embargo una ráfaga de aire frío en una habitación cerrada, un reflejo que parece una mano... ¿Me entiende?
Fran frunció el ceño. El señor Strauss era demasiado rebuscado.
—Pero lo que esa persona vea no tiene por qué ser real, puede habérselo imaginado... —meditó un par de segundos—. ¿Acaso me dice que sus figuras son... reales?
—¿Reales? —exclamó Strauss sorprendido—. Mire, yo sólo le voy a asegurar una cosa... —esbozó una sonrisa lobuna un tanto repulsiva.
—Dígame....
—Fantasía o espejismo, lo cierto es que a la gente le parecerán reales. Se l aseguro. ¡Además!, usted mismo lo podrá comprobar en breve con sus propios ojos.
Palmeó con gesto amistoso la espalda de Fran, y continuaron con la visita.
—¿Dónde están los demás?
El tiempo pasaba y Fran aun no había visto a ninguno de los restantes invitados.
—Oh, bueno... He preferido hacer una visita individual, específica para cada uno de ustedes. De esta forma sus opiniones sobre el hotel no estarán condicionadas por lo que pueda pensar otro.
—Entiendo.
La visita prosiguió su curso. El hotel, ambientando en los grandes palacetes del siglo XIX, representaba la simbiosis perfecta entre el folclore y lo arcano, y la comodidad que siempre brinda el progreso. Cuadros abstractos —y en opinión de Fran, bastante grotescos— en las paredes, contribuían a dotar al lugar de esa intangible cualidad de lo onírico que tanto fascina, y a su vez aterra, a los hombres.
Desde luego el Señor Strauss era todo un detallista. Fran tenía que reconocer que por poco que le gustase ese hombre, sabía hacer bien su trabajo. Muy bien.
Llegaron a la deseada sala de exposiciones.
—Es aquí. Espero que le guste.
El director abrió la puerta y, apenas Fran entró y vio el espectáculo que había preparado, reprimió un ahogado grito de terror.
—Dios santo, es...
—¿Le gusta? Son nuestros primeros modelos.
Sin poder articular una sola palabra ni dejar de mirar aquella morbosa atrocidad, Fran asintió con la cabeza.
Parecían personas, personas reales. Desde luego, el director no había exagerado nada respecto al realismo de su obra. Un hombre arrodillado... un anciano de perfil... pero sobre todo la mujer.
Estaba sentada sobre una silla de madera, la típica e incómoda silla de pueblo. Con las manos cruzadas sobre las rodillas y los ojos cerrados —todas aquellas réplicas tenían los ojos cerrados—, poseía el semblante pétreo de la eternidad. Como una estatua griega representando a alguna divinidad del Olimpo.
Nimiedades, comparadas con su rostro. O lo que quedaba de él.
Era una abominación. Le fallaba... ¿media cara? ¡Y parecía tan real! La mezcla entre esa brutal mutilación y el gesto distante y ausente de la víctima producía el efecto de estar ante una pesadilla, un sueño tornado en angustia.
Nunca había visto ni sentido nada igual. El director era un genio.
Se acercó un par de pasos, para observar mejor aquel imposible.
—Por favor, no se acerque mucho —dijo Strauss, en tono neutro. Lo agarró con suavidad del brazo y tiró de él. Fran no opuso la más mínima resistencia. Estaba demasiado perplejo como para siquiera fijarse en otra cosa que no fuese aquella mujer.
—Es nuestra mejor obra... por ahora —dijo Slrauss, complacido.
—¿Cuántos piensan fabricar, exponer al público?
—¡Cientos, miles quizás! Los vamos a ir renovando, semana tras semana. La gente no se va a cansar nunca de verlos, porque siempre habrá nuevas incorporaciones. Las viejas... bueno —se alzó de hombros—, las destruiremos y pasarán al olvido.
—Entiendo...
El director le volvió a coger del brazo.
—Por favor, acompáñeme. Aún tiene usted muchas cosas por descubrir.
Y vaya si las descubrió.
Me drogó, en su despacho. Dijo algo sobre que un buen anfitrión no sólo se limita a mostrar su casa, sino a servir a sus huéspedes, para que estos repitan visita. Luego... ¡No lo recuerdo!
Un fogonazo de terror invadió su mente. Al molde del hombre le habían rapado la cabeza y mostraba una notable cicatriz. El viejo... el viejo tenía tres dedos menos en el pie derecho, el único que llevaba al descubierto. Y la mujer... la mujer...
Dios mío... La crisis nerviosa pugnaba por hacer acto de presencia. ¿Qué... qué me falta a mí?
Prisionero de aquel molde que apenas le permitía siquiera respirar, Fran concentró todas sus energías en detectar, en sentir cada parte y extremidad de su cuerpo. Pierna derecha, pierna izquierda, mano y brazo derecho y mano izqu...
No... no la siento....
Repitió el proceso. Nada.
¡No!
Quería llorar, poder despertarse de aquella horrible pesadilla. Pero jamás despertaría, porque ya estaba despierto y eso no era ningún sueño. Desperado, al borde del desmayo, intentó desprenderse de su coraza. No consiguió más que malgastar energías y oxígeno; de seguir así acabaría asfixiándose.
Sin fuerzas ya para luchar por su propia salvación, decidió aguardar su destino, o más bien lo que quedase de él.
A lo lejos, quizás en los ecos de su mente, se oyó de nuevo la voz del niño que le había despertado.
"¡Mira, papá, éste sí que da miedo!"
No... El no...
"Pero, papi, ¿Lo has visto, lo has visto?"
No, por favor... ¡Es sólo un niño!
Nada de eso importaba, y lo sabía. Strauss era un hombre de palabra. Había prometido cambios y diversidad, y los habría. Costase lo que costase.
A fin de cuentas, el éxito de un hotel siempre se debe a sus clientes, ¿no?