Epílogo

En 1947, el nuevo propietario de la Casa Milà, José Ballvé Pallisé, crea la Compañía Inmobiliaria Provenza S.A. junto con la familia de Pío Rubert Laporta, y pagan dieciocho millones de pesetas por el edificio. Pero Ballvé disfruta poco del capricho, pues en 1950 muere de forma repentina. Y sus herederos, ajenos a la obra de Gaudí, permiten que esta envejezca sin invertir en su mantenimiento.

Para sacar más provecho de la adquisición, en 1953, CIPSA divide la primera planta de la calle Provença en cinco pisos en lugar de los dos originales y encarga al arquitecto Francisco Juan Barba Corsini que convierta en apartamentos los lavaderos en desuso. Este construye trece, en forma de dúplex, con un comedor que es a la vez cocina y habitación, y un servicio. Las viviendas obtienen más críticas que elogios a nivel local, por la falta de respeto al legado gaudiniano, así que se promocionan en los ambientes artísticos y también entre los marineros estadounidenses que visitan el puerto. Muy pronto, en la antigua buhardilla, se respira un ambiente que dista mucho de la sobriedad a la que están acostumbrados los inquilinos de siempre. Pero desde una pareja de homosexuales amantes de la juerga y una casa de citas, a lo largo de los años desfilan residentes como Moise Tshombe, primer ministro del Congo, los cantantes Andy Rusell y Salomé, el director de cine José Antonio Salgot, el hijo del escritor André Maurois, el propietario de Vinçon, o los actores Gemma Cuervo y Fernando Guillén, entre otros.

A partir de 1966, la antigua vivienda de los Milà-Segimon, hasta entonces intacta, va tomando diversas formas. La primera corresponde a la sede de la compañía de seguros Northern. Durante las reformas para adaptar la vivienda a oficinas, llevada a cabo por el arquitecto Leopoldo Gil Nebot, se recupera parte de la decoración gaudiniana, aunque solo del lado del Paseo de Gracia; más adelante, a finales de 1971, la empresa alquila también la otra parte del principal y, de nuevo con el asesoramiento de otros arquitectos y entendidos en el legado de Gaudí, Gil Nebot lleva a cabo la adaptación. En el proceso se recuperan catorce columnas de piedra, cinco de las cuales están esculpidas, el parquet, dos falsos techos y unas ventanas originales.

Mientras, en el verano de 1969 el gobierno español inscribe la Pedrera como Monumento Histórico de Interés Nacional, lo que da lugar a una cierta polémica con los propietarios respecto a la alteración y el mantenimiento de la herencia del arquitecto. Los hijos de Ballvé y Rubert no están dispuestos a hacer mejoras, pues creen que el inmueble no es lo bastante rentable, así que su decadencia se acentúa hasta el punto de que en 1971 algunas piedras de la fachada se desprenden y caen a la calle. Entonces, CIPSA encarga al arquitecto Josep Antoni Comas una restauración, pero es tan exigua que resulta contraproducente. En especial con mejoras como la de pintar de marrón oscuro las paredes interiores de los patios de luces. Y de poco sirven los recordatorios de la nueva condición de patrimonio protegido, como la tirada de un sello de ocho pesetas con su imagen.

Cuando la Northern deja el antiguo piso noble, este se alquila a un gallego llamado Olegario Sotelo Blanco, que establece la sede de su constructora, una editorial e incluso, en 1980, una sala de arte con el nombre de La Pedrera. Y antes, subarrienda una parte al Centro Aragonés de Sarrià para convertirla en un bingo.

En el resto de viviendas ocurre algo parecido: los nuevos inquilinos, la mayoría empresas, transforman el espacio en despachos. Por ejemplo Cementos Molins o Inoxcrom. Solo unos pocos admiradores de la obra son respetuosos, como la hija del poeta venezolano Juan Liscano, el editor José Ilario o Manuel Armengol, un fotógrafo que se instala en el antiguo estudio de Pere Segimon. También, a lo largo de los años, la planta baja vive su metamorfosis, con la apertura de distintos negocios: una joyería, algunos bares, un estanco, una pensión,...

Finalmente, en noviembre de 1984, la Unesco declara la Casa Milà Patrimonio Mundial por su extraordinario valor histórico y arquitectónico. Y, por fin, su suerte empieza a cambiar.

En la Navidad de 1986 Caixa Catalunya anuncia la compra de la Pedrera, un edificio envejecido y dañado por el que pagan a la Inmobiliaria Provenza novecientos millones de pesetas. La idea es convertirlo en un Centro Cultural al servicio de la ciudad, y que recupere el decoro perdido. Con ese fin, el entonces jefe de la Fundación arranca personalmente los cables de tender ropa de la azotea, para a continuación hacer que quiten las antenas de televisión. Pocos meses después comienzan las obras. El presupuesto de la reforma es de mil millones; la inversión real, una vez terminada, de siete mil.

A partir de entonces, las mejoras se suceden en la antigua Casa Milà.

En 1987 se permite el acceso del público a la cubierta. Se reabre también la cantera de Vilafranca que había suministrado la materia prima a Gaudí ochenta años atrás, para poder utilizar sus piedras en la reconstrucción. Y, gracias a ello, en mayo de 1988 luce de nuevo su color auténtico: un precioso blanco crema.

En junio de 1990 se inaugura la planta noble como sala de exposiciones de la Fundación Caixa Catalunya, con una muestra sobre el modernismo en el Eixample. Cuatro años más tarde le toca el turno al sótano, antigua cochera y búnker durante la Guerra Civil, ahora transformado en auditorio de la Obra Social. El verano de 1996 se terminan las obras de rehabilitación y se estrena el Espacio Gaudí, donde antiguamente estaban los apartamentos de Barba Corsini y los lavaderos. Al año siguiente, la Generalitat de Catalunya otorga el Premio Nacional de Cultura a la Pedrera, por su restauración de la buhardilla y la azotea. Y en 1999 debuta el piso muestra, una representación de la vida de una familia acomodada del primer tercio del siglo XX, reconstruido íntegramente con los elementos originales.

Alrededor del centenario, en el marco de la crisis económica, la Fundación se independiza de la entidad bancaria y pasa a llamarse Catalunya-La Pedrera. Y mientras el negocio más antiguo, la sastrería Mosella, abierta en el semisótano desde 1928, cierra sus puertas, se abren al público las de un café restaurante en el entresuelo, que hace tándem con la librería y tienda de la planta baja. Se amplía la oferta de actividades y horarios, tanto a nivel turístico como local, y la renovación es continua, así como el flujo de visitantes, provenientes de todo el mundo.

Actualmente, el edificio recibe una media de un millón de visitas al año y encabeza la lista de los diez lugares más visitados de Barcelona. Aún hoy viven en él cuatro vecinos de renta antigua. Como decía una de ellos en 1995: «Abres la ventana del baño y te encuentras a un japonés o a un albañil». Y hay quien jura haber oído o visto a Gaudí por los pasillos, dando instrucciones.