EL BOCOY Ramón Pérez

Benigno se acostumbró pronto a la dura vida rural. Nació en tarde brumosa de Octubre en Bergantinos, allí donde la muerte da nombre a una costa. Su padre era marinero, pero no un marinero cualquiera; pescaba ballenas cuando en aquel lugar a las ballenas les gustaba protegerse del bravo mar en los altos acantilados. Nicanor, que así se llamaba su padre, era un duro hombre de manos recias y cara de pocos amigos, el alma helada de los crudos inviernos en la mar y un olor a rancio producido por la grasa de ballena, que aunque se aseara, jamás se le iba de su cuerpo.

Benigno se crió correteando por el pueblo, ayudando a su madre a pelar patatas, a golpear los pulpos para que se ablandaran, y un poco de colegio, pero poco. Como no podía ser de otra manera el primer trabajo que tuvo Benigno fue el de pescador, en aquel húmedo lugar no se podía ser otra que marinero y fue él primer oficio pero no el último, aunque él no ponía en duda que seria eso, un marinero.

De allí no se salía con frecuencia a no ser que fuera por la mar, lo mas lejos que llegó por tierra fue a Finesterre con su madre, de pequeño, a que le viera un médico al que jamás volvió, porque sanó o porque no había más dinero para volver, nunca lo supo con certeza.

1

Su infancia y su juventud transcurrieron como las de todos los de su edad en aquellos duros años, aprendiendo la vida a través de sus sentidos, oliendo la mar, y la cocina de su madre, la lluvia, viendo los rostros cansados de los marineros cuando llegaban a puerto a través de los cristales de su casa mojados por la lluvia, sintiendo el calor del fuego por la noche en cara mientras miraba a la lumbre y viendo como las llamas dibujaban extrañas caras, oyendo las olas romper en las noches de galerna y sintiendo la explosión de vida en su cuerpo al tocar por primera vez la piel de aquella mocita que tuvo entre sus brazos.

La observación consistía en el método más infalible, barato y además el único para hacerse mentalmente adulto. Eso y el descubrir uno mismo las cosas. Pronto entabló relaciones con Bernarda, hija de Severino, el del orujo, y las tardes de los domingos las empezó a pasar en la bodega de su futuro suegro mientras se destilaba el vino y fuera llovía y llovía como siempre. Los dos cruzaban sus manos y miradas a la espera de que Severino se ausentase por algo para retozar en la oscura humedad. Cuando así sucedía el padre de la joven, al volver y verlos con la cara enrojecida, les decía:

—¿Y esos colores de cara...?

—Nos hemos puesto muy cerca alambique a mirar si caía la gota... don Severino —contestaba Benigno.

Y Severino reía.

2

Su barca, su mujer y el hijo que nunca tuvieron fueron los despertares de Benigno de cada día. Con los años la vida le fue transformando en un hombre hermético, taciturno y sobre todo en un hombre herido, un lobo herido de tanto arrodillarse ante el destino adverso. Un buen día navegaba a favor del viento, era un sábado de agosto y venía con una buena captura de atunes en la bodega. Estaba deseando llegar a puerto y ver a su mujer en el muelle esperándole como siempre. Cuando acababa de girar la bocana del puerto algo le extrañó. Volvió a mirar más detenidamente saliendo de la cabina y situándose a proa de barca. En la playa había muchas mujeres, hasta ahí todo era normal salvo porque esas mujeres... nunca solían estar ahí. Llegó a puerto y amarró la barca. Las mujeres hablaban entre ellas aunque Benigno no alcanzaba a oírlas. Una vez puso pie en tierra, un grupo de esas mujeres del pueblo se encaminaron hacia él...

—¿Qué sucede? ¿Dónde esta Bernarda?— les preguntó Benigno, mientras seguía buscando entre el grupo a la buena de Bernarda.

Nunca más salió a pescar. La barca se quedó en el mismo lugar de la playa donde la dejó aquella tarde. Desde aquel día odió la mar porque le privó de poder despedirse de su mujer antes de que esta muriese.

3

La humedad de aquel lugar le heló el alma. La bruma le cegó sus ojos. Benigno se transformó, algo en su mente y en su alma cambió su forma de ser, su rostro se volvió entre ido e inquietante. Abrió una taberna justo en lo alto del pueblo. Desde allí se divisaba la cosía como desde ningún otro sitio y se veía la barca, cómo se iba desintegrando. Poco a poco la taberna fue prosperando y llenándose con los lugareños y los de los alrededores. El pueblo fue creciendo, no gracias a la pesca sino al turismo. Empezaron a construir casas de veraneo y así, sin darse cuenta, la taberna de Benigno ftic adquiriendo fama. La taberna y su arte en los fogones, heredado de aquellas largas tardes junto a su madre pelando patatas trente al hornillo de carbón.

Benigno nos deleitaba, tarde si y otra también, con suculentas empanadas gallegas rellenas de bonito, huevo cocido y aceitunas, con reconfortantes caldos gallegos hechos a fuego lento en los que dejaba toda su alma y esencia, inigualables faldas y jarretes de ternera, costillas y tocino de cerdo, patatas rotas, habas blancas como la nieve, un manojo de tiernos grelos y trozos de unto con los que. añadiéndoles sal gorda, se hace como una hogaza de pan dejándolos enranciarse y volverse amarillentos. Deliciosos pulpos a Feira y magistrales filetes de raya en salsa verde nos hacia verlo todo de manera distinta, a la de Benigno.

4

Al poco de abrir la taberna trajo de León un enorme bocoy de roble americano con 640 litros de vino de la Ribera Sacra, que colocó en el fondo del local. Allí enrojecíamos todos sentados delante con unas jarras de vino mientras reíamos de cualquier cosa. Una tarde de tormenta cuando dábamos buena cuenta de unos embelesos de pan con orujo, Benigno entró en la taberna sonriente de oreja a oreja, dibujando un rictus macabro en su cara por el tiempo que hacía que sus músculos faciales no se estiraban. Detrás de él, apareció una mujer de buena planta, yo diria que demasiada. Él la tomo de la mano y se la trajo hasta donde estábamos...

—Os presento a Gladys, es mi novia.

Aquello, y no el orujo, nos dejó boquiabiertos. Estaba en su derecho como era obvio, pero algo fallaba en aquel noviazgo; no hacían buena pareja o más bien no estaba compensada. Ella era demasiada mujer para el Benigno. Joven, de unos cuarenta años y con un cuerpo ya maduro pero que llamaba a la puerta del deseo todavía, se nos antojaba demasiado para los sesenta de él. No nos enteramos como llegó a conocerla, sólo de que era de extranjera y de que estaba sola en España. A Benigno se le veía feliz y eso nos bastaba porque además desde que empezó la relación las raciones eran más abundantes, con lo cual zanjamos el tema y disfrutamos del salero de Gladys atendiendo las mesas y de sus generosos escotes mientras nos provocaba con frases atrevidas.

5

Un buen día Gladys apareció cogida del brazo. Del brazo de otro hombre. Benigno estaba detrás de la barra secando unos vasos y nosotros sentados en una de las mesas delante del bocoy de vino. El silencio que se hizo fue rolo por las carcajadas de ella el entrar. Nos lo presentó como un primo suyo que acababa de llegar de su país y el sujeto estrechó la mano de Benigno y nos saludó. El primo de Gladis, o lo que fuera, tenía un aspecto de chulo de putas que no podía esconder ni con una manta y todos nos dimos cuenta a la primera. Todos. También nos dimos cuenta en ese momento de quién era Gladys y cuál era el fin de su noviazgo con el Benigno.

Ya nada fue igual. Poco a poco la situación fue haciéndose insostenible para nuestro pobre Benigno y las raciones volvieron a disminuir. A su rostro volvió la bruma, a su alma el frió y quizás algo más tenebroso a su mente, la mujer cada día se hacia más la dueña de la taberna y su primo hacía ostensibles unos actos de cariño nada compatibles con su parentesco con ella. Mientras, Benigno cada día estaba más taciturno, como ausente, y de vez en cuando, al caer la noche, salía de la taberna y se alejaba hasta el borde del camino para sentarse allí y mirar la mar y los desgastados maderos de su barca. Cuando volvía tenía una mirada profunda como el océano que nos daba hasta miedo. Entonces nos decía:

—Venga, bebed vino que tengo que rellenarlo con otro mejor.

6

Así pasaron unos meses hasta que un día no amaneció en Bergantinos... Una tremenda tormenta descargó con furia durante tres días, se inundaron las callejuelas, el estruendo de los rayos y el oleaje no dejaba oír nada más, los campos se anegaron y la mar arremetió con tanta fuerza que se llevó la playa y la barca de Benigno hacia las profundidades de la mar. Cuando al cuarto día amainó el temporal, la taberna no abrió. Todos los del pueblo se preguntaban dónde estaría su dueño, su novia y su primo. La casa familiar también estaba cerrada y no respondía nadie a las llamadas.

A eso de las nueve de la noche se encendieron las luces de la taberna en lo alto del pueblo. Desde allí, la luz se divisaba de manera tenue por la lluvia, de manera semejante a un faro abandonado a la intemperie. Nos llamó la atención y algunos subimos a echar un vistazo.

Al llegar allí algo había en el ambiente que lo hacía inquietante. Nos acercamos a la ventana y tratamos de ver quien había dentro. En ese instante una voz a nuestras espaldas hizo saltar el corazón de nuestros pechos.

—Pasad... ¿qué estáis mirando?

7

Benigno no daba miedo, daba terror. Desaliñado, sin afeitar, sucio, los ojos idos y más serio que nunca, nos ofreció entrar.

—¿Tenéis prisa?— nos preguntó.

Le contestamos que estábamos todos preocupados por él.

—Tenía cosas que hacer. Quedaos. Os invito a tomar algo.

Como si no hubiera pasado nada, nos preparó una mesa junto al bocoy y se metió en la cocina. Allí los cuatro amigos que éramos no dijimos nada, sólo mirábamos aquel lugar como si fuese la primera vez que entrábamos. Solamente había encendido la lámpara del techo y unas velas en la mesa, con lo cual todo estaba en penumbra. Fuera estalló un rayo junto al camino, descerrajando un viejo roble y nuestras gargantas, por el grito que dimos los cuatro al unísono. Empezó al llover con fuerza de nuevo. Algo nos hacía sentirnos incómodos y no sabíamos qué era. Como si alguien estuviera allí y no lo pudiéramos ver...

—¿Habéis oído eso?— dijo Isidro.

—¿Qué?— contestamos los tres a la vez dando un salto en la silla.

—Eso, no oís, como unos golpes...— dijo de nuevo el Isidro.

Nos quedamos más en silencio aun afinando el oído y creímos oírlos.

—¿Vienen de ahí? —dijo uno de nosotros señalando el fondo del local, donde estaba el bocoy.

8

Nos acercamos a la enorme cuba de vino restregando las suelas de los zapatos sobre el serrín y en fila india, empujando al que iba delante. Cuando estábamos a punto de arrimar nuestras orejas a la madera, nuestros corazones volvieron a salirse del pecho...

—¡Sentaos! ¿Que hacéis ahí, cono? Os voy a dar vino ahora mismo, lo han traído de una bodega de Valladolid, os gustará... —bramó Benigno con una bandeja en la mano y clavándonos la mirada.

Ninguno de nosotros se atrevió a decir nada y menos a contradecirle, salvo Genaro, que osó preguntarle por Gladys y su primo... Benigno se nos quedó mirando fijamente. Debieron pasar tan sólo unos segundos pero a nosotros nos pareció una eternidad.

—Han tenido que salir de viaje urgente a su país.

Sin más dilación nos ofreció unas exquisitas zamburiñas a la plancha acompañadas de ajillo y jamón serrano picado y cebolla caramelizadas bañadas con vino del bocoy, limón, pimienta y pasadas por el horno ligeramente.

No sé si fue debido a los nervios pero nos las comimos como posesos y sí las zamburiñas estaban deliciosas el vino del bocoy que nos servía Benigno era algo sublime.

9

—¿Benigno, qué vino le has echado al bocoy? Está buenísimo— le decíamos mientras saboreábamos jarra tras jarra.

—Me han dicho los de la bodega que es un vino de color rojo oscuro, con mucho cuerpo y carnoso... pero yo no entiendo de eso— dijo mirando el bocoy mientras apretaba los puños...

En un arranque de valor le dije:

—Mira, tú eres mi amigo, así que tengo que decirte una cosa... Me alegro de que se hayan ido los dos porque esa mujer no te conviene, Benigno, no te conviene. Tú eres un hombre que necesita una mujer como tu difunta esposa, que te cuide, que te quiera y que sea como tú. Asi que si no vuelven los dos, mejor, porque yo he visto cosas que no te puedo contar, Benigno, que no te puedo contar.

Le dije esto mientras se me nublaba la vista por el efecto del vino. Benigno, sin dejar de mirar el bocoy, contestó:

—Nunca volverán

Y así fue. Benigno desapareció para siempre un día y nadie supo adonde fue. Unos dicen que lo vieron zarpar con una barca al amanecer, pero nadie lo pudo demostrar. Han pasado ya varios años y la taberna sigue allí arriba, sola y cerrada. De vez en cuando subo a mirar por las ventanas el viejo bocoy y en las noches de niebla dicen que se oyen golpes que salen de allí, pero nadie se atreve a entrar. También se dice que la Santa Compaña, cuando sale de ronda en las frías noches de invierno, se detiene frente a la taberna y hace sonar sus campanillas reclamando lo que es suyo. Quién sabe...