El cliente siempre tiene razón
«¿Nunca dejas ir libremente el pensamiento?», le preguntó su marido cuando la conoció. «¿Ir?» —dijo Onia—. «¿Dónde?», se extrañó. Él se enamoró en aquel mismo instante. Había estado casado durante años con una eterna insatisfecha. Pensaba que era un rasgo propio de las mujeres en general, y cuando conoció a Onia casi no se lo podía creer. Onia no decía nunca «Si ahora hiciéramos», y aún menos: «Si hubiéramos hecho». Podía contar con los dedos de la mano las veces que Onia empleaba una frase que comenzara por «si» o por «quizá».
No tuvieron hijos, porque ella no podía imaginarse como madre. También porque la mayoría de las cosas que pertenecían a la infancia para ella eran un disparate. Ni por un momento había conseguido creerse que los Reyes venían de Oriente y traían juguetes. De los Gigantes, ella sólo veía los pies, y ya de muy pequeña, solía calcular cuánto les debían pagar para sostener aquel trasto, y si les pesaba mucho. En la escuela, hacer redacciones le suponía un esfuerzo inalcanzable. Leer cuentos donde hubiera la menor dosis de fantasía, una tortura.
«Los cuentos ya se los explicaré yo a nuestros hijos», decía su marido, que quería ser padre. «Pero es que me resulta imposible imaginarme cómo puede ser un hijo nuestro», replicaba ella. Él era importador de plata; cada dos años viajaba a Zacatecas y volvía impresionado por la miseria y por las niñas huérfanas que un amigo suyo recogía para que no se murieran de hambre. Era 1980, la época en que Cervantes Corona no pudo acabar su discurso de toma de posesión como gobernador porque se puso a llorar ante el estado de desolación en que su predecesor había dejado la región. La mujer de su amigo le decía que las niñas necesitaban una familia. Ellos les daban cobijo y las alimentaban, como a garitos abandonados, pero no podían cuidarlas. Y un día, aunque ya pasaban con creces de los cuarenta años, él le dijo a Onia: «Si no puedes imaginarte el hijo que podríamos tener, no es necesario que te lo imagines. Existe». Le habló de las niñas de Zacatecas, huérfanas de mineros: «Cualquiera de ellas, o más de una. De ocho o nueve años, que nosotros ya somos mayores». Cada vez que volvía de uno de los viajes a México le hablaba de las niñas hambrientas. Ella no se hacía a la idea, pero como no tenía imaginación, tampoco podía imaginar ningún pretexto para oponerse. Aceptó. Convivir con ella era fácil, con ella todo era de una lógica apabullante.
Vivían en el Eixample y pensaron que con una criatura debían buscar un barrio más tranquilo, o aún mejor, una casa en el campo de Lleida, porque ella había nacido allí. Pero como era él quien buscaba la casa de sus sueños (ella no tenía sueños), fue él quien la encontró. En Sitges: «Tiene una terraza enorme desde donde se ve el mar y, a la derecha, un bosque de pinos», dijo. Cuando la fueron a ver juntos, a ella no le agradaron los ornamentos modernistas de la terraza. Pero la vista era hermosa y le pareció bien. Pusieron en venta el piso del Eixample.
La semana en la que tenían que firmar el contrato de compraventa, ella encontró trabajo para ejercer los estudios de contabilidad que tenía. Era un puesto bien retribuido y al lado de casa, en una empresa de fumigación de insectos. Paralizaron los planes: no podían ir a vivir a Sitges si ella trabajaba en Barcelona. En aquel tiempo el trayecto era largo. Dejaron correr el cambio de casa. Con el tiempo, dejaron correr también el asunto de la adopción. Y se quedaron en el Eixample, renunciando a tomar la única gran decisión que probablemente habría cambiado el curso de sus vidas.
Él tardó mucho tiempo en deshacerse de los sueños que había tenido en torno a la casa y a la niña. Por una vez le molestó profundamente que ella no tuviera sueños, que tuviera tanto los pies en el suelo. Pero de nuevo recordó la vida siniestra que había llevado con su exmujer, la insatisfecha. Y una vez más admiró el sentido común de Ònia: «¡Qué sentido tan, pero tan común!», pensaba a menudo. De tan común, apenas lo podía comparar con cualquier otro sentido común que conociera, lo cual lo hacía, bien mirado, un sentido común poco común. Una vez le preguntó: «Ya sé que nunca sueñas despierta. Pero ¿y cuando duermes?». Ella dijo que nunca recordaba ningún sueño. Cuando se acordaba, eran sueños sin ningún interés: fumigaba pulgas, cuadraba facturas, ordenaba pañuelos. Eso y no soñar, para él, venía a ser lo mismo.
De la decisión no tomada han pasado treinta años. Este año, Ònia cumplirá setenta y nueve. No se arrepiente de nada y piensa poco en el pasado. Ahora se ha hecho arreglar el comedor, que es esquinero y da al Passeig de Gracia por un lado y al Passatge de la Concepció por el otro. Antes, siempre permanecía cerrado. Ahora se pasa el día allí, porque hace un año que apenas puede caminar sin ayuda y sale muy poco. Y eso que se ha comprado una silla de ruedas de altas prestaciones. «¡El Ferrari de las sillas de ruedas!», le dijo el vendedor: «¡Imagínese todo lo que podrá hacer con ella!». Ella le dirigió una mirada severa: «Imagíneselo usted», le replicó.
Ònia, ya lo hemos dicho, no sabe ni tiene ganas de imaginar.
Una tarde, de improviso, Ònia se da cuenta de que hay una ausencia dentro de ella, como un gran agujero dentro de su vida única, una. En realidad, nunca ha notado este vacío, y si no hubiera vivido tantos años se habría muerto sin notarlo. Pero esta tarde, de golpe, quizá porque tiene un tiempo libre infinito e interminable (nunca se imagina que pronto debe morir), decide por primera vez seguir el consejo de su maestra, una que le ponía redacciones sobre árboles que tenían puertas secretas o sobre margaritas que huían del tiesto calzadas con patines. Ella no lo lograba, y la maestra le decía: «Parte de la realidad y ve más allá. Cámbiala un poco, distorsiónala, haz que no sea como siempre es, sino como podría ser, o como habría podido ser».
Esa misma tarde se pone a ello. Delante de ella la ventana que da al Passatge de la Concepció, porque todo lo que pasa en el Passeig de Gràcia es tan reluciente y tan obvio que la aburre. Tiendas de lujo, turistas, colores, todo demasiado abundante e incontrolable. En el Passatge, en cambio, las cosas van más lentamente. Apenas hay tiendas. Si mira por la ventana, ve, delante, la fachada esquinera del Santa Eulàlia; los clientes entran por la puerta que da al Passeig de Gracia, así que Ònia no saca demasiado jugo de esta visión. Más podría sacar del restaurante Tragaluz, donde a menudo entran celebridades con su corte de paparazzi. Pero Onia no piensa que eso pueda resultar estimulante para hacerle volar el pensamiento. Además, el restaurante está cerrado por la tarde, que es cuando Ònia se dedica a mirar por la ventana. Entre el Tragaluz y el Santa Eulàlia, hay una pequeña tienda de jerséis. El local era propiedad de su marido, y hace seis años, cuando él murió, ella lo vendió. Poco después abrieron Tot Cashmere, y hasta ahora. Ònia piensa que es un lugar más adecuado para hacer surgir eso que ella nunca ha conocido: la inspiración.
Y a estas alturas ya hace mucho rato que está en ello, desde las tres de la tarde. Y nada, no lo consigue ni de broma. El procedimiento consiste en mirar a una persona cualquiera que entra en el Passatge y tratar de imaginar su nombre, su trabajo, su familia, su procedencia, su futuro. Hasta ahora, lo ha intentado con más de veinte personas, y no se le ha ocurrido absolutamente nada. Y mira que debe de ser fácil, que hasta una criatura de cinco años lo hace. Pero ella no. No se acaba de ver, ella, haciendo tonterías. Son las cinco y media, cuando decide darse una última oportunidad. Una mujer alta con una trenza negra y gafas de sol gira la esquina del Passeig de Gràcia y entra en el Passatge. Ònia se exprime el cerebro (un cerebro competente, por otra parte, para otras actividades, como administrar sus cuentas, cocinar según la receta o calcular mentalmente) e intenta imaginar a qué tienda entrará la mujer de la trenza. De momento, se ha parado delante del escaparate lateral de Santa Eulalia: Ònia dispone de unos minutos suplementarios para convocar la fantasía. Pero, mientras lo intenta, la mujer entra, decidida, en la tienda de jerséis. De todas maneras, Ònia no se da por vencida. Además, la mujer aún está en la tienda, y aún está a tiempo de inventarle una historia: ¿Quién será? ¿Dónde vive? ¿Cuándo saldrá? ¿Qué debe de haber comprado? ¿Para qué? ¿Adónde irá cuando salga?
… Pero, al cabo de veinte minutos, a Ònia no se le ocurre ninguna respuesta a estas preguntas. Sin embargo, mantiene la esperanza, aún… Busca la manera de llenar con visiones el futuro inmediato de la desconocida, pero no lo consigue y ya ha pasado… más de media hora. Al cabo de una hora, Ònia constata que han entrado y salido otros clientes, pero la mujer de la trenza, no. Cosa que daría pie a cualquier otro para imaginar toda clase de cosas. Ònia se limita a extrañarse. Media hora más tarde, Ònia ya ha dejado de intentar estimular su imaginación. Pronto hará dos horas que la mujer está dentro y ella, extrañada, ya no quiere fantasear: sólo espera que salga.
Desde la cocina, la voz de Cristina dice: «Son las ocho y media, ¿le hago la cena o la quiere más tarde?». Ònia no contesta, tiene verdadera curiosidad. Conoce bien el local, que es diminuto y no tiene otra salida. La dependienta ha comenzado a apagar las luces y ahora ha salido, sola, y está mirando el escaparate, quizá para comprobar si es agradable a la vista. Cristina ha entrado en el comedor para repetirle la pregunta. «Cenaré después», dice Ònia, distraída. Pero de improviso se gira y dice a la chica: «Hazme un pequeño favor, nena. Ve un momento a Tot Cashmere y mira si dentro queda una mujer con una trenza negra. Pero muévete, que la dependienta cerrará enseguida, ya es la hora de marcharse». Cristina, que de inmediato se imagina una docena de motivos que justifiquen esta petición tan extraña, baja los peldaños de dos en dos, atraviesa el Passatge a toda prisa y llega justo cuando la dependienta comienza a bajar la persiana. Ònia ve que las dos hablan, y acto seguido la dependienta vuelve a subir la persiana y entran en la tienda. Diez minutos más tarde, salen las dos y cierran las puertas.
«No había nadie dentro de la tienda», dice Cristina. «¿Y cómo la has convencido para que te volviera a abrir la puerta cuando ya cerraba?», pregunta Ònia. «La he saludado, cuando yo limpiaba en el café de delante nos habíamos visto alguna vez… y entonces, le he explicado que necesitaba un jersey verde para combinar con una falda lila estampada con unos piececitos verdes, para ir esta misma noche a una fiesta de antiguas compañeras de la Escuela que…».
Ònia la interrumpe: «Le podías haber dicho que yo te he hecho bajar, no era necesario dar tantos detalles». «No son detalles reales, no tengo ninguna falda estampada con piececitos ni nada de lo que he dicho, pero he pensado que sería más creíble eso que decirle que usted me había hecho bajar corriendo para fisgar en su tienda». Ònia se impacienta: «¿Te has fijado si había alguna puerta?… Quizá hayan hecho obras…». «Me he fijado en todo —dice Cristina—. No he visto ninguna puerta. ¿Por qué?». Ònia suspira y le dice la verdad: «Una mujer ha entrado hace más de dos horas y no ha vuelto a salir».
Cristina hace un gesto inexpresivo. «No se lo tome a mal, pero la imaginación le debe de haber jugado una mala pasada», dice. Ònia no se lo toma a mal. Pero tampoco se lo toma a bien. Nunca ha tenido imaginación, ya lo sabemos. La vista o la memoria podrían engañarla, sí… tiene setenta y ocho años pero ningún médico le ha dicho que tenga un problema, y mientras no se lo digan, ella ni se imagina que pueda tener alguno. Al día siguiente, continúa vigilando la tienda y detecta dos desapariciones más. Al cabo de unos días, ya puede asegurar que algunas de las personas que entran en la tienda no salen de ella.
«¿Qué sabes de la dependienta de Tot Cashmere?», le pregunta a Cristina. «Poca cosa. Sé que se pasa el día currando y, por la noche, se va a cuidar a un hijo que tiene en silla de ruedas y que no quiere salir de casa. Vino de México hace años, y desde que tiene papeles trabaja en la tienda. El hijo tiene diecisiete, me parece. Cuando yo trabajaba en el bar de al lado, venía muy poco… Se quejaba a menudo de que tenía problemas para llegar a fin de mes».
Ònia no sabe qué pensar. No tiene recursos para juzgar esta historia: nunca ha visto películas de intriga ni leído novelas de misterio. No lee ciencia ficción, no cree en espíritus, y no le interesan las desapariciones más allá de los casos reales que ve en las noticias. De hecho, aún le cuesta creer lo que ve. Por eso, hoy coge papel y lápiz: numera a los que entran, y cuando salen los tacha con una cruz. Y al atardecer, observa que aún hay algo más extraño: no sólo algunos que entran no salen, sino que muchos de los que salen, no han entrado previamente. En contra de lo que era de esperar, salen más clientes de los que han entrado.
Dado que, por falta de referentes de ficción, no sabe qué hacer para resolver el enigma de la historia, al día siguiente decide ir a cara descubierta a ver a la dependienta y preguntar. Entra en la tienda y, sin rodeos, declara: «Soy una vieja muerta de curiosidad». La dependienta dice: «Usted dirá». Ònia le explica lo que ha visto desde la ventana, y por razones que ella ignora, la dependienta le manifiesta una simpatía y una atención casi fuera de lugar. Finalmente, le replica: «Sé que me guardará el secreto». Ònia responde: «Puede estar segura. Soy una tumba». La joven empuja la silla de ruedas detrás de una ristra de pashminas, desde donde Ònia puede ver por una rendija lateral de la cortina el interior del probador. Apenas un minuto más tarde, oye el alegre sonido de la puerta que se abre, y el corazón le late, deprisa.
Una mujer pelirroja de mediana edad pide un jersey de cachemira azul cobalto. La dependienta va directa al estante y baja uno verde, muy amplio. La clienta dice: «Me parece que me quedará pequeño». La dependienta la mira a los ojos: «No», dice. Pero la clienta replica: «¿No sabe que el cliente siempre tiene razón?». Entonces, la dependienta coge un jersey azul cobalto de otro estante. Es muy sedoso, de cuello alto y tan amplio y grande como el anterior. La chica se lo lleva al probador mientras la dependienta pasa el pestillo de la puerta. Por la rendija, Ònia ve cómo los brazos buscan las mangas, con cierta dificultad, y durante un minuto eterno, le parece que la mujer se está ahogando dentro del jersey. Desde detrás de las pashminas, Ònia la oye respirar fuerte, ve que la cabeza no acaba de aparecer por el cuello del jersey. «Eso es lo que pasa. Se asfixian dentro de los jerséis. Pero ¿y después?», piensa.
Finalmente, ve un mechón de cabello rosado que sale por el cuello de lana. Cabello descolorido y reseco. Y ahora sale un trozo de pergamino amarillento que resulta ser una oreja. Acto seguido, emerge toda la cabeza, una cabeza muy envejecida, y a continuación otra cabeza. Dos cabezas. Y dos cuerpos. Gemelas. Gemelas viejas.
Las dos viejas se acaban de quitar el jersey por abajo y sonríen a la dependienta, y una de ellas va al mostrador y firma un talón. La dependienta lo introduce en la caja, pero se queda el jersey. Ònia observa cómo la clienta guarda el talonario, mientras su gemela sale dejando paso a un chico que entra a cobrar una bufanda. Cuando también el chico se ha marchado, Ònia sale del escondite.
Hace rato que la dependienta le está explicando a Ònia que su hijo nunca sale de casa. «Su vida es mirar el mar y los pinos desde la terraza…» Pero pusieron a la venta el terreno de delante, hace un año, para hacer pisos. Es lo que más había temido durante años. Cambiar de casa habría sido la muerte para él. Me sentía impotente, desesperada… Y, de golpe, por Navidad, me visitó un ángel. Una clienta desconocida me pidió un jersey azul. Yo tenía uno de cachemira azul cobalto, dos tallas demasiado grande, y se lo llevó. Al día siguiente, volvió. «No es mi talla». «Ya le dije que le iría grande», dije yo. «Se equivoca. Me va pequeño. Últimamente, todo me va pequeño», respondió. Yo debía de poner cara de incrédula, y ella dijo: «Sí, sí, no me mire con esa cara: el cliente siempre tiene razón». Le hice la devolución y se marchó.
Aquella misma tarde entró otra mujer y pidió un jersey azul cobalto. Cuando se lo enseñé dijo: «Me irá pequeño». Discutí esa afirmación, hasta que ella dijo: «No insista: el cliente siempre tiene razón». Lo encontré extraño, pero más extraño fue lo que vino después, cuando vi que salían del jersey tres cabezas de mujer unos veinte años más viejas que la chica que había entrado… Una de las tres, mientras firmaba un talón de 12 000 euros, me dijo: «¿Soy la primera clienta que siempre tiene razón?». «No la entiendo», dije.
«La primera que viene a bifurcar su vida». Yo asentí con la cabeza. Pregunté: «¿Qué… qué significa eso?». «Nos lo ofrecen a bordo», dijo ella, mientras la otra dejaba el jersey sobre el mostrador. Y eso es todo. Yo creo que casi todos los clientes provienen de cruceros de lujo. Les ofrecen entregar el promedio de años que les quedan por vivir en una vida lineal a cambio de diversas vidas, dos, o tres, o las que sean. Como una vía que se bifurca… solo hay que pasar por el jersey».
Impresionada, Ònia pregunta: «Y… ¿nunca ha sentido la tentación de probárselo?».
«¡No! Cuando se ama de determinada manera, es imposible desear otra vida, por horrible que sea la que tienes», dice la dependienta con severidad.
«Es curioso. Yo nunca he amado así… Claro que no me imagino cómo debe de ser, así que me es igual», confiesa Ònia.
La dependienta pliega el jersey, suspira y dice: «Por las noches no puedo dormir. ¿Y si algún día alguien se lo prueba por error? ¿Y si la propietaria de la tienda se entera de lo que hago?… Por eso, cuando haya acabado de pagar el terreno, no se lo probará nadie más».
«… ¿Y no tiene el teléfono ni nada de la mujer que se lo devolvió dotado… de estas propiedades?».
«Mujer, los ángeles no tienen teléfono, ¿o es que no ha visto películas de ángeles que llegan por Navidad, como aquella donde James Stewart está a punto de suicidarse y…?».
«Es que… las historias de ficción no me agradan. De todas maneras, a mí me parece que lo que hacen sus clientes tiene más que ver con el diablo que con los ángeles».
«¿Cree que estos millonarios venden el alma al diablo? No lo veo así… Sólo cambian la forma en que vivirán: menos tiempo, pero en vidas diferentes. Escoger, para ellos, deja de ser un problema. ¿Usted nunca ha pensado: “Tengo que decidir hacer esto o aquello, pero si tuviera más de una vida podría hacer las dos cosas y nunca tendría que arrepentirme de nada?… ¿Nunca se ha arrepentido de nada?”».
Si alguna vez se hubiera arrepentido, Ònia recordaría que una vez estuvo a punto de hacer otra vida. Fácilmente, se habría fijado en que la dependienta tiene la procedencia y la edad que ahora tendría cualquiera de las niñas que su marido quería adoptar. Por poca imaginación que tuviera, que la terraza podía ser la que ellos no compraron. Pero Ònia no especula sobre nada de eso, y no pregunta si la casa está en Sitges, ni si tiene ornamentos modernistas, es que ni se le ocurre. En vez de eso, pregunta:
«Y… su hijo… ¿no cree que podría tener interés en poner la cabeza dentro del jersey?».
«No sabe nada —dice la dependienta. A la defensiva, enciende un cigarrillo y añade—: Claro que le agradaría… Es como usted. Y como los clientes que siempre tienen razón: incapaz de ver nada que no vean sus ojos. Por eso precisamente es tan importante preservar la vista al mar y a la pineda. Para mí un edificio delante no habría sido tan grave… Con un trozo de pared puedo imaginar maravillas. Siempre, de la nada, de una grieta en el techo, de una mancha de humedad en la pared… he hecho caminos, y cuevas, y lagos… Pero él no. Para él, una pared es una pared. En las paredes no puede nacer nada. Por eso no puede vivir emparedado, ¿comprende?».
Ònia la escucha en silencio. No está conmovida ni le parece trágico no poder ver flores donde no las hay. Mientras toca el timbre para que Cristina abra, piensa, de golpe: «¡Dinero negro!». «¿Cómo comprará ese terreno con todo ese dinero negro?». Acto seguido piensa que la chica es espabilada y encontrará soluciones. Ya puede olvidar el misterioso episodio.
La dependienta la ve entrar en casa. Ahora se arrepiente de haberle explicado todo. Y eso que está convencida de que no se lo dirá a nadie. Ella misma le ha confesado hace un rato que es una tumba.