Atrapando la luna
Deja que la flor negra se desenvuelva como quiera.
(Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata).
Observé cómo la abría de arriba abajo, como una granada; en ese momento, me di cuenta de que había cometido un tremendo error. Era un día sofocante de mediados de junio: gotas de sudor me corrían por la hondonada que formaban los músculos erizados a ambos lados de la columna. Traté de olvidar los picores que me producía la camisa pegajosa, mientras me agazapaba en el minúsculo espacio tras el endeble biombo de su dormitorio. Los calcañares se me clavaban en los muslos, pero procuré quedarme como estaba por miedo de que el delicado bastidor de mimbre me delatase. Por fin, dieron las tres en el reloj de la torre de Rius i Taulet, y supe que ella aparecería en cualquier momento. Al oír las campanadas, el cuerpo entero se me puso en tensión; a la tercera, sentí un calambre a la altura del muslo derecho. Como si me estuvieran arrancando una tira de carne ensangrentada de la pierna y sólo pudiera emitir un gruñido de dolor. Cualquier movimiento por mi parte bastaba para que aquel maldito mimbre chirriase, pero sabía que todo concluiría rápidamente, y eso atemperaba el dolor físico, aunque el remordimiento que sentía era como una tortura. Me daba perfecta cuenta de que no debía estar allí, espiándola como un colegial. Pero no podía hacer otra cosa.
Oí cómo se cerraba la puerta trasera del taller donde Lydia pasaba las mañanas haciendo compañía a las hermanas Furest, tres viejas solteronas y diestras tejedoras. Le encantaba sentarse con ellas mientras se afanaban sobre telas estampadas y, de sus manos, salían prendas preciosas. Distinguí sus pasos livianos y cadenciosos en las viejas losas de piedra del patio, acompasando el murmullo soporífero de las plantas que allí crecían. El jardín era lo único que quedaba en pie de un antiguo edificio que, en tiempos, debió de ser lugar de recreo de una familia adinerada. El resto del palacete en Villa de Gracia se había construido alrededor de aquel vetusto enclave unos cien años atrás, antes de que el empuje expansivo de la ciudad de Barcelona hubiera engullido la localidad.
Allí pasaba Lydia la mayor parte del tiempo, cuidando con cariño de aquellas criaturas vivas, tallos de hiedra y zarcillos de campanillas que habían crecido por doquier hasta mudarse en barbas de un fauno danzante cuyas hojas colgaban de su flauta de mármol. Cultivaba otras hierbas silvestres, como belladona, acónito, potentilla, digitales y verbena, también conocida como ruda. Si no tan esplendorosas como las flores más nobles, también estas plantas eran buena muestra del cuidado asiduo que les dedicaba. Los arbustos estaban rodeados de una hilera de geranios rojos y el sitio más protegido era el centro de aquel círculo, la zona reservada a las flores más oscuras. Porque en el jardín de Lydia sólo crecían flores negras. No me hacía falta verla para saber que se había detenido un momento en la fuente que murmuraba en medio de aquellas especies singulares. Se detenía y se remojaba las manos en el estanque antes de humedecerse la frente y refrescarse el cuello con dedos delicados, dándose unos golpecitos a la altura de la nuca, ablución ritual que llevaba a cabo todos los días a la misma hora. Sí, admito que había observado a aquella exquisita criatura en su jardín siempre que había tenido oportunidad. Mi despacho en el segundo piso daba al patio, y muchas veces, a la hora de comer, me ocultaba en la penumbra para contemplar el mimo con que velaba por sus plantas con muestras de afecto inimaginables en aquella belleza tan reservada. Cuántas veces no habría deseado mudarme en una de aquellas hojas, en uno de los arbustos que cuidaba y convertirme en el destinatario de aquellas caricias amorosas. A veces, vestía telas delicadas que, al trasluz, permitían leves atisbos de su figura perfecta, y el pulso se me aceleraba sólo de pensar en rozar la piel luminosa que cubrían aquellos vestidos. Nunca antes se me había ocurrido traspasar el umbral y adentrarme en el sanctasanctórum del sitio al que solía retirarse a primeras horas de la tarde.
Mientras esperaba en cuclillas, evoqué una imagen acabada de ella, besando el amuleto que siempre llevaba al cuello, un fragmento de ónice negro tallado que, como más adelante descubriría, contenía una ramita de verbena. Se acercaba el colgante a los labios y cerraba sus claros ojos azules mientras se tomaba un respiro camino de aquella misma estancia, musitando algo en delicada comunión con sus criaturas vegetales. Cuando se disponía a echar a andar hacia la puerta, acariciaba y olisqueaba sus lustrosas flores negras: escobilla morisca, tulipanes reina de la noche y azucenas negras. Alguna vez me sorprendió mientras la observaba durante aquel ritual diario. En cierta ocasión, tras adentrarse en el recinto oscuro del dormitorio, volvió la cabeza y entre sol y sombra, medio asomada a la puerta, alzó los ojos hacia mí. Me dio la impresión de que, aun sin palabras, trataba de decirme algo. Observé un gesto de aflicción en su rostro, una arruga casi imperceptible en aquella frente que parecía dar a entender que cargaba con la fatiga del mundo, de generaciones, antes de darse media vuelta y cerrar la puerta a sus espaldas.
Para entonces, me había colado dentro; como un ladrón de su privacidad, había traspasado el umbral del lugar donde se recogía a primeras horas de la tarde. Camino del aposento, pasó rozando el mimbre del biombo y me llegó una vaharada de un perfume delicado. Llevaba una cala negra que había cortado en el jardín, una hermosa flor con un largo estambre negro. La dejó encima de la cama, retiró las cortinas de gasa que colgaban del dosel de madera y abrió el tragaluz abombado del techo. A raudales, la luz fue a caer sobre una colcha de algodón blanco bordada con trocitos de espejuelo y la estancia se incendió bajo un estallido de vivos fogonazos. Se quitó el broche con el que mantenía en su sitio sus cabellos de color castaño y una catarata de imponentes rizos se abalanzó por su espalda. Al acecho, con aquellos ojos azules y chispeantes, como quien espera la descarga de una tormenta, permaneció inmóvil cosa de un momento, absorta, como un precioso autómata, en algún recóndito pliegue de su ser.
Comenzó a desvestirse. Primero, se quitó la blusa y el sostén, y dejó los zapatos a un lado. Se sentó luego en el borde del alto lecho blanco y, como un niño, meció sus pies delicados a un lado de la cama. Me dio la impresión de que el corazón estaba punto de salírseme del pecho; comencé a sudar a chorros. ¿Cómo no podía oír sus latidos? Era un espectáculo embriagador; bajo el sol de la tarde, sus cabellos juguetones y traviesos refulgían en los tres hoyuelos que marcaban el final de su espalda. Con ligereza, se movía de un lado a otro del lecho inundado de sol, levantando una flotilla de diablillos de polvo diminutos, incandescentes. En respuesta a la visión de aquellos pechos que subían y bajaban al compás de su respiración, de aquellos pezones oscuros que se alzaban desafiantes sobre su piel nacarada, me aguijaba el deseo.
Se llevó los dedos a los pechos y, con cariño, acarició su amuleto —¿llegué a captar el leve atisbo de una sonrisa?—, antes de deslizados hasta el vientre e introducir los pulgares en la parte interior de la falda. Tumbada de espaldas en la cama, tiró de la cinturilla hacia abajo y levantó las caderas. La banda elástica se clavó en aquella carne delicada a medida que recorría sus muslos, y sentí un deseo irresistible de salir de mi escondite y cortar aquella tela que, sin duda, habría de molestarla al despertar; quería protegerla, evitarle la tristeza, la tortura de tener que acostarse con aquel viejo.
Bajó de la cama, se acercó a la silla que estaba junto al biombo y dejó sus ropas dobladas. Contuve la respiración y, sin querer, cerré los ojos por miedo de que se inclinase un poco más y me sorprendiese allí agazapado. Pero se volvió al lecho y esparció un poco de verbena por encima de las almohadas y las sábanas, depositó el resto en un pequeño cuenco de piedra que había en la mesilla y le prendió fuego. Puso en marcha el ventilador del techo, y una brisa circuló entre las plantas lozanas y verdes que había repartidas por la estancia llevando el humo del incienso. Se hizo con la cala y como muerta, recostó su cuerpo desnudo sobre las almohadas, como una princesa de cuento de hadas, apretando la flor oscura como una mancha de tinta entre sus pechos.
El reloj dio el primer cuarto y, como no podía ser de otra manera, alguien llamó a la puerta. El viejo señor Candau llegaba puntual, a las tres y cuarto, dispuesto a holgar con su hermosa y joven esposa.
Casándose con un hombre tan mayor como su padre, uno de los últimos descendientes directos de una antigua familia catalana, Lydia le había ahorrado una humillación. El señor Candau era un hombre de tierra adentro, que había levantado su imperio yendo de pueblo en pueblo recogiendo chatarra a lomos de una mula. Hombre con agallas, ambicioso por demás, consiguió amasar una fortuna que le permitió llevar una vida más que desahogada en una ciudad como Barcelona. No tardó mucho en divulgarse la noticia de que había llegado un nuevo rico, y fueron muchas y muy rancias las familias catalanas que lo asediaron para que se hiciera cargo de sus negocios que languidecían. Los tiempos estaban cambiando y los privilegios ya no bastaban como en la época de Franco. Compró aquel antiguo palacete en lo que entonces se conocía sólo como Gracia, trasladó sus oficinas a la parte delantera del edificio y restauró el interior hasta convertirlo en una espléndida y suntuosa residencia. Cuando hablaba de aquel sitio, no tenía empacho en referirse a «su reino». En cierta ocasión me contó que lo primero que le había llamado la atención del barrio de Gracia había sido el carácter espontáneo de la gente, el ambiente pueblerino que lo devolvía a sus orígenes humildes; allí «entre aquella gente que vivía a su aire, anarquistas y gitanos, volvía a sentir cierta nostalgia. Mejor que codearse con los estirados y viejos carcamales sin un céntimo de Pedralbes». Cuando quebró la empresa textil del padre de Lydia, el señor Candau se avino a pagar el doble de lo que valía a condición de que la más joven de sus hijas, la más dulce de las Cordelias, se convirtiese en su mujer. Nunca he sabido cómo se tomó aquello de formar parte del trato, pero, en su condición de señora y reina de la casa, supo mantenerse a la altura de su posición. Siempre solícita, distante, pero sin llegar a parecer fría, y lo bastante orgullosa, desde luego, como para aceptar el papel de víctima propiciatoria. Se convirtió, pues, en una mujer muy rica y, con tal de que se mostrara sumisa y en su sitio, él sólo veía por sus ojos. A medida que fue pasando el tiempo, su marido se obsesionó más y más con su gélida belleza, se sintió más cautivado por su elegante desapego. Algo había en su porte, en la forma en que alzaba la barbilla, en cómo chispeaban aquellos ojos azules bajo una maraña de pestañas de color castaño que revelaba una magnificente vida interior que nunca habría de estar al alcance de un patán, de un rey de pacotilla o, ya puestos, de ningún otro.
El señor Candau entró a formar parte de mi vida el día que mi padre, cuando menos se lo esperaba, recibió una llamada suya. De niños, durante los años del hambre y la miseria de la posguerra, habían sido inseparables; mi padre solía contar anécdotas de sus andanzas por los bosques cuando, juntos, pasaban días y más días cazando y pescando con la esperanza de presentarse con algo que sus familias pudieran llevarse a la boca. Mi padre me contó cómo, en una ocasión en que los dos cuidaban de las ovejas del vecino, el señor Candau retorció el cuello a un perro muerto de hambre con sus propias manos. Hasta que llegó el día en que, de forma inesperada y sin avisar, mi padre se lio la manta a la cabeza, se fue a Francia en busca de trabajo y no volvieron a verse. Hubieron de pasar muchos años antes de que el señor Candau lo llamara para pedirle que volviese, diciéndole que era un hombre rico, pero que no tenía a nadie y echaba en falta la presencia a su lado de aquel amigo de la infancia, de una persona de confianza. Pero mi padre no se encontraba bien y no se veía con fuerzas para dejar atrás la vida que se había labrado en aquel país, circunstancia que el señor Candau aprovechó para decirle que me enviase a mí, su hijo mayor, a Barcelona. Necesitaba a alguien para su nuevo negocio textil, y contar con alguien como yo a su lado, que supiera idiomas y hubiera acabado la carrera con buenas notas, le sería de gran ayuda. La idea no me hizo mucha gracia; había estudiado literatura para ser profesor, no para acabar convirtiéndome en un hombre de negocios. Pero mi padre insistió en que me olvidase de sueños románticos y no lo dejase en la estacada. Siempre había estado convencido de que el señor Candau llamaría algún día, y ese día, por fin, había llegado.
Desde que llegué a Barcelona, y de esto hace ya algunos años, el señor Candau me ha tratado como el hijo que nunca tuvo. Como el hijo que, a pesar de lo mayor que era, le hubiera gustado tener con Lydia, su primera mujer. Pero llevaban casados dos años y, a pesar del empeño que ponían en su ars amatoria, su deseo no había cuajado. Aunque su joven esposa era una recompensa, un símbolo, él confiaba en que le diese un heredero. Y cuanto más encaprichado estaba con ella, más intranquilo se sentía porque no lo hubiera hecho. El señor Candau era un hombre acostumbrado a conseguir todo lo que quería; pronto caí en la cuenta de que nada bueno podría salir de un hombre tan obsesionado con su mujer.
Una tarde sorprendió los comentarios desenfadados y admirativos que algunos empleados, entre ellos yo, dedicábamos a los encantos del trasero de una de las secretarias y me llamó de inmediato a su despacho. Pensé que iría a afearme la indiscreción hasta que descubrí que sólo quería que le dijera que su Lydia era, con mucho y sin comparación posible, la mujer más hermosa de Cataluña. Quería oírmelo decir.
—Sin lugar a dudas, señor: Lydia es la mujer más hermosa de esta ciudad. Incluso de esta nación, de toda la península.
—Y lo es, Guillem. Pero ¿cómo puedes estar tan seguro de lo que dices? —continuó desde detrás del escritorio, frotándose la frente arrugada, sin levantar la cabeza. Guardó silencio durante un momento, escudriñándome con los ojos entrecerrados bajo una maraña de cejas blancas—. Mientras no la hayas visto desnuda, hijo mío, no habrás visto lo mejor de ella. Y, a menos que haya pasado algo de lo que no esté al tanto, creo que es algo que no has contemplado —añadió al tiempo que, tanteándome, me lanzaba una mirada con aquellos ojos negros como balas.
—No necesito verla desnuda para hacerme una idea de lo hermosa que es. No es difícil de imaginar… —Arqueó una ceja y, con tos nerviosa, callé la boca. ¿Qué podría pasarle a cualquiera que se atreviera a ponerle un dedo encima a Lydia Tudó de Candau? Que lamentaría ese día. Porque el carácter del señor Candau se correspondía con el de un hombre que había amasado una fortuna entre chatarra y mulas.
—Eres un buen chico, Guillem, un muchacho del que uno puede fiarse. Pienso que te has ganado una recompensa. Deseo que compartas conmigo, por decirlo de alguna manera, esa imagen de ella en todo su esplendor. Ofrecerte un incentivo para que no cejes en tu esfuerzo hasta encontrar una para ti.
—No dudo, señor Candau, que es de las que quitan el hipo. Lydia es una de esas gemas preciosas, exquisitas, y usted es un hombre muy afortunado —medía cuidadosamente mis palabras—. Pero no creo que sea una buena idea que yo, yo… No me parece bien, señor.
—Qué tendrá que ver la fortuna, maldita sea. ¿No te has parado a pensarlo? La compré. Evité al inútil y llorón de su padre el desastre que se le venía encima. Por todos los santos, esa rata miserable vendió a su propia hija como si fuera una de sus posesiones más preciadas. Así que siempre que tengo la oportunidad planto mi estandarte en la heredad que adquirí. Y quiero, hijo mío, que seas testigo de lo que te digo.
—Pero ¿qué pensaría de mí? La cosa acabaría mal. Un hombre nunca debe desear lo que es de otro.
—Por el amor de Dios, no te pongas melodramático: pareces un cura párroco. Podemos hacerlo sin que se entere. Todos los días se llega por el patio hasta el dormitorio unos minutos antes que yo para prepararse. Hay un biombo a uno de los lados de la cama donde puedes esconderte y contemplarla mientras se quita la ropa. Cuando yo llegue, me la llevaré al cuarto de baño y, así, podrás escabullirte. Nunca se enterará.
Una idea muy propia de un hombre vulgar cuya necesidad de lucimiento iba más allá de toda idea de decoro, pero era mi jefe y no me quedaba otra que confiar en que jamás volvería a pedirme una barbaridad semejante. Y así fue cómo me encontré agazapado tras un biombo de mimbre, como un animal, en un abrasador día de junio, contemplando cómo se desvestía ante mí una de las mujeres más cautivadoras que había visto en mi vida. Cuando aquella tarde funesta el señor Candau entró en la estancia y vio a Lydia tumbada en el lecho como si estuviera muerta, con la cala negra entre sus pechos pequeños, agresivos y enhiestos, montó en cólera. Y las cosas se torcieron.
—¿Te parece gracioso, putita? Ven aquí —dijo con los dientes apretados, sujetándole con fuerza por un tobillo y arrastrándola al borde la cama, a su lado. Ella gimió ante la violencia inesperada de aquel gesto y se llevó la mano al tobillo.
—¡Déjalo ya! Me haces daño. Los espejuelos me están matando.
Él resoplaba por las aletas de la nariz, y contraía los labios con gesto amenazador. Echó el brazo hacia atrás como si fuese a abofetearla.
—Debería… ¿Qué pinta esa flor en tu pecho, como si estuvieras muerta? ¿Así me agradeces todo lo que he hecho por ti, avergonzándome en mi propio lecho?
—Te lo ruego, Marcelo. Nada más lejos de mi intención. Corté la flor porque se había abierto anoche con la luna nueva. Me desvestí antes de ir a buscar un jarrón, y me quedé dormida. Anda, quítate la camisa y tranquilízate; voy a darte unas friegas en los hombros.
Él se dio media vuelta, se sentó en el borde de la cama y se quitó la camisa y los pantalones. Aquel gesto de rabia dio paso a una sonrisa burlona que se convirtió en un mohín afectado antes de transformarse en una mueca de desprecio. Sabía que yo estaba allí, y sus ojos por fin se encontraron con los míos. Alzó la barbilla, dándose por enterado, y la mueca se acentuó. En la cama, de rodillas y a sus espaldas, Lydia empezó a frotarle los hombros lechosos y peludos, rozándole suavemente el cuello y los brazos con los pezones, tratando de apaciguar su enojo. Frente a él como estaba, yo observaba el rostro inexpresivo de su mujer. El señor Candau alzó una mano y le acarició uno de los pechos; volvió la cabeza, le lamió el pezón y, a continuación, se lo pellizcó con tal fuerza que ella emitió un gemido.
Me dolía todo. Llevaba tanto tiempo acurrucado que los pies se me habían entumecido, tanto tiempo apoyado en mis muñecas que me estaban matando. Tenía que moverme como fuera. Ya era hora de que se la llevase al cuarto de baño y me ahorrase aquel papelón que me había impuesto. ¿Cómo alguien con dos dedos de frente puede pedirle una cosa así a otra persona? Algo así sólo podía pasársele por la cabeza a un retorcido y viejo cabrón como el señor Candau, pensé irritado. Quería que dejase de mirarme, como si hubiéramos concluido un pacto entre los dos. Traté de tragar la bilis que se me agolpaba en la garganta, pero, por más que salivaba, no había forma de pasarla.
Estaba pensando en que todo acabaría pronto, cuando se volvió, agarró a Lydia por el pelo y, a rastras por el suelo, la obligó a colocarse delante del biombo.
—De pie, putita.
—Marcelo, ¿se puede saber qué te pasa hoy? ¿A cuento de qué viene esto? Me haces daño.
—Agáchate, Lydia.
—Marcelo, te lo suplico. Déjalo ya.
—Agáchate, Lydia, o seré yo quien te obligue a hacerlo y te aseguro que no te va hacer ninguna gracia.
De espaldas al biombo de mimbre, se plantó delante de él y se agachó. Él se quitó los calzoncillos y retiró de encima de la cama la flor que tanto le molestaba. Dándole golpecitos en la cara con la cala, entreabriéndole los labios con el largo estambre negro, comenzó a acariciarse el pene fláccido.
—Eso es. Vamos a cambiar un poco de menú: hoy seré yo el plato principal.
—Sabes que eso no forma parte del acuerdo que tenemos.
—Métetela en la boca o te juro que te la haré tragar entera, como si fueras un niño que hace ascos a una medicina.
La tomó por la barbilla y le acercó la cabeza; con delicadeza, le echó el pelo a un lado y le dirigió la cara a su entrepierna. Cuando cerró la boca alrededor de su miembro, con los ojos entrecerrados dándole vueltas, echó la cabeza hacia atrás y emitió un jadeo. La levantó de nuevo y se me quedó mirando fijamente con una sonrisa insolente. Se pasó la lengua agrietada por aquellos dientes amarillos, llevándola de vez en cuando a las comisuras de aquellos labios contraídos, cubriéndolas de motas blancas de saliva seca, y comenzó a resoplar. Se hizo con la cala de nuevo y pasó el estambre negro por la espalda de Lydia hasta llegar al final. La azotó con la flor unas cuantas veces, al tiempo que la introducía y la retiraba de entre sus muslos, salpicados de magulladuras y gotas de sangre de color carmesí allí donde los espejuelos habían rasgado la superficie de su piel blanca.
Y entonces fue cuando ocurrió. Arrojó con rabia la flor negra contra el biombo y se puso en pie, obligándola a mantener la cabeza aplastada contra su ingle. Se inclinó sobre ella, le agarró el trasero y, con una mano en cada nalga, se las separó, mientras sus dedos, como gusanos que tratan de horadar la carne de un melocotón, palpaban y sobaban su carne. Profirió un sonido salvaje y gutural y, con cara de loco y mirada de idiota, le separó las nalgas cada vez más; estiró y tanteó, dio palmaditas y estrujó los pliegues aterciopelados, abriéndola como una granada, con tal fuerza que la levantó del suelo.
Fue como si un millar de diminutas arañas venenosas me anduviesen por la piel. ¿Cómo podría volver a mirarla sin ver aquella imagen de ella asediada por una multitud de gusanos retorcidos? Su preciosa mujer expuesta ante mí como un cerdo. Sobrecogido, sentí náuseas; pero hipnotizado por lo que estaba viendo: los tonos rosas y marrones de aquella hendidura primordial, el vórtice fruncido, la anémona festoneada que rodeaba un diminuto botón coralino. No podía dejar de mirar. No podía apartar los ojos de aquello. ¿Cómo evitar el deseo de palpar aquellos pliegues húmedos y velludos, de hundir los dedos en aquel mar de carne y explorar aquella gruta? Observé cómo le separaba las nalgas cada vez más. Y a pesar del asco que me inspiraba, a pesar de tanta violencia, me excité y algo se removió en mí, algún resquicio se abrió más de la cuenta y, con la ingle en llamas, mi cuerpo entero se agitó presa de una calentura de excitación quejumbrosa. Y lo toqué, porque palpitaba, lo toqué porque me lo reclamaba, porque tenía que hacerlo, porque era lo único que podía hacer. Y mientras lo tocaba y lo tocaba, porque me urgía y no podía hacer otra cosa, cuando menos me lo esperaba, atisbé en el punto donde aquella piel tan blanca se torna sonrosada un diminuto antojo de color carmesí, en forma de luna creciente. Aunque sólo vislumbré aquella marca espectral durante cosa de unos segundos, hasta que los dedos de su marido, como nubes, me la ocultaron de nuevo, aquella imagen se quedó grabada a fuego en mi mente, como si hubiera mirado directamente al sol del mediodía.
Cuando, por fin, la dejó en el suelo, la obligó a girar sobre sí misma y, resollando como un perro tembloroso, la montó desde atrás para despacharse a gusto. Para mí, era un martirio; aún entumecidos, todos los músculos me temblaban de estremecimiento, pero seguía mirando. No podía apartar los ojos de aquella escena grotesca y, si me hubiera atrevido a hacer un ruido, habría soltado una carcajada histérica. Pero, con la cara a tan sólo unas pulgadas del biombo de mimbre, él seguía gruñendo y dando embestidas. El colgante con la ramita de verbena se balanceaba entre sus pechos y se movía al ritmo de las acometidas. Sin apartarlos de mí, él mantenía abiertos aquellos diminutos ojos negros. Pero, en aquel momento, yo sólo tenía ojos para ella. Conservaba la mandíbula alzada aunque con la mirada perdida, sus gélidos ojos rebosantes de lágrimas no derramadas, y en su rostro se advertían señales de aflicción, y eso que, gracias a su férrea voluntad, parecían un gesto de desafío. Ella no hacía ni un ruido, ni un solo movimiento. Como un autómata maravilloso, con las mandíbulas apretadas, sólo miraba adelante, fijando sus ojos en algo que yo no podía ver. Observé el bamboleo del amuleto, golpeando acompasada y ligeramente contra su pecho, al ritmo de una ancestral canción de cuna que hipnotizara al mundo y lo hiciera ir más despacio, tac… tac… tac.
Tenía el rostro tan pegado al biombo que cualquier movimiento me habría dejado en evidencia. Traté de quedarme aún más quieto, pero no pude evitar apenas un leve gemido, más acallado si cabe que mi respiración. De inmediato, su pupila advirtió aquel jadeo ligerísimo, tan inoportuno, aquel resuello imperceptible. Y observé que se daba cuenta de dónde andaba, y nuestras miradas se encontraron y se trabaron a través de una de las estrechas rendijas entre dos de las tablillas de mimbre. En lugar de decir nada de mi presencia, del más azul de sus ojos brotó una lágrima. No nos engañemos: no era una lágrima de pena, desde luego, sino de rabia. Con el rostro colorado y convulso en una mueca grotesca, él también me miraba. Exultante, concluyó en un arrebato de triunfo; como un batracio, emitió un débil y ridículo crujido, y se dejó caer encima de la cama.
—¡Joder! No ha estado nada mal, ¿verdad, pequeña? —al tiempo que, todavía jadeante, daba unas palmaditas en la cama—: Vamos, nena, túmbate aquí a mi lado. Ya sé que hoy he sido un poco desconsiderado contigo, pero es que me sacaste de quicio. Con todo, no ha estado mal, ¿no te parece? Descansa un poco. Te lo has ganado. Antes, si no te importa, sé buena chica y ve a asearte un poco, cariño.
Con paso vacilante, ella se dirigió al cuarto de baño y, una vez que estuvo dentro y cerró la puerta, me guiñó un ojo y me hizo un gesto con la cabeza dándome a entender que saliera de la habitación.
Siniestras criaturas y seres no menos pavorosos poblaron mis sueños aquella noche: enanos ataviados como cortesanos, ninfas y duendes que bailaban y bebían en una gruta encantada. Entre todos, me llevaron a una cueva en cuyo extremo había una puerta con una pequeña runa en forma de luna, una réplica exacta de aquel diminuto antojo, que, parpadeante, refulgía. Deslicé los dedos por los contornos de aquella espectral marca grabada y la puerta se abrió, y los que venían conmigo cruzaron el umbral y se desperdigaron por el jardín. Era la hora bruja y aquel grupo abigarrado y con ganas de jarana me siguió. Allí estaban las tres hermanas, de espaldas a mí, sujetando y manteniendo a raya a un feroz perro infernal. Cuando se volvieron, me fijé en sus rostros: parecían viejas hechiceras; de una en una, las tres se acercaron a mí y ululando, cacareando y echando arañas por la boca, pusieron una moneda de oro en mis manos. Con furia, el perro escarbaba cerca de la antigua fuente. Lo soltaron y corrió unos pocos metros antes de devorar un trozo de carne pinchado en un palo; del tirón, la cuerda que llevaba al cuello arrancó del suelo una raíz de mandrágora. Un grito estremecedor taladró la noche húmeda y oscura, y me eché a temblar de los pies a la cabeza. Vi a un hombre diminuto y con barba que, camino del dormitorio, corría por el jardín mientras aquellos desconocidos salmodiaban:
Solo, tumbado en el suelo
pasé la noche, atento al gemido de la mandrágora;
por más que honda arraiga, logré arrancarla;
al cabo, el gallo cantó.
No podía hacer nada. Durante los cuatro días siguientes, tuve visiones y rumores de serpientes nocturnas y tinieblas incipientes poblaron mis sueños. Como las punzadas de una sed que nada puede saciar, lo atribuí a las urgencias del deseo. De día, el aguijón de la calentura; la obsesión de aquel antojo en forma de luna creciente al caer la noche. Me torturaba con la imagen de aquella carne putrefacta perforándola al ritmo de su talismán, compás monstruoso que me acompañaba como el martilleo obsesivo de un corazón hipócrita. La escena se había quedado grabada en mi mente y depositado sus huevos diabólicos en mi imaginación, engendrando las ensoñaciones más viles y siniestras. Deseaba marcharme, pero no tenía adónde ir y, delicado como estaba, no podía darle un disgusto a mi padre. Así que bebí para olvidar y, para tortura de mis pesadillas, no dormí. Evité cuanto pude al señor Candau; no podía soportar su mirada, cuando me dirigía un guiño lascivo y dejaba entrever aquella lengua violácea como una uva pasa con una sonrisa burlona que revelaba la complicidad más sórdida. Saqué adelante mi trabajo sin moverme del despacho y, con el ansia de poseerla, seguí observándola cuando salía al jardín: soñaba con adentrarme en aquella espesura, rasgar las cortinas de terciopelo y lamer con ansia la punta del arco de plata de Diana.
Al cuarto día, horas antes de la noche de San Juan, por encargo suyo, una de las solteronas se pasó por la oficina.
—De parte de la señora —me dijo, tendiéndome una cala negra, antes de añadir que esperaban que me uniese a ellas en el patio para la verbena de aquella noche—. La señora le agradecería que bajase cuanto antes y la ayudase a adecentar el jardín para el festejo. El señor Candau estará fuera todo el día.
Sólo de pensar que, después de todo lo que había pasado, iba a estar a solas con ella, se me hizo un nudo en la garganta; tras la cogorza de la noche anterior, parecía que me iba a estallar la cabeza. Aspiré el perfume de la flor negra y traté de quedarme con su aroma, pero aquel olor a rancio sólo sirvió para sacarme de quicio y revivir las imágenes que me rondaban por la cabeza. ¿De qué podría hablar con ella? ¿Cómo podría mirarla sin recordar la visión que, durante días y noches, me había asediado? Traté de tranquilizarme, fui al cuarto de baño y me refresqué la cara con agua fría antes de bajar. Cuando llegué, estaba allanando un terreno blando junto a la fuente. Sin volverse, me hizo un gesto para que la siguiera hasta el dormitorio.
Cerró la puerta a mi paso y me indicó que me sentase en la cama. Bajo la luz sutil del atardecer, estaba más hermosa que nunca.
—Sé que mi marido te obligó a hacerlo, y que no podías decirle que no. A veces, resulta muy persuasivo. Pero fuiste testigo de algo que no tenías que haber visto, y considero que debes ofrecerme algo a cambio.
Se llegó a mí y me separó las piernas, colocándose tan cerca que pude oler el aroma a azucena de sus cabellos. Mi cuerpo comenzaba a reaccionar ante su proximidad; traté de estar tranquilo y sereno, pero se pegó un poco más. Arrimó una cadera, me miró a la cara con aquellos ojos de cobalto y sonrió, frotándose contra mí y percatándose de mi respuesta involuntaria ante su roce.
—Me gustan los hombres altos —dijo, con ojos chispeantes. Me acercó los dedos a la boca y me besó, mordisqueándome el labio hasta que noté el gusto de la sangre—. Te daré a elegir.
La tarde se oscurecía por momentos y la luna se alzaba en el cielo y el patio revestía ese aspecto inquietante del crepúsculo: ¿qué demonios nos deparará la noche? Colgamos cadenetas de luciérnagas luminosas, colocamos velas alrededor de las columnas de piedra y del templete y, en el interior del círculo de geranios rojos, levantamos una pira de ramas y leña menuda para la hoguera. Engalanamos la losa de mármol que estaba junto a la fuente con cuencos de hierbas e incienso, coca y cava para el brindis. Al ritmo de una suerte de cadencia orgánica, las hojas del jardín parecían mecerse al unísono; el sitio parecía más lustroso y lozano de lo habitual. De tanto en tanto, como una espadaña, una flor negra se abría con un estremecimiento y los helechos sacudían sus hojas verdes y oscuras. En el juego de luces que esparcían las velas contra las sombras que iban a más, me dio la impresión de que la estatua del fauno se movía y hasta pensé que se había acercado la flauta jubilosa a la boca. Pero, a medida que la oscuridad se agrandaba, más se dejaban sentir las diminutas chispas de pánico que me abrasaban el estómago. Sin que le oyera llegar, el señor Candau se me acercó por detrás y me dio una palmada tan fuerte en la espalda que sufrí un acceso de tos.
—Vamos a tomar algo, muchacho. Parece que lo necesitas.
—Toma, Marcelo. Es una infusión que he preparado para la verbena. Toma algo tú también, Guillem. Seguro que te sentará bien.
—Lydia, cariño, sabes lo poco que me gustan esas pócimas tuyas. Necesito un poco de alcohol de verdad. El día ha sido largo.
—Y alcohol lleva, querido. Pero antes, si tienes la bondad, celebremos la luna del solsticio de verano, esa que algunos llaman también luna de miel porque es cuando los colmeneros recogen el fruto de su esfuerzo. Pobres abejitas: todo el año trabajando para amasar su fortuna y, de repente, aparecen los colmeneros y se la arrebatan.
Al principio, la idea de beber aquel brebaje me puso nervioso, pero sabía que no me quedaba otra salida. Mi destino había quedado sellado cuando accedí a contemplar cosas que no debía ver. Así que me lo tomé de una sentada y esperé. Lo que empezó como un cosquilleo en la base de la columna vertebral fue volviéndose cada vez más intenso hasta que noté un zumbido delicioso en las orejas y todo revistió el aspecto de una ensoñación. Me pareció que estaba flotando, como si mi cráneo no pudiera contenerme y subiese cada vez más arriba. Luego, satisfecho de haberme desprendido de mi envoltura mortal, me vi a mí mismo desde lo alto. Me sentí libre y feliz al contemplar mi propio autómata moviéndose más abajo por el jardín.
Cuando se fue al suelo, reparé en los ojos de pasmo que puso el señor Candau al caer en la cuenta de que algo terrible le había pasado: la mente había perdido el control del cuerpo, y este se iba paralizando poco a poco. Incapaz de articular palabra, cayó de rodillas, antes de rodar por el suelo. Dejó, por fin, de retorcerse y se quedó mirando a lo alto, a las pecas parpadeantes que jalonaban el cielo nocturno. En un postrer afán, alzó una mano como si tratase de atrapar la luna creciente en lo alto, como si tratase de encontrar un punto de apoyo y levantarse del suelo. Pero, como una trágica máscara mortuoria, la cara se le contrajo en un gesto de terror y, seca, la mano se le cayó a un lado.
Lydia y las hermanas Furest lo arrastraron hasta la fuente y aguardaron a que la oscuridad se enseñorease del patio, a que concluyesen los estallidos de los petardos de los niños que andaban por la calle antes de los fuegos artificiales —candelas romanas y ruedas de fuego—, anuncio de que el culto de los mayores había comenzado. El aire de la noche se llenó de estelas y silbidos y explosiones estruendosas que enviaban nubes turbulentas de humo acre a la atmósfera. Lydia llamó al perro para que no se moviera del patio y no se asustase con tanto bullicio y, al instante, se acercó al señor Candau, que yacía desmadejado en el jardín, como oliéndole los dedos y mordisqueándose la entrepierna. Lydia se hizo con un estilete y me lo pasó.
—Ha llegado la hora. Primero, la mano izquierda, como te dije.
Me vi a mí mismo rajándole de un solo y ligero corte la muñeca extendida, tal como me habían enseñado las solteronas. Me pareció como coser y cantar. Recogieron su humor vital en un recipiente de plata y lo arrojaron al estanque donde, entre gorgoritos, una nube roja y espesa tiñó el agua. Le hice un corte en la otra muñeca, y también lo sangraron por aquel lado. Luego, procedieron a desnudar a Marcelo, y lavaron y ungieron su cadáver con agua de la fuente. La noche era calurosa, y sentí una comezón en el cuero cabelludo tanto de nervios por lo que habíamos hecho como por los efectos de la pócima de Lydia, pero me invadió una paz extraordinaria. Como si toda mi vida hubiese apuntado a ese momento y no otra fuera mi heredad; aquel era mi sitio y eso era lo que tenía que hacer para reclamarlo. Andando, me acerqué al estanque para lavarme las manos; al principio, no reconocía mi propia imagen, como si fuera otro quien me estuviese mirando, y me asusté. Fue sólo un momento. Sonreí a aquel espectro de mí mismo y, decidido, me hice con el hacha, me di media vuelta y, de un solo golpe seco, le tajé la mano izquierda.
Alguna vez me gustaría volver a ver una hoguera como la que prendimos aquella noche. Sus llamas ascendían voraces a la altura de la segunda planta del palacete. Los cinco nos pasamos la noche dedicados a la tarea de trocear a Marcelo y, de uno en uno, arrojamos los trozos a las llamas de aquellas hierbas que perfumaban el aire nocturno, hasta que sólo quedaron cenizas y algunos huesos que trituramos. Al poco de la medianoche, comencé a volver en mí de nuevo: la sangre corría por mis extremidades, inundando los dedos de mis manos y de mis pies, de mis labios, tiñéndome hasta la entrepierna, y retorné a la vida. Lydia no había dejado de mirarme y aguardaba. Cuando reparó en la cara que ponía, despidió a las solteronas y me inició en los ritos de su jardín.
Hoy, cuando oigo las tres campanadas de Rius i Taulet que me recuerdan que debo yacer con esa criatura que es ahora mi mujer, procuro detenerme un instante y quedarme un rato junto al estanque. Cosa de un momento, contemplo la cala negra, más fuerte cada día, gracias tan sólo a las cenizas de aquella hoguera del solsticio de verano. La riego con mimo exagerado y retiro las malas hierbas que amenazan la lozanía de nuestra siniestra prenda. Y nunca me olvido de inclinar la cabeza y guardar un momento de silencio para darle las gracias por todo lo que me ha regalado.