VLECK Jorge Valentín Miño

a Roma,

la utopía acuática

Cuando el metal se posó en el Campo de Marte ya las begonias estaban desfallecidas, atacadas por el calor de las toberas descendentes, mientras que las agónicas sucumbieron al peso del armatoste galáctico. Se abrió la portezuela y apareció en inicio su esposa, una hembra del planeta Vlek, bípeda, bifocal, prensil por succión con ventosas al final de cada dedo, piernas casi humanas de no ser porque tenia dos húmeros, no el juego tibia peroné de nosotros los humanos, por ello caminaba bastante rígida, pero sin ceder sensualidad en el paso, que lo llevaba de lado, como las enanas horizontales de los circos de Pfifos. Sus "imperfecciones" eran irrelevantes porque ella gozaba del amor del Capitán Rivera, su compañero de viaje que apareció detrás, aquejado de insomnio, liberando como palomas blancas sus dientes en una dentífrica sonrisa que cosechó aplausos.

La Rueda de Prensa, que ofreció para atender sus hazañas, fue interesante; sin el menor halo de humildad, Rivera, visiblemente aquejado de insomnio, narró como se las ingenió para registrar los mil nombres con que los seres de los mil mundos conocidos se refieren a nuestra estrella; habló de pie sobre un cubo atril de nogal sobre el que desplegó la voluminosa bitácora y en calidad de muestra recitó tres nombres iniciales y cinco finales de todos los soles encontrados: Zuuftz, Calafeo, Iagatán, Ouspoctrix, Aletplom. Ium, Lethaux, Ouplax. El tercero fue un nombre que poseía escritura pero que no sonaba a nada, según explicó luego: un sonido que anula el bullicio: difícil de entender e imposible de pronunciar por los terrícolas, pensamos que se trataba de una broma, por lo que nos desatamos en hilarante barullo y objetamos que posiblemente la pronunciación correcta de ese nombre nunca le fue dado a conocer y que nos estaba mintiendo, pero su mujer salió al paso en su defensa, anunciando como primicia que ella podía modularlo si estábamos dispuestos a soportar las consecuencias y claro, accedimos. Entonces la hembra vlek unió sus labios, que los lenta carnosos y encendidos, para dejar correr el aire tibio de su aliento y engarzar tal polémico nombre. Vimos danzar su boca sin percibir nada y para cuando se detuvieron, todos sentimos una hambre tremenda, comprobando con asombro en nuestros relojes que habían pasado ocho horas y caído ya la tarde; sin duda se trataba de una pronunciación que aceleraba el tiempo y le pedimos que no la silabeara más, porque si se le ocurría engarzarla en una cancioncilla, haciendo, digamos, ese estribillo de mal gusto que repite la misma cantaleta, podríamos envejecer en lo que duraba esa simple rueda de prensa.

Tras las indagaciones de rigor, discursos alusivos e imposición de preseas discurrimos al cocktail; fue donde ella me abordó y halló risible la infidencia que le hice respecto a las uvas que ella levantaba, con voluptuosidad, de la crátera, para engullirlas sin masticar.

—¡Así que ustedes pisan estos frutos y luego beben su líquido! ¿Podría mirar sus pies?

—Sí... no... bueno, no aquí. —Temí ser descortés, pero... enseñar los pies ya es media intimidad. Cambié de tema preguntando si existían más nombres extraños en esa bitácora.

—Sí, hay uno que alarga los orgasmos —me dijo con suavidad al oído... tentándome y no me halle capaz de reprimir un suspiro. —Nos vamos querida —interrumpió Rivera y la apartó de mi lado tomándola de la cintura. Se despidieron de la sala, ella besó tres veces mi mejilla en señal de cortesía a la usanza portuguesa de aquella época y aprovechó los intervalos para entregarme un disimulado mensaje. "En la estación del tren esta noche, a las ocho". Luego salieron al claro de luna, abordaron un Cadillac rosado, réplica para coleccionistas del original de la madre de Elvis y se perdieron en el tráfico.

Estaba loca, los trenes habían dejado de existir hace mil años y sólo se podía saber de ellos por cromos antiguos que venían dentro de las cajas de cereales. Coleccionaba de ellos cuando joven y atraído por la idea de recrearme en sus metales, antes de acostarme, los estuve ojeando, maravillado del tiempo en que la aerodinámica marcaba los diseños, mientras que ahora el elemental diseño de un cubo, aplicado en un crucero de batalla, podía viajar a la velocidad del sonido sin provocar el latigazo sónico. Caí dormido a un cuarto para las ocho y sin pretenderlo llegué a la cita a tiempo, justo para escuchar el silbato del tren que anunciaba partida hacia Kansas. Miré discurrir lentamente los vagones de ese tren fucsia y cuando el último vagón abandonó el andén, desveló la figura de la vlek que estaba allí, de pie, con su largo cuerpo cubierto por una sola pieza transparente de encaje negro. Elevó su displicente brazo por delante y me dio, con un dedo, la señal de acercarme; se me figuró tal cadencia el temible anzuelo con que los pescadores de Brakitania dcsmandibulan sus brontopeces. Avancé, cuidadoso de no tropezar con los rieles, ella repentinamente desplegó su lengua y la enroscó con delicadeza en mi antebrazo para ayudarme a subir al andén.

—Admiro tu puntualidad —dijo retirando la mirada de su reloj de tobillo y volviendo al piso el taco de su zapato gris—. Sígueme.

Con agilidad felina me dio las espaldas y dejó caer a la cintura la mantilla que cubría su espalda para exhibir en pleno el descomunal tatuaje en tinta añil de una enjuta mantarraya perla; afrodisíaca en las tierras de Almanzor, perseguida como trofeo fálico en las cuevas de Elefantina y hervida en pucheros galácticos sobre las estepas polares de Albidomancia. Nos adentramos en pasillos que vertían oficinas de administración y según avanzamos la decoración esmerada en mármoles y granito fue decayendo para mostrar cavas en eucalipto y pino artificial que acogían enormes bodegas alternadas de "Cosas extraviadas" y "Cosas definitivamente olvidadas". Me electrizó ver arrinconadas en un vértice unas muletas para pulpo con sus cuatro concavidades acolchadas para receptar los muñones respectivos. ¡Por Radamantis! ¡Quién puede olvidar estas cosas! Todavía el olor a tinta del calamar pululaba en el aire y nos tapamos la nariz para adentramos. Horadamos la oscuridad de los patios de infrafotosíntesis, reservados al descanso y trasbordo de los pasajeros. Nos habíamos descalzado para deleitarnos, en total magnitud, con los suaves nenúfares flotantes en charcos de mercurio, de exiguo espesor. Estábamos completamente solos y giró caninamente para entregarme el brillo tostado de sus ojos ovales. Me conmovió hasta el tuétano del hueso sacro su extraña belleza, alargó sus pestañas superiores y las enrosco con fuerza alrededor de mis orejas para acercarme hacia su boca donde su mandíbula fabricó el más rabioso beso que haya experimentado en mi vida. Luego, sin decir palabra, nos desnudamos con prisa e hicimos el amor a la forma convencional, sin ensayar ninguna excentricidad árabe que ella propuso livianamente. Lo preferimos de frente como deben hacerlo las especies evolucionadas, dándose la cara y leyendo en cada facción de los rostros, a media luz, la evolución de los siete trozos de pan, que deben irse desgranando de cada alma al transferir el genotipo.

Cuando mi esperma, en fauces de galgos blancos, emergían la cabeza para morder las nalgas del mundo, ella pronunció el nombre de aquel sol del que he hecho referencia y el orgasmo se nos alargó por quinientos años, que es el tiempo que les toma a los nenúfares flotantes del mercurio dar capullo fluorescente.

—Hola —era ella en el teléfono—. Estuvo fantástico, gracias por llegar a tiempo y hacerme la vlek más dichosa de la parte sur de la galaxia, estuviste fantástico. —Cuando quise responder colgó.

Más tarde, en la redacción del periódico para el que trabajo, el "Io Post", llegó un boletín anunciando que. Rivera y su mujer, partían en nueva misión hacia una luna joviana. Acudí a la terminal y estuve a tiempo para ver por última vez, tras la ventanilla, su pecosa cara verde olivo, ella agitó un pañuelo rosado, en señal de despedida y luego hizo el ademán ese, como que tiraba de la cadena en la locomotora principal para desatar el silbato —reímos.

La nave se perdió en los cielos envuelta en una luz nerviosa. Ya abandonaba la estación, camino al velódromo, a cubrir la final de la carrera de caballos de mar, cuando avanzando delante por la escalerilla automática encontré —no es muy común verlos— a otro de los de su especie; tenía una abultada joroba y estaba por aceptar el axioma de que "las jorobas son el mínimo común denominador en todas las especies inteligentes", ya antes había visto un cachipanda y dos seres de Obsídio padecerlas también. Eche a andar para rebasarlo, mirando de soslayo advertí su perfil bellamente iluminado, giró su cuello, como un puñal anónimo que, luego del mortífero pinchazo, se ladea indolente, para enfrentarme, y contestó lo que yo sólo pensaba sin hacerle pregunta; "La paternidad nos pone así, es tan bello esperar un hijo". Estiró sus ojos a la comisura cercana con dirección a las sienes para ver atrás, hacia su joroba, donde me confío yacía el vástago, apuntalado sobre su cervical. Nos sentamos en un banquillo ya terminado de recorrer el andén y escuché pacientemente la intimidades de su gestación: once meses dura adentro, al nacer ríe para estimular la entrada de aire en su agallas y salta al primer bastón que encuentra; entonces, hay que nombrar padrino al dueño de ese bastón, su nombre debe venir con las circunstancias; un día entre los tres y cuatro años debe caerse de un quinto piso y el chasquido que emiten sus huesos marcan su nombre... y siempre lo concebimos en sueños, nuestra hembra nos visita en sueños y allí nos apareamos, el sufrir de insomnio es el equivalente a la eyaculación precoz... y siempre, siempre los que deben cargar el peso de la gestación somos los machos...

Ha pasado una semana de esa conversación y noto con inquietud que me ha brotado una verruga bastante grande en la espalda, tengo miedo de verme al espejo y no he dado la cara por el periódico por temor a que encuentren mi rostro demasiado iluminado; ella ha desaparecido, la verruga crece.