XIV
La fama de Antoni aumenta y la relación con clientes potenciales le obliga a abandonar la humilde bata de artesano que lleva siempre, para adaptarse a la estética que requiere el trato con la burguesía. Pero cuanto más renombre adquiere, más introspectivo se torna, dedicando horas y horas al estudio y a la lectura, encerrado en casa. Aunque su vida no es la única que se ve alterada por el fin de siglo.
Es tiempo de cambios, individuales y sociales, aquí y fuera. Es tiempo de obras.
Barcelona ha crecido tanto en los últimos años que desborda las murallas. Así, el ayuntamiento, teniendo en cuenta todos los problemas de higiene pública debido a la superpoblación, organiza concursos en busca de una reforma urbanística que le encuentre solución. Al fin, tras el intento frustrado de derribar las murallas en 1841, que supuso su inmediata reconstrucción, en 1854 se aprueba un derrumbamiento parcial, manteniendo la muralla de mar, el castillo de Montjuïc y la fortaleza de la Ciudadela.
A esta transformación del mapa sigue un proyecto conocido como el Plan Cerdà, una controvertida mejora de la que nace el barrio del Eixample, en defensa del equilibrio entre los valores urbanos y las ventajas rurales, pese a que supone la ruina de su creador. Dentro de esta reorganización metropolitana, llamada «el barrio de los fabricantes», la avenida que une Barcelona con la villa de Gracia a través del Portal del Ángel se convierte en un eje determinante.
En parte gracias al impulso de la Exposición Universal de 1888, con la renovación y creación de servicios públicos, junto con el auge del modernismo, apoyado por la burguesía, el Eixample se afianza rápidamente. De tal manera que, en 1897, Barcelona integra los municipios limítrofes de Sants, las Corts, Sant Gervasi de Cassoles, Sant Andreu de Palomar, Sant Martí de Provençals y Gràcia.
En el umbral del siglo XX se incrementan tanto los intercambios comerciales como el desarrollo industrial, cosa que beneficia a todas las clases. Y aunque los contrastes entre la parte alta y la parte baja de la ciudad se acentúan, y no solo a nivel urbanístico, son buenos tiempos para los artistas. Sobre todo para los arquitectos. De las guerras coloniales en las Américas no vuelven únicamente soldados pobres, también indianos opulentos. Y estos nuevos ricos se suman al ansia inversora de los empresarios catalanes de toda la vida. Y a la moda de reformar edificios para convertirlos en pisos de alquiler.
Es tiempo de construir. Todo es nuevo y todo está por hacer.
Aún de luto por la muerte de uno de sus primeros grandes maestros, Josep Fontseré, Gaudí trabaja en varios proyectos que lo consolidan como uno de los arquitectos de moda. En cambio, empiezan también a circular cotilleos sobre su persona. Dicen que es tan vanidoso que da órdenes a los encargados de las obras sin bajarse del coche y que no sube nunca a los encofrados.
Es cierto que pide a sus ayudantes que tengan los planos desplegados y listos para cuando él llega a las obras; así los revisa de un vistazo. Solapa tantos encargos que a menudo no da abasto. Por ello, da instrucciones muy detalladas o delega en gente de su confianza. Y por eso también, a veces, acepta el vehículo que el señor Güell pone a su disposición. Sobre todo los días que le fallan las fuerzas. Y sí, es verdad que hace años que no se sube a un andamio, pero es que muy poca gente sabe de su enfermiza juventud ni de las consecuencias de esta. Entre ellas, el vértigo que padece. Un vértigo que en cierta ocasión, en la Sagrada Familia, casi le cuesta la vida.
—¡No se ha matado de milagro! —afirma un capataz testigo de su traspiés.
Él se lo toma como una señal. Y ya sea Dios o Matamala quien le ha salvado la vida, no vuelve a subirse a un andamio nunca más.
A los rumores, poco a poco, se les suma también la envidia de sus coetáneos, y especialmente la de los colegas de profesión, que ven en él a un feroz competidor y un revolucionario. Numerosas son las personalidades que visitan el ya famoso palacio de la Rambla: desde la Casa Real española hasta la italiana, e incluso el presidente de Estados Unidos Grover Cleveland. Miembros de la escolta de este le piden detalles técnicos a Antoni, que los facilita gustoso, y meses después recibe unas publicaciones de decoración estadounidenses con artículos que alaban sus obras bajo la protección de los Güell, otorgándoles fama internacional.
Claro está que, entre tantos visitantes, siempre hay el típico listillo que con muy poco respeto y conocimiento pretende dar consejos. Pero aquí, el genio de Gaudí hace acto de presencia, respondiendo con el mismo tono condescendiente.
—Perdona: la próxima vez, cuando vaya a proyectar, te consultaré a ti.
Y actúa así porque se sabe apoyado por su mecenas.
El día que se cuelga el conjunto heráldico de forja en la fachada del palacio, don Eusebi y él observan el procedimiento satisfechos. Es la guinda del pastel.
—¡Qué cosas más raras ponen en esta casa...! —comentan unos peatones.
Y el señor Güell ríe.
—¡Ahora todavía me gusta más!
En 1891 se aprueban en Barcelona unas ordenanzas más permisivas respecto a la composición de las fachadas y el derribo de viviendas unifamiliares para su transformación en edificios. Esto, aparte de atraer a los ricos comerciantes, hace que la anodina homogeneidad del Eixample sea el escenario perfecto para la competición entre arquitectos, a favor y en contra del modernismo. Pronto el Paseo de Gracia se convierte en el objetivo principal de unos y otros. Y Gaudí no queda al margen.
En 1898 recibe el encargo de los herederos de un conocido fabricante de tejidos para construir una casa en la calle Casp número 52. La idea es que tenga un doble uso, tanto para el negocio familiar como para viviendas de alquiler, así que se destina la planta baja y el sótano a una cosa, y las plantas superiores a la otra, reservando el piso principal para los propietarios. El único problema es que el edificio sobrepasa la altura permitida y el ayuntamiento le obliga a rectificar el proyecto. Pero Gaudí, que no está dispuesto a ceder, presenta el mismo plano inicial con una línea roja descabezando el tejado. Y sigue con el trabajo. Sus colaboradores Francesc Berenguer y Joan Rubió cruzan los dedos.
Una vez finalizada, la Casa Calvet gana el concurso anual de edificios artísticos de Barcelona. Y es el propio consistorio quien otorga el premio.
En 1900 termina también las bodegas Güell. Paralelamente, trabaja en la decoración del café Torino y la farmacia Gibert, comienza las obras del parque en la montaña Pelada y la Casa Bellesguard, y realiza el proyecto para el Vía Crucis monumental de Montserrat. Además, restaura la fachada de la casa de su amigo Santaló.
Pese a las críticas burlonas de la prensa, donde comparan algunas reformas y construcciones modernistas con pasteles o castillos de cuentos, este nuevo marco legal más tolerante da empleo a muchos arquitectos. Tantos, que en cierto momento llegan a coincidir cinco en una misma manzana, entre las calles de Aragó y Consell de Cent, lo que popularmente se llama la Manzana de la Discordia.
Hechizado por su trabajo en la Casa Calvet, y sucumbiendo a la opulencia del Paseo de Gracia, Josep Batlló i Casanova se encomienda a Gaudí para que le reconstruya el edificio que acaba de comprar en el número 43.
Hijo de Fèlix Batlló Masanella, don Josep es, como su padre, un importante hombre de negocios del sector textil. Está casado con Amalia Godó Belaunzarán y, junto con su consuegro, hace negocios con los Milà en la industria del cáñamo. Así que puede permitirse de sobra participar en la pugna creativa con su capital.
Alrededor de su futura residencia, en un corto periodo de tiempo se alzan también la casa Lleó Morera, obra de Domènech i Montaner, la Amatller de Puig i Cadafalch, la Mulleras de Enric Sagnier y la Bonet de Marcelino Coquillat. Y aunque la última no pertenece al estilo modernista, también se ve salpicada por la polémica.
En un chiste del humorista Picarol publicado en L’Esquella de la Torratxa, unos personajes de aspecto humilde preguntan a un hombre bien vestido: «¿Quién os hace la casa: Domènech, Gaudí o Puig i Cadafalch?». Y el burgués responde: «Todavía no lo he decidido... ¡Aquel que salga premiado en el concurso!».
De todos modos, Antoni tiene demasiado trabajo para perder el tiempo en una fútil batalla de egos. Junto a los arquitectos Jujol y Rubió se ha propuesto convertir la Casa Batlló en la más colorida y original de todas las que ha hecho hasta ahora. Y da rienda suelta a su inventiva. Cuenta con la ayuda de los artesanos Bahia, Casas i Bardés y Ribó i Pelegrí para combinar la piedra, el hierro forjado, el mosaico de vidrio y la cerámica.
Después de convencer al propietario para que no derribara el edificio, construido por Emili Salas i Cortés, un antiguo maestro suyo, inicia una innovadora reforma que culmina, al cabo de cinco años, con la fachada más espectacular de la ciudad.
Mientras, la zona central del Eixample situada alrededor del Paseo se ha convertido en el centro residencial burgués por excelencia, hasta el punto de ser bautizado por la prensa de la época como el Cuadrado de Oro. Esta concentración de poder y riqueza hace que en 1902 se inaugure, en el cruce con la calle de Aragó, un andén que permite a los viajeros que llegan en tren disponer de una parada más céntrica que la estación de Francia. Y este, según el presidente de la Juventud Monárquica, Josep Maria Milà Camps, es el marco ideal para dar la bienvenida al reciente coronado rey Alfonso XIII en 1904. Y su majestad, efectivamente, queda cautivado por la avenida de moda.
—Madrid es muy bella... —reconoce—, pero Barcelona la supera en dos cosas: el Tibidabo y el Paseo de Gracia.
Gaudí, sin embargo, no se entera de la visita del rey hasta que le informan de su voluntad de conocerle. Ha visto varias obras del arquitecto y desea que la última sea el Templo de la Sagrada Familia que está construyendo.
Entonces, comprende por fin el motivo de todo aquel alboroto en el Paseo. Que la multitud se subiera a los balcones y árboles, incluso a los andamios de la Casa Batlló, para ver a los que desfilaban. Que tantos militares, a pie y a caballo, hubieran salido juntos de maniobras. Que dandis, obreros, chiquillos, señoras, menestrales y artistas llenaran las calles a rebosar... Y aunque continúa molestándole tanto desorden, no puede hacer otra cosa que aguantarse. Igual que cuando, después de visitar el Templo, impresionado por la belleza de la obra, su majestad le abraza.
A él no le gusta ni dar ni recibir muestras de afecto. Y menos en público. Pero para no ser descortés con Alfonso XIII y el séquito real, se muerde la lengua. Al menos en público.
—Dios nos ha dignificado con el don de la palabra para que pudiéramos expresar con ella nuestros sentimientos... —gruñe después—. ¡Hacerlo mediante gestos es rebajarnos!
Y alguno de sus ayudantes le recuerda que el monarca solo tiene dieciocho años.
—¡No quiero ni imaginar qué me haría si el santuario ya estuviera terminado...! —continúa, obstinado.
Cada vez está más absorbido por este encargo, hasta el punto de que la iglesia es casi su segunda residencia, si no la primera. Y esto no solo afecta a su humor, sino también al resto de trabajos. Aunque sea el arquitecto de moda, el constructor de sueños, es solo un hombre. De carne y hueso. Y todo el espacio que la fe ocupa en su vida lo resta de otras cosas. Para bien o para mal. Incluida su familia.
Al año siguiente de la visita de Alfonso XIII a Barcelona, el Paseo llega a su clímax. Se ponen adoquines, los tranvías circulan por los laterales y se instalan unos peculiares bancos con farola incluida. También la carrera de Antoni Gaudí Cornet parece que ha tocado techo, gracias a la finalización de las obras en la Casa Batlló. Con diferencia, es la que más miradas atrae de la avenida, en parte por su vistosa y alegre fachada. Ya durante el montaje, día tras día, multitud de curiosos se detienen para ver a los dos hombres que colgados de cuerdas colocan, una a una, las baldosas del mural y el mosaico de cristales, bajo las órdenes del arquitecto que lo mira, como ellos, a pie de calle.
—El esfuerzo ha valido la pena —resuelve al final.
Y no es el único que lo piensa.
—La próxima casa que hará será la mía —le dice Pere Milà Camps a su socio después de una primera visita.
Y Josep Bayó, que los escucha, no sabe si reír o llorar...
En 1906, la Casa Batlló es seleccionada para el premio a mejor edificio del año, pero finalmente se lo lleva una vecina de la Manzana de la Discordia, obra de Lluís Domènech i Montaner.