XIII

Uno de los hándicaps de la construcción de la Casa Milà es el transporte de la materia prima de la obra de arriba abajo, ya sea a pie llano o derecho. La forma tradicional de hacerlo es con barras de madera y cuerdas, pero mucha gente sufre daños durante el uso de estos rudimentarios sistemas. Como por ejemplo el encargado de una obra cercana, que pierde la vida en un desafortunado accidente. Así que, con la voluntad de agilizar los procesos, Josep Bayó instala un tobogán por donde hacen descender los escombros desde los pisos superiores. Y no lo bastante satisfecho con esta mejora, diseña y construye una especie de cabrestante para subir los ladrillos y los pilares. Al día siguiente, Gaudí ya quiere ponerlo a prueba.

—¿Quién te lo ha calculado? —le pregunta.

—Yo mismo, sin saber de números... —responde modestamente.

—A ver cuánto aguanta. Haz subir esa piedra —indica, señalando una de las más grandes.

Y va tan bien la cabria que le hace repetir la operación una y otra vez. Hasta que cede.

—Arréglala y ponla en la factura —le ordena entonces el maestro, satisfecho.

—No se puede, Antoni, habrá que hacerla nueva...

—Pues hazla y ponla en la factura —insiste.

A pesar del disgusto, las felicitaciones del arquitecto impulsan al joven constructor a hacer un modelo mejorado de su invento. Y este se convierte en la primera grúa de España. Con ella resulta tan fácil y cómodo trasladar las piedras, que si antes subían un pilar al día, a partir de ahora ascienden cuatro. Y enseguida pasan al frontis.

Hecha de pilares y arcos de piedra ondulada, la fachada es autoportante, y se conecta con el resto de la estructura de la casa por medio de unas jácenas de hierro de treinta centímetros unidas por mortero de cal. Si para los pilares macizos se utiliza solo piedra de Montjuïc, para la fachada se usan dos tipos diferentes: caliza y amarilla. En especial la segunda, llamada popularmente blanda, cuando el bloque no lleva carga.

Toda la materia prima utilizada en la construcción llega y se almacena al otro lado del Paseo de Gracia, en un solar que hay en la calle Provença de espaldas al mar. La llevan por la carretera de la costa, desde las canteras del Garraf o de Vilafranca del Penedès, con la Ruston, una locomóvil de vapor que funciona a base de carbón y leña gracias a un depósito de agua. Cada semana se realizan dos viajes, pues los trayectos son largos, la máquina tiene problemas mecánicos cada dos por tres y, además, consume mucha agua y mucho carbón. A pesar de todo, cada día recorre una media de veinte kilómetros.

Las piedras vienen ya desbastadas: limpias, pulidas y a la medida. Pero cada una tiene unos cinco centímetros de margen por cada lado, como mínimo, y siempre hay que acabar de ajustarlas a pie de obra. Para coordinar las proporciones con las maquetas que hacen de guía, se cuelgan un hilos desde arriba, con plomos en las puntas, que indican las mismas líneas que el modelo de yeso. Entonces la piedra se sube, se prueba y, si no encaja a la primera, que suele ser lo más habitual, se baja de nuevo, se retoca y se vuelve repetir el proceso. Hasta que se acopla a la perfección. Aunque alguna la llegan a poner y a sacar hasta cuatro veces. Todo ello hace que se ralentice y complique el trabajo significativamente. Y Bayó, que tiene un contrato a precio fijo, enseguida se da cuenta de que los números no salen y se lo comunica a Gaudí. Este lo hace revisar por Sugrañes y finalmente le da la razón. Entonces piden más dinero al señor Milà, que accede sin problemas. Al menos las primeras veces.

Una vez terminada de montar la fachada, cuando ya está todo listo para sacar el andamio, Antoni pide que no lo desmonten todavía.

—Quiero hacer retocar alguna piedra —dice.

Y con alguna se refiere a todas.

Ordena que el picapedrero empiece por arriba y que vaya bajando, convirtiendo las aristas y esquinas en curvas suaves. Pero en vez de pulir, en algunos casos acaba por verse el hierro del tirante que sujeta la roca, y Bayó debe hacerlo tapar de nuevo con cemento y trozos de la misma piedra.

Mientras se hacen los retoques, el 27 de diciembre de 1907 un guardia municipal denuncia que uno de los pilares de la fachada ocupa ilegalmente una parte de la acera. Para ser más exactos, el de la tribuna del Paseo de Gracia. Y siguiendo indicaciones del policía, el constructor le transmite el aviso al arquitecto.

—Dice que esta columna invade la vía pública treinta centímetros y que la cortemos o aplicarán un impuesto especial.

Gaudí, después de reflexionar, contesta:

—Bueno, si vuelven y quieren que la corte, diles que de acuerdo. Lo haremos justo por donde ellos digan. Y en la superficie plana que quede pondremos la inscripción: «Cortado por orden del ayuntamiento según acuerdo de la sesión plenaria con fecha tal».

Cuando un representante del consistorio aparece, se le comunica con todo detalle el mensaje. Y ya no los vuelven a molestar. Al menos por la columna.

Como consecuencia de tanto movimiento de piedras por el Paseo de Gracia durante meses nace el apodo popular de la casa: la Pedrera.

Sobre el último forjado se edifica el desván, con arcos diafragmáticos de ladrillo en forma de catenaria y seis escaleras de caracol que salen a la azotea, todas con una cruz de cuatro caras en lo alto. Sus pequeñas ventanas dan a un paso de ronda que se ciñe alrededor del edificio, al margen del cual se inscribe el saludo AVE GRATIA M PLENA DOMINUS TECUM. Bajo la M de María, el escultor Llorenç Matamala esculpe una rosa que parece no terminar nunca de satisfacer al arquitecto. Y justo encima, se prevé instalar un conjunto escultórico dedicado a la Virgen, obra de Carles Mani, todavía en fase de bosquejo.

En la terraza se alzan un total de treinta chimeneas, en grupos o solas, repartidas por todo el espacio. De ladrillo revocado de mortero, la mayoría presentan una forma helicoidal, que gira sobre sí misma, irregulares por fuera pero bien lisas por dentro, para que el humo circule libremente. Todas son rematadas con un cabezal que recuerda el casco de un soldado, y llevan cruces o símbolos diversos. Entre ellas hay una con un corazón en la cara que apunta a Reus y otro mirando a la Sagrada Familia, el segundo con una lágrima.

Culmina la fachada una curva modelada con varillas de acero de unos diez milímetros, colocadas siguiendo los planos y las órdenes que el maestro da desde la calle, en función de la curvatura que desea obtener.

El edificio está constituido por veinte viviendas que se reparten entre las cinco plantas, cuatro en cada una, además del principal, que se destina íntegramente a los propietarios. El acceso a las viviendas se realiza a través de dos enormes patios, que facilitan la iluminación y ventilación de todos los pisos, con dos escaleras, una que da al Paseo de Gracia y la otra en la calle Provença. Y a medio camino de la segunda escalinata se encuentra la vivienda del chófer. Todos los espacios son versátiles, ya que no hay paredes de carga, solo tabiques. Así, la casa puede adaptarse a cualquier tipo de servicio en un futuro.

—La vida es cambio —afirma el arquitecto—. Y el cambio es la única constante del universo.