EL ENTIERRO DE ESPRONCEDA Manuel del Pillo
Aquel día volví a casa conmocionada por el entierro de Espronceda, muerto el día anterior, un fatídico 23 de mayo, fecha que nunca olvidaré, pues dio lugar al caso más espeluznante de nuestra vida.
El sepelio del poeta no obstante fue todo un éxito, si se puede decir así, según la muchedumbre que le acompañó por las calles de Madrid hasta el camposanto. No en vano Espronceda, muerto con sólo 36 años, fue un galán apuesto y luchador por la libertad, además de convencido y auténtico poeta romántico.
Todas esas virtudes encandilaban a una mujer joven y aprendiz de poetisa como entonces era yo, pero nunca me gustaron los entierros, y menos los de escritores jóvenes, pues cinco años antes despedimos también a Larra con sólo 28 años.
Muy afectada, me volví antes de que el féretro llegara al cementerio. Por eso llegue a casa agotada, buscando el apoyo de mi marido, pero me encontré con que no estaba. Había pretextado que tenía muchas clases que preparar para la universidad con tal de no acompañarme al entierro, y cuando regresé a una hora algo anticipada resultó que también se había ido.
No quise darle demasiadas vueltas a la cabeza pensando dónde podía estar o qué estaba haciendo y por qué me había mentido, así que cogí El estudiante de Salamanca de Espronccda y me puse a leerlo, a la luz vespertina y primaveral de la ventana.
Así pase horas, pues Carlos regresó ya casi de noche Yo no pude ni quise disimular mi mal humor.
—¿Dónde has estado?
Él le dio el sombrero y el gabán a la criada, con gestos acelerados de quien venía de hacer muchas gestiones en la calle.
—No te lo vas a creer.
—Si piensas mentirme, más vale que inventes algo convincente. ¿Así es como se cultiva un matrimonio?
—Perdóname, querida, no volveré a dejarte sola; pero es que vinieron a buscarme para ser padrino en un duelo con pistolas de mi alumno Jaime de
Pastrana. Fue horrible, pero no pude negarme. Ahora Jaime está muerto, a manos de un desalmado.
—Creía que Espartero había prohibido los duelos. Al exponerse de ese modo, debían de tener un buen motivo para batirse.
—El precioso y maldito honor, con el resultado de que mañana tenemos otro entierro donde cumplir.
—¿Has dicho "tenemos", cariño? Yo lo siento, pero con el de hoy ya he tenido bastante, y además no pienso participar en la parafernalia resultante de un duelo.
—Pero era mi alumno y confió en mí.
—En ese caso debiste convencerle para que no se batiera.
—Lo intenté, pero fue imposible. Para el era una obsesión de vida o muerte desde que hace cuatro años el mismo canalla mató a su hermano mayor en otro duelo.
—Te juro que no entiendo la mentalidad de los hombres. Lo único que ha logrado tu alumno es destrozar aun más su familia.
—Pero esto no quedará así. Hoy mismo voy a arreglarle las cuentas a ese rufián de Félix de Montemar.
—Ni se te ocurra —le dije—. Ya hubo bastante sangre, no quiero que corra también la nuestra.
—Tranquila, no voy a retarle a un duelo, pero le denunciaré por lo que hizo. Estoy seguro de que el gobierno del general Espartero no tendrá piedad de él. Además, les alegrará coger a uno de los que apoyaron el alzamiento del general Diego de León. Si fusilaron al general, menos dudarán aun con uno de sus secuaces, pues Espartero quiere evitar a toda costa cualquier nuevo alzamiento del partido moderado.
—Félix de Montemar —dije—. Ese nombre me suena. Pero de todas formas, cariño, hacerlo te convertirá en un delator.
—No delator, sino denunciante de un conspirador y asesino.
—En cualquier caso puede ponerte en el punto de mira de los moderados.
Me costó mucho convencerle, pero al final accedió a no poner la denuncia hasta que habláramos con el propio Félix de Montemar. En Madrid todos nos conocían, y ni siquiera el caballero más bellaco osaría despreciar una visita de los condes de Arguelles. El motivo era aclarar una sospecha que me había surgido a raíz de aquello, por haber leído esa misma tarde El estudiante de Salamanca de Espronceda; así que metí el libro en el bolso para llevarlo conmigo y buscarle solución al particular enigma que dominaba mi mente en aquellas horas.
Mi marido conocía el domicilio de Montcmar y fuimos hasta él con el carruaje conducido por nuestro fiel Alonso. Era una buena casa del barrio de Atocha. Nos recibió un hombre altivo y engreído, vestido y peinado con pulcritud, cuya soberbia ~\e hacía reconocer sus propios males con desfachatez.
—Sí —dijo arrellanado en su sillón—, yo maté a Jaime de Pastrana. igual que años antes a su hermano Diego, cuando aun estudiaba en Salamanca, pues fueron ellos los que vinieron a desafiarme.
—Pero —dijo mi marido irritado—, ellos sólo defendían su honor.
—Si te refieres al de Elvira de Pastrana, la hermanita deshonrada, en el mundo del amor cada cual consigue los trofeos que puede.
—Avasallando y pisoteando —dije.
—Es a hombres como yo a quienes quieren las mujeres, no a lerdos tímidos que no saben satisfacerlas; por eso sigo teniendo tanto éxito. Jaime de
Pastrana no me dejó otra opción, yo no soy un cobarde. Ya lo avisé por boca de Espronceda cuando me retó su hermano: "pero sí os mato, don Diego / que no me venga otro luego / a pedirme cuenta". ¿Y usted, conde de Arguelles —le dijo insolente a mi marido—, también viene a pedirme cuentas?
Yo pensé soltarle muchas cosas, pero pensando en Carlos me contuve y le dije, sacando el libro de Espronceda:
—Esos versos que ha citado son los 680 y siguientes de El estudiante de
Salamanca— ¡Entonces es usted el auténtico protagonista en que se basó
Espronceda, y existe de verdad!
—Pues claro, ¿creías que un poeta puede inventar tan fácil a alguien como yo?
—Pero al final del libro —observé— usted muere, después de haber visto su propio entierro por la calle del Ataúd.
—Licencias poéticas —dijo— para rematar la obra. ¿Acaso le parezco muerto?
—Entonces —dije— salvo eso, todo lo demás sucedió de veras durante sus años de estudiante en Salamanca. Entre otras lindezas, deshonró a Elvira de Pastrana y mató a su hermano Diego cuando acudió a vengarla.
—Cosas de la juventud —rezongó.
—Y ahora el pequeño dijo —Carlos—, mi alumno Jaime. ¡Ha matado usted a tres hermanos sin piedad!
—Ellos se lo buscaron, y lo haré con todo el que me desafíe. ¡No hay ser vivo sobre la tierra que pueda matarme!
Se me quedaron grabadas aquellas palabras. Mi marido no pudo aguantar más y se levantó indignado.
—Sepa que voy a denunciarle por el asesinato de Jaime de Pastrana en un duelo ilegal. El gobierno de Espartero —añadió con retintín— no se anda con chiquitas.
—Si hace eso —dijo Montemar levantándose también orgulloso—, es usted hombre muerto, conde de Arguelles.
Tomé a mi marido del brazo y le saqué de allí. Admiraba su valentía, pero no quería quedarme viuda tan joven. Durante todo el trayecto de vuelta intenté convencerle para que no cumpliera su amenaza, y para ello no me importó chantajearle emocionalmente con mi más que posible viudedad prematura y nuestra falta de paternidad aun. Lo único que conseguí fue zanjar la cuestión por aquella noche, esperando que el tema se apaciguara en los próximos días.
Pero no hubo ocasión, porque la mañana siguiente fue un clamor en todo Madrid la espantosa muerte que había sufrido don Félix de Montemar durante esa misma madrugada. Alguien le había atacado en su propia casa, arrancándole toda la cavidad abdominal, incluidos los intestinos.
—No es que me alegre —dijo mi marido leyendo el periódico de la tarde, acomodado en su butaca del salón—, pero ese hombre se lo merecía.
—Nadie se merece una cosa así —dije—, ni siquiera ese canalla. Lo que me pregunto es quién fue capaz de hacerlo.
—Tenía demasiados enemigos, maridos y padres ultrajados.
—Espero que no nos vieran visitarle anoche. Alguien podría pensar que fuimos nosotros, o llamarnos a testificar como unas de las últimas personas que le vieron con vida. Si lo que dice el periódico es cierto, su asesinato fue obra de un monstruo con una fuerza increíble, aun peor que él.
Yo no podía olvidar lo enfadado que estaba mi marido y las ansias de revancha que tenía el día anterior contra Félix de Montemar. Pero él nunca hubiera podido hacer algo así a pesar de su cuerpo atlético, ni su virtud se lo hubiera permitido; él sólo habló de denunciarle, y además estuvo toda la noche durmiendo a mi lado... o al menos eso creía yo, y cuando desperté esa mañana seguía allí, roncando como un angelito.
—El periódico sólo da una pista —dijo Carlos—. El asesino dejó adrede una
nota junto a los restos de su víctima, que decía: "Los vivos muerto parecen, los muertos la tumba dejan."
—Suena enigmático y terrorífico... —dije— como si quien pudo matar a don
Félix de Montemar no fuera un ser vivo sobre la tierra, según él mismo vaticinó.
—Se creía muy seguro de sí mismo, pero al final alguien le ha quitado de en medio —dijo Carlos doblando el periódico.
Fue a ponerse la levita y se marchó unas horas al Ateneo. Mientras tanto yo me quedé releyendo, de nuevo a la luz vespertina, El estudiante de Salamanca.
En seguida localicé los versos allí, tal como esperaba, pues estaban al comienzo del libro, como si el asesino de Montemar quisiera que alguien encontrara la cita. Pero ¿por qué? ¿Acaso buscaba una justificación, una disculpa? Aquello me hizo reflexionar mientras la tarde caía violácea a través de la ventana.
Cuando mi marido volvió del Ateneo para la cena, mi mente era un hervidero de preguntas, y él lo notó en mi expresión preocupada. Le conté que había hallado la cita, pero seguía sin descifrar su significado.
—Yo creo —dijo Carlos usando su lógica— que "los vivos que parecen muertos" es una alusión a la derrota final del soberbio Montemar, y por tanto "los muertos la tumba dejan" sería la metáfora con la que se autodescribe su asesino. Quizá se refiere a que su vida era un infierno del que salió para vengarse. Podría ser un cuarto hermano que no conocemos, o alguien muy cercano a la familia que lo vivió como una tragedia. ¿Elvira de Pastrana no tenía un marido o un novio? —Prométeme que mañana lo investigarás; yo también indagaré por mi cuenta.
—¿Y qué ganamos nosotros con todo esto? Montemar ya está muerto.
—Empiezo a verlo como un caso personal, si no descubro la verdad no me quedaré tranquila. Alguien está usando El estudiante de Salamanca para algo más que una divertida ficción.
—Alguien demasiado peligroso.
—Por eso mismo, no podemos permitir que ande suelto un psicópata ante el que Félix de Montemar sólo era un aficionado. La policía debe saber quién le mató.
Al día siguiente, durante el almuerzo, Carlos me contó lo que había averiguado.
—Los Pastrana eran de Salamanca, y sólo hay tres hermanos. Cuando Elvira se suicidó por su deshonra era aun muy joven y no tenia novio; para entonces el padre ya había fallecido en un accidente en su propia fábrica; la madre murió a raíz de la impresión por la pérdida de los dos hijos. Sólo quedó el pequeño, que vino a Madrid para seguir a Félix de Montemar y vengarse. Esa familia ha sido barrida por la desgracia de la faz de la tierra.
—Si, pero Espronceda escribió su libro en 1839, y quizá recogía sucesos un año o dos anteriores, ¿por qué Jaime de Pastrana esperó cuatro o cinco años para vengarse en un absurdo duelo? ¿Por qué ahora?
—Quizá no había encontrado a Montemar o simplemente estaba sobreviviendo.
—O tal vez buscaba o estuvo en contacto con alguien más.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que deberíamos hacer una visita secreta al cementerio de Salamanca.
Si no me equivoco, nos espera allí una sorpresa.
—¿De dónde sacas esas suposiciones absurdas? El profesor de lógica soy yo.
—Tú hazme caso y veras.
Hay momentos en que un cónyuge le pide al otro un acto de fe, como una prueba de amor. En plena época de exámenes Carlos solicitó unos días de permiso y tomamos el coche para Salamanca. Allí estuvimos viendo la Plaza Mayor, la fachada de la Universidad y otros monumentos renacentistas. De hecho Carlos pensaba que yo en el fondo estaba pidiendo unas vacaciones para solucionar mi pequeña crisis con un poco de turismo. Pero eso no aplacó mi curiosidad, y le dije que visitáramos también el cementerio. Él aceptó, en parte también por sus gustos románticos, pero haciéndome prometer que si no encontrábamos allí nada raro, volveríamos a Madrid y olvidaríamos el asunto para siempre. Ambos sabíamos que la base de nuestro matrimonio era la mutua confianza, igual que otras veces yo le seguí ciegamente sin pedir explicaciones.
Por eso visitamos el cementerio de día, para localizar la tumba. La familia Pastrana tenía un mausoleo propio, cerrado con una pequeña verja de hierro. Dos ángeles custodios de piedra lo rodeaban, simétricos y vigilantes, algo ennegrecidos por las inclemencias del tiempo y rodeados de verdín sus pequeños pedestales.
Volvimos esa medianoche. La luna llena alumbraba los sepulcros cuando saltamos el muro y nos dirigimos derechos al mausoleo. Los ángeles de piedra parecían dos personas que nos vigilaban y fueran a cogernos de un momento a otro. Si no me hubiera costado tanto convencer a mi marido para entrar, habría huido de inmediato de allí. Pero eso ya no entraba en los planes de Carlos, que fue preparado para la ocasión. Reventó con una palanca la vieja y mohosa cadena que cerraba la puerta del mausoleo, la abrió lentamente para que no rechinara demasiado y encendió un cabo de vela al entrar. Yo no tuve más remedio que seguirle.
—¿Y bien —me dijo algo molesto—, qué esperas encontrar?
—No es lo que hay —dije—, sino lo que falta.
Había cuatro ataúdes, dos a cada lado, sobre repisas en litera. Los fuimos abriendo uno por uno, haciendo palanca, de forma que saltaran las junturas con macabros crujidos que me llenaron de espanto. Vimos a la poca luz de la vela los restos de los padres, y los de un varón corpulento, Diego de Pastrana. Pero el cuarto ataúd estaba vacío. Carlos me miró, la vela entre las manos, rodeados por la penumbra, con la mayor sorpresa de su vida.
—¿Cómo lo sabías? — dijo.
—Intuición femenina.
De ese modo comprendió que nuestra pequeña aventura tenía un sentido, y se aplicó a dejarlo todo como estaba antes de salir del tétrico cementerio.
El día siguiente lo dedicamos a preguntar por las propiedades de los Pastrana en Salamanca. Entonces descubrimos que los últimos cinco años la fábrica de conservas había prosperado, lo cual aumentó las riquezas de la familia. A eso se había dedicado el joven Jaime con ansia para salvar lo que quedaba del patrimonio, antes de ir a Madrid a matricularse como un estudiante más. Por desgracia al final le venció el deseo de venganza que le llevó a morir en el duelo contra Félix de Montemar.
Sólo una propiedad de los Pastrana estaba abandonada, la casa de campo de verano, que según la gente nadie había visitado desde la tragedia porque estaba maldita. Allí fuimos nosotros. Tuvimos que saltar también la herrumbrosa verja que daba a un desolado jardín. La fuente estaba seca y carcomida, los setos desbordados, los arbustos de detrás se habían vuelto silvestres; algunos árboles crecían salvajes y otros se habían secado aun en plena primavera.
La casona aparecía llena de desconchones. El portón estaba abierto y entramos. Los escasos muebles del interior se hallaban cubiertos de polvo o de fardos blancos. Subimos la escalera de madera, cuyos escalones crujían. Los dormitorios de arriba también estaban dejados desde hacía años... menos uno, que encontramos decorado con esmero a base de muebles antiguos, candelabros con velas negras, muñecas de porcelana con distintas expresiones y vestidos sobre la cómoda. Los cuadros no tenían santos, sino murciélagos y lobos en paisajes tenebrosos. No había apenas luz, tapadas las ventanas con grandes cortinas de terciopelo negro y rojo. Olía a piedras seculares, a rancio perfume y humedad. Tampoco había cama, sino en el rincón un ataúd, al que nos acercamos sin remedio.
No estaba vacío; la joven que yacía en él se incorporó lentamente, con las manos cruzadas sobre el pecho. Su cabello moreno era muy largo; llevaba un amplio vestido también de terciopelo, negro y verde, salvo la camisola blanca con cuello y puños de encaje. Habría sido muy bella de no ser por sus grandes ojeras, los ojos verdes felinos, esa tez tan pálida propia de una larga enfermedad y esa delgadez esquelética. A pesar de todo no había debilidad o fiereza en su rostro; sólo tuvo para nosotros palabras de serena hospitalidad y comprensión.
—Os esperaba —dijo—. Sois los elegidos, los más inteligentes y poderosos por ser capaces de llegar hasta aquí.
Nos quedamos de piedra. Yo sentía aun más miedo que en el cementerio la noche anterior; estaba a punto de desmayarme, el recurso natural que mi cuerpo buscaba para evadirse de todo aquello.
—Creo —balbuceó mi marido— que nos debe una explicación.
—Por supuesto, os lo habéis ganado; para eso dejé el mensaje —dijo, y empezó a contar la historia más misteriosa que oí nunca—. Nada en mi vida fue normal, ni siquiera mi muerte. Félix de Montemar se había ocupado en seducirme, pues yo era la joven más bonita de todo Salamanca; pero cuando me conquistó con sus traicioneras artes, me dejó deshonrada. Para él sólo era una muesca más en su cinturón, pero yo, cercada por la tragedia, me arrojé al río Tormes, a medianoche y con luna llena atravesada de nubes, deseando con toda mi alma que ese macabro holocausto y sortilegio confabulara a los astros para dar su merecido al despiadado Montemar. La corriente nocturna del río me llevaba, el agua encharcaba mis pulmones, yo me agitaba inútilmente arrepentida de mi acto, cuando ya era tarde y sólo me quedaba expirar. Así entré en un estado de semiinconsciencia, que dicen precede a las muertes más dramáticas, en un último gesto compasivo de la naturaleza. No distinguía la verdad de la alucinación, ignoraba si había traspasado ya la frontera de la muerte o estaba todavía a un paso de ella; el caso es que sentí, o soñé, que dos potentes brazos, demasiado hercúleos para ser humanos, me izaron del río y me llevaron a la orilla. Tosiendo líquido, sin poder hablar ni ver bien, noté la sobrecogedora presencia de un murciélago gigante, o tarántula peluda, que dominaba mi cuerpo y aun más mi mente. "¿Sabes quién soy?" —dijo—. El Gobernador del mundo. Te he sacado del abismo y a cambio trabajarás para mí, engrosarás mi legión". Como vio mi expresión de estupor, entre toses y ahogos, añadió: "Sí, soy yo, el Innombrable. ¿O quién pensabas que gobierna el mundo? Dejo que os engañéis al respecto, os enredo con mis ardides, y a la vez os doy tantos indicios de mi imperio que vuestra ceguera parece estulticia. Me he manifestado a ti cuando pasabas la frontera, te he salvado del túnel; ahora tu alma (es decir, tu cuerpo) me pertenece. Tendrás poderes que irás descubriendo, por supuesto limitados. Para el mundo eres una suicida, para mí eres un peón aprovechable; mientras no te lo ganes no podrás pasar al lejano Infinito de donde todo sale y adonde todo vuelve. Ahora estás entre la vida y la muerte, entre la lógica y la locura, entre el futuro y el pasado. Pondré misiones ame ti, para probarte. Si eliges el mal, harás méritos para ir muriendo y llegar a la paz eterna, pero si eliges el bien seguirás enredada en las zarzas de este mundo demoníaco en mi dominio. Ése es mi sutil y pérfido plan para la gente como tú, los desgraciados hasta el colmo que al final osasteis ser malos. Desde ahora te llamarás Siniestra, y tendrás enseguida una misión que solventar. Si eres buena lo pagarás caro, seguirás vagando por el mundo a través de los siglos con aspecto juvenil y saludable, pero topándote con duros casos para solucionar y sufriendo mis apariciones de mil caras o las de mis ministros. Si eres mala, pero malvada de verdad, todo te irá bien, languidecerás poco a poco y te dejaré morir. Y no importa que cuentes todo esto; nadie te creerá, dirán que estás loca”. Eso es todo lo que recuerdo. Después me desperté sola y empapada en la orilla del río, como si hubiera salido de una horrenda pesadilla producida en mi cabeza a las puertas de la muerte, mientras nadaba con desesperación hasta la tierra y me recuperaba en ella de la asfixia, habiendo logrado como por milagro librarme por fin de mi absurdo plan de suicidio. Durante años evité ir por Montemar, pero cuando mató en duelo a mi segundo hermano supe que había llegado la hora de buscarle.
Después calló, como si hubiera limpiado su alma peregrina, y volvió a echarse lánguidamente en su ataúd. Sin saber qué pensar salimos de la mansión, buscando a toda prisa el coche de regreso para Madrid. Jamás
contamos esto a nadie, y si ahora lo refiero es para que quede constancia antes de dejar este mundo, aunque sé que no me creerán. Mejor para ustedes.