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A finales de marzo de 1870, Magdalena Artells Àvila entra en la mejor boutique de Reus para recoger los trajes que un mes atrás había encargado: uno de día, uno para ir en coche y otro para las fiestas de la alta sociedad tarraconense. De los tres, el último es el más elegante y el que primero quiere probarse, pues esa misma tarde piensa ir a hacerse un retrato con él. Su marido se va a Murcia a trabajar la semana próxima y quiere darle una sorpresa, obsequiándole con una bonita fotografía. Para que se acuerde de ella durante los meses que estarán separados.

—Me aprieta de aquí... —refunfuña con las manos en el vientre—. ¿Cómo puede ser?

La modista no se atreve a decir nada por miedo a ofenderla; clientas acomodadas como ella son las que llenan sus armarios y la caja de la tienda con igual generosidad. Pero las amigas que acompañaba a la joven no tienen tantos miramientos.

—¿No será que has engordado un poco?

—Quizás estés embarazada de nuevo...

Magda las ignora, mientras persigue su reflejo por los espejos del probador. Sin embargo, en ellos también ve a las chicas sentadas en la chaise longue, a punto para tomar su té a la inglesa. Y solo con pensar en las deliciosas pastitas de acompañamiento, se le hace la boca agua al instante.

—Ajusta un poco más el corsé —le ordena a la costurera. Y subiendo otra vez a la tarima añade—: Y sírvenos también algo para comer, que se me ha abierto el apetito.

—¿Solo el apetito...? —exclama una de las jóvenes, riendo al ver que se le ha descosido un pespunte.

Ella maldice en voz baja y las tres mujeres la oyen, pero nadie abre la boca. Las amigas porque se la llenan de galletas y la modista porque aguanta los alfileres. Además, es tan feo que una mujer diga palabrotas como que otra las escuche.

Al anochecer, en casa de los Segimon-Artells reina una falsa paz. Por suerte, la niñera acuesta a los niños pronto, así que Magdalena y su marido se quedan un rato a solas en el comedor, por fin. Y entonces, el malestar que la corroe salta a la vista.

—¿Qué ocurre? —le pregunta él, sospechando de su silencio.

—¿Te parece que estoy más gorda?

—Más que... ¿cuándo?

—Que hace unas semanas.

—Ay, mujer...

—¡No sé ni por qué te lo pregunto! —lloriquea, levantándose de la silla de golpe.

—¡A mis ojos estás tan guapa como el primer día! —contesta él para que recupere la calma—. ¿De acuerdo? Y no le des más vueltas. Esa cabecita tuya piensa demasiado —bromea, quitando hierro al asunto—. Deberías buscarte distracciones... ¿Por qué no vas mañana a la boutique aquella de Reus que tanto te gusta y te compras un vestido bien bonito, eh?

Y antes de terminar la frase, mete mano a la cartera. Ella, sin embargo, detiene el gesto, muy contrariada.

—Domingo, por favor... No te marches —le dice con un tono de súplica que emociona a su hombre—. Que vaya tu hermano solo por una vez...

—Amor: me quedaría contigo si no fuera por el trabajo. Pero sabes que este encargo de Murcia es muy importante para nosotros, ¿verdad? Haremos una carretera tan larga que...

—Estoy embarazada —lo interrumpe, mirándolo fijamente; esperando que, por una vez, elija a su propia familia en lugar de una maldita obra, y que no la deje sola, de nuevo, durante casi un año.

—¡Qué alegría! —responde él, abrazándola tan fuerte que la levanta del suelo y hace volar sus pies.

Por un instante, Magda cree que sí: que la escogerá a ella, a sus hijos, el hogar que casi nunca comparten. Pero al cabo de unos minutos, sin soltarla de sus brazos, Domingo le dice al oído:

—Pasará rápido, cariño, ya lo verás...

Y más tarde, en la cama, bajo las sábanas, finge no oírla sollozar.

A lo largo del verano, Magdalena se cansa de todo. Del calor, de sus amigas estiradas, del servicio que la trae de cabeza, de sus hijos que no le dan más que disgustos... Pero especialmente de sentirse sola. Está harta de que su marido pase más tiempo fuera de casa que allí, con ella y los niños. Y no puede evitar creer que quizá tenga una amante. O peor aún: que ya no la quiera...

Un vacío espantoso crece en su interior y ni comprarse vestidos, ni sombreros, ni zapatos le ayuda a desprenderse de esa horrible sensación. Solo cuando piensa en el bebé que pronto nacerá experimenta cierto consuelo. Su pequeña. Porque lo que lleva en el vientre es una niña; se lo dijo una vidente que le echó las cartas a principios de junio. Aquella mujer, además, le informó de que sería una criatura bellísima, cautivadora, irresistible; que rompería el corazón a muchos hombres. Y aquello, curiosamente, reconforta a Magda de una forma extraña. Y le da un brillo especial. Tanto, que los días de fiesta mayor todo el mundo habla de ella, convirtiéndose en el centro de todas las miradas, igual que cuando era joven y soltera. Más aún con su nuevo vestido de seda y batista, color burdeos, y una elegante pamela con un enorme lazo a juego. A partir de entonces es como si transpirara por su piel el encanto de la hija que lleva en el vientre, hipnotizando a todos los reusenses que se atreven a mirarla... Hasta el día del parto.

—¡Qué criatura tan hermosa!

—¡Es una preciosidad!

—¡Parece una muñeca de porcelana...!

Amigos, familiares, conocidos: cada persona que las visita dice lo mismo. Al igual que Domingo, cuando, tres meses después del nacimiento, vuelve a casa y la ve por primera vez. Tan impresionado se queda, que casi se olvida de preguntar a su mujer cómo se encuentra. Y no es el único. Así, poco a poco, Magda va volviéndose invisible a los ojos de su esposo y del resto también.

—Incluso el nombre es perfecto —comenta el padre con los invitados, pletórico de orgullo—: Roser: ¡la flor que faltaba en nuestro jardín! ¿Verdad, querida?

Y Magdalena sonríe para satisfacerlo, consciente de que ya ha perdido todo el protagonismo. Pero cuando está a solas con la criatura, mientras le da el pecho, también cae en el mismo hechizo que los demás. Porque la niña es como un ángel caído del cielo, y es incapaz de dársela a una nodriza para que la amamante. Y pese a chuparle la vida con cada sorbo, no puede hacer otra cosa que apretarla bien fuerte entre sus brazos. Y amarla.

Desde pequeña, Roser Segimon i Artells ya sobresale de entre el resto de chiquillos, sean o no de clase pudiente. Aunque no solo por ganar siempre las apuestas que hacen las niñeras sobre quién de ellas saca a pasear al niño o la niña más acicalado. La fama de su belleza es conocida por burgueses, plebeyos y artesanos. Por todo tipo de gente. A pesar de que algunos no la han visto nunca.

—Enhorabuena, señora —dice tímidamente el hombre al que conoce como el hijo de la Calderera—. He oído que ha tenido una niña preciosa...

Por norma, Magda no suele hacer encargos a los que puede mandar al servicio, por ejemplo ir a buscar un cazo nuevo que ha encargado. Pero últimamente cualquier excusa le viene bien para salir de casa. Necesita tomar el aire, respirar lejos de aquellas paredes que la ahogan igual que un cepo. Con o sin su marido, se le cae encima. Cada vez más.

—Dicen que es casi tan bonita como su madre... —susurra el calderero, observándola de reojo mientras cuenta las vueltas.

—¿Cómo se llama? —le pregunta ella, sonriendo—. Mi familia ha comprado aquí las cacerolas toda la vida y no recuerdo su nombre...

—Francesc Gaudí, para servirla —responde él, mirándola de refilón con sus profundos ojos azul cielo.

—¿Tiene hijos, Francesc?

—Sí. Tres, señora: dos chicos y una chica. El pequeño es el que me ayuda aquí en el taller. Pone cenefas en las calderas y las ollas, como la que hay en el suyo... Así quedan más bonitas, ¿sabe?

Magdalena duda un momento. No quiere que parezca que está haciendo caridad a este hombre que tan amable es con ella. Por eso le dice en voz baja y con mucho tacto.

—Venga a casa algún día. Tenemos mucha ropa que casi ya no utilizamos y estoy segura de que le sacarían más provecho que nosotros. Y a veces sobra tanta comida...

De repente, se da cuenta de que al calderero se le humedecen los ojos y calla unos segundos. El tiempo de estrechar su mano con las monedas del cambio dentro.

—Gracias, Francesc.

—¿Por qué? —pregunta él.

«Por verme, hablar conmigo, escucharme», piensa Magda. Pero en voz alta solo responde:

—Por todo.

A medida que se hace mayor, la pequeña de los Segimon acapara más y más la atención de los que la rodean. Con sus rizos perfectos, los ojos color miel y su blanca tez... Cada día más hermosa y avispada, es como si ejerciera algún tipo de poder sobre la gente. Y gracias a ello, satisface siempre sus deseos. Pero no toma plena conciencia de su poder hasta el verano de 1874, cuando, siguiendo la costumbre de cada año, Magdalena y sus hijos se van a casa de unos parientes al Aleixar.

—¡Quiero tarta de cerezas! ¡Quiero tarta de cerezas! —repite, incansable, una tarde a finales de septiembre, habiendo ya merendado.

—Si acaba de zamparse un tazón de menjar blanc... —suspira la niñera.

—¡Tengo hambre! ¡Tengo más hambre! —chilla la niña en una de sus pataletas.

—De acuerdo, de acuerdo... —acepta la joven, sirviéndole una generosa ración.

Mientras, Magda toma el fresco en el jardín, ignorando los caprichos de Roser. Lleva rato con un libro abierto en las manos, aunque en realidad tiene la vista perdida más allá de sus páginas. En un par de días vuelven a la ciudad para reencontrarse con Domingo, que regresa de construir otra carretera en Valencia, y ya añora el paisaje del Camp de Tarragona. El lejano horizonte que le permite olvidarse del mundo, del ajetreo de Reus, de las asfixiantes paredes de su hogar... Y, sobre todo, de los berrinches de su hija. La niña tiene que salirse siempre con la suya. Incluso cuando es imposible.

—No me gusta la carne —gruñe la niña la última noche, durante la cena—. Quiero pescado. ¡Quiero pescado! —reclama con insistencia.

La criada, el cocinero, la niñera, los parientes,... nadie sabe qué darle, todos queriendo complacerla, pese a que no hay ni una sardina en la despensa. Y Magda, consciente de que para la niña es un juego y de que solo pretende incordiar, harta de tanta tontería, corta de raíz el problema.

—Esto es lo que hay. Y hasta que no deje el plato limpio no se levantará de la mesa —anuncia. Y dirigiéndose a su hija, añade—: Me has oído, ¿verdad? Pues ya sabes lo que tienes que hacer.

Con la puesta de sol, ordena que arropen a los chicos, da permiso a la niñera para retirarse, al igual que a todo el servicio, y se queda a la mesa, sentada frente a frente con su hija. Luchando contra el sueño, al igual que la niña, que cuando no se frota los ojos repite la cantinela, como si de repente recordara por qué sigue allí:

—Quiero pescado, quiero pescado, quiero...

El chasquido de un trueno despierta a Magdalena de repente. Y antes de preguntarse cuánto rato lleva durmiendo apoyada encima de la mesa, se da cuenta de que está sola. Frente a ella, el plato y el filete siguen intactos, pero la niña no está.

Corre a la habitación de los niños, a la suya propia, a la de los familiares, por toda la casa... Nada. Entonces ella y el servicio salen a buscarla, por la finca y sus alrededores, bajo un chubasco terrible. Los rayos estallan en el horizonte, pegando fuego al cielo. Los truenos ensordecen los gritos de unos y otros, que no paran de repetir el nombre de la pequeña. Van hasta Maspujols, hasta Vilaplana, incluso buscan en el arroyo, que se desborda por momentos a causa del temporal... Nada. Ni una pista. Y con las lágrimas fundiéndose bajo el aguacero que los empapa, horas después vuelven al caserón con las manos vacías. Y entonces tiene lugar un hecho de lo más extraordinario, algo nunca visto: de repente, empiezan a llover peces. Peces vivos, que chapotean en los charcos llenos de lodo para salvar su vida. Peces de mil formas y colores. Peces que caen del cielo igual que la lluvia...

Mientras todos contemplan boquiabiertos el espectáculo, a salvo, esperando que aclare la tormenta para proseguir la búsqueda, Magda, en el porche de la casa, de rodillas, suplica que un milagro le devuelva a su niña... Y cuando ya está a punto de rendirse, baja la mirada de las nubes y la ve justo frente a ella. Empapada de arriba abajo y con la falda arremangada igual que un fardo, llena de peces.

—¿Lo ha visto, madre? —pregunta con una sonrisa de oreja a oreja—. Lo ha visto, ¿verdad?

Transcurrieron muchos años hasta que Magdalena accedió a pasar de nuevo un verano en el Aleixar. El susto vivido durante el mítico aguacero de Santa Tecla, cuando una tromba marina azotó el pueblo, la marca de por vida. Y a su hija también, pese a que aún no lo sabe.

Para la joven en que se ha convertido Roser, aquella aventura no es más que una anécdota de la infancia. Una de tantas de las que han quedado atrás. Como las rabietas y los caprichos absurdos de chiquilla. Para ella, ahora, ya hay otras cosas mucho más importantes: el amor, por ejemplo. Con dieciocho primaveras, que luce esplendorosa, nada la satisface tanto como hacer uso de su ingenio para cautivar y seducir a los pretendientes que la rondan. Nadie tiene unos cabellos tan bonitos, una mirada tan dulce ni una piel tan blanca como la suya. Y causa verdadera sensación. En Reus, claro. Porque durante las vacaciones de 1890, de nuevo en aquel pequeño pueblo del Baix Camp, no es la única que despierta interés entre los solteros locales. Una extranjera de ojos, piel y cabellera oscura le roba gran parte del protagonismo. La muchacha, llamada Lola, es hija de un rico indiano nacido en el Aleixar, del que corren rumores apasionantes: que era el dueño de una inmensa plantación de café en Guatemala con doscientos esclavos a sus órdenes, que descubrió una mina de oro en California, que posee acciones del Canal de Panamá... Y Roser, víctima de la curiosidad igual que el resto, decide hacerse amiga de la joven. Además, la simple idea de confraternizar con los Guardiola, una familia de la nobleza catalana, le resulta muy tentadora.