Introducción
Dichosas ramblas
Rodeada de montañas que se abren al mar, al arquitecto Antonio Gaudí le bastó con admirar la belleza del entorno natural donde se alza para elegirla como enclave de la obra culminante de su singular mundo de fantasía, estímulo diario para que los mimos y estatuas vivientes de la ciudad reivindiquen un sitio al sol en el marco de Las Ramblas.
Que nadie se llame a engaño. A pesar de su fachada elegante, de su magnificencia externa, Barcelona no siempre ha sido capaz de domeñar la siniestra añoranza que el doctor Jekyll siente por el señor Hyde. No faltará quien apunte a la combinación explosiva y represiva de una pulgarada de beatería, una pizca de monárquicos y un buen chorreón del régimen del general Francisco Franco como revulsivo capaz de encrespar las aguas profundas del sentir del pueblo catalán, tan independiente y anárquico. Un espíritu que, bajo sus majestuosas palmeras y a la luz del Mediterráneo, no sólo le ha permitido conservar su idioma y sus propias costumbres, tan diferentes del resto de España, sino que siempre ha servido como reclamo de las vanguardias creativas.
Aunque pueda antojársenos increíble, hubo un tiempo en que Barcelona, cuyo topónimo seguramente se remonta a su fundador, allá por el siglo III antes de nuestra era, que no era otro que el general cartaginés Amílcar Barca, permaneció engurruñada tras las lindes del Imperio romano, oculta en el más vasto y enrevesado laberinto de arquitectura gótica de toda Europa. Habrían de pasar unos cuantos siglos antes de que la próspera ciudad portuaria se abriera a las rutas de la navegación y se adentrara en la era industrial, lo que atrajo inmigrantes, obreros, revoluciones y bajos fondos. Más tarde, la ciudad padeció el baño de sangre de la Guerra Civil (1936-1939), sin contar los treinta y cinco años del puño de hierro del régimen franquista; para cuando todo eso hubo acabado, los adoquines de sus calles ya se habían convertido en caldo de cultivo para el resentimiento.
Si noir, el negro, es el género que mejor refleja las tensiones y los resabios de una sociedad, hubo de pasar un tiempo antes de que Barcelona se asentara para intentarlo. En España no aparece la primera novela negra, con un policía dedicado a investigar crímenes pasionales, hasta la publicación de El clavo, de Pedro Antonio de Alarcón, en 1853. De todos modos, hay que tener en cuenta que, como país, no era el mejor lugar del mundo para empuñar la pluma. Sólo un manojo de valientes, o necios, según se mire, se atrevían a contravenir la ortodoxia con sus escritos, se arriesgaban a sufrir tortura, penas de cárcel o, lo que es peor, a perder la vida. Sirva como recuerdo el trágico destino que corriera Federico García Lorca a manos de los nacionales en 1936.
Andando el tiempo y a pesar de una censura férrea, comenzaron a publicarse más relatos de esta índole. En la década de 1950, aparecieron las novelas policíacas de Francisco García Pavón, con el comisario Manuel Gálvez, más conocido como Plinio, protagonista de una serie de novelas que, adaptadas más tarde como serial televisivo, cosecharon un gran éxito de público. El personaje de Plinio —hombre de pocas palabras, con su inseparable pistola en la cadera derecha y el cigarrillo colgando de la comisura de los labios— fue sin duda un adelantado a su tiempo. En comparación con la brutalidad de los sicarios de carne y hueso del régimen franquista, para un auténtico aficionado a esta clase de intrigas, los seriales televisivos de esta índole debieron de antojársele un juego de niños; la violencia que dejaban entrever, lo más parecido a un apacible paseo por un parque.
Habría que esperar a la muerte de Franco en 1975 para que empezasen a aparecer relatos más descarnados, aporreados sobre teclados de máquinas de escribir sembrados de ceniza de cigarrillos y manchurrones de absenta. Abolida la censura, comenzaba una nueva era. En lugar de las clásicas novelas policíacas, tan populares en el Reino Unido, el género, en España, adquirió tintes de crítica social. Gracias a algunos protagonistas inolvidables salidos de la pluma de novelistas catalanes, como Francisco, Paco, González Ledesma, y su imperturbable inspector Ricardo Méndez (presente en esta antología), hasta el más reciente y admirado Manuel Vázquez Montalbán, creador del detective Pepe Carvalho, un hombre que sabe cómo sacarle partido a la vida, Barcelona comenzó a verse plasmada como lo que era en realidad: una ciudad carcomida por la violencia, la corrupción endémica, la falta de movilidad social.
Aunque algunos de los relatos que se recogen en esta antología aún conservan ribetes de aquella época, un espíritu de sadismo, más refinado si se quiere por cuanto inesperado, permanece al acecho en el marco de la pequeña ciudad posindustrial donde acaecen. Identificada de lleno con la perspectiva de ocio y diversión que ofrece su floreciente industria turística, sin olvidar el flujo constante de inmigrantes de África, Hispanoamérica y Asia que acoge y las crecientes tensiones que se registran en el nacionalismo catalán, la ciudad ha alumbrado una nueva hornada de resentimientos, de choques culturales. Asómense a los bajos fondos de El delgado encanto de una mujer china, de Raúl Argemí, y descubrirán cómo en los rincones más sórdidos de la ciudad, aunque agazapados, aún perviven el mundo de las drogas, de la xenofobia, del tráfico de personas. En Epifanía, de Eric Taylor-Aragón, asistirán al encuentro en una taberna de dos marginados que han sufrido sendos desengaños amorosos y el modo aterrador que idean para eludir la angustia de la existencia que arrastran, en tanto que en Barrios altos, de Jordi Sierra i Fabra, nos hacemos una idea cabal de cómo los ricos torturan a los extranjeros que trabajan en sus domicilios.
Verán retratos de catalanes que, aún asfixiados en el seno de una sociedad conservadora, luchan por preservar su identidad, como en la obsequiosa tienda que describe Imma Monsó en El cliente siempre tiene razón, o en La ofrenda, de Teresa Solana, donde una clínica respetable es el escenario en el que se suceden aterradoras prácticas quirúrgicas, o en los leves destellos con que Lolita Bosch salpica un sobrecogedor relato de venganzas que son capaces de traspasar las fronteras de un continente. La misma contención que se observa en Depredador, de Santiago Roncagliolo, retrato de un grupo de compañeros de oficina que se disponen a pasárselo en grande la noche de carnaval gracias a unas máscaras que impiden saber quiénes son en realidad, o en Atrapando la luna, de Valerie Miles, donde la noche mágica de San Juan se convierte en la coartada perfecta para llevar a cabo un asesinato.
Diferentes tramas que nos retrotraen en el tiempo, que lo mismo nos llevan a indagar la suerte de unos fantasmas de la Segunda Guerra Mundial, como en Las sombras de Brawner, de Antonia Cortijos, que más atrás, hasta los tiempos en que pistoleros anarquistas huían a la desbandada en Ciutat Vella, como en Ley de fuga, de Andreu Martín. Tampoco tienen por qué ser hombres los detectives o los ejecutores de nuestros días; lo mismo pueden serlo lesbianas embarazadas, como las descritas por escritoras tan respetadas dentro del género como Isabel Franc y Cristina Fallarás.
Al turista le bastará con rebuscar en las estanterías de la librería Negra y Criminal de la Barceloneta, con acercarse al certamen literario anual BCNegra o con darse una vuelta por la plaza que hay entre la calle de San Rafael y la Rambla del Raval, dedicada a la memoria de Vázquez Montalbán, el creador de ese simpático personaje que es Pepe Carvalho, excomunista, detective y gastrónomo quien, siempre en compañía de su amiga prostituta, situó en el mapa los mejores tugurios y restaurantes de El Raval, para caer en la cuenta de lo hondo que el género negro ha calado en la cultura y en la sabiduría populares de los barceloneses. Hay locales que nunca faltan en las guías gastronómicas de mayor prestigio, como el bar Pinotxo del Mercado de la Boquería, o Casa Leopoldo, donde si un comensal le dice al camarero de turno: «Pepe Carvalho me dijo que no dejara de pasarme por aquí, de modo que tráigame lo que guste», se expone a que le sirvan una comilona que no olvidará mientras viva. Si, por el contrario, el lector pretende degustar una muestra del refinamiento culinario de Cataluña, le recomendamos que haga un alto en Sweet Croquette, de David Barba, un viaje fascinante por la mente obsesiva de un hombre que tiene una fijación con Ferran Adrià, maestro de maestros.
Represión, bajos fondos, inmigración…, catorce relatos que, más allá del animado bullicio de Las Ramblas y de las agujas de Gaudí, le obligarán a reparar en el lado oscuro de Barcelona, ese que nunca descubrirá en las guías turísticas de la ciudad.
Adriana V. López & Carmen Ospina
Barcelona
Enero de 2011