El GRAN BIBLIOTECARIO I Premi Cryptshow Festival de Relat Fanlástic Javier Pellicer
Rodrigo había sido bibliotecario durante toda su vida. Con sesenta y cuatro años de edad, no conocía otra profesión, y jamas la había deseado, pues desde niño poco más hubo que los libros. De carácter introvertido, Rodrigo había encontrado cuantos amigos necesitó en los volúmenes que su tío amontonaba en la pequeña librería que había erigido de la nada, en plena dictadura.
Cierto era que sólo exponía aquellos libros que los censores del franquismo habían previamente aceptado como "no hirientes para con el Régimen": obras de apoyo al Generalísimo, aventurillas de piratas y novelas románticas moralmentc aprobables. Sin embargo, el lío Jacinto tenía un secreto. Muy pocos dientes conocieron la que el librero dio en llamar "La Sala Prohibida". Rodrigo sí. En el sótano del edificio, el por entonces joven muchacho pudo disfrutar de las obras de autores que el Régimen ni por asomo permitía, la mayoría exiliados en Francia o Sudamérica, y cuyas historias llegaban a España clandestinamente.
Así fue como creció Rodrigo, y siendo de tal modo no pudo elegir otra profesión que la de bibliotecario. Para el anciano no existía un mal libro. Todos eran válidos, todos los autores eran enconados creadores de historias
que llenaban su corazón tanto como el de otros. ¿Pues acaso no era la literatura un arte? ¿Y acaso el arte no era la expresión más palpable del diverso carácter humano? Para Rodrigo la literatura era, por concepto, disfrute. Si una obra gustaba a un solo lector, era ya merecedora de respeto.
Tanta era su admiración por los escritores que para Rodrigo eran héroes por el mismo motivo que lo habían sido aquellos campeones de la Grecia clásica: representaban lo inalcanzable. Él era un devorador de historias precisamente porque era muy consciente de que no tenía talento para escribir. El no estaba hecho para imaginar, estaba hecho para vivir las historias que otros imaginaban.
—Bueno, en el mundo tienen que existir los lectores para que haya también escritores— solía decirse a sí mismo a menudo, para aceptar su incapacidad como creador.
Sí, Rodrigo vivía por y para los libros. Eran su verdadero amor, tanto que jamás encontró una mujer que comprendiera su pasión, y por ello quedó en soledad durante toda su vida, si bien él jamás se sintió solo. Tenía a su lado a Sherlock Holmcs, al profesor Van Helsing, a Frodo Bolsón; el caballero Don Quijote, Cyrano De Bergerac, el Capitán Nemo... tantos y tantos compañeros fieles, todos incapaces de traicionarle. Bien podía decirse que no había en este mundo nadie que amase la literatura como Rodrigo.
Pero los días actuales se habían tornado tristes, y pronto serían peor. Cuando la mayoría de gente afrontaba la jubilación como el merecido descanso a toda una vida de trabajo, para Rodrigo era un castigo a un mal no cometido. El hombre cumplía los sesenta y cinco en apenas tres semanas, edad largamente temida, pues fuera de su biblioteca, un humilde centro en el barrio madrileño de Chueca, no tenía más vida.
Se sentía como un preso a cadena perpetua al que, después de décadas acostumbrado a vivir entre cuatro paredes, sin salir jamás de tal límite, de repente le dieran una libertad que, en el fondo, no deseaba. Nada lo esperaba más allá de la biblioteca. Siempre había amado más a los libros que a las personas, y había huido de una excesiva proximidad con cualquier individuo, llegando al extremo de que sus escasas experiencias con mujeres se habían limitado a un par de encuentros al año con prostitutas, y más por desahogarse que por verdadero interés. Ahora, el pensar que pronto ya no pasearía constantemente por entre las estanterías le producía un intenso ahogo y un dolor sordo en el pecho. Rodrigo sabía que no podría sobrevivir sin la biblioteca.
Pero como no podía hacer mucho por luchar contra el tiempo —¡cuánto hubiese deseado poder ser eternamente joven como Dorian Grey!—, decidió que disfrutaría de aquellos últimos días con cuanta intensidad fuese capaz. Ya antes abandonaba la biblioteca mucho después de que ésta cerrara al público, pero a partir de entonces decidió que no la dejaría hasta el último minuto. Pasó las noches enfebrecido en sus libros —siempre había ejemplares nuevos, y cuando no era así, no le importaba releer los volúmenes que ya conocía de memoria—, y no salió más que para ir comprar algún bocadillo, o para ir a casa a adecentar su higiene y su aspecto.
Fue una de esas noches. Debían ser pasadas las doce. Rodrigo devoraba con su rápida lectura las frases, párrafos y páginas de la primera novela de un joven escritor recién aparecido en escena y versado en el género de la fantasía épica. Entre batallas y duelos de caballeros, demonios, elfos y enanos, Rodrigo no era consciente de nada más que la historia.
De repente, algo le hizo levantar la cabeza y apartar la mirada de las letras del libro. Una sensación, un azoramiento...
Allí estaba, frente a él. Al principio era una figura en la penumbra, inidentificable, y lógicamente Rodrigo se alarmó, tanto que cerró el libro de golpe.
—¿Quién anda ahí?— dijo, pero su voz contenía el matiz del miedo.
No hubo respuesta inmediata. La silueta se acercó unos pasos hasta que dejó al descubierto su verdadera identidad.
Rodrigo creyó morir.
Ante él apareció su tío Jacinto.
—Hola, Rodrigo— escuchó el anciano.
El bibliotecario, ya pálido y lívido como una estatua de mármol blanco, sintió que, ahora sí, le faltaba el aire. Se aferró con manos garrudas a los brazos del sillón, y tembló y boqueó.
—N... no puede ser... debo haberme vuelto senil...— balbuceó en voz alta, dando forma a su pensamiento.
Sí, así debía ser, porque a sus ojos no le cabía duda de que aquel era su tío Jacinto. Un hombre que llevaba treinta años muerto y enterrado, Y de eso no le cabía duda. Él mismo había visto el cadáver en el ataúd, el mismo había porteado el cofre y depositado el susodicho en el cementerio. Pero ahora estaba allí.
Tenía el mismo aspecto de cuando él era un niño: un hombre de aspecto lozano, espaldas anchas y risa agradable; su cabello tenía ya las primeras canas, de las muchas que vendrían después, y seguía cojeando de la pierna derecha, merced a una herida de la guerra que jamás sanó. Pero los ojos... no eran los de su tío. Podían parecerlo en el aspecto puramente físico, pero tras aquella apariencia Rodrigo vio una profundidad inacabable que le hizo saltar más intensamente el corazón y zozobrar la voluntad.
Aquel hombre no era tal. Y por supuesto no era su tío Jacinto.
—¿Qué eres?— y fue la pregunta correcta, a tenor de la media sonrisa de aquella copia de su ser más querido.
—No me equivocaba contigo. Servirás.
—No puedes ser más que una alucinación de mi mente débil y apellidaba.
Aunque... de todos modos...
—Sientes que soy real... ¿verdad?
Rodrigo no respondió. Se sentía extrañamente lúcido, y misteriosamente la debilidad propia de su vejez parecía haberse esfumado.
—Tomar la apariencia de alguien querido lo hace más fácil de asimilar— dijo el individuo.
—¿De qué hablas?
—Sé cuanta es tu congoja en estos últimos tiempos. Sé que no resistirás lejos de tu biblioteca, y sé también que eres el adecuado. —¿El adecuado para qué?— insistió Rodrigo. —Acompáñame y lo verás.
¿Adonde?, iba a preguntar Rodrigo, aun cuando en su interior ya había decidido accederá tan extraña petición de tan extraño "ser". Pero no llegó a plantear la cuestión, pues el Ente leyó en su alma, y luego de ello un fogonazo invadió la sala de la biblioteca, y durante una fracción de segundo imposible de medir, pero sencillamente eterna y fascinante para el sentir de Rodrigo, no hubo biblioteca... no hubo nada.
Y entonces apareció un escenario rodeándolos, porque más que viajar, a Rodrigo bien le pareció que el mundo se había disuelto y transmutado en otra realidad. La estampa, tan gloriosa que debiera haber destrozado la entereza de una criatura finita y mortal como Rodrigo, apareció ante él en todo su esplendor y crudeza. Porque a menudo, cuando se hace referencia al infinito, tales conceptos van ligados.
Rodrigo jamás había visto una biblioteca como aquella que ahora lo rodeaba. Sencillamente, no existía ninguna así en ningún rincón del mundo...
...en ningún rincón del universo.
Todo eran libros, estantes repletos de libros tan altos que se perdían más allá de la vista, y un pasillo que igualmente era imposible de abarcar por lo sentidos. Era simple y a la par incomprensible: en aquel lugar no servía para nada la percepción física.
En aquel lugar mandaba el alma.
Rodrigo se estremeció en todos los planos de su existencia. Al instante advirtió que en realidad no estaba contemplando todo aquello con los ojos, sino con todo su ser. Sintió sus manos, y advirtió que ya no eran las de un anciano, sino las del joven que un día fue.
—Aquí el tiempo no existe, Rodrigo— dijo el Ente—. Tampoco las leyes de la física de tu mundo.
Mi mundo, pensó Rodrigo, consciente de la connotación de aquellas dos en apariencia inocentes palabras.
Volvió a atender a su entorno. Comprobó entonces que la vastedad lo había abrumado en un principio, pues había muchos más pasillos que se extendían quizás hasta el infinito. El Ente y el bibliotecario se "hallaban", si tal palabra era adecuada, en una vasta sala circular, en cuyo centro había una gran mesa igualmente redonda. Rodrigo sólo advirtió una silla; sobre la mesa había una lamparita que bien parecía fuera de lugar, un tintero, una pluma —no estilográfica, sino de ave— y un cubil de arena fina. En un montón aparte, un mazo de papeles en blanco. Objetos todos ellos que no tenían cabida en un lugar donde la física y la realidad material que él conocía no existían como tales.
Desde la sala, no menos de doce pasillos partían más allá, cada uno de ellos repleto de estanterías y libros hasta alturas inauditas. El volumen de obras era imposible de calcular.
—Puedes llamarla la Gran Biblioteca. Para ti tiene ese aspecto, pero para otro tipo de criaturas adopta el aspecto más acorde con su condición. —¿O.. .otras... criaturas?— gimió Rodrigo. El ser con el rostro del tío Jacinto volvió a sonreír.
—Desde que el hombre es hombre, aproximadamente cien mil millones de seres humanos han habitado en tu mundo. Y esos son sólo los que ya no están sobre la faz de la Tierra. Imagina los que viven en el presente, y los que vendrán en el futuro.
A Rodrigo le invadió un vahído. Comenzaba a comprender.
—Pero esa cantidad es irrisoria. Como decía uno de tus amados escritores, Arthur C. Clarke, por cada uno de esos cien mil millones de hombres y mujeres que han pasado por la Tierra hay una estrella en la Vía Láctea, una más entre casi infinitas galaxias. El grandioso tapiz del universo rebosa vida, innumerables civilizaciones han vivido y muerto, viven y mueren, y vivirán y morirán.
—D...DÍOS.,.— balbuceó Rodrigo.
—Sí, es una palabra adecuada. ¿Imaginas cuantos individuos hubo, hay y habrá en el universo?— planteó el Ente—. No, por supuesto que no, se necesita ser Dios para abarcar tal cifra. Ni siquiera yo soy capaz de ello. Aquí, en este lugar fuera de todo espacio y tiempo, se guardan los "archivos", como tú los llamarías, de cada individuo consciente de sí mismo que ha habitado en el universo. Cada libro es una vida, cada página un acontecimiento de dicha vida, y cada párrafo un pedazo del alma de alguien.
El concepto que proponía aquel ser era tal que Rodrigo creyó desfallecer. Sin embargo, no lo hizo. Aunque asombrado hasta cotas insospechables, ya no se sentía desbordado. Siguió escuchando al Ente.
—La Gran Biblioteca ha contado con alguien a su cargo durante toda su existencia, desde su creación en los albores del cosmos. Hablo de seres conscientes. Yo mismo, aunque he tomado la apariencia de alguien que te fue querido, no soy ni remotamente humano. La forma física que contuvo mi alma en su día ni siquiera estaba basada en el carbono. Pero nada de eso es importante. Nuestra labor ha sido siempre la misma: revisar cada libro que nos es entregado, identificarlo y archivarlo en su correspondiente lugar en el Universo. Pero incluso nosotros leñemos derecho a un fin. Llevo eones en este lugar, según los cómputos del cosmos físico, tantos que mi raza de origen ya no existe en el entramado cósmico, se extinguió hace mucho. Ha llegado la hora de que me reúna con ellos. Pronto mi libro será terminado, y espero que tú seas quien lo revise.
—¿Y...yo...? —balbuceó Rodrigo—. ¿Porqué yo?
—Si le he elegido ha sido porque me recordabas a mí; tu pasión por la sapiencia es tanta como lo fue para mi. No importa lo diferentes que fueran nuestras razas, bajo toda forma de vida inteligente late el mismo tipo de espíritu. Esto es la culminación de tu sueño como para mí lo ha sido. Te ofrezco la oportunidad de continuar tu labor como bibliotecario —esgrimió el Ente—. Desde este lugar conocerás todo lo creado por cualquier criatura consciente de si misma, sus actos, sus pensamientos, sus sueños. Obviamente, siendo tu papel el de catalogador, no podrás interactuar, hasta llegado el momento en el que debas buscar un sucesor. La decisión es tuya. Si no la aceptas, volverás a tu realidad anterior, y por supuesto no recordarás nada. No habrá más contactos, jamás. Vivirás como un simple hombre, y morirás como tal.
Rodrigo reflexionó. No se demoró mucho ni poco, no tenía sentido hablar en tales términos. Llegó a una conclusión.
Aquello era lo que tanto había deseado durante toda su vida.
Vivir con los libros. Vivir por los libros.
—Acepto— fue su respuesta final. —Lo sabia— sonrió el Ente.
Apenas concluyó este su frase, desapareció de la vista de Rodrigo. Ya no estaba, se había marchado en pos de un merecido descanso.
Rodrigo no se asustó. Ahora era el Gran Bibliotecario, estaba por encima de cualquier emoción humana, pero al mismo tiempo las comprendía todas. Caminó con pasos calmos hacia la gran mesa, con las manos cruzadas en su espalda. Llegó hasta la silla y tomó asiento. En la superficie de lo que parecía madera de ébano, pero que sin duda no lo era, había ya un libro esperándole. Era especialmente voluminoso.
—"Sobre la existencia de Zeoxtchcevkzyozz" —leyó en la cubierta—, "Gran Bibliotecario de la millonésima quincuagésima tercera era".
El Gran Bibliotecario abrió el libro y comenzó a leer.