Sweet Croquette

David Barba

Cuando me enteré de la desaparición del gourmet suizo Pascal Henry no tuve duda alguna de que su cuerpo había pasado a engrosar la despensa de croquetas líquidas del menú degustación de El Bulli. Sucedió en la noche del 12 de junio de 2008, cuando salió a buscar unas tarjetas de visita y nunca regresó a acabarse el postre; sólo dejó un sombrero, una libreta llena de apuntes gastronómicos y la cuenta por pagar. Jamás se le volvió a ver con vida.

Me propuse investigar aquel suceso desde el mismo momento en que leí la noticia en La Vanguardia mientras desayunaba un café con leche y un cigarrillo Chester en el bar Delicias, justo enfrente de la Montaña Pelada. Después me di un paseo hasta la cima para ordenarme el puzzle del caso, pues no conseguía quitarme de la cabeza al maldito gourmet. Allá arriba, suelo sentarme a contemplar el cielo podrido de la ciudad y me recreo en las botellas de la Sagrada Familia, las atalayas del Hospital de San Pablo, las agujas de la Catedral y las estructuras metálicas del teleférico del puerto, a lo que hay que sumar el enjambre de esas torres como falos de cristal y acero que, en los últimos años, han mancillado el rostro amable de la Barcelona de mi infancia.

Pascal Henry también tenía un rostro amable. Recuerdo una foto suya junto a su mentor, el chef Paul Bocuse, donde ambos aparecen sonrientes y con las mejillas sonrosadas por el vino, tan abultadas que bastarían un par de certeros tajos debajo de la papada para obtener un suculento festín de gaitas de cerdo. A fin de cuentas, la carne es la carne, y la antropología demostró hace mucho tiempo que si hemos desterrado el canibalismo es sólo por tabú cultural. En mi opinión, los seres humanos acabaremos comiéndonos los unos a los otros tarde o temprano, aunque lo haremos sazonando los filetes a las finas hierbas. Todos somos gourmets.

Con Ferran Adrià tengo en común el haber nacido en un entorno cutre de la periferia de Barcelona. De niño, también jugaba con el Quimicefa y las cocinitas de mis hermanas. Así que, con un poco de suerte, también podría haberme convertido en chef estrella. Quiso el destino, para mi desgracia, dotarme también de un fino paladar y cierto sentido del gusto para las carnes exóticas. Y digo desgracia porque, en vez de venir al mundo en el seno de una familia burguesa del París de Guy Savoy, de Pierre Gagnaire y de L’Arpège, me tocó en el sorteo de la vida ser el hijo varón de los Reyes Robledo, ilustre saga de jornaleros cabezones y paticortos de la sierra de Cazorla, emigrados a Barcelona con las hordas de mano de obra barata que acudieron a engordar las factorías de la industriosa Cataluña de los sesenta. Aquí, en el barrio del Carmelo, mis padres abrieron una carnicería en la calle Santuarios, en el degradado entorno que inmortalizara Juan Marsé en Últimas tardes con Teresa, esa célebre oda al barrio que siempre fue mi patria chica o, mejor dicho, el vulgar contenedor de mi desarraigo: no soy ni de aquí ni de allá; tan sólo un anónimo charnego, apelativo que resume el tradicional desprecio que siempre nos profesaron los catalanes de pura cepa a los descendientes de andaluces, al menos hasta la llegada de todo ese atajo de negros, moros, chinos y sudacas que hoy forman los escalones más bajos de nuestra febril sociedad multicultural.

Sí, soy racista. Pero que nadie me incluya en el típico perfil sociológico del hijo de emigrados sin estudios que abraza la xenofobia. Estudié Filología Española en la Universidad Central. Con un poco de suerte, podría haberme ahorrado mi destino entre chuletas, pero nadie me abrió una puerta. De haberme atrevido a dar un braguetazo con una de esas pubilles de Filología Catalana, podría haberme labrado un futuro como rentista. Pero los pasos del Pijoaparte me quedaban grandes y preferí la seguridad de casarme con Maruja, mi novia de toda la vida. A sus veintiocho años, le aguantaban con firmeza las tetas de a kilo que me enamoraron; el trasero, de anca de res, mejoró notablemente gracias al tejido adiposo con que el tiempo había recubierto su antaño fibrosa arquitectura. Para colmo, mi bella lozana andaluza hacía un salmorejo cordobés de moja pan y come. Lástima que un día comenzara a pedirle más a la vida.

Todo se torció cuando inauguraron la nueva biblioteca Juan Marsé, a pocos pasos de casa. Maruja se apuntó a un club de lectura donde, como era inevitable, descubrió la obra del escritor y se tragó todas sus novelas. Supongo que aquel universo de charnegos pendencieros y de héroes de aluvión comenzó a hacerle mirar con otros ojos nuestra mediocridad. Y, de repente, sintió una enorme curiosidad por conocer la otra cara de Barcelona: la buscó en novelas como La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza; La playa de Pekín, de Juan Miñana, y El día del Watusi, de Francisco Casavella, que tuvieron el mismo efecto que los libros de caballerías sobre don Quijote: alejarla de la realidad de nuestro humilde negocio de comidas. No me preocupé hasta el domingo en que dejó de atender la máquina de los pollos a l’ast para quedarse tirada en el sofá, leyendo. Si bien es cierto que era nuestro tercer fin de semana seguido sin un día de fiesta, me pareció excesivo que me anunciara, pintándose las uñas de los pies de rojo intenso y sin apartar la vista de las páginas de un poemario de David Castillo, que no contara más con ella en el negocio.

¿Qué delirios de grandeza intelectual se le habían metido en la cabeza? ¿Acaso pretendía que los libros nos dieran de comer? Me ocurrió algo parecido al licenciarme, cuando aún no comprendía que había llegado el último al reparto, que todo el pastel estaba servido y que, en Cataluña, sin un apellido o un pariente no se llega demasiado lejos. No hay nada peor que un desclasado con cultura, que ser consciente del tapón generacional que tienes sobre la cabeza y que te impide cualquier progreso profesional. Al principio, me pateé todas las editoriales, librerías y negocios culturales de la ciudad. Debí de repartir unos doscientos currículos, pero no sirvieron de nada. Me rendí al cabo de un año y medio, gracias, sobre todo, a la insistencia de mi padre, que nunca dejó de mirarme como a un vago ni de recordarme la seguridad que me procuraría heredarle el negocio. El día en que decidí ponerme el delantal, juré no volver a leer un libro.

La vida pasaba sin sobresaltos cortando filetes hasta que, aquel otoño infame, la burra de mi esposa comenzó a usar pañuelo palestino, a tragarse los telediarios de Lorenzo Milá y a ver con buenos ojos la Ley de Matrimonio Homosexual, seguramente influenciada por sus nuevas amistades del club de lectura de la biblioteca. De ahí a leer las obras de Manuel Vázquez Montalbán había sólo un pequeño paso que salvó muy pronto.

—¿Qué pretendes? —le recriminé una tarde en la que, al subir a casa con el delantal ensangrentado, me la encontré moliéndose la espalda con una absurda postura yóguica y absorta en las aventuras del detective Pepe Carvalho.

—Culturizarme —respondió—, que no hago más que subir y bajar las escaleras de casa a la carnicería.

Maruja siempre había leído, pero no más allá de los libros obsequio de la caja de ahorros que corrían por su casa de inmigrados cordobeses, a lo que podríamos sumar, como mucho, algún que otro bestseller de Dominique Lapierre, las obras completas de Jorge Bucay e, inevitablemente, El Código Da Vinci, con el que ya dio síntomas de cierto quijotismo al negarle el saludo a don Victorino, el cura de la parroquia románica de la Mare de Déu del Coll que nos casó.

—Maruja, me refería a tu espalda —disimulé—. Que tienes escoliosis.

Sólo entonces cambió de postura, apartó la mirada de Los mares del Sur y, como una femme fatale de pacotilla, me escupió:

—Manolo, voy a estudiar Humanidades.

Nuestro matrimonio comenzó a naufragar la última Nochevieja que pasamos en familia. Mis padres apenas hablaron —nunca tuvieron nada que decir, más allá de «corta doscientos gramos de cecina» o «deshuésame unas galtes de cerdo»—. Pero Maruja, que siempre había sido la alegría de la familia, tampoco dijo ni mu y, a los cafés, tuvo la desfachatez de sentarse en el sofá a leer otra de sus novelas mientras los demás nos tragábamos el especial de fin de año de Televisión Española con el dúo cómico Cruz y Raya. De vez en cuando, Maruja hacía muecas de desprecio ante nuestras carcajadas a mandíbula batiente. Pero la afrenta más grave llegó a la hora de desenvolver los regalos, cuando me encontré con un libro de recetas de Ferran Adrià entre las manos.

—A ver si espabilas y pones el negocio al día —me dijo con sorna.

—¿Ahora te vas a meter con mi cocina?

—Es que tus croquetas de jamón están muy vistas.

—¿Qué tienen de malo mis croquetas?

—Te quedan secas. Atrévete a probar con las croquetas líquidas de El Bulli.

Aquello era demasiado, una provocación en toda regla. Con un gesto ofendido, me retiré a mi habitación para disgusto de mi madre. Al principio, dejé el recetario de Adrià abandonado sobre la mesita de noche. Pero al cabo de un rato, la curiosidad fue más fuerte y rompí mi juramento contra la lectura para ver en qué diablos consistía una croqueta líquida. ¡Ese recetario fue mi Némesis! Su lectura me arrebató la razón. No entendía nada. De repente, mi mundo de rabos de toro, butifarras de Vic y entrecot de ternera gerundense se vino abajo frente a la cocina tecnoemocional, la esferificación con alginates, las ostras con aire de zanahoria, el falso caviar de melón, la gelatina caliente de agua con agar-agar en polvo… Después de topar con los fogones del Mesías de la modernidad líquida, ¿para qué seguir cometiendo la herejía cotidiana de cocinar croquetas secas? Los primeros síntomas de depresión llegaron puntualmente con la primavera.

El mismo día en que volvía del médico con una receta de Trankimazin y una baja laboral en el bolsillo, me encontré a Maruja sentada en el marco de una ventana, con la espalda apoyada en la pared, los pies descalzos y los muslos escapándole obscenamente del vestido. Estaba tan absorta en la lectura que ni siquiera me preguntó por qué no estaba trabajando en la tienda a esas horas.

—¿Qué lees? —pregunté sin ningún interés, tan sólo por romper el hielo.

—Se titula La lectora —respondió entusiasmada—. Es el libro de un amigo del club de la biblioteca. ¡Un genio! Incluso le dieron un premio en la Semana Negra de Gijón. Va de una universitaria de Bogotá que es secuestrada por unos delincuentes de baja estofa para que les lea un libro. Es que no saben leer. ¡Y lo fuerte es que ahí empieza otra novela!

Me quedé de piedra. ¿Qué me estaba contando esa puta? ¿No se daba cuenta de que me había destrozado la vida? ¿No me había visto fracasar hasta la desesperación en los fogones, tratando en vano de copiar la receta de las malditas croquetas posmodernas? ¿Por qué me tenía en cuenta ahora, después de meses de ignorarme, para contarme un argumento criminal parido en una barraca tercermundista por la mente de algún retorcido maleante latino?

La cocina tecnoemocional fue el refugio a la creciente degeneración de mi matrimonio. Pronto comencé a hacer reservas a escondidas en los restaurantes de los mejores imitadores del chef estrella, y descubrí que había docenas, centenares, la mayoría de ellos capaces de destrozar las croquetas líquidas tanto o más que yo. Todos tenían algo en común conmigo: soñaban con poner el pie algún día en el exclusivo restaurante El Bulli de la cala Montjoi, que sólo da de comer a ocho mil comensales por temporada. Mis intentos de reservar mesa habían fracasado estrepitosamente. «Lo sentimos, vuelva a llamar el año que viene», me respondían una y otra vez. Ante mí, se alzaba una muralla infranqueable de cientos de gastrónomos y plutócratas de medio mundo con la billetera más fresca que la mía. Mi frustración aumentaba a un ritmo vertiginoso y el Trankimazin apenas me hacía ya efecto. No tardé en entregarme a la bebida y más de una noche terminé durmiendo la mona sobre una barra, llorando sobre el hombro de algún obeso exalumno frustrado de la Escuela de Hostelería.

Una tarde, todo se precipitó. Venía de deambular por la cala Montjoi, como me acostumbré a hacer en aquellos días de baja para revolcarme en la envidia de ver a los comensales abandonando El Bulli en sus coches de gran cilindrada, con una rubia colgando del brazo y la barriga llena de tortilla de patatas deconstruida. Me había pasado la tarde planeando comprar un rifle con mirilla telescópica para disparar sobre los clientes; después pensé que sería mejor un AK-47 y una entrada sin reserva, a lo veterano de Vietnam, y me entusiasmé tanto con la idea que casi me hago matar en la autopista poniendo mi viejo Seat Panda al límite de su velocidad. Al subir por la carretera del Carmelo y girar hacia mi casa, cierto olor a cuerno quemado me hizo pensar que sería mejor detenerme en el taller mecánico de la calle Santuarios, dejar que revisaran el coche y, de paso, calmar mis nervios con unas copas en el cercano bar El Pibe.

Me atendió un indígena de labios gruesos como una sobrasada de Mallorca. Por su pinta de delincuente juvenil y la machacona melodía salsera que manaba de su equipo de música, deduje que era colombiano.

—¿Quiubo, marica? ¡Casi me funde las bujías del carro! —sentenció después de un simple vistazo al motor—. En media hora se lo dejo listo.

Enfilaba la salida cuando, al fijarme en el emisor de esa insistente tortura musical, vi un título enmarcado de licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Cartagena de Indias. Otro pichón de intelectual sudamericano trabajando como peón en Barcelona, pensé mientras recorría el desorden del local con la mirada y chocaba con un libro abandonado entre papeles que me resultó familiar. Era un ejemplar de La lectora. Ahora entendía que el olor a cuerno quemado no irradiaba del motor, sino de mi frente.

—¿Le gusta leer, mano? —me preguntó el mecánico al verme con la vista clavada en la portada—. Le regalo un ejemplar de mi novela. Trabajo en el taller para dar de comer a mis ocho hijos, pero mi verdadera vocación es la literatura.

Salí de allí a toda prisa, con el estómago revuelto y el libro en la mano. ¡Mi mujer me la pegaba con un mecánico sudaca con ínfulas de intelectual! Es lo que tiene España: levantas una piedra y te sale un escritor: somos un país de Quijotes envenenados de novelas. Se empieza abusando de la literatura y se acaba cocinando con nitrógeno líquido.

Después de una puñalada como esa, sentí que había llegado el momento de actuar, pero me contuve: la venganza es un plato que se sirve frío como el frappé de gazpacho.

Esa misma noche parí mi plan: al día siguiente conduciría mi Seat Panda hasta un recodo apartado de la carretera de las Aguas. Bajaría caminando hasta una cabina de la avenida de Vallvidrera y llamaría al taller para pedir una grúa.

—¿Aló?

—Don Sergio, el coche me ha dejado tirado otra vez.

—No se preocupe, m’hijo, voy a buscarle enseguida.

Todo fue sobre ruedas: maté la espera fumando un Chester tras otro mientras contemplaba el nuevo y detestable skyline de la ciudad, hasta que, al cabo de cuarenta y cinco minutos, apareció el dichoso indígena tocando estruendosamente el claxon de su desvencijada grúa.

—Bueno, mano, veamos qué le ha hecho ahora al cacharro.

Anochecía cuando metió el hocico en el motor. Pasó un coche. Pasó otro. Y se hizo un silencio de muerte. Saqué el cuchillo jamonero del vehículo, lo escondí a mi espalda y, con sumo cuidado, me fui acercando a su gaznate por la espalda. Ya levantaba la mano hacia su cuello cuando, de repente, pasó otro coche a toda pastilla y me deslumbró con sus faros. No pude reprimir un chillido histérico. El corazón casi se me salía por la boca y, con los nervios, el cuchillo se me cayó al suelo. El colombiano levantó alarmado la cabeza y se golpeó la coronilla con el capó.

—¡Ay, coño! ¡Qué daño! ¿Por qué grita?

Reconozco que en ese punto perdí la compostura. Debería haberme agachado a por el cuchillo y hacer las cosas bien, pero, antes de arriesgarme a perder el factor sorpresa, preferí lanzarle el capó sobre la cabeza con todas mis fuerzas. El primer golpe le estampó la cara contra el motor. Pero no bastó: encadené quince o veinte hasta que dejó de gritar y de moverse por completo. El ruido que hice habría bastado para despertar a toda la ciudad. Pero, cuando terminé el trabajo, no se movía ni una mosca a nuestro alrededor.

A partir de ahí, sólo recuerdo flashes hasta que tuve al puñetero indio desnudo, tumbado sobre el mostrador de la carnicería. Tenía la cara destrozada, llena de sangre, y no se movía. Me giré para afilar el machete y, cuando volví sobre su cuerpo para despiezarlo, me lo encontré sentado sobre la mesa, mirando alrededor como desorientado.

—¿Qué hago yo aquí? —balbució.

No hubo tiempo que perder en la respuesta, que consistió en un certero machetazo en el cráneo que dejó la herramienta atascada a la altura de sus orejas. Murió en el acto, con una gran cara de pasmo, pero sin sufrimientos innecesarios. Soy un hombre de bien: no me gusta alargar la agonía de nadie. Si los animales padecen más de la cuenta, se envenenan de adrenalina y pierden todo el sabor.

Aquella mañana en el bar Delicias, leyendo la noticia de la desaparición de Pascal Henry, decidí darle otra oportunidad a Maruja y, para celebrar el fin de la competencia desleal del colombiano, me di el lujo de invitarla a comer a Can Fabes, el famoso restaurante de Santi Santamaría, mucho más accesible que El Bulli. En la contraportada de La Vanguardia leí una entrevista de la reportera Ima Machín con uno de los supervivientes del accidente aéreo de los Andes, un tipo que había rehecho su vida abriendo una granja de avestruces en La Pampa. Cuando le preguntaban por qué criaba avestruces y no vacas, en un ataque de sinceridad respondió que la carne de avestruz es sorprendentemente parecida a la humana. Las dos tienen un punto dulzón, algo acerdado y muy tierno.

Esa misma noche, sentados a una mesa del restaurante Can Fabes, quise probar un filete de avestruz. El camarero se quedó bastante sorprendido ante mi demanda, pero decidió ir a la cocina para preguntar si sería posible satisfacer mi capricho. A los pocos minutos, todos los camareros me miraban como si hubiera asesinado a alguien. Maruja se puso tensa y me pidió que nos fuéramos, pero era demasiado tarde: ya teníamos encima la sombra oronda de Santi Santamaría con un cuchillo de trinchar en la mano.

—Me han dicho que quiere usted un plato de carne exótica —susurró con voz ronca a pocos centímetros de mi arrugada nariz.

—Mejor tráiganos el menú degustación —me disculpé.

—¿Por qué no prueba mi râble de liebre cuit au moment con salsa de cacao? Si no le gusta, me lo dice con toda tranquilidad…

—Es que… por desgracia, soy alérgico al cacao.

El chef levantó el trinchador en un gesto compulsivo mientras murmuraba terribles amenazas en un catalán incomprensible, como si se tratara del brujo de una tribu africana dispuesto a meter en la olla a un incauto explorador. Finalmente, bramó:

—¡Fuera de mi restaurante! ¡Váyase a casa, córtese una pierna y hágase unos pies de cerdo!

Ninguna otra frase podría haberme sentado mejor. Me lo tomé como un consejo culinario de un maestro en el tema y di por hecho que Santamaría practicaba alguna forma de canibalismo ritual. Salí de allí con una sonrisa, pero Maruja se tomó muy mal que nos echaran y creyó que me levantaba a toda prisa por cobardía. Visiblemente agitado, conduje a toda velocidad hasta casa y la despedí en la puerta sin atender a sus recriminaciones e insultos ni darle ninguna explicación. Una vez a solas en la tocinería, cogí el mejor de mis cuchillos jamoneros, abrí el congelador industrial, me cargué sobre la espalda el cadáver semicongelado del colombiano y lo deposité sobre la mesa de despiece. Con la maña que me caracteriza, logré aserrarle una pierna sin que la sangre me salpicara en exceso. Después encendí los fogones y puse una olla a fuego lento, deshuesé la pieza y piqué un poco de cebolla. Corté la carne en trozos irregulares, la cubrí con un poco de agua y la puse a cocer. Con un poco de mantequilla y nata, poché la cebolla y añadí la carne y su caldo. Tras veinte minutos de cocción, lo pasé todo por el túrmix hasta que no quedaron grumos. Después, calenté la base de las croquetas y deposité la masa en varias cucharas semiesféricas bañadas en alginato. Freí un poco de miga de pan y rebocé las croquetas. Por último, añadí el mejunje en su interior. Por fin, el resultado de mi sacrificio se alzó ante mis ojos, desafiando mi paladar, diciendo: «¡cómeme!». Y así lo hice: ¡me zampé tres de un bocado! El resultado me fascinó: las croquetas explotaron en mi boca llenando todas mis papilas gustativas con un torrente de sabor. ¡Había dado con el secreto mejor guardado de los chefs estrella!

Animado por la curiosidad que me produjo la desaparición del gourmet suizo, en aquellos días puse toda mi energía en pergeñar una nueva estrategia para reservar mesa en El Bulli. Esta vez me hice pasar por un reputado gastrónomo alemán de vacaciones en España. Creo que el caso Henry debió provocar un aluvión de cancelaciones —a ningún comensal le gusta pensar que puede acabar en el plato—, ya que dos días después recibí una llamada desde la cala Montjoi.

—¿El señor Jürgen Klinsmann?

—Jawohl!

—Tenemos una mesa libre para el jueves.

Maruja se alegró mucho de que por fin la invitara a cenar al restaurante más distinguido del mundo. Esa noche estaba radiante con su vestido étnico y sus collares de cuentas. Parecía una versión cañí y olé de la reina de Saba.

—Los señores Klinsmann, supongo —nos preguntó el amable maître al llegar a El Bulli.

—No —dijo Maruja.

—Sí —dije yo.

—¿Quién es Klinsmann? —me preguntó extrañada cuando nos conducían a la mesa.

—Un seudónimo literario.

No hubo más conversación en toda la noche. Maruja no sabía por dónde empezar a comerse los nudos esferificados de yogur con ficoide glacial y yo no veía la hora de probar las famosas croquetas líquidas. Cuando llegó ese sagrado momento de comunión con el maestro, me temblaban las manos de excitación. Sin embargo, todo se vino abajo al primer mordisco: ¡ni rastro de Pascal Henry entre la miga de pan rebozada! Por más que me concentré en identificarlo, no hallé el característico sabor acerdado de la carne humana ni en las croquetas líquidas ni en ninguno de los treinta platos del menú degustación.

Siendo así, ¿dónde estaba el gourmet? ¿Quién se lo había comido? «Debió de secuestrarlo Santi Santamaría», se me ocurrió pensar en medio de aquel nuevo descenso a los abismos de la depresión; «seguro que ha acabado en las ollas de Can Fabes». Pascal Henry cenó en Can Fabes exactamente dos noches antes de su desaparición en cala Montjoi. El cálculo de Santamaría debió de ser tan sencillo como perverso: esperar a que el gourmet saliera de El Bulli para caerle encima como un ave de presa (me pregunto si habría enviado a algún pinche de cocina o se habría encargado él mismo del secuestro). Las consecuencias no se harían esperar para su odiado competidor: un eco mediático desfavorable, huida despavorida de los clientes, quizás una inspección de Sanidad que descubriera un peligroso arsenal de metilcelulosa y gelificantes en su despensa…

Esa misma noche, al llegar a casa, un único pensamiento me golpeaba las sienes: rebanarle el pescuezo a Maruja con mi cuchillo jamonero para acallar de una vez sus insistentes reproches. Me estuvo dando la paliza durante todo el trayecto: «No has dicho ni una palabra durante la cena». «Estoy harta de tu carácter aburrido y aburridor». «Tu falta de consideración no tiene límites»… En realidad, estaba acostumbrado a sus críticas. Lo que realmente me hizo enfadar fue que me pidiera el divorcio. Y todo por el mequetrefe del colombiano y su puñetero libro.

Tras descalzarme, abrí sigilosamente el cajón de la cocina donde había escondido el arma y fui a por mi mujer con toda mi sangre fría. Ella también se había quitado los zapatos para arrebujarse cómodamente entre los cojines del sofá y entregarse a las últimas páginas de Prótesis, de Andreu Martin. No llegó al final. De tan absorta como estaba, sólo se enteró de que iba a morir cuando sintió el filo traicionero en el cuello y le susurré:

—Se acabó la lectura en esta casa.

Mientras la envolvía en bolsas de plástico y salvaba las escaleras que separaban nuestro piso de la carnicería, me entretuve pensando que al día siguiente llevaría todas sus malditas novelas policiacas al mercado de San Antonio, a ver si algún librero me las compraba a peso.

Decidí comenzar a descuartizarla por la cabeza, ya que parte del trabajo estaba hecho. Cuando conseguí seccionar el cuello, la sostuve en alto y me encaré con ella al más puro estilo hamletiano:

—¡Ahora ya no vas a ponerme nunca más los cuernos con ningún sudaca! —grité mientras me reía con todas mis fuerzas. Después le rasgué su estúpido vestido étnico empapado en sangre, le arranqué la ropa interior y comencé a aserrarle los brazos y las piernas. Con ellos, pensaba darle un giro al negocio: el próximo fin de semana, en vez de pollos a l’ast, ¡habría croquetas líquidas!

Aquel radiante domingo de verano apunté una brillante frase publicitaria en el pizarrón de la carnicería: «Pruebe la cocina de Ferran Adrià sin moverse del Carmelo». A la media hora, la tienda estaba llena de parados, jubilados y viudas andaluzas vestidas de negro. Las bandejas de croquetas volaron y ya vi que lo que quedaba de los cuerpos de mi difunta esposa y de su amante sería poco para colmar la demanda del domingo siguiente. Inmediatamente, comencé a pensar en procurarme algún que otro Pascal Henry despistado que se cruzara en mi vida. Pero no hizo falta salir a buscarlo: esa misma tarde llamó mi suegra desde Córdoba para decirme que estaba a punto de tomar el tren para visitarnos. Le había dicho a todo el barrio que mi mujer estaba con sus padres, así que esa vieja loca suponía una seria amenaza para mi coartada. Fui a recogerla a la estación y al entrar en casa ni siquiera le di tiempo a sacarse el abrigo antes de rebanarle el pescuezo y arrastrarla escaleras abajo. Esta vez hice mal negocio: gallina vieja hará buen caldo, pero da poca chicha. Vi claro que, a ese ritmo de ventas, en dos semanas agotaría las provisiones.

Entonces me acordé de mis odiados vecinos de la acera de enfrente y decidí que, además de criar fama en la alta cocina, podía matar dos pájaros de un tiro si limpiaba el barrio de inmigrantes. Allí, a escasos metros frente a mi puerta, se alzaba el letrero luminoso de la guarida de mis peores competidores: los chinos del restaurante Tiananmen Segundo. Nadie haría preguntas incómodas por la desaparición de un par de amarillos, así que ese mismo lunes me aventuré a comer un «menú feliz» para explorar una manera de atraerlos hasta mi tienda. Todas esas fritangas bañadas en glutamato me parecían vomitivas, pero al final me decidí a pedir lo más acorde con mis gustos exóticos: una sopa de aleta de tiburón. Sin embargo, el maître me hizo cambiar de planes.

—Sopa saber a poco, señor. Me permito recomendarle una especialidad fuera de carta.

—Interesante… ¿De qué se trata?

—Carne de jirafa, señor. Recién llegada de la sabana africana.

—Ahora comenzamos a entendernos, chinito.

Esa misma semana me descubrí cenando todas las noches en el Tiananmen Segundo. El señor Hu Jintao me deparaba un trato verdaderamente personalizado: ante mis asombrados ojos desfilaron suculentos filetes de carne de cebra, apetitosas costillas de felinos salvajes, deliciosas sopas de tortuga y otras delicias de animales en vías de extinción que me limité a saborear sin hacer preguntas. Los precios eran asequibles, al menos en comparación con los carísimos restaurantes de los grandes chefs. Y encima me quedaba enfrente de casa. Mi naciente amistad con mis antiguos enemigos me permitió vigilar de cerca a esos inquietantes seres destinados a servirme como materia prima. Aún era precipitado pensar en un secuestro. Pero sabía que no tardaría en atraerme a alguno de esos antropoides de ojos rasgados a la trastienda.

Todo habría continuado sobre ruedas de no ser porque la creciente fama de mis croquetas líquidas llegó a oídos del señor Jintao, que rápidamente se interesó en probarlas. Al principio, quise sacarle importancia al manjar, pero ante su insistencia y los dos chupitos de licor de arroz con que me obsequiaba después de cada pata de mono aullador o espalda de rinoceronte, decidí darle ese pequeño gusto al oriental.

El domingo siguiente, después de un día febril en ventas, me dirigí al Tiananmen Segundo con una bandeja de mis croquetas líquidas. El señor Jintao estaba sentado a la mesa, comiendo arroz y rollitos de primavera junto a siete u ocho chinos más.

—Don Manolo, ¿quiere acompañarnos?

—No, gracias, me he puesto a dieta —me excusé mientras destapaba la bandeja para ofrecerles el manjar.

Todos a una, lanzaron sus pequeñas pezuñas amarillas hacia las croquetas entre sonidos guturales de agradecimiento y me limité a esperar a que les estallaran en la boca para solazarme con sus caras de satisfacción. Pero no fue precisamente así como ocurrió. En su lugar, el señor Jintao empezó a carraspear, se puso verde, y luego morado. Por último, escupió el contenido de su boca con un sonoro ruido de asco y un montón de imprecaciones en su lengua natal. El resto de comensales quedó boquiabierto, sin saber si masticar o escupir, hasta que, uno a uno, imitaron a su cabecilla. ¿Qué había fallado? ¿Es que mi última remesa de carne no tenía la calidad de las anteriores? ¿Qué tenía de malo mi suegra? ¿Sería que me excedí con el alginato? No me dio tiempo a preguntarlo, porque el señor Jintao agarró un cuchillo y, gritando cual un Bruce Lee encolerizado, saltó sobre mí con la clara intención de asesinarme. Por suerte, la mesa era lo suficientemente larga como para permitirme alguna ventaja y pude correr hasta alcanzar la puerta. Cuando me giré, a mitad de la calzada de la calle Santuarios, vi a todos los comensales mirándome con odio desde la puerta del Tiananmen Segundo: llevaban todo tipo de armas blancas en la mano, bates de béisbol, botellas y hasta pistolas. La cosa iba en serio. «¿Cómo han descubierto mi secreto?», me preguntaba insistentemente mientras me encerraba en casa, totalmente acojonado y con el pavor añadido de que llamaran a la policía. Después, con un poco más de calma, entendí que no lo harían: quedaba perfectamente claro que el señor Jintao conocía el sabor de la carne humana tan bien como yo. Eso me dio alguna ventaja: durante el resto de la tarde me dediqué a atrancar las puertas y ventanas con los muebles y me senté ansiosamente a esperar que la horda amarilla viniera a por mi cabeza como gremlins en la noche.

Pero, en vez de un asalto a sangre y fuego, a las once oí un ligero repicar de nudillos ahí afuera. A continuación, me habló la voz familiar del chinito.

—Don Manolo, vengo en son de paz. Sólo querer hablar con usted y ofrecerle un acuerdo.

—¿Por qué habría de creerle, señor Jintao? ¡Ha intentado asesinarme!

—¡Cuánto lo siento, don Manolo! Fue momento de ofuscación. Le pido eternas disculpas por esta censurable actitud mía. Le doy mi palabra de que nada le ocurrirá… si colabora.

—¡Dígame qué quiere y acabemos de una puta vez con esta farsa!

—Don Manolo, sólo querer comprarle todas las existencias que tenga de sus, ejem, excelentes filetes exóticos. Los necesito para mi restaurante. Prometo que no habrá represalias. Mi organización le pagará su material a un precio que no podrá rechazar.

En ese momento vomité. No porque comprendiera que el señor Jintao me había estado dando de comer carne humana todas las noches —al fin y al cabo, ya la había probado—, sino porque me había comido a un montón de chinos viejos que ni siquiera debían de haber pasado un mínimo control sanitario: ¡con las enfermedades que andan sueltas por ahí! ¿Cómo era posible que los chinos me hubieran engañado como a un chino? ¿Dónde estaba mi cultura gastronómica? ¿Dónde mi paladar? Y, sobre todo, ¿cómo lo hacía el señor Jintao para que cada día me pareciera comer una carne distinta? ¿Cuál era su ingrediente secreto? ¡Maldita sea —me dije—, tendré que pedirle la receta!

—Verá, don Manolo —me aclaró el señor Jintao en cuanto me atreví a desatrancar la puerta—, hemos experimentado un gran auge de clientela en los restaurantes de nuestra cadena: a los españoles les gustan nuestros productos. Ustedes son un pueblo tremendamente bárbaro, sanguinario y caníbal, como dan prueba las morcillas, las corridas de toros, las guerras civiles y la tomatina de Buñol.

—Muy bien, muy bien, trato hecho, ¡lléveselo todo y cocínelo! Sólo quiero que me deje en paz para siempre.

—De eso ni hablar, don Manolo. Usted tiene un talento especial, un talento como proveedor, y va a trabajar para nosotros: con la crisis económica, llegan menos compatriotas nuestros. No podemos permitirnos este brusco descenso de facturación. A partir de este momento, considérese empleado de la Tríada del Dragón Rojo.

—¡No, no, jamás! ¡No quiero ser un asesino a sueldo de la mafia china, sólo soy un homicida puntual!

—No tiene elección, don Manolo. Si nuestros restaurantes se vacían, usted será el siguiente en acabar en el congelador. Considérese afortunado de seguir con vida y empléese a fondo en proveernos de buena carne. Si no, es posible que acabe convertido en chop suey.

Desde ese día, mi vida no volvió a ser la misma. Es cierto que el endemoniado émulo de Fu-Manchú me pagó generosamente por los brazos, cabezas y costillares que aún guardaba en el congelador. Pero el miedo se me metió en el cuerpo y, hoy, mis días como aspirante a chef estrella han llegado a su fin. ¿De dónde voy a sacar a mi próxima víctima? ¿Cuánto tardará en echarme el guante la policía? Sospecho que el señor Jintao cumplirá tarde o temprano su amenaza y acabaré siendo devorado cual un vulgar pato a la naranja. Pero esta semana aún pienso sobrevivir: he vuelto a merodear por El Bulli y he observado que Ferran Adrià sale a pasear todos los días por la playa a la caída del sol. Va solo. Será fácil sorprenderle por la espalda, darle un tajo en el pescuezo y cargarlo en el maletero del Panda. De paso, trataré de que el chino incluya en el menú mis deliciosas croquetas líquidas, que para algo soy el que mejor las copia. Adrià está gordito y, bien deconstruido, dará mucha chicha: lo serviremos con salsa de soja y una medida de arroz tres delicias. Después le llegará el turno a Santi Santamaría. La gente se chupará los dedos cuando pruebe mi râble de chef estrella.