Depredador
A sus treinta y nueve años, Carmen se había resignado a la soledad. No era bonita, tampoco era fea, y esa medianía se traducía a todos los ámbitos de su existencia: ni rica ni pobre, ni tonta ni excepcional. Sus características eran tan normales —tan poco características— que Carmen atribuía su falta de compañía a un temperamento demasiado exigente, o en última instancia, a la suerte. No necesariamente a la mala suerte. Simplemente, a la suerte que le había tocado.
Tampoco es que fuese una solterona o una mojigata. Había tenido parejas a lo largo de su vida adulta. Algunas de ellas, placenteras. Las menos, duraderas. La mayoría de sus relaciones se habían derretido con el tiempo, y las que sobrevivían a los años solían esfumarse cuando llegaba el momento de dar el salto definitivo hacia el matrimonio y/o los hijos. No se trataba —como maliciaba su madre— de que los hombres se negasen a casarse. Era ella misma quien se sentía incapaz de sellar un compromiso más allá de seis o siete fines de semana. Tenía claro que prefería cargar sola con el tedio que duplicarlo. Y si las sábanas se le antojaban frías, una bolsa de agua caliente le parecía un remedio más seguro que un compañero tibio.
Además, para poblar el mundo a su alrededor, le bastaban sus colegas de la oficina. Carmen trabajaba cerca de la calle Comercio, en una agencia de viajes. La mayor parte de su labor no era enviar gente por el mundo, sino organizar a los turistas —cada vez más numerosos— que visitaban Barcelona. Así que, en cierto sentido, la agencia no era un punto de partida, sino un final de viaje, un destino último, algo que su ubicación física remarcaba: perdida entre las enrevesadas callejuelas del Born, encajonada en una calle ciega, bajo un arco vagamente antiguo, prácticamente invisible a los peatones, la oficina asemejaba una cueva embrujada en un bosque.
La ventaja de esa situación era que los clientes no solían presentarse en la agencia, lo cual estimulaba cierta intimidad entre los miembros del personal. Entre los cuatro compañeros de Carmen —Dani, Milena, Lucía y Jaime— se había establecido una camaradería cálida, pero respetuosa de la vida privada, que les permitía compartir alegrías sin invadir intimidades. Así, cuando murió la madre de Milena, todos asistieron al funeral para acompañarla. Y mientras Jaime sufría una neumonía, los demás se turnaban para llevarle consomés a casa. En cambio, cuando a Carmen le detectaron los quistes que alteraban su funcionamiento renal, ella no quiso importunar a nadie con sus problemas médicos. Y al dejarla su último novio —Carmen lo recordaba bien porque ese sí que la hirió con su partida—, pasó días encerrándose en el baño para llorar, pero nunca desahogó su dolor con sus colegas. Ni siquiera se lo dijo a Daniel, el homosexual, con quien compartía más confidencias. Carmen sabía que podía contar con su apoyo en las pequeñas cosas, pero temía que si pedía o necesitaba más, transgrediría la delicada frontera que separa el compañerismo del chantaje sentimental.
El calendario íntimo de la agencia estaba marcado por festividades, de las cuales, las más importantes eran los cumpleaños. Cinco veces al año, tras la hora de cierre, el grupo celebraba el aniversario de alguno de sus miembros. Solían hacer una colecta entre todos para ofrecer al homenajeado un regalo significativo, casi siempre un perfume. Y soplaban las velas de una tarta, aunque como las chicas estaban siempre a dieta, los pasteles de chocolate terminaron por reducirse a un muffin con café. Estas ceremonias incluían la repetición de los mismos chistes cada vez, y aunque no eran una orgía de diversión, a Carmen le gustaban: disfrutaba de la seguridad de los pequeños ritos cotidianos, que hacían de su vida un lugar sin sobresaltos, fácil de manejar.
Sin embargo, el día que cumplió cuarenta años, el plan fue más arriesgado de lo que ella esperaba. La fecha coincidía con el carnaval, y alguien en la oficina —quizá Lucía, que era un poco excesiva— había propuesto disfrazarse y salir a la calle todos juntos, de bar en bar. A Carmen le resultaba pintoresco el carnaval de Barcelona, y algún año lo había recorrido, pero en calidad de testigo, vestida de sí misma, sintiéndose protegida en su normalidad mientras a su alrededor pululaban las más extravagantes máscaras simiescas. Estaba dispuesta a volver a hacerlo en esos términos, interponiendo una distancia profiláctica entre el carnaval y ella, sonriendo ante los disfraces más ingeniosos como se sonríe ante un espectáculo sobre un escenario. El problema, para su horror, era que el personal de la oficina le había anunciado una sorpresa, lo que sin duda incluiría un disfraz de uso obligatorio.
Carmen odiaba todas esas cosas: las sorpresas, los disfraces y lo que llamaba «el desenfreno callejero». Le parecían entretenimientos infantiles absolutamente inapropiados para adultos responsables. Pero negarse habría implicado introducir un elemento de confrontación en su sana convivencia laboral, y no estaba dispuesta a poner en riesgo su pequeño universo. Además, en realidad, tampoco existía un plan B para esa noche. De rechazar este, no tendría más remedio que cenar con su madre. Y se expondría a cualquier cosa, incluso a salir a la calle vestida de monstruo, con tal de no tener que cenar con su madre en la noche de su cumpleaños.
Desde que Carmen tenía memoria, su madre le había arruinado todos los cumpleaños. Era una mujer de temperamento extrovertido, amante de las fiestas y de los invitados, que siempre tenía la casa llena de gente. En consecuencia, trataba de convertir el cumpleaños de la niña en un gran evento social infantil. Reubicaba todos los muebles del salón, compraba toneladas de comida y bebidas, y repartía invitaciones a diestro y siniestro, incluso a niñas que no eran amigas, o peor aún, que eran enemigas declaradas de su hija. Si Carmen protestaba, su madre le explicaba que no hay nada como una fiesta para hacer amistades, y que, a fin de cuentas, ningún problema podía ser tan grave entre niñas de su edad.
Carmen, sin embargo —o quizá por eso—, era una niña retraída y tímida, que se repantigaba en un rincón mientras las invitadas se divertían y su madre departía con las adultas. A menudo, mientras trataba de hacerse invisible, pasaba de anfitriona a víctima de sus huéspedes. Cuando las niñas más avezadas caían en la cuenta de que no reaccionaría ante ninguna provocación, ideaban formas de torturarla: le tiraban de las trenzas. La empujaban; se reían de ella; le metían gominolas en la ropa; le robaban los regalos. Y luego, cuando su madre se acercaba, fingían que todo iba bien y obligaban a Carmen a sonreír y disimular. Por supuesto, las primeras veces, Carmen trató de denunciarlo, pero su madre respondía:
—Cariño, tienes que aprender a relajarte. Tus amigas sólo están jugando.
Y tras esas palabras, la obligaba a jugar a ella también. Decía que tenía que integrarse.
Como el mundo humano era hostil, Carmen se refugiaba en el de sus juguetes, y especialmente en sus muñecos de peluche, que la fascinaban. Su colección incluía un oso con ojos hechos de botones, y una cebra, y un gato muy gordo y una vaca con ubres gordas y rosadas, entre muchos otros que colgaban de las paredes y llenaban sus armarios. Carmen no trataba a esos muñecos como cosas, sino como amiguitos. Los reunía en círculo en el centro de su habitación y jugaban al té. Les permitía decidir a qué querían jugar. Dormía en su compañía y, cuando ya eran demasiados para caber con ella bajo las sábanas, les cedía la cama y dormía sobre la alfombra del suelo. Ellos lo merecían, al menos, lo merecían más que las personas.
Su favorito era un lobito marrón que su padre le había traído de Alemania. Lo llamaba Max. Cuando su madre le preguntaba de dónde había sacado ese nombre, Carmen respondía:
—Así quiere él que lo llamen.
En efecto, como si tuviese vida propia, el lobo Max aparecía con frecuencia en los lugares más inopinados: en el cajón de los cuchillos en la cocina, debajo de la cama de los padres, en la bañera. Paralelamente, Carmen aparecía cada vez menos. Al salir del colegio, se encerraba con sus muñecos en su cuarto, de donde había que arrancarla para cenar. Si había invitados en casa, incluso si eran niños, Carmen se escondía debajo de su cama con todos sus muñecos. Y cada día más, parecía comunicarse sólo con ellos, delegando en Max el papel de espía en el mundo exterior.
Si tenía que comunicarse con adultos, Carmen lo hacía en representación de los muñecos. No pedía chocolates, afirmaba: «Max quiere chocolates». Si no quería ir a ver a su abuela, ponía como excusa que tenía enfermo al oso o a la vaca (el lobo era el único que tenía nombre propio, pero él nunca se enfermaba). Incluso en sus cartas a los Reyes Magos, sólo pedía cosas para sus muñecos, los únicos seres que parecía considerar reales. La que escribió a los nueve años decía:
Queridos reyes por favor traigan una bufanda para el oso que le da catarro y un sombrero para mi jirafa que es muy alta y se choca la cabeza contra el techo y para Max una loba porque quiere tener lobitos gracias.
Esa carta irritó mucho a su madre. Para ella, la peor condena era el aislamiento, y la niña se estaba labrando el suyo a pulso. Para combatirlo, trató de llevarla de excursión a la Costa Brava, al volcán de Olot, a los baños termales de Montbui. En sus paseos sumaba a otros niños, tantos como fuese posible, hasta abarrotar el coche familiar. Al llegar a cada sitio los soltaba, como una jauría, para que correteasen por la hierba y persiguiesen bichos, esencialmente, para que se mostrasen llenos de vida. Pero en lo que a Carmen tocaba, era inútil. La niña se comportaba con correcta pero distante frialdad. Obedecía las órdenes y participaba en los juegos sin quejas ni entusiasmo, como una tarea escolar obligatoria pero no difícil. Y lo hacía con la cabeza en otro lugar, sin duda, en el armario de sus juguetes.
Para su cumpleaños número diez, la madre decidió provocar una terapia de choque. Organizó la más grande de todas las fiestas. Alquiló un local con juegos e invitó a más de cincuenta personas, todo un logro considerando la escasa lista de amistades de su hija. Le compró a la niña un vestido rosado, y la instruyó durante días para mostrarse sociable y ser feliz, de grado o por la fuerza.
El día de la fiesta, Carmen confabuló toda la mañana con sus muñecos sobre qué hacer. Se había compenetrado tanto con ellos que sus juegos eran verdaderas asambleas, con debates y turnos para hablar. Esa mañana, algunos de los peluches le sugirieron ponerse enferma. Otros, entre ellos el lobo Max, defendieron la insubordinación directa: negarse a ir.
Pero Carmen no podía hacerle eso a su madre. La había visto corretear nerviosamente de un preparativo a otro durante días, y sabía que esta fiesta significaba más para ella que para la supuesta homenajeada. Además, Carmen había desarrollado esa especie de coraza que le permitía ser funcional en el mundo exterior a cambio de volver al suyo sana y salva, y no le molestaba usarla si era necesario. En realidad, eso era lo más seguro, porque le garantizaba que, mientras supiese comportarse, nada cambiaría entre sus juguetes y ella. Así que, contra la voluntad de sus muñecos, optó por la solución más diplomática: asistiría a su fiesta y luego volvería a su burbuja de peluche, a hibernar hasta su próximo cumpleaños.
Lo más sorprendente es que la fiesta le gustó. Entretenidos con las camas elásticas y los toboganes, los invitados no la atormentaron, y ella misma pudo olvidar sus temores y participar en los juegos. Conscientes de su fascinación por los muñecos e inconscientes de las preocupaciones de su madre, algunos invitados le regalaron peluches: de perritos, de monos, de gallinas, de venados. Pero, por una vez, Carmen tenía más interés por las personas, y era capaz de divertirse con ellas. Esa noche, volvió a su casa con el corazón acelerado por el descubrimiento de las fiestas y la reconciliación con el mundo.
Pero cuando quiso ir a contarle todo eso a sus muñecos, ellos ya no estaban en su cuarto.
Ni en su armario.
Ni debajo de su cama.
Carmen buscó por toda la casa. Revolvió los cajones. Levantó las alfombras. Llamó en voz alta a cada uno de sus muñecos, especialmente a Max. Al final, temiendo la respuesta que conocía de antemano, preguntó a su madre qué había ocurrido con sus amigos. Los llamó así, amigos, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Y las palabras de su madre le cayeron encima pesadamente, como yunques arrojados desde el cielo:
—Ya estás grande para esas cosas, querida. Es hora de buscarte otros pasatiempos.
El día que cumplió cuarenta años, Carmen abrió los ojos diez minutos antes del timbre del despertador, y dejó que el tiempo gotease lentamente hasta la hora de levantarse. Al desnudarse frente al espejo, reparó en las arrugas que empezaban a asomar en su cuello, en sus axilas y entre sus pechos. Sintió que su cuerpo venía con fecha de caducidad. Festejar el paso del tiempo con alegría le pareció una costumbre de mal gusto.
A lo largo de la jornada, sus compañeros actuaron con estudiada normalidad, lo cual sólo sirvió para poner a Carmen más nerviosa. De vez en cuando, sorprendía alguna mirada de complicidad entre ellos, y se sentía tentada de pretextar un resfrío y largarse a casa hasta el día siguiente. Por la tarde, uno de los clientes se acercó a desearle feliz cumpleaños, y le guiñó un ojo. Carmen tuvo la sensación de que toda la ciudad lo sabía, de que paseaba por las calles con un cartel en la frente que decía: «Hoy soy un día más vieja».
Después de cerrar y hacer la contabilidad del día, Jaime y Daniel apagaron la luz y emergieron de la trastienda con el tradicional muffin que, todo un detalle, era el favorito de Carmen: manzana y canela. Tenía dos velas con los números «4» y «0» clavadas, que iluminaban tenuemente la escena mientras sus compañeros le cantaban «Feliz cumpleaños». Carmen deseó que todo terminase ahí y sopló las velas. Pero sabía que el muffin no cumpliría su deseo.
Debido a la cercanía de las vacaciones de Semana Santa, estaban cerrando tarde, así que podían simplemente cambiarse de ropa y comenzar su «noche loca», como la llamaba Daniel con el acento más gay del que era capaz. Y entonces llegó el momento que Carmen temía: con un taraaaan para darle lustre a la ocasión, Milena y Lucía le presentaron su disfraz, la prueba material de que nadie se echaría para atrás, de que pasaría la noche vestida de alguien que no era ella, rodeada de gente sin cara.
El disfraz ni siquiera era original. Peor aún, era el más corriente y socorrido de todos: de prostituta. «De mujerzuela» como especificó Daniel con un chillido. Llevaba plataformas y unas medias altas de colores, una minifalda de cuero con tirantes y un top negro, todo lo cual dejaba amplias franjas de carne al descubierto. La parte buena era que, al menos en la calle, tendría que llevar el abrigo. La parte mala era todo lo demás.
Sus compañeros tampoco eran un prodigio de creatividad, pero sin duda iban mejor disfrazados. Daniel llevaba la túnica y los laureles de Calígula, y Jaime iba de gótico, con un collar de clavos y accesorios de cuero y metal. Milena estaba disfrazada de Caperucita Roja. Lucía era policía. Cada uno fue entrando en el baño, y al salir con el disfraz, recibía los aplausos y los comentarios jocosos de los demás. Carmen, que había sido la primera, asistía al espectáculo tratando de mantener la compostura, pero con la sensación de que todo ocurría a un millón de años luz de ella.
Al salir constató con alivio que no eran los únicos disfrazados. Entre las calles y túneles del barrio, desfilaban vampiros y astronautas. Frente a la tienda de pelucas de la calle Princesa, un duende y una bruja comparaban sus narices postizas. De la boca del metro de plaza del Ángel salían a la superficie perros y ratones. Durante los primeros minutos, los cinco oficinistas sentían un cosquilleo nervioso ante la situación, que Daniel procuraba aliviar con bromas sexuales. Pero para cuando llegaron al mercado de Santa Caterina ya se sentían más cómodos en sus nuevas pieles, que se confundían con los techos de mosaicos multicolores y con la atmósfera surrealista de los transeúntes. Al atravesar la Vía Laietana, el largo cuello de peluche de una jirafa se recortó entre el perfil de los edificios. Y Carmen sintió que, después de todo, su atuendo de bataclana era de lo más conservador.
La explanada de la Catedral confirmó esa impresión. Entre turistas y peatones desprevenidos paseaban gárgolas que parecían haber bajado de las paredes. En fila india, para poder andar entre los estrechos corredores del Barrio Gótico, Carmen y sus amigos siguieron la túnica de Daniel hasta un bar. Al entrar, quizá por el nerviosismo que le producía andar por la calle así vestida, Carmen sintió alivio, como si llegase a un lugar conocido, incluso acogedor.
El local estaba decorado como una catacumba, y el aire, lleno de un humo denso que daba a los invitados la apariencia de espectros en la niebla. Carmen pidió un whisky doble. No solía beber, pero tampoco solía enfrentarse a estas situaciones, y aunque Lucía estaba haciendo juegos con sus esposas policiales y todo parecía divertido, necesitaba algo que la ayudase a relajarse.
—Lo malo del carnaval —decía Milena— es que puedes ligar con un tío feo sin darte cuenta. Como todo el mundo va tapado…
—No —respondió Jaime—, lo bueno es que puedes ligar aunque seas feo. Es una fecha muy agradecida para miles de personas…
Era necesario gritar para hacerse entender. Y la mitad de la conversación no llegaba a oídos de Carmen, que de todos modos sonreía para no quedarse fuera. Tuvo ganas de ir al baño, pero hacía falta atravesar la masa humana. Lo intentó, pero no pudo avanzar demasiado.
—Cariño, te están mirando —le dijo Daniel al oído.
Al lado de la barra, un hombre lobo acababa de pedir una copa. Tenía el cuerpo cubierto de pelo, y una cola peluda que se agitaba hacia uno y otro lado.
—No me ha mirado —dijo Carmen.
—Corazón, créeme. Sé cuándo un hombre mira a alguien. Aunque no sea a mí.
Alguien pidió otra ronda de copas, y una de ellas acabó en manos de Carmen. Los compañeros brindaron y rieron, aunque Carmen no entendía bien por qué. El hombre lobo estaba ahora más cerca de ellos, y de repente, hablaba con Daniel. Y poco después, con todos los demás.
—Tienes un disfraz muy bueno —dijo Carmen, por decir algo—. Pareces un lobo de verdad.
—Soy un lobo de verdad —respondió él.
Y ella se rio.
—También tu disfraz es bonito. Es… incitante.
—Yo lo odio.
Antes de darse cuenta, se había embarcado en una conversación con el hombre lobo. Por instantes, cuando no oía lo que él decía, se admiraba de la perfección de su disfraz. No encontraba las cremalleras, ni las costuras, y la máscara parecía ajustarse a su rostro perfectamente. Después de un rato, Milena preguntó:
—¿Cambiamos de lugar?
Casi automáticamente, todos empezaron a empujarse hacia la salida. Al llegar a la puerta, Carmen se fijó en un oso con bufanda que bebía al fondo del local. Tuvo la impresión de que tenía los ojos como dos botones.
Al salir al aire fresco, Carmen descubrió que estaba ligeramente mareada, y el hombre lobo —para entonces se había identificado como Fran— le ofreció un brazo velludo bajo el abrigo, cuyo tacto parecía natural. Anduvieron un poco rezagados entre una multitud de calaveras. Al doblar una esquina llena de arcos y barrotes, Carmen tropezó con un Che Guevara, que se rio a carcajadas. En la plaza frente a ellos había una cámara metálica que la observaba con su único ojo. Carmen tardó en comprender que era un monumento a algo o alguien.
—¿Dónde estamos? —preguntó a su acompañante.
—Es por aquí.
Atravesaron una plaza cercada de columnas, con una fuente en el medio y palmeras. Carmen reconoció la plaza Real, pero le resultó distinta a lo habitual. Quizá era la gente apostada en las ventanas, que parecía observarla en silencio. Al salir a la Rambla, Carmen descubrió que había perdido definitivamente a sus amigos.
—Juraría que estaban por aquí —aseguró Fran.
Pero entonces, y sólo entonces, Carmen supuso cuál era la verdadera naturaleza de su sorpresa de cumpleaños, una sorpresa que tenía el sello característico de Daniel y que, quizá al calor de las copas, no le resultaba molesta: un regalo velludo y con los colmillos grandes, llamado Fran:
—¿Quieres ir a otro bar?
Carmen reparó en lo alto que era Fran. Lo veía desde abajo, y su rostro se recortaba contra la luna llena. Sonrió. Una mujer disfrazada de vaca con unas grandes ubres rosadas pasó a su lado, demasiado borracha para caminar sin tropezar.
Cariño, tienes que aprender a relajarte.
Atravesaron la Rambla y se internaron en el Raval. Pasaron junto a una especie de cárcel antigua con barrotes en las ventanas. Carmen creyó escuchar un grito viniendo del interior, pero, al darse la vuelta, sólo vio a un hombre disfrazado de gato, con un disfraz muy gordo. Fran no se inmutó. Había comprado una cerveza a un chino y le ofreció un trago. Carmen aceptó. Conforme avanzaban, la multitud raleaba, y algunas calles estaban completamente vacías. Más allá, pasada la rambla del Raval, Carmen empezó a descubrir que las personas no estaban disfrazadas de marroquíes. Eran marroquíes de verdad, y algunos de ellos la silbaban al pasar. El aire olía a kebabs y cerveza. En una esquina, una pintada exigía: MATADLOS A TODOS.
Fran frenó súbitamente frente a un local cerrado con una reja.
—Joder —dijo—, no pensé que justo hoy iba a estar cerrado.
—Tengo frío —protestó Carmen, sintiendo que el aire se le colaba entre las medias de colores.
Sin decir nada, Fran la guio hasta una calle angosta que desembocaba en una intrincada red de pasillos. Se internaron en el laberinto hasta llegar a un edificio tan angosto que no cabía un ascensor. Mientras subían unas estrechas escaleras, Fran masculló algo sobre su casa, y dio a entender que tenía unas bebidas ahí. Carmen continuó el camino, más por frío que por deseo. Se sentía pesada y torpe, y quería un sofá donde tumbarse.
Y para Max una loba porque quiere tener lobitos gracias.
La casa de Fran resultó sorprendentemente grande para lo estrecha que era la escalera. Consistía en un solo pasillo que daba la vuelta a un patio central, a lo largo del cual se repartían las habitaciones. El salón era sólo un ensanchamiento del pasillo, que parecía interminable. Carmen se acurrucó en un sillón y aceptó el brandi que le ofrecía su anfitrión. Al llevarse la copa a los labios, sintió la bebida y espesa y caliente, como un café turco.
—Fran, me recuerdas a alguien ¿sabes?
—¿De verdad?
—¿Puedo llamarte Max?
—Puedes llamarme como quieras.
Un sonido seco, como un golpe, le llegó desde algún lugar del pasillo, pero una vez más, Fran no pareció haberlo oído. Carmen sintió los pies fríos y bebió un poco más. A cada trago, Fran rellenaba su vaso de ese líquido, que cada vez le parecía a ella menos parecido al brandi. La habitación le daba vueltas, y tenía la impresión de que había más voces en ella, aunque le resultaba difícil distinguir si estaban fuera o dentro de su cabeza. Fran seguía llevando su disfraz. El pelo era tan natural. Era como estar sentada junto a un perro gigante.
—Max, ¿por qué no te quitas la máscara? Aún no he visto tu cara.
—¿Quieres que me la quite?
Carmen asintió con la cabeza.
—Quizá no te guste lo que veas —dijo él, y ella creyó percibir una sonrisa en su hocico.
—Quítatela.
Él se llevó las manos hacia la nuca. Maniobró a la altura del cuello y forcejeó un poco, como si se hubiera trabado la cremallera. Carmen veía doble, y sus ojos pugnaban por cerrarse, pero la expectativa sostenía sus párpados. Al fin, el rostro del lobo cedió. Primero se volvió laxo en sus contornos, luego definitivamente amorfo. Fran lo tomó entre sus manos por ambos lados y empujó hacia arriba. Cuando la máscara cedió finalmente, Carmen descubrió el rostro que emergía debajo de ella. Era el rostro de su madre. Y era su voz la que decía, ahora con estentórea claridad, como si sonase desde todos los rincones del salón:
—Ya estás grande para esas cosas, querida. Es hora de buscarte otros pasatiempos.
En el instante siguiente, Carmen sólo atinó a ver los colmillos abiertos acercándose a su rostro. Y la oscuridad.
Carmen abrió los ojos diez minutos antes del timbre del despertador, y dejó que el tiempo gotease lentamente hasta la hora de levantarse. Al principio, tardó unos segundos en comprender que estaba en su casa. Luego, trató de recordar cómo había regresado, pero no lo consiguió. Procuró pensar que en realidad no había salido por la noche, pero su disfraz —ese horrible disfraz— estaba tirado en el suelo, como un incómodo testigo. Se levantó y lo empujó bajo la cama con el pie. Quiso ignorar que había cumplido cuarenta años. Que alguna vez había cumplido años. Lo único real, se dijo, es lo que ocurre frente a otras personas.
Al menos podía estar segura de que en el trabajo nadie preguntaría. Tenía ese tipo de relación con sus compañeros, respetuosa de la intimidad. Podía perfectamente decretar que nunca habían tenido una fiesta con muffins de manzana y canela. Quizá, aunque preguntase, los demás tampoco lo recordarían. Quizá ni siquiera habían registrado el día anterior, y estaban esperándola con una sonrisa picara y un disfraz de mujerzuela, listos para celebrar el carnaval.
Al desnudarse frente al espejo, reparó en las arrugas que empezaban a asomar en su cuello, en sus axilas y entre sus pechos. Sintió que su cuerpo venía con fecha de caducidad. Festejar el paso del tiempo con alegría le pareció una costumbre de mal gusto.