Las sombras de Brawner

Antonia Cortijos

Hace tres días que me he convertido en su sombra. Duermo en el coche para no perderlo de vista. Lo hago a trompicones, siempre atento a la puerta de entrada del edificio. Sobre las siete sale a la calle y de inmediato abandono el vehículo. Lo sigo a varios metros de distancia para no despertar sospechas.

Las noches de mal dormir están empezando a pesarme y noto que me muevo con lentitud. Se está alejando demasiado, he de correr unos metros para rectificar la distancia. Parece tener prisa. Todavía es noche cerrada, acaban de regar las calles y la humedad se cuela a través de mis zapatos. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Subo el cuello del abrigo y me froto las manos para intentar procurarme algo de calor.

Está llegando al Passeig del Born y, como cada día desde que lo conozco, entra en un pequeño bar que hace esquina con Calders. Está abierto desde las seis, los clientes acostumbran a ser taxistas a punto de acabar el turno de noche, y obreros de la construcción dedicados a restaurar muchas de las casas de un barrio que está empezando a reconstruirse, comenzando su transformación. Las paredes de establecimientos y viviendas son repicadas hasta que aparece la piedra, y el alma de los muros queda al descubierto. Tu cuerpo percibe su vibración, te habla de la historia de un barrio arrasado en 1714 por un rey vengativo, que mandó derribar mil doscientas de sus casas para levantar una ciudadela, una fortaleza militar que dominó la ciudad durante más de cien años. Ahora, en su lugar, se asienta el parque de la Ciudadela, hermoso, extenso, verde.

Espero unos segundos y, amparado por la penumbra exterior, me acerco para observar con sigilo cómo lee el periódico y bebe café. Los tres días se ha sentado en el mismo lugar, alejado del resto de parroquianos. No puedo apartar los ojos de él, estoy volviendo a contemplar, igual que lo hice ayer y también anteayer, la forma de dirigirse al camarero, sus gestos breves con los codos apenas separados del cuerpo, la espera hasta que el café adquiere la temperatura deseada, el placer con que se lo bebe de un tirón. Junto al café le prestan el periódico y vuelvo a preguntarme si será del día anterior.

Aspiro con deleite el aire fresco que me llega con olor a salitre, mientras la luz que anuncia el amanecer perfila la silueta del Born, el antiguo mercado de abastos, un edificio construido en acero, de estilo modernista, que ahora languidece vacío y solitario con la tristeza del que se siente inútil. Es fácil orientarse en este barrio, cualquier calle o plaza aún guarda el eco de los ruidos y los olores que diferenciaban el trabajo artesanal de cada oficio. Todas llevan sus nombres. Cuando están a punto de cumplirse los treinta minutos me escondo en una de las porterías cercanas. Sé que pasará frente a mí camino de Sombrerers, una estrecha calle que rodea parte de la iglesia de Santa María del Mar, y en la acera frontal, donde hoy se alinean galerías de arte, vinitecas y restaurantes, en la Edad Media, y hasta no hace mucho, se agrupaban los talleres donde confeccionaban sombreros de caballero. Luego subiremos por Argentería, donde se trabajaba el argento o plata, el oro y otros metales finos. Saldremos a la Vía Layetana, el límite del barrio por el sur, hasta atravesarlo y adentrarnos en la plaza de la Catedral. Luego llegaremos a una calle angosta, donde a duras penas puede circular un coche y se acumulan las tiendas de antigüedades. Yo sé en cuál de ellas entrará.

Es el momento que aprovecho para comer algo y tomarme un café que despeje la niebla de mi cerebro.

Todo empezó hará una semana.

A mí me parece una eternidad.

La policía se presentó en mi casa para anunciarme, con cristales de escarcha en la voz, que mi madre había muerto.

Encontraron su cuerpo en el jardín botánico del parque de la Ciudadela sobre un parterre de flores blancas, envuelto en un suave camisón de seda roja que acentuaba aún más la lividez de la piel. La posición había sido minuciosamente recreada para simular un sueño placentero y sólo la cabeza, con marcas de abrasiones en el cuello y cubierta por una bolsa de plástico, contaminaba la escena. La autopsia demostró que Anna Brawner ya era cadáver cuando fue depositada allí, así que de inmediato se inició una investigación.

El inspector Gómez Triadó me interrogó una y otra vez, pero poco podía decirle. Ella había sido siempre una mujer extraña que no me permitió acceder a sus secretos, nunca supe dónde nació, decía de sí misma que era ciudadana del mundo. Sólo pude sonsacarle, ya en la adolescencia, que su madre había muerto al nacer ella. Pero nunca me dijo quién era mi padre y si aún estaba vivo.

Tuve que hacerme cargo de su cuerpo y trasladarlo hasta el tanatorio, donde la velé en solitario. Sentado frente a ella, sin poder apartar la vista de su rostro, sentí cómo detonaba en mi interior un cortocircuito que me dejaba en la más absoluta oscuridad. La conexión se había corroído y ahora sé, con absoluta seguridad, que las tinieblas nunca se alejarán de mí.

A la mañana siguiente se ofició el funeral. A él asistieron dos hombres y una mujer a los que no conocía, y el inspector Gómez Triadó.

Uno de ellos era un anciano que probablemente había superado los noventa años, pero que movía con agilidad un cuerpo insólitamente erguido. Esa particularidad, unida a un traje hecho a mano color gris marengo, un fino jersey de cuello alto que disimulaba los estragos de la edad y un cabello inmaculado, blanco y abundante, le otorgaban un aspecto aristocrático, seductor.

El otro era un hombre entrado en la cuarentena, vestía y se comportaba de forma anodina.

La mujer tendría la edad de mi madre, pero carecía de su vitalidad, de su amor por la vida. Unos ojos grises, envueltos en niebla, parecían pedir disculpas.

El inspector Gómez Triadó se apresuró a citarlos en la comisaría para un interrogatorio, pero yo era incapaz de reaccionar, ni se me pasó por la cabeza que aquella gente podía descubrirme rincones ocultos de mi madre que me ayudaran a comprenderla y a comprenderme. Me limité a recibir sus condolencias y seguí con la mirada fija en el lujoso ataúd donde descansaba.

Durante el breve funeral algo me inquietó. Cuando estaba a punto de acabar la ceremonia sentí un cosquilleo en la nuca, como cuando alguien te mira fijamente largo rato. Un gesto instintivo me hizo girar la cabeza, pero sólo tuve tiempo de ver una sombra que salía por la puerta.

Nadie me acompañó al pequeño cementerio situado junto al tanatorio, y, en soledad, esperé que tapiaran la tumba y finalizara el ritual del entierro. No había podido llorar, pero en el momento que los funcionarios se alejaron, me quedé mirando el enorme ramo de flores blancas depositado sobre la lápida y el llanto llegó a mí a borbotones, imparable, tuve que arrodillarme porque mis pies no aguantaban el peso de mi cuerpo y mi dolor.

Cuando levanté la vista, de nuevo aquella sombra. Esta vez desaparecía tras la escultura de un ángel protector de mármol blanco. No sé qué parte de mi cuerpo reaccionó, porque yo estaba ausente en un mundo de recuerdos, incapaz de vivir el presente. Sé que me alejé hacia la salida y esperé unos minutos para volver después con sigilo a la tumba de mi madre. Antes de llegar a ella, el instinto me desvió hacia el lugar donde se había escondido la persona que me observaba, como si el hecho de rodearme del mismo aire o pisar la misma tierra me conectara con él, me revelara su secreto. Asomé lentamente la cabeza bajo una de las alas extendidas y entonces lo vi.

Y el asombro me hizo apartar la mirada.

Mis ojos me estaban mintiendo, no podía ser de otra manera.

Incrédulo, volví a mirar de nuevo y él continuaba allí, erguido, como si fuera yo, como si un espejo me reflejara con los brazos cruzados sobre el pecho y la vista fija en la zona de la lápida donde el nombre de «Familia Brawner» está esculpido en letras doradas sobre mármol negro.

No podía apartar la mirada de aquel hombre alto, el pelo rubio brillando bajo el sol del mediodía, con una piel tan blanca que ningún color se reflejaba en ella, todos eran devueltos a la luz. Pero lo que me producía aquel miedo impreciso, borroso, indefinible, aquel sudor frío que resbalaba por mi espalda, era la expresión de su cara.

Desde entonces le sigo.

—Le agradezco que haya venido hoy mismo.

—Siempre he pensado, inspector, que los tragos amargos empeoran si no los bebes de inmediato.

—Pongo en marcha la grabadora, pero debo informarle de que puede usted negarse.

—No voy a hacerlo, en realidad me tiene sin cuidado. Mi nombre es Jacob Zimmerman, nací en Hamburgo, Alemania, hace noventa y dos años. Desde hace cincuenta y ocho vivo en Barcelona.

—¿Por qué fue al funeral de Anna Brawner?

—Porque era mi nuera.

—Entonces… ¿hay algún parentesco entre usted y Julián Brawner?

—Sí, es mi nieto.

—Me sorprende, yo hubiera jurado que no se conocían.

—Y así es, en parte. Nunca había hablado con él hasta hoy, y estoy casi seguro de que ella nunca le habló de mí. Es una vieja historia familiar. Decidí emigrar a Barcelona a finales de los años veinte, para huir de la crisis económica que sufría mi país. Mi mujer, Edith Keller, abrió una tienda de modas en la Rambla de Cataluña y yo, un negocio de antigüedades que aún conservo. El padre de Anna Brawner llegó a Barcelona en 1942 cuando ella tenía apenas tres años. En aquellos momentos, esta ciudad era un nido de espías de todas las nacionalidades en conflicto, pero sobre todo había alemanes. Llegó destinado al consulado alemán, que entonces estaba en la plaza de Cataluña, ya supondrá usted su cometido.

—Lo imagino.

—Fueron años muy duros para todos. En 1942 yo tenía cuarenta y siete años, una vida estable y cinco hijos, el menor había nacido aquí y disfrutaba de doble nacionalidad. A principios de 1943, me arrebataron a los cuatro mayores amparándose en el maldito convenio que en el año treinta y nueve firmaron el general Martínez Anido y Himmler. Cualquier alemán sospechoso de no apoyar a la causa nazi podía ser detenido y repatriado de inmediato sin ningún tipo de extradición ni de juicio preliminar.

Jacob Zimmerman se queda en silencio perdido en sus recuerdos, como si necesitara que ellos le transmitieran las fuerzas necesarias para continuar. El inspector está a punto de preguntarle si se encuentra bien, cuando el anciano recupera el discurso. La voz, cargada de ira contenida.

—¡Nunca llegaron a Alemania! Fueron ejecutados en algún lugar de la frontera con Francia.

De nuevo el silencio. Esta vez Gómez Triadó espera.

—Mi hijo pequeño y Anna Brawner se conocieron casi veinte años después. Se enamoraron varios meses antes de morir su padre, y cuando ella se quedó sola, mi mujer y yo le pedimos que viniera a vivir con nosotros. Fueron años felices que nos compensaron de la tragedia vivida durante la guerra. Cuando mi hijo finalizó los estudios universitarios se casaron, y antes de un año estaba embarazada. Pero… Perdone, ¿me podría dar un vaso de agua?

—Disculpe mi descortesía. Enseguida vuelvo.

El anciano se queda solo. Apoya los codos sobre la mesa y el rostro sobre las palmas de las manos. La oscuridad lo serena. Sabe que debe tener la cabeza clara, los sentimientos controlados. Unos minutos después regresa el inspector.

—He traído también café por si le apetece.

—No, gracias. A mi edad una taza es una noche en blanco.

—Si necesita descansar podemos parar unos minutos.

—No, no, estoy bien. El tiempo de beberme el vaso de agua.

Mientras lo hace, Gómez Triadó observa su rostro surcado de arrugas. Desde que ha empezado a narrar la historia, la tristeza le ha ido ensombreciendo la mirada.

—Todo se torció cuando Julián cumplió nueve meses. Por fuertes razones de índole personal, ella se sintió incapaz de seguir viviendo con nosotros, y una noche desapareció con mi nieto. Mi hijo no pudo resistirlo, entró en un estado de depresión que lo llevó al suicidio. Nunca hemos vuelto a saber de ella hasta que la noticia de su asesinato se difundió por la prensa. He ido esta mañana al funeral para decirle cuánto he llegado a odiarla.

Esta noche he decidido dormir en casa, son ya cinco los días que llevo siguiéndole. Necesito alejarme porque, si no, en cualquier momento atravesaré el espejo y no podré dar marcha atrás. Es todo muy confuso, como si yo, poco a poco, fuera diluyéndome en él. Intuye mi existencia, nota que lo persigo, sé que lo sabe porque me estoy apoderando de los pensamientos que genera su mente. Llegan a mí como un viento que circula por mi cerebro, lleno de voces, ruido, odio.

Abro la puerta, pero no enciendo la luz, recuerdo un juego de infancia en el que cerraba los ojos para intentar sentir las mismas sensaciones que un ciego. Siempre me han fascinado y es lo que más he temido, creo que más que a la muerte. Ahora quiero volver a moverme en la oscuridad. Voy hacia el lavabo, palpo la pared para contar las puertas. Es la tercera. Entro. Mis ojos se están acostumbrando a la oscuridad y ya empiezan a perfilar formas imprecisas. Lo primero que haré es ducharme, llevo en mi piel sudor y polvo de los últimos cinco días y una fina capa de odio, rencor y rabia que me ha traspasado él.

Creí que el agua lo arrastraría todo, pero sólo han desaparecido de mi cuerpo el polvo y el sudor.

Intento dormir, pero mi madre me intranquiliza, la siento junto a mí, acaricia mi cuerpo con su tacto de muerte, se hunde en mi cerebro con recuerdos de momentos perdidos y una imagen recurrente que se repite con la métrica de un anuncio insertado en la memoria. El sueño llega para evocarlo. La oscuridad es casi total, al fondo se percibe una luz difusa que atrae la mirada, me dirijo hacia allí flanqueado por frondosas plantas en penumbra y llego hasta un pequeño claro cubierto en su totalidad por un parterre de flores blancas. Es de ellas de donde brota la luz. Se acerca un hombre con una mujer en brazos, y al llegar frente a mí se arrodilla sin verme, los ojos enrojecidos por las lágrimas. La deposita con sumo cuidado sobre el parterre y su pelo se ilumina como un pequeño sol ante la proximidad de las flores, la mujer me mira, el rostro es una máscara que ha dibujado la agonía. Me despierto angustiado, el sudor mojando las sábanas, está clareando. Me quedo quieto, atento al mensaje que me transmite el sueño, contemplando el amanecer a través de la ventana abierta.

—Espero que no imagine nada extraño porque mi marido y yo asistiéramos al funeral.

—No se preocupe —dice el inspector Gómez Triadó—, están ustedes aquí para aclarar ese punto. Es pura formalidad. ¿Cómo se enteraron de su muerte?

—Por la prensa.

—Si no trataban a menudo con ella ¿cómo es que desde la empresa que dirige usted, señor Cánovas, y que es propiedad de su mujer, cada mes traspasaban doscientas mil pesetas a la cuenta de la víctima?

—Es algo que heredé de mi suegro junto con la compañía.

—¿Y no pensó en dejar de hacer ese algo que ya no le atañe a usted?

—Los términos del testamento eran muy claros, debía seguir pagando hasta la muerte de Anna Brawner. Y eso vine a hacer, asegurarme de que estaba muerta.

—Vaya favor les ha hecho el asesino, ¿no creen?

—A nosotros y a dos empresas más.

—Lo sabemos, hemos repasado minuciosamente las cuentas de la víctima, señora Cánovas.

—Mi nombre es Teresa Puig-Grau.

—Lo siento señora Puig-Grau.

—Es una historia antigua, las otras dos empresas se encuentran en las mismas condiciones que nosotros. Si no pagamos lo que en cada momento nos ha sido indicado, primero por el padre y después por Anna Brawner, ella tiene documentos con los que pasaría a ser de inmediato dueña de cuanto poseemos. He de decir a su favor que nunca se excedió en sus pretensiones.

—¿Me está diciendo que los chantajeaba?

—No. Le estoy diciendo que Anna, bueno, en realidad fue Otto Brawner, nos regaló tres empresas antes de que pasaran a poder de Franco finalizada la Segunda Guerra Mundial.

—¿Podría ampliar…?

—Puedo contarle lo que me explicó mi padre.

—Por favor.

—Hemos de trasladarnos al año 1942, cuando llega Otto Brawner para ocupar un alto cargo en el consulado alemán a las órdenes del coronel Kart Resenberg, entonces cónsul en Barcelona. Por sus manos pasaban documentos confidenciales, de alto secreto, sobre las empresas con capital nazi que se instalaban en la ciudad.

»Contrariamente al resto de funcionarios alemanes que se hospedaban en el Ritz o el Continental, Otto lo hizo en casa de mi abuelo, supongo que para proporcionar a la pequeña Anna un entorno familiar. La posguerra fue muy dura y muchas familias tuvimos que alquilar habitaciones para poder sobrevivir. A la nuestra le tocó la lotería cuando Brawner se instaló. Nos traía café, mantequilla y latas de carne además de pagar rigurosamente el alquiler. Mi padre era de su edad y se cayeron bien, lo acompañaba a las tertulias del Colón y a las fiestas privadas que se organizaban en el Ritz. Un día, Otto Brawner preguntó a mi padre si conocía gente de confianza para actuar como testaferros en tres empresas que Johannes Bernhardt quería instalar en Barcelona. Él lo consultó con su padre, que había sido abogado de la Generalitat, y estuvieron dudando si hacerlo o no al explicarle mi abuelo quién era el tal Bernhardt.

—¿Y quién era? ¿Por qué esa aprensión?

—Fue el hombre que ayudó a ganar la guerra a Franco, el creador del formidable imperio económico y empresarial que el gobierno alemán tenía en España y que incluía trescientas cincuenta empresas. En el año treinta y seis, si no recuerdo mal, ese comerciante alemán, junto al capitán español Arranz Monasterio y otros militares rebeldes, obligaron al piloto de un avión comercial de Lufthansa a dirigirse a Berlín, donde se entrevistaron con Hitler. Fue Bernhardt quien consiguió a los militares diez aviones de transporte, seis cazabombarderos, veinte baterías antiaéreas, fusiles ametralladores y munición, además de establecer la alianza para suministrar a Franco cuanto pidiera.

—¡Estoy sorprendido! Había oído rumores, pero no pensé que fueran ciertos.

—Entenderá ahora las reticencias de mi padre y mi abuelo a involucrarse. Pero sobrevivir estaba en aquellos momentos por encima de orgullos y lealtades, así que mi padre y dos primos carnales actuaron hasta el final de la guerra como testaferros.

—¡Increíble! En fin, volvamos a Anna Brawner. Dígame, señor Cánovas, ¿recibió alguna amenaza de su parte?

—No.

—¿Sabe si alguna de las otras empresas la recibió?

—No, que yo sepa, pero me extrañaría mucho. Cuando nosotros pasamos por momentos difíciles, ella fue la primera en eximirnos del pago hasta habernos repuesto.

Teresa Puig-Grau asiente con la cabeza antes de dirigirse a Gómez Triadó.

—Las dos fuimos al Colegio Alemán, inspector, Anna fue mi amiga hasta que descubrió lo que su padre había hecho. Él había muerto y ella vivía con su marido en casa de los suegros. Hacía varios meses que había dado a luz a los gemelos…

El inspector la interrumpe para asegurarse de haber oído correctamente.

—Perdone ¿ha dicho gemelos?

—Sí, creo que se llaman univitelinos, los que son exactamente iguales. Aún no tenían un año cuando Anna descubrió, entre los documentos de su padre, la relación de judíos que denunció a la Gestapo y a la SD. Pero la verdadera tragedia fue que en ella se encontraban los cuatro hermanos de su marido. Fue entonces cuando la vi por última vez, me citó en el Samoa. Estaba totalmente destrozada. Su padre no sólo había sido un traidor a su raza, sino el delator de sus cuñados, el responsable de su muerte. No podía seguir mirando a los ojos a su marido y a sus suegros. Había decidido desaparecer. Intenté persuadirla, convencerla de que ella no tenía nada que ver, pero fue inútil. Anna siempre ha sido una mujer con ideas muy personales, sobre moral, sobre religión, nunca hablaba de su origen alemán, ni tampoco del judío. Se había creado unas normas de vida hechas a su medida y las seguía de forma obsesiva. No pude hacer nada. Nunca volví a verla.

Sé que fue él quien mató a mi madre, su madre. Aún es noche cerrada y la lluvia intenta lavar el aire. Camina alejado de mí, amparándose bajo un paraguas. No ha ido a almorzar, se dirige directamente a la calle de la Palla, quiere esconderse en Antigüedades Zimmerman, el comercio de su abuelo, mi abuelo. Huye porque se siente acosado. Lee en mi mente el ansia de venganza del mismo modo en que yo leo ira y dolor en la suya. Quiero que muera como él mató a mi madre, su madre. Cuando llego, ha bajado tras de sí la persiana metálica que asegura el establecimiento, sé que no volverá a abrirla hasta las diez. Me dirijo a un minúsculo café con sólo cinco taburetes en línea junto a la barra. Apenas hay luz, posiblemente para disimular la suciedad del suelo, que se engancha a la suela de mis zapatos, y el tacto pegajoso y grasiento de la barra, sobre la que sólo me atrevo a apoyar los codos. Al principio estoy solo. Pido un cortado que bebo a pequeños sorbos mientras contemplo, a través del cristal, las pocas personas, envueltas en penumbra, que caminan apresuradas hacia destinos cotidianos. Poco a poco los transeúntes van cambiando y ahora son niños, solos o con sus madres, que se dirigen al colegio. Un rayo de sol atraviesa el cristal del bar y las motas de polvo, violada su intimidad, se mueven inquietas hasta posarse sobre el suelo, los muebles, mis zapatos. El estómago me exige ingerir algo sólido y me asombro de cómo puedo sentir hambre. Pienso en mi madre y la pregunta me golpea de nuevo: ¿por qué me eligió? Yo podría ser el otro y estar ahora atormentado, lleno de cólera contra ella y contra el escogido. ¿Cómo pudo hacerlo? ¡Elegir! Condenar a uno de los dos a vivir en un mundo de ausencias, postergado, arrinconado, secreto.

Son ya las diez. Me levanto y dejo una moneda de cincuenta pesetas sobre el mostrador. Espero el cambio. Cuando salgo a la calle, el sol se ha apoderado por completo de la angosta abertura entre edificios.

Me siento estúpido con bolsas vacías en el bolsillo. Las compré ayer en el Servicio Estación, son anchas y el plástico es grueso pero manejable. Un ligero temblor se apodera de mí, tengo que recurrir al odio para coger fuerzas. Nunca he entrado antes, pasaba ante la tienda sin apenas mirar, aún está en penumbra, no han encendido las luces. Cuando abro la puerta un sonido de campanillas alerta de mi presencia. Luego, el silencio. Avanzo hacia el interior con pasos cortos, precavidos, tengo que calmarme, cada sombra proyectada por objetos y muebles me sobrecoge, recurro a la imagen de mi madre muerta para sentir el pulso firme. Cojo una de las bolsas que gruñe entre mis manos. De repente se encienden las lámparas y la luz me deslumbra. Sólo tengo tiempo de ver la figura del anciano que asistió al funeral, mi abuelo. Atraviesa unas viejas cortinas de cretona y se queda frente a mí quieto, impávido, mirando lo que yo no puedo ver, hipnotizado ante su presencia.

La presión del plástico en mi cara y un fuerte tirón hacia atrás para cortarme el oxígeno hacen que mis manos se disparen hacia el cuello para intentar liberarme, pierdo unos segundos antes de darme cuenta de que sólo necesito agujerear la bolsa, pero no tengo tiempo de hacerlo, me lo impide mi abuelo, que inmoviliza mis brazos rodeándome con los suyos, con la fuerza que sólo puede dar el odio o el cariño. Mientras lo hace, me susurra al oído la letra de una nana que cantaba mi madre: «Mamá te canta la nana más bella, naciste de noche, como las estrellas…». Me revuelvo con todas mis fuerzas para zafarme de él «… Te quiero mi niño, mi dulce lucero, tú eres la estrellita más linda del cielo…». Cuando estoy a punto de conseguirlo, una zancadilla de mi hermano hace que mis rodillas se incrusten contra el suelo. El dolor sube hasta mi cerebro y se transforma en un violento grito de cólera, impotencia y rabia.

Me quedo inerme, sin fuerzas, oigo llorar a mi abuelo, apenas queda aire en mis pulmones, ya no distingo nada a través del plástico, sólo una niebla lechosa que desaparece cuando mis ojos se cierran.