El policía que amaba los libros
Francisco «Paco» González Ledesma
Como todo el mundo sabe, Méndez es un viejo policía que vive (mal) en las calles de Barcelona. Como todo el mundo sabe, Méndez come a bajo precio en los restaurantes más lamentables de la ciudad, y de vez en cuando los dueños le invitan para que los recomiende a la Guía Michelin. Una vez, valiéndose de sus amistades, llevó a uno de esos restaurantes a un equipo de televisión para que hicieran propaganda y, después de comer, la cámara no consiguió llegar a la puerta.
Como todo el mundo sospecha (aunque no lo sabe con certeza), Méndez nunca ascenderá porque no cree en la ley de los tribunales, sino en la ley de la calle. Además, siente piedad por los delincuentes de poca monta y raramente los detiene, porque se le escapan. Se dice, de todos modos, que una vez detuvo a un cojo. Como todo el mundo sospecha, Méndez averiguaba los delitos desde el balcón de la vieja comisaría de la calle Nou de les Rambles, que fue la más sórdida de Barcelona, de modo que, a veces, ni los policías se atrevían a entrar de noche por miedo a que los atracasen en el portal. Desde ese balcón, Méndez estaba al corriente de todos los hurtos, asaltos, peleas y cuernos del barrio.
Hay alguna otra cosa que todo el mundo sabe del viejo policía Méndez: por ejemplo, que tiene el piso lleno de libros, y que encima lleva otros en sus bolsillos, por lo cual siempre tiene la americana deformada. Barcelona celebra cada año una gran feria del Libro Viejo, y Méndez es un fiel comprador porque ama las historias de los novelistas que ya han muerto. En resumen: tiene más libros de los que podrá leer en lo que le queda de vida.
Eso no es tan raro: hubo un gran escritor barcelonés, Néstor Luján, que tenía libros hasta en el cuarto de baño, y es cierta la historia de un burgués que tenía tantos volúmenes en casa que la mujer, ya harta, le dijo: «Los libros o yo». Y el burgués contestó: «Los libros».
Bueno, ya he dicho que Méndez posee más volúmenes de los que podrá leer en lo que resta de vida, y que además eso no es tan extraño, pese a que el buen clima de Barcelona invita más a pasear por la calle que a quedarse en casa leyendo. Por ejemplo, Méndez conoció a otro hombre ya mayor que sufría la misma desgracia que él.
—Me interesan los libros, los amo —le dijo un día aquel amigo—. He pasado la vida coleccionándolos y cuidándolos. Pero ahora estoy desesperado, porque ya poseo más libros de los que podré leer en toda mi vida. Por si faltara poco, estoy perdiendo la vista.
—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó Méndez.
—El día que me dé cuenta de que ya no puedo leer más, me suicidaré, porque mi vida será inútil. Méndez lo comprendió muy bien.
Y aquí entraremos en un terreno en que la gente no sabe nada cierto, pero sospecha. Sospecha dos cosas: la primera, que Méndez posee más de una pistola ilegal, pues media vida se la ha pasado entre atracadores. La segunda, que es un hombre de mala leche, una mala leche secreta. Aunque otros dicen que nunca ha dejado de creer en los seres humanos.
Pues bien, Méndez contestó, no se sabe si por mala leche o porque pensó que no iba a pasar nada:
—Aquí tienes esta pistola antigua y que posee un cierto valor. Te la doy para que te suicides cuando quieras.
El bibliófilo debía de estar muy convencido, porque la aceptó.
—Gracias —dijo.
Pasaron unos seis meses, tiempo durante el cual Méndez no le vio más, aunque pensó que ya no sería capaz de tomar en sus manos un libro.
Y así, Méndez lo buscó en las Ramblas, en las librerías de viejo, en las bibliotecas municipales, en los pocos parques que aún quedan en Barcelona, engullidos por los bloques de pisos.
Veía a muchos amantes de los libros, pero no a su amigo. Hasta que un día lo encontró. Llevaba unas gruesas gafas.
—¿Qué?… —le preguntó—. ¿Ya has terminado con toda tu biblioteca?
—¡De ningún modo! —le contestó el otro—. ¡Si vieras lo que me falta por leer!
—Entonces ¿qué has hecho con la pistola? No te has suicidado…
—¡Qué va!… Vendí la pistola para comprarme otro libro.