El enigma de su voz

Isabel Franc

A la dependienta le sorprendió que no conociera la anécdota:

—Pues es la más famosa del barrio —me dijo en un tono que casi sonaba a recriminación. Hacía poco que me había instalado en un minúsculo apartamento de la calle Amistat, que me servía de vivienda y de despacho al mismo tiempo. Desde que llegué al Poblenou, he procurado ganarme la confianza de tenderas, comerciantes y porteras, si las hay (que ya quedan pocas); nunca se sabe cuándo una va a necesitar información. Me había llamado la atención el nombre del establecimiento, así que aproveché para preguntarle y entablar conversación.

—En el año cincuenta y siete un cliente regaló el loro a la familia Farreras, propietaria de La Licorería. Lo había traído de Guinea. Un loro muy simpático, pero un poco gamberro. Aquí, justo delante del negocio, tenía su inicio y final el tranvía número treinta y seis. El conductor y el cobrador entraban a tomarse un café hasta que el interventor hacía sonar su silbato para dar la salida al tranvía y este partía. Pero, durante un tiempo, ocurrió que el silbato sonaba, conductor y cobrador apuraban con premura su café, corrían hacía el tranvía y lo hacían salir, a veces incluso sin pasaje, al tiempo que el interventor observaba desconcertado cómo se iba sin que él hubiera dado la orden. Tardaron lo suyo en descubrir que era el loro el que silbaba. Su imitación era tan perfecta y provocaba tal desbarajuste, que el jefe de tranvías obligó a meterlo dentro de la tienda.

—Pobre loro —exclamé.

—¡Calle, calle, que decía unas palabrotas! Y no murió de depresión, no se apure, vivió hasta el noventa y dos, el año de las olimpiadas. Está embalsamado dentro de su jaula, en La Licorería. Puede pasar a verlo si le hace gracia.

Al salir del establecimiento, volví a mirar el rótulo de la entrada. El Loro del 36. Ahora ya no existe, sólo queda La Licorería; tras la muerte del señor Farreras, las mujeres de la familia alquilaron el local y acabaron por cerrarlo después de un tiempo. No podían con todo, se lamentaban. Luego pasé un momento a ver al protagonista de la anécdota. Un loro gris, grandote, con cara de golfo. Sobre su cabeza se conservan todavía el pito y una gorrita que le ponían imitando la del interventor. Pero había otra historia de la que apenas se hablaba y de la cual el loro había sido testigo de excepción. Veinte años atrás, una mañana de domingo a la hora del aperitivo, estando el local a rebosar, entró un hombre con una escopeta de caza, se dirigió hacia la barra y, sin mediar palabra, descargó dos tiros a bocajarro al estómago de un cliente que consumía con toda tranquilidad el vermú de la casa. El pobre loro debió de acabar traumatizado; primero la reclusión, luego el suceso. Imagino que durante un tiempo su laringe se dedicaría a disparar series de dos detonaciones, aterrorizando con su brillante imitación a toda la parroquia. Y digo imagino porque este episodio no me lo contó la dependienta, era una especie de tabú al que me llevó el primer caso del que tuve que encargarme.

Regresé al despacho pensando en el loro.

Desde que dejé el cuerpo… —el de policía, que es el único cuerpo al que he dejado yo (todos los demás me han dejado a mí)—, el despacho de detectives es mi único medio de subsistencia. No se me ocurrió otro; no sé hacer otra cosa. En un principio, pensé montar una agencia de detectives GLBT-friendly. A raíz de la Ley del Matrimonio, se ha abierto una nueva franja de mercado, y especializarse siempre garantiza clientela fija. Ya se sabe, líos de herencias, infidelidades, divorcios… con tanto deseo de normalizarse, funcionan en todo como los matrimonios tradicionales. Pero temía que la especialización me cerrara puertas y lo prioritario es comer. Decidí no indicarlo expresamente ni en la tarjeta de visita ni en el rótulo de la puerta, pero repartí folletos por todos los locales de ambiente, asociaciones, webs temáticas y negocios del ramo; aparte de las tiendas del barrio y lugares estratégicos como el juzgado, la oficina de empleo y el bingo. G & R Detectives, son las iniciales de mis dos apellidos, pero así parece que somos dos, por lo menos.

Aquella mañana, tras conversar con la dependienta de El Loro del 36 me llegó ese primer caso. Hacia las once y media de la mañana, una voz de mujer, de una sensualidad que ponía la piel de gallina, llamó para requerir mis servicios. Una voz, ciertamente, intrigante. Como tenía el despacho hecho unos zorros y algo me hacía intuir que aquella probable clienta era de buena cuna, preferí citarla en la calle.

—Si le parece bien, nos encontramos dentro de media hora en la terraza de El Tío Che, frente al Casino de la Alianza. Llevaré un ejemplar de El País.

Sin duda, los mejores batidos cubanos que se puedan encontrar, con leche merengada. El tío Che era un valenciano que llegó a Barcelona con intención de hacer las Américas, pero perdió el barco y, mientras esperaba el siguiente, se dedicó a vender su horchata. Se hizo tan famoso en toda la ciudad que decidió quedarse en el Poblenou. Me lo contó la dueña, una de esas tardes de cacareo por el barrio.

Mientras sorbía la cañita que hacía subir el dulce líquido a la boca, vi llegar un caos de rizos, más en abanico que en cascada, flanqueando unas enormes gafas de sol. «¡No será esa!», pensé, y se me quedó atrancada la cañita entre los labios al observar que se acercaba con determinación hacia mí. Un rostro enigmático; de aspecto felino toda ella, hermosa y alta. Parecía salida de un cuadro de Botticelli.

Lo que me propuso Diana Gallard parecía sencillo: proteger a una mujer de una posible agresión. Veinte años atrás el marido había descubierto que tenía un amante, había ido a por él y le había pegado dos tiros en presencia de un nutrido número de gente y un loro malhablado. Ahora salía de la cárcel y su sobrina, ese caos de rizos, temía que se cargara a la mujer. Una sospecha fundada al fin y al cabo, había perdido media vida por culpa de aquella infidelidad.

—Deme más detalles —le pedí.

—El marido de mi tía era muy celoso, llevaba tiempo vigilando sus movimientos. Todas las tardes, ella acudía a una de las casas bajas de la calle Fernando Poo, donde vivía un matrimonio conocido de ambos. Parece ser que también le encontró algunas cartas y poemas de amor. Una mañana de domingo, cogió su escopeta de caza, se dirigió a La Licorería de la calle Taulat y… el resto ya se lo he contado.

«La Licorería de la calle Taulat, precisamente», pensé en aquel momento, pero no me llamó tanto la atención la coincidencia como el hecho de que la dependienta se hubiera explayado con la historia del tranvía y hubiera omitido esta otra. Sea como fuere, la historia había llegado hasta mí y me tocaba decidir si me enfrentaba a ella o no. Era una tarea más propia de una guardaespaldas que de una detective. Sin embargo, no podía rechazar mi primer caso y, a decir verdad, me parecía estupendo trabajar para una señora tan fantástica.

—¿Sólo vigilarla, entonces? —quise confirmar—. Se lo digo porque, a veces, tengo casos muy liosos y, de vez en cuando, me va bien una cosa tranquila.

Tenía que hacerle creer que la agencia funcionaba a pleno rendimiento y la verdad era que cuando estaba en el cuerpo sí tenía casos muy liosos. Lo que no imaginaba en aquel momento era que este tampoco iba a dejar que desear.

Creo que fue en aquella respuesta cuando lo noté por primera vez. Respondió: «Sí, sólo vigilarla», en un tono de voz bajísimo, que entendí sólo por el gesto afirmativo. Claro que no le di la menor importancia.

Antes de regresar al despacho me animé a caminar un rato por el paseo marítimo, entre las playas de Bogatell y la Mar Bella. Una caminata frente al mar siempre me ayuda a concentrarme, reelaborar mentalmente los hechos y planear una estrategia de trabajo. Llegué hasta el Chiringuito de Moncho’s y me decidí a comer allí unos chipirones y unas patatas bravas.

Diana Gallard había insistido en que no quería que controlara al tipo, sino que vigilara a la mujer: «No la pierda de vista», me había exigido. Y, de nuevo entonces, su tono de voz había variado, recuerdo que tuve que hacérselo repetir. Además, aquel requerimiento tan rotundo me molestó. No me gusta recibir órdenes y, en mis casos, la táctica la decido yo. Pero, teniendo en cuenta que no quería liarme demasiado y sí tener contenta a la clienta, opté por seguir sus instrucciones. Aunque no me quedé ahí. Paralelamente, llamé a mi amiga y exsubalterna Dos Emes (pseudónimo que le doy por discreción, ya que ella aún sigue en el cuerpo) para pedirle los detalles del suceso ocurrido veinte años atrás.

—Buscaré el expediente —me aseguró.

Al día siguiente, permanecí apostada frente a uno de los edificios del paseo Calvell desde las ocho de la mañana —el segundo, concretamente, contando a partir de la Rambla del Poblenou—. A las nueve y media subí a casa de mi protegida con un sólido argumento.

—Buenos días, señora. Inspección acústica.

Cuando entras en las casas a primera hora de la mañana sueles encontrarte amas de casa en bata o con delantal. Ella iba vestida de calle, incluso se había maquillado discretamente. Debía de tener unos sesenta años largos, aunque bien llevados, y su expresión era hosca. De entrada, se mostró recelosa, pero fui convincente en mis explicaciones:

—Estamos comprobando los niveles de contaminación acústica del barrio —le enseñé un carné multiusos que yo misma he inventado—. Si el ruido en su casa supera los cincuenta y cinco decibelios el Ayuntamiento ofrece ayudas para la insonorización. Ya sabe, doble cristal, recubrimiento de paredes con láminas de corcho… ¿Me permite entrar a calibrar el sonido?

Mi intención era simple: reconocer a la mujer para poder seguirla y descubrir algún dato que me diera pistas sobre su forma de vida. Quería también ganarme su confianza por si tenía que intervenir posteriormente. Una inspectora municipal que merodea por el barrio puede encontrarse en cualquier lugar sin levantar sospechas.

Saqué del bolso un walkie-talkie y recorrí toda la casa enfocando con él a un lado y a otro, haciéndolo sonar regularmente. Un piso pequeño, no creo que superara en mucho los cincuenta metros cuadrados; con dos habitaciones, salón, cocina y baño, todo minúsculo, y una terraza cuadrada desde la que se veía un mar recuperado hacía algo más de un decenio.

—Han ganado con las reformas ¿eh? —le comenté intentando conquistar su simpatía—. ¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?

—Toda la vida —respondió ella con sequedad.

Yo sabía que aquellos pisos habían sido construidos en los años cincuenta por el entonces Patronato Municipal de la Vivienda. La playa de la Mar Bella estaba, en aquella época, llena de merenderos y, durante el buen tiempo, la vida del barrio se concentraba allí. Pero, poco a poco, el espacio entre los chiringuitos y las vías del tren fue ocupado por barraquistas que, en más de una ocasión, fueron arrastrados por los temporales. Durante décadas, la playa se convirtió en un inmenso basurero en el que se combinaban desperdicios y conchas marinas a partes iguales. Un paisaje en blanco y negro en el que destacaban las llamas de las hogueras que se encendían para quemar residuos. Un lugar propicio para buscadores de metales, mendigos y almas solitarias. El panorama humano y urbano cambió como ha cambiado siempre esta ciudad, con un acontecimiento extraordinario: los Juegos Olímpicos devolvieron el color al barrio. Todo el distrito se transformó. Donde antes moraban las fábricas, se habían construido parques y pisos de lujo; algunas, como Can Felipa, se reconvirtieron en centro cívico. Enterraron las vías, se limpiaron las playas, se construyó un paseo y el día que abrieron la Rambla al mar, la gente bajó en tropel, como una procesión, como si les hubieran abierto el camino hacia la iluminación. Lo que antaño fuera un nido de barracas, frente a un mar gris y aislado por las vías del tren, se convirtió en una zona privilegiada. Y el modesto edificio en el que había vivido aquella mujer durante toda su vida quintuplicó su valor.

El interior de la casa, en cambio, no parecía haber sufrido modificaciones, tenía el aire rancio de los años sesenta; una escena de ciervos presidiendo el comedor, papel floreado cubriendo las paredes, baldosas descoloridas y muebles de formica en la cocina… como si no hubiera pasado el tiempo. Había también algunas fotos antiguas, pero en ninguna aparecía una figura masculina identificable con el marido encarcelado. No me sorprendió.

Finalizada la inspección, me despedí de la mujer, salí al rellano de la escalera, subí el último tramo, que llevaba a la azotea, y encontré allí la atalaya perfecta para mi puesto de observación. Saqué una novela y me puse a leer: La sombra de la duda, de J. M. Redmann; algo ligero.

A media mañana, el ascensor se detuvo en el ático y una mujer llamó a la puerta de mi protegida. Tenía su misma edad, aproximadamente, iba vestida con sencillez, pantalón oscuro y chaqueta de lino, pelo canoso pero cuidado y arreglado de peluquería. Entró en el piso y ninguna de las dos salió hasta primera hora de la tarde. Llegué a pensar que iba a resultarme un caso aburrido.

A eso de las cuatro y media, poco después de finalizado el serial de sobremesa en la cadena catalana, abandonaron el apartamento. Recorrieron el camino hacia la Rambla con andar pausado, cogidas del brazo, con esa apariencia de viudas de una cierta edad que se acompañan mutuamente. Las seguí hasta la panadería El Surtidor, famosa por su coca de forner. Durante el trayecto saludaron, en un par de ocasiones, a transeúntes con quienes se cruzaron; un gesto leve de la cabeza, un «buenas tardes» sin detenerse. Luego las vi salir a cada una con un trozo de coca en la mano, observé cómo deshacían el camino andado hasta la primera rotonda y allí se despedían con un beso en cada mejilla. Mi protegida no volvió a salir.

Sí, sí, un caso sencillo, realmente. Y más todavía: al día siguiente, caso resuelto. El marido de la vigilada, exconvicto por el asesinato de su amante, había caído a la Ronda Litoral desde uno de los puentes peatonales y allí había acabado su desgraciada vida. «Menos mal que fue él quien se despeñó —pensé—, porque si llega a ser mi protegida, ya me dirás qué futuro me espera».

Cuando recibí el cheque de la señora Gallard me dije que no estaba nada mal para ser mi primer caso, aunque lamentaba un final tan precipitado, sobre todo porque iba a perder el contacto con ella.

—Ha sido una desgracia —le dije—, pero ahora ya no tiene nada que temer.

—No, no lo ha sido —afirmó.

—¿Cómo dice? —de nuevo su voz era tan tenue que apenas si se dejaba oír. Recuerdo que hasta me preocupé: «no tendré tapones de cera en los oídos».

—Era un déspota —añadió—. Habría ido a por ella, seguro.

La terraza del Catamarán estaba tranquila a aquella hora de la mañana. Un grupo de turistas paseaba por la playa y, en el paseo, ciclistas y fondistas se cruzaban en sentidos opuestos. Un día soleado, sin viento, el mar calmado como un lago y frente a mí aquella mujer que me despertaba un auténtico batiburrillo de sentimientos cada vez que la tenía delante. Era intensa, inalcanzable, me envolvía en una niebla. Y era imperfecta; la nariz demasiado grande, la boca demasiado recta. Eso era lo que la hacía realmente bella. Me parecía una auténtica tragedia no volver a verla.

—Ahora ya no me necesita —añadí con un poco disimulado matiz de desolación.

Ella respondió con un rotundo «No», parapetada tras las gafas de sol, sus manos largas luciendo tres anillos, uno de ellos antiguo, y un dedo acariciando el borde del vaso en el que se deshacía el hielo de un Martini.

La muerte accidental del exconvicto parecía clara. Por lo visto, cuando se precipitó a la Ronda iba ciego de alcohol, así que, posiblemente, resbaló. Ocurrió hacia las once de la noche, cuando apenas pasaba gente por la zona. No había testigos. Cayó como un fardo y un camión lo arrolló. No se descartaba el suicidio o el hecho, poco probable, de que alguien lo hubiera empujado. La policía cumplió el trámite de investigar sin demasiado entusiasmo. Obviamente, interrogó a la viuda; si había una posible sospechosa, esa era ella, pero tenía coartada, y muy sólida; yo misma me encargué de ratificarla. Al cabo de unos días, se confirmó la muerte accidental y caso cerrado, sin más complicaciones.

Sin embargo, yo no me resistía a dejar de ver a una mujer tan extraordinaria. Podría decir que mi instinto de sabuesa me hacía sospechar que algo no encajaba, que si aquello era un puzzle, le faltaban piezas, y que por mi experiencia en el cuerpo sé que todos los casos son como un puzzle. Pero no fue eso lo que me hizo volver al asunto. Yo tenía unas ganas locas de volver a verla, de descubrir el enigma que encerraba su voz sensual, de invitarla a cenar y, en fin… de tirarle los tejos descaradamente. No encontré excusa para citarla de nuevo hasta que Dos Emes me informó de un detalle importante: la mujer con la que mi protegida había pasado la tarde anterior a la muerte del exconvicto era la viuda del que este había matado veinte años atrás en La Licorería.

—Estaba revisando el expediente para pasarle la información cuando me di cuenta de la coincidencia —me explicó Dos Emes—. Todo ha ido tan rápido que no me ha dado tiempo de contárselo antes. Si quiere que le diga la verdad, a mí esta muerte me huele fatal.

—¡Le huele fatal, le huele fatal…! —me sulfuré—. ¿Qué tendrá que ver? Las dos mujeres debieron de hacerse amigas después de la tragedia.

—Pero jefa, ¿no le parece raro? —aunque ya no soy su superiora sigue llamándome jefa—. ¿Usted se haría amiga de la mujer que era amante de su marido al cual mató el marido de esta?

—¡Qué lío! —exclamé—. Pues no sé. Para empezar, no tengo marido y… —En ese momento me di cuenta de que tenía el pretexto perfecto para volver a ver a Diana Gallard—. Tiene razón —rectifiqué veloz—, citaré a mi clienta y le pediré que me aclare algunos puntos oscuros del caso.

Nos encontramos a última hora de la tarde en el interior del Casino; en esta ocasión, me pareció importante citarla en un lugar tranquilo.

—¿Qué es lo que hay que aclarar? —me preguntó en un tono que pretendía esconder una irritación evidente.

—¿Sabía que su tía y la viuda de su amante son amigas?

Ahí volvió a cambiarle la voz.

—¿Qué tiene eso de extraño?

—¡Mujer! Que una no se hace amiga de la mujer que tuvo un rollete con su marido, al cual luego mató el marido de esta.

De nuevo me pareció que el enunciado era lioso.

—Tal vez las unió la desgracia.

—¿Cómo dice?

—Que tal vez las unió la desgracia —repitió con algo más de ímpetu, aunque no demasiado.

—Claro, eso es justo lo que había pensado.

Confieso también que yo no estaba por la labor. Para mí, el caso se había cerrado, Dos Emes es una quisquillosa y, cuanto más miraba a Diana Gallard, más atraída me sentía. Por eso, pronto desvié la conversación y le ofrecí cenar en el mejor restaurante de la zona.

—¿Conoce Els Pescadors? Una antigua taberna de menú venida a más gracias a un grupo de teatreros famosos y reconvertida en restaurante de diseño en un rincón intemporal donde subsisten tres bellasombras, el árbol de la bella sombra. Se come el pescado más fresco de toda la ciudad y cocinado con arte… ya conoce la calidad de la cocina catalana.

No sé por qué aceptó. Lo más fácil habría sido desaparecer; siempre me ha quedado la duda de que formara parte de una estrategia. Porque qué podía ver en mí Diana Gallard más allá de una pelagatas con ínfulas de Miss Marple. Una tiene sus complejos y, a cierta edad, conoce ya sus posibilidades y sus límites; lo cual no impide que, de vez en cuando, me deje llevar por ingenuas ensoñaciones. En cualquier caso, la verdad es que disfruté como una enana de aquella cena. Hablamos de su vida y de la mía, de nuestras aficiones y, aunque la notaba algo contenida, me dio la sensación de que se sentía a gusto. Creo que de lo contrario no me habría confesado:

—Vivo en Florencia desde que era muy pequeña y la mujer a la que ha protegido no es mi tía, sino mi madre.

—¡Anda! ¿Entonces el muerto…? Con perdón.

—Mi madre me envió a Italia con su hermana para librarme de él.

—Y cuando lo enchironaron, ¿por qué no volvió?

—Yo era una adolescente. No es bueno para una chiquilla tener al padre en la cárcel por asesinato.

Lo comprendía, como comprendía también que no tuviera por su verdadero padre una especial simpatía.

—Mis padres están en Italia —sentenció—. Con mi madre biológica he mantenido siempre el contacto, ha sido sincera conmigo, nunca me ha engañado.

—Por eso ahora ha querido protegerla.

—Se lo merecía —musitó.

Visto el aire trascendental que había tomado la velada, no me pareció oportuno proponerle que pasáramos la noche juntas. Siempre he sido muy tonta para estas cosas. Y, de todas formas, regresaba a Italia al día siguiente y no volvería a verla. En fin, esa ternura que te infunde alguien a quien conoces un día y te atrapa, ese deseo de mimo, de protección, de amparo, no tenía futuro. Así que… contemplé por última vez su belleza imperfecta; la boca demasiado grande, la nariz demasiado recta, y pensé: «Me ha contratado, yo he cumplido con mi deber, me ha pagado bien y ahí se acababa la historia; con una cena maravillosa y un beso en los labios, como se despide siempre a los amores imposibles».

A la mañana siguiente, Dos Emes vino a visitarme al despacho. Iba vestida con el uniforme de los Mossos d’Esquadra y traía esa cara de Colombo que se le pone cuando ha descubierto algo importante.

—Es que, ya se lo dije, jefa, a mí me olía mal. He estado investigando y lo que he descubierto es sorprendente.

—Cualquier chorrada, Dos Emes, que ve demasiado CSI.

—¡No, jefa, de verdad! Que hay para alucinar. ¡Las dos mujeres se casan!

—¿Qué dos mujeres?

—Las viudas… la viuda del amante asesinado y la del asesino que se despeñó a la Ronda. Sus nombres aparecen en el registro, la ceremonia se celebrará la próxima semana. Lo encontré por casualidad. Tuve que ir al juzgado a revisar todas las entradas por un tema de falsificaciones y, entre ellas, encontré la petición para su enlace matrimonial. Mucho las unió la desgracia, ¿no le parece?

Sí, olía fatal. Como todos los casos, aquel también era un puzzle y empezaban a aparecer piezas perdidas. Dos Emes tiene una especial habilidad para encajarlas.

—Jefa, a mí me da la sensación de que no se hicieron amigas después de la desgracia, sino que ya lo eran de antes… y mucho más que amigas. En el expediente del caso hay una copia de las cartas de amor que recibió la esposa del asesino. Están firmadas con las iniciales R. M. La viuda del asesinado y supuesta amiga de su protegida se llama Rosa María. Todo cuadra. Imagínese lo que suponía para ellas que el tipejo saliera en libertad. En el móvil del muerto había una llamada, de un número de tarjeta. Mi teoría es que alguien lo citó y…

—Llevaba mucho alcohol encima —la interrumpí—, lo más probable es que tropezara.

—Precisamente, con tanto alcohol encima a nadie le resultaría difícil darle un empujoncito para que se precipitara al vacío. Tampoco podemos saber si recibió un golpe en la cabeza, el camión le destrozó el cráneo. Qué quiere que le diga. A mí me mosquea mucho.

Como de costumbre, Dos Emes tenía razón. Todo encajaba. En efecto, el marido había descubierto que su mujer le era infiel y tenía razón, pero lo que no podía imaginar era que no se trataba de «un», sino de «una» amante. No debió de resultarle difícil localizar el lugar de encuentro, la casita en la que vivía el matrimonio. El resto, para él, no tenía más misterio: si se entendía con alguien, tenía que ser, por fuerza, el hombre, fueran cuales fueran las iniciales de las cartas; los amores clandestinos necesitan protegerse. Se fue a buscarlo al bar y le descargó dos cartuchos en la boca del estómago. A partir de entonces, las dos mujeres tuvieron el camino libre. Un marido muerto, el otro en la cárcel y la hija en Florencia, ningún obstáculo para su relación excepto el barrio mismo: la gente, las barreras sociales, el qué dirán. Siguieron manteniendo su amor en secreto. Pero el asesino había cumplido ya condena y salía en libertad. ¿Descubriría el error? Y aunque no llegara a descubrirlo, cómo iban a seguir viviendo las dos mujeres. La opción más segura era eliminarlo.

—De todas formas, ellas no han sido, tienen coartada y mi testimonio.

—Ya —se lamentó Dos Emes y con cierta socarronería añadió—. Y no hay ninguna otra sospechosa, claro.

«¿Tenía coartada Diana Gallard? —pensé—. ¿Por qué solicitó los servicios de una detective en lugar de avisar a la policía del peligro que corría su madre? ¿Había hablado con ella? ¿Habían planeado algo juntas?».

—Que yo sepa, no, y, de todas formas, qué quiere que le diga, nadie va a pedir cuentas a nadie. Dejemos que pasen tranquilas los últimos coletazos de su relación, ¿no le parece?

Dos Emes suspiró.

—¿Dice que Diana Gallard regresa a Italia esta tarde?

—Eso me dijo.

—¿Y no piensa hablar con ella?

—¿Para qué?

Me miró con cara de «jefa, que la conozco», volvió a suspirar y acabó por decir:

—Pues… para saber, por ejemplo, si piensa volver para la boda, aunque ya le digo yo que no lo hará. Será sólo un trámite. En la más absoluta intimidad. Ya lo verá.

Sí hablé con ella, pero sólo al teléfono. La llamé al móvil poco antes de que partiera su avión. Estaba ya en el aeropuerto. Yo había vuelto a la terraza del Catamarán y desde allí contemplaba un mar sereno y renovado. Intentaba imaginar cómo era cuando tenía más de estercolero que de mar. Intenté imaginar también cómo había sido la vida de aquellas dos mujeres en la dictadura, en el posfranquismo y en la transición. Un secreto mantenido en el fondo del armario hasta el momento en que no hubo más trabas. Su existencia había cambiado como su propio barrio, sólo habían tardado unos cuantos años más. Reabrir el caso, interrogar a Diana Gallard y completar el puzzle habría sido devolver el blanco y negro a la vida de las tres.

Le expliqué lo que habíamos descubierto (bueno, yo no, Dos Emes, pero eso no se lo especifiqué), le dije que la policía tenía intención de reabrir el caso.

—Es posible que quieran interrogarte —añadí—, pero no te preocupes, en mi declaración olvidé comentar que la noche de los hechos estabas haciendo compañía a tu madre. Con eso, probablemente, desistirán.

Sobre la línea del horizonte, los aviones pasaban de forma intermitente, en descenso, camino del aeropuerto. Era fácil imaginar a turistas y visitantes mirando por las ventanillas, contemplando las torres de la Vila Olímpica, los edificios nuevos, el puerto, las playas… ¿Cuántos de esos ojos —me pregunté— sabían que, tiempo atrás, el barrio no era en technicolor?

—Gracias —exclamó con una voz casi inaudible, como siempre que decía algo comprometedor.