XX

El mismo día que llega la primavera de 1895, nace en una casa de las Cuevas de la Sombra, en Setenil de las Bodegas, la única hija de Carlos Gutiérrez Hermosilla y Ramona Castaño López, un humilde matrimonio de campesinos, que viven del río y de la montaña en esa pequeña población de Andalucía.

—Le pondremos Margarita —dice ella.

—¿Por tu bisabuela?

—No: porque significa perla.

Y él acepta, consciente de que es la joya de la familia. Hacía tanto que esperaban, sumidos en la incertidumbre, que no pueden hacer otra cosa que disfrutar de su sueño cumplido. Sin saber que esta felicidad es igual de efímera que aquella duda. Y que su feliz existencia hasta ahora.

La llegada de la tan querida progenie ilumina sus vidas, al menos durante un tiempo. La criatura es tan bonita, alegre, cariñosa, que parece hacer desaparecer todos los problemas. Pero las disputas territoriales con algunos vecinos de la sierra de Cádiz enturbian la pacífica supervivencia de los habitantes del pueblo, en una época incierta para la agricultura. Y ello, junto con las penurias económicas que atraviesan, empuja a la pareja a abandonar Setenil y emigrar al norte. Un pariente que vive en Barcelona desde hace años les ha convencido de que allí encontrarán muchas oportunidades de trabajo, especialmente en el sector textil. Y a Carlos, que tiene vocación de sastre, le gustaría mucho poder dedicarse a la confección... Tanto, que su mujer no puede sino apoyarlo. Pese a que Cataluña está en la otra punta del mundo. Del único mundo que conocen.

Al cabo de un tiempo, gracias a la ayuda de compatriotas y amigos locales, la familia Gutiérrez-Castaño se establece en los bajos de una casa cerca de la Rambla, donde Ramona hace de portera mientras su esposo ejerce de sastre. Margarita, a sus ocho años, trabaja de modista con su padre, hilvanando las piezas, haciendo ojales o dobladillos, cuando no ayuda a la madre limpiando la escalera. Y los tres son felices en la ciudad. Todo lo felices que pueden. Pero la ciudad no es como se imaginaban.

Las calles del Raval son estrechas y oscuras, siempre huelen a orines, a tabaco y a alcohol, y por las noches están llenas de borrachos, trasvestidos y putas. A pocos metros de su portal hay una casa de citas en la que se venden números de rifa a 50 céntimos y los ganadores pueden fornicar gratis con la mujer que quieran. Proliferan los tugurios, abiertos las veinticuatro horas del día, donde se ofrecen todo tipo de servicios, incluido el suministro de drogas.

La miseria abunda. Y no es como la que vivían en el pueblo, donde el aire olía siempre a lluvia, a hierba y tierra; donde si perdías la cosecha algún vecino compartía la suya y los niños podían jugar en la calle tranquilos. Aquí, la miseria pone precio a la dignidad humana. Y para sobrevivir, hay quien vende la vida. Ya sea la propia o la ajena.

Los Gutiérrez son felices, especialmente porque tienen a Margarita con ellos. Ninguna lámpara da tanta luz como ella. Pero ¿hasta cuándo podrán mantenerla a salvo? ¿Hasta cuándo podrán retenerla...?

Con los años, la belleza de la joven andaluza va en aumento, así como su vergüenza. De todos modos, cada vez resulta más difícil impedirle salir. No conoce a nadie, excepto la gente que vive en la escalera, pero le gustaría hacer amigos, en lugar de estar todo el día en casa encerrada, cosiendo rotos y parches... Quiere conocer mundo. Descubrirlo. Y descubrirse. Sus padres no quieren poner en peligro sus virtudes. Por ello, deciden que acompañe a Carlos cuando trabaja a domicilio para alguno de los pocos clientes adinerados que tienen. Aquellos que viven fuera del barrio, lejos de la pobreza, en casas bonitas o en pisos con ventanas, balcones y jardines; aquellos que se hacen llevar telas preciosas, bordadas con hilos de oro o plata desde países lejanos y exóticos.

Los Gutiérrez tienen la esperanza de que su niña, escondida en este pequeño oasis de la sociedad, seguirá protegida. Que eso la guiará por el buen camino. Pero la revelación de un universo de lujo tan inesperado abruma a la sensible joven. La deslumbra. La ciega. Y el que hasta entonces solo era un buen cliente, se convierte en su primer amor. Y en el último.

Al principio solo mira y ejerce de ayudante. Después, ya es ella quien toma las medidas.

—Así no estarás ahí boquiabierta de brazos cruzados —refunfuña Carlos.

Las señoras clientas están encantadas. De hecho, la mayoría le dicen que se quede los recortes sobrantes de sus vestidos para hacerse algo. Margarita no ha estado nunca tan cerca de un hombre en toda su vida. Y el día que van a casa de los Milà, en la Rambla dels Estudis, y se acerca a don Pere con la cinta métrica en las manos, tiembla tanto que le rechinan los dientes.

—¿Se encuentra usted bien? —le pregunta él, mirándola a los ojos por primera vez. Y su brillo hipnótico lo cautiva.

La joven asiente con la cabeza, sin decir nada.

—Tranquila: no muerdo —murmura Pere, guiñándole un ojo. Y añade en voz alta, dirigiéndose a Carlos—: ¿Dónde tenía escondida a esta preciosidad?

Entonces ella sonríe.

Ya no es invisible. Al contrario.

En la siguiente visita, el padre no se la lleva con él. Ni a ninguna otra en la residencia de los Milà-Segimon. Pero un día, le llega un encargo de parte de su criada para ir a hacerle un abrigo a Gaudí, en su despacho. Y entonces Margarita sí lo acompaña. Viste un bonito conjunto que se ha hecho ella misma con todos los retazos de las piezas que ha cosido durante años. Y esta colorida vestimenta no solo gusta y sorprende al arquitecto.

—¡Sois una gran constructora de ropa! —afirma.

También le gusta a su patrón. El hombre para quien se la ha puesto.

—Carlos: es un crimen que neguéis al resto de los mortales la visión de esta belleza. ¡Una joven tan virtuosa! Tráigala a casa un día de estos. Mi esposa tiene vestidos de sobra que ya no utiliza y que le irían bien... —Y al oído, solo para la joven, agrega—: Estoy seguro de que te quedarán mucho mejor a ti.

A ella se le sonrojan las mejillas. Y el cuerpo entero.

—¡Ni hablar!

Esa noche, los Gutiérrez discuten encarnizadamente.

El padre teme por la virtud de su hija, esta reclama una cierta libertad y la madre intenta mediar entre ambos. Pero la tregua es imposible.

—¡Mientras vivas bajo este techo harás lo que yo diga! —exclama él.

Un comentario que se dirige a las dos.

A continuación, el cabeza de familia abandona el hogar de un portazo. Por primera vez desde que viven en Barcelona se va a un bar. Y de este, a otro. Y luego a un cabaret. Y no vuelve a casa hasta la madrugada, tan enfadado como borracho.

—A menudo damos demasiada importancia a las cosas que deseamos, a lo que vemos fuera o a lo que los demás ven, y no a lo que somos, tenemos o pensamos nosotros —dice la madre a Margarita—. A veces nos dejamos llevar por anhelos y sentimientos que nos hacen miserables, cuando resulta que el tesoro más grande está aquí mismo... como todo lo verdaderamente importante. Por desgracia, no somos conscientes de lo que tenemos hasta que lo perdemos. A menudo nos aferramos a un sueño y, por muy imposible que este sea, ignoramos la realidad que lo separa de nosotros. El abismo. Ignoramos incluso el peligro de caernos... Pero hay que tener cuidado con lo que se desea, porque las pesadillas también se hacen realidad.

Margarita deja de acompañar a Carlos en las visitas. Y ya no vuelven a hablar del tema. En cambio, el ocio nocturno sí se repite. Al principio, una o dos noches a la semana, luego cuatro. Y finalmente, el dinero que gana durante el día se lo gasta cada noche jugando a las cartas, en bebida...

—O en otras mujeres —lloriquea Ramona.

La impotencia la abruma. No sabe qué hacer. Teme que su marido ya no sea feliz aquí. Con ella. Y que, algún día, le levante la mano a la niña también...

Una noche que se hace tarde y llueve a cántaros, decide salir a buscarlo. No puede dormir, pensando que quizá le haya pasado algo. Así que cierra con llave la puerta y, bajo un chaparrón de miedo, recorre los tugurios de todo el barrio. Sin suerte. Cuando vuelve a casa, empapada de pies a cabeza, lo encuentra sentado en el portal, durmiendo. Y lo arrastra como puede hacia dentro.

Al día siguiente, Carlos no se acuerda de nada. Y ella, que no se encuentra demasiado bien, tampoco se atreve a reñirlo. Ni siquiera a preguntarle si lo que quiere en realidad es volver al pueblo.

—Trabajo mucho —argumenta él—. Me merezco un poco de diversión, ¿no?

¿Cómo negársela, cuando no puede ni abrir la boca...?

Unas semanas después, el estado de salud de la madre empeora. Y una tarde que no para de toser, Margarita se asusta. Más aún cuando ve que hay sangre en su pañuelo. Carlos ha salido a ahogar sus penas de todos modos; la única ventaja es que ahora ya saben dónde encontrarle. Pese a que ella no ha salido nunca sola. Ni a buscarlo. Hasta hoy.

Camina por la calle de puntillas, con la vista en el suelo, evitando cualquier otra mirada o persona. El corazón le late tan fuerte que casi no oye la música de los locales. En algunos tramos debe taparse la nariz para no vomitar encima de la gente que duerme en el suelo. El espectáculo es tan desolador que se le escapan las lágrimas.

—¡Espera! ¡Espera a que termine la partida, coño! —le grita su padre cuando por fin lo encuentra.

Abatida, se sienta en un rincón del café, a esperar con los brazos cruzados. Y de repente, una música celestial dispersa el alboroto. El telón de un pequeño escenario, al fondo del local, se abre y aparece una mujer guapísima, repeinada y bien vestida. Una mujer que canta como los ángeles. Y que sonríe y brilla igual que ellos... Una mujer a la que todos los hombres presentes admiran, como una estatua en lo alto de un pedestal. Y aunque va medio desnuda, parece muy digna y orgullosa. Más que muchas otras vestidas. E incluso ella se rinde a su encanto. Y al cansancio, también.

Cuando despierta, lo hace en una habitación distinta. Desconocida. Como la señora que le habla.

Poco le importa que sea el camerino de la cantante, ni ella sin maquillaje. Sale corriendo hacia su casa, con la mirada al frente, apartando a todos los que se interponen en su camino. Pero al llegar, al ver a su padre sentado en el portal, despierto y lloroso, se da cuenta de que ya es demasiado tarde.

Su madre ha muerto.

Durante lo que parece una eternidad se hace el silencio en casa de los Gutiérrez. Un silencio triste y doloroso, como el del sepulturero que accede a depositar el cadáver de Ramona en una fosa común, o el de Carlos al preguntarle Margarita qué ha hecho con todo el dinero... Y pasan meses así, hilvanando los días. Ella haciendo de portera, él cosiendo a todas horas. Pero nada sirve de mucho. Y el silencio se rompe una noche en que el padre se duerme dejando el cigarrillo encendido sobre el mostrador de la máquina de coser. El humo despierta a la hija y su aliento de alcohol casi la tumba.

—¿Otra vez? —se lamenta.

—¡No, no, espera...! —se excusa él.

—¿¡Que espere?! —lo interrumpe, enfurecida—. ¿Que espere a qué? ¿A ver si morimos quemados?

—¡Solo ha sido esta noche! Estoy guardando todo el dinero para poder volver a casa, al pueblo, de verdad...

—¿Y quién te ha dicho que yo quiero volver? ¿Quién te ha dicho que ese no es mi hogar?

A Carlos le sorprende que le plante cara de esta modo y no sabe muy bien qué responder. Ella no tiene recuerdos del pueblo donde nació y vivió los primeros años de su vida; solo imágenes sueltas de una gran montaña, con ventanales y puertas; el olor a tierra mojada o el ruido de la lluvia sobre las piedras... Aquella sensación de saberse protegida de todo, que conservaba de la infancia, hace tiempo que la perdió.

—Se acabó —sentencia—. Ya no puedo más. Vete tú. Yo me quedo aquí.

Y el silencio acaba de romperse con la bofetada que le propina su padre al reconocer que quiere convertirse en vedette.

—¡Al menos a ellas no les falta de nada! —argumenta Margarita—. Tienen todos los hombres que quieren... ¡incluso los de las otras mujeres! ¡Y su dinero también!

Al ver venir un segundo bofetón, Margarita lo esquiva. Y antes de que llegue el tercero, toma un hatillo que ya tenía preparado desde hace tiempo y sale por la puerta. Sin decir adiós.

Con apenas dieciocho años, se presenta en diversos locales de cabaret para ofrecer sus servicios como costurera. Su vestido es el reclamo perfecto y enseguida encuentra trabajo. «Esto es coser y cantar», piensa. Y precisamente son sus cantinelas tras el telón lo que despierta el interés de algunos promotores. La belleza que dormía en un físico dañado por la miseria, destaca en el instante preciso. Solo necesita fingir que en realidad, tiene veintidós años para que su aire inocente y la apariencia juvenil hagan el resto.

—¿Cree que les gustaré? —pregunta a la vedette a la que hace más tiempo que arregla la ropa, después de dejarse acicalar por ella.

—¿Gustarles? —responde esta—. Rita, amor... ¡Los volverás locos!

Y así es.

Todos los encargados de cabarets, salas de fiestas y teatros caen rendidos a sus pies; muchos le ofrecen acuerdos e incluso algunos le hacen proposiciones de otro tipo... Y ella escoge la mejor oferta profesional, aquella que incluye camerino y vestuario, haciendo oídos sordos a las insolentes.

A las pocas semanas, el salón Arnau ya prepara un letrero luminoso para el estreno del primer espectáculo de una nueva artista que, según la prensa, es la revelación del año. O, como dicen algunos, del siglo.

—¿Qué nombre ponemos en el cartel? —preguntan los electricistas al capataz.

Ella, metida de lleno en su nuevo rol, contesta:

—Rita... Amor.

En el fondo, es lo único que quiere.

Y está tan metida en el sueño, que no oye una vocecita interior que le recuerda aquellas palabras de su madre: «Hay que tener cuidado con lo que uno sueña, porque las pesadillas también se hacen realidad a veces...».